El ojeador (4 y final)

Una partida de caza se interna en África. El adinerado Denis Dupont quiere cazar un elefante. Pero su joven y calenturienta novia, Brigitte, tiene otros planes para el safari: probar toda la carne que el continente africano le pueda ofrecer en un viaje como ése. Y no hablamos de gastronomía local.

El día clave, el de la caza de los elefantes, la tensión entre Dupont y su jovencísima novia se podía cortar con un machete. Yo hice mi trabajo, localicé una partida de elefantes: tres hembras, un macho y dos crías pastando en una arboleda. Ahora les tocaba a los hombres armados.

Brigitte no se lo quiso perder, de manera que insistió en acompañarnos. Denis Dupont aceptó bastante a desgana. Casi ni se hablaban desde el accidente en la balsa el día anterior. De nuevo las condiciones fueron que no hiciera ruido alguno.

Pero con Brigitte, como siempre, la cuestión no era el verbo sino la mirada. Se había vestido con sus botas de media caña y cordones hasta arriba, una sahariana verde de manga corta pero que ella había optado por sujetar con el cinturón y no con los botones de rigor, como si fuera alérgica a los ojales; y un pantalón a juego tan corto, que casi no se veía bajo la chaqueta. Todo ello rematado con un sombrero anzac también a juego.

Avanzábamos poco a poco por la espesura. Pero esta vez Brigitte se esforzaba porque la viésemos, no iba detrás, estaba todo a la vista que era posible. Incluso Lusak, al que se le notaba que tenía algún problema para andar después de su agitada noche, no se perdía detalle del vaivén de caderas cadenciosas de Brigitte.

A cada paso cada vez era más difícil ignorar lo apretado de aquellos pantalocitos, o como aquella sahariana se abría más y más revelando unos pechos tan apretados como turgentes.

Llegamos al borde de la espesura y ocultos entre la vegetación. Vimos a los elefantes. Una hembra se había quedado sola, alejada del grupo y más cerca nuestro. Lusak se la indicó a Dupont con el índice para que el adinerado francés pudiera cobrarse su pieza. Pero estaba claro que el Coronel estaba más pendiente de la hembra de Dupont que de la de elefante. Sudaba, pero no del calor, sino de mirar de reojo una y otra vez a Brigitte, nada preocupada de lo que su sahariana abierta estaba dejando ver. En ese momento Brigitte captó la sucia mirada del cazador y se volvió de espaldas, con tan mala suerte que la hebilla del cinturón de la sahariana se enganchó en una rama baja. Ella se volvió para tirar, pero con tal torpeza que el nudo del cinturón se soltó y la sahariana se abrió de golpe: todos pudimos comprobar sin atisbo de duda alguna lo que ya intuíamos: que aquel día la dulce Brigitte había decidido prescindir del sujetador. Tenía los pezones grandes, como dátiles en su punto. Todos pudimos disfrutar aquellos segundos menos su pareja, concentrado en apuntar a la elefanta. Yo estaba en cuclillas, boquiabierto, abrí la mano sin pensar y dejé caer mi lanza que fue a dar con la punta en el dorso de la derecha de Dupont. El francés se dolió entre dientes y erró el disparo. La elefanta salió corriendo. Lusak, que tenía que haber tirado para asegurarse de que no hubiera fallos, le resbaló el cerrojo de tanto como le sudaban las manos por el estado en el que le había puesto Brigitte todo el trayecto.

Los elefantes ya se habían perdido de vista al otro lado de la arboleda cuando Brigitte se tapó agarrándose las solapas con las dos manos y un gesto de vergüenza no tanto por su desnudez como por haber arruinado la caza. Pero Haj le echó un capote, asegurando que toda la culpa era mía. Yo, cabizbajo no dije nada. Pero años después, recordando aquel momento, sólo pude concluir que Brigitte era una agente infiltrada de los ecologistas.

El cabreo de Dupont era descomunal volviendo al campamento. Brigitte intentó hacerle algunos arrumacos, pero él la rechazó varias veces. Lusak, avergonzado, tampoco sabía donde meterse. Después de todo aquel dinero, Dupont y su amante volverían de África con una colección de fotos que se podrían haber hecho en Europa en un Safari Park.

Deprimido, Dupont apenas salió de su tienda. Ni siquiera un cóctel que le preparó el siempre atento Jean-Pierre pudo levantarle el ánimo. Ante ese panorama Brigitte decidió pasar el resto del día tomando el sol con otro de sus bikinis tributo a lo diminuto, esta vez de color blanco, para que aquellos pezones se marcase bien pero bien. La exhibición, como no podía ser de otra manera dejó a los ijimba en un estado de aflicción ya que después de aquellas jornadas ya habían perdido cualquier esperanza de conseguir a la mujer blanca.

Aquella noche, por segunda vez, Dennis Dupont y Brigitte durmieron en tiendas separadas. Pero esta vez me adelanté. Me colé por debajo de la tienda de Brigitte y me oculté tras una mochila y una serie de fardos. Desde allí iba a tener un vista privilegiada del final de la historia.

Bueno, de eso y otra cosa. Porque fue el único hombre de la expedición que vio el streep tease nocturno de Brigitte. Los ijimba hubieran dado toda su paga por ver como la dulce francesita se bajaba aquellos apretados minishorts , o como tardaba una eternidad en desatarse aquellos largos cordones o como se untaba de crema antimosquitos hasta el último centímetro de su cuerpo, poniendo especial énfasis en su vientre, sus pechos, sus muslos… Al final, al ser una noche especialmente calurosa Brigitte se puso a dormir en su camastro y bajo el mosquitero tan sólo con un tanga negro.

Tras dar algunas vueltas y ofrecerme todos sus voluptuosos ángulos Brigitte se sumió en un profundo sueño. Sí, he de confesar que durante media hora todas profundas convicciones como miembro de los N’Dura se tambalearon. Con lo que sabía de Brigitte, conociendo las expectativas que tenía en su viaje, sus ganas de mantener relaciones con africanos y lo fácil que era poseerla, lo más lógico era que me deslizase hasta su cama y le diera todo aquello que tanto estaba buscando. Después de todo, en dos días ella estaría volando hacia París y nunca más volvería a saber de ella. Pero dudaba. Me moría de ganas, pero pensaba en mi prometida, en nuestra tribu, nuestras costumbres…

Alguien no dudó, claro. Y como siempre fue el mayordomo. Tras mis treinta minutos de cavilaciones Jean-Pierre entró en la tienda como si fuera su casa. No iba sólo, cargaba una gigantesca serpiente de los pantanos. No eran venenosas pero podían llegar a engullir a un cerdo. Aquella mediría unos cinco metros y Jean-Pierre la llevaba cargada en parte sobre el hombro. Me pregunté cuántos francos habría pagado a los ijimba por ella.

Como si fuera lo más natural del mundo el retorcido mayordomo encendió la linterna que colgaba de la estructura de la tienda, levantó el mosquitero y dejó que el reptil se colase en la cama de la bella durmiente. Brigitte ronroneó y se dio la vuelta, mientras la serpiente se iba enroscando alrededor de su pálido cuerpo.

En un momento dado, Brigitte abrió los ojos. Su gesto de indefensión y terror me provocó una sensación erótica desconocida hasta entonces. Iba a gritar pero con su mano enguantada, Jean-Pierre le tapó la boca.

–No chille. No querrá que esto se llene de hombres que la vuelvan a ver desnuda. El señor no le perdonaría que lo volviese a poner en evidencia. Si no grita, yo mismo la libraré de este bicho. Después de todo, estoy a su servicio.

Ella pareció dudar, temblaba de miedo, asco o las dos cosas.

–Si no vas a gritar, di que si con la cabeza.

Ella asintió. Entonces Jean-Pierre, con la misma pericia que mostraba para todo, desenroscó la serpiente del cuerpo de Brigitte, con cuidado pero sin muchos problemas. Empezó por los pies y, poco a poco fue subiendo. Sería yo, pero me pareció que se recreaba en los trémulos pechos de la indefensa Brigitte, mucho más de lo que realmente le hacía falta. Finalmente sacó, la serpiente de la tienda con la misma pasmosa facilidad con la que la había entrado.

–Gra.. Gracias –musitó Brigitte, sentada en la  cama y tapándose con tan poca pericia con la sábana que sólo un pecho quedaba oculto ante aquel centauro de sátiro y mayordomo.

–Gracias, no es todo lo que quiero que diga, señorita.

–Pero…

–Yo diría que le he salvado la vida, señorita.

–Eso no le da derecho…

–No, eso no. Pero lo del anoche en la hamaca, lo del otro día en la tienda… el masaje en la cascada.

–Me engañó, Jean-Pierre, se aprovechó de mí, de una pobre chica inocente en la selva.

–Venga, lo sabía perfectamente, sabía que no se la estaba mamando a un negro, por Dios. Lo sabía, pero prefería buscar una excusa…

–No es verdad.

–Esta vez quiero que sea sin engaños, sin excusas y sin miramientos.

–Pero ¿qué se ha creído?

–Bueno, pues entonces me voy, señorita… que duerma bien.

Jean-Pierre se volvió pero antes de que saliera, Brigitte le detuvo:

–Espere, Jean-Pierre, no puede irse.

–Ah, no ¿por qué?

–Por… por… Por las alimañas. Alguien debería quedarse en la tienda. Para que no entre cualquier otro bicho…

Entre la serpiente, el mayordomo y yo mismo, aquella tienda parecía la senda de los elefantes.

–Soy un criado, pero no voy a dormir en el suelo.

Ella dudó:

–Bueno, podría compartir la cama con usted, Jean-Pierre. No hay razón para que duerma sin el mosquitero. Seguro que usted es un caballero y no se aprovecha de la situación.

–No, seguro que no.

Jean-Pierre se desnudó como hacía el resto de cosas, con el piloto automático. Por alguna razón consideró que era mejor quedarse en bolas. Se acopló junto a Brigitte sin decir nada…

–¡Jean-Pierre! ¡Esto es más estrecho de lo que parecía!

–Tranquila, seguro que encuentro el hueco.

–Huhmmm, Jean-Pierre, la verdad es que con usted aquí… me siento más… segura… Todos esos negros rondando mi tienda… Imagínese que alguno de ellos consiguiera colarse.

–Sí, sí… señorita, me lo estoy imaginando…

–Me pillaría aquí medio dormida, medio vestida, indefensa…

–Sí… Uuuufff… Es algo que habría que evitar a toda costa.

Por el movimiento pélvico que había iniciado el complaciente Jean-Pierre, intuí que, una vez más, el hombre blanco, nos había arrebatado a los africanos lo que estaba predestinado para nosotros. Sin embargo, nunca pensé que verlo me iba a resultar tan placentero.

Brigitte se había puesto a horcajadas sobre el predispuesto mayordomo y sus músculos vaginales parecían tener vida propia, recorriendo arriba y abajo el prolongado cipote del francés.

–Oh, Dios, Dios… qué grande es esto… Es como el Obelisco de la Concordia, me va destrozar…

–Ufff, ufff… concordia, concordia es lo que le voy a dar.

–Pero no me la meta tanto, Jean-Pierre, que soy su señora.

–Es que está tan mojada… que entra sola.

Con los embates de Jean-Pierre el camastro de campaña empezó a desplazarse. Temí que fuera hasta los bultos que me ocultaban o que los ajetreados protagonistas me descubriesen con su inusitado cambio de posición, pero estaban demasiado ocupado con lo que se llevaban entre manos.

–Ve, Jean-Pierre, como la excusas van bien en la vida… No sea tan orgulloso.

–No lo sea usted y reconozca que soy exactamente lo que yo le dije, un anticipador de deseos.

–Oh, sí, oh, sí…. Deseo, deseo que me la meta más… como lo harían esos salvajes.

Pero con tanta pasión, la jovencita hizo un movimiento de sobreactuación y el enorme pollón quedó al descubierto.

–Ooohh… ¡se ha salido! ¡No, no! – se lamentaba Brigitte, como si le hubieran dejado un enorme vacío imposible de llenar.

–Es que está usted tan mojada… pero tranquila… ahora se la vuelvo a meter.

–¡No! ¡No! Que ahora está enorme –pero incluso yo, que hasta entonces no había salido de mi aldea, me daba cuenta de que lo estaba deseando.

Jean-Pierre cambió de postura con la precisión que lo hacía todo. Y antes de que Brigitte se diese cuenta ya estaba justo detrás de ella. El rostro de Brigitte denotaba alarma por primera vez y en esa ocasión no era fingimiento, ni el falso candor con el que nos volvía locos a todos los hombres de la expedición.

–No, Jean-Pierre, por detrás no, Jean-Pierre… que no…

–Tranquila, señorita, la tengo tan larga que llego perfectamente por delante… desde detrás –y la culeó con un gesto de autoridad, como para reafirmar sus palabras.

Siguió dando, sin compasión. Brigitte se mordía los labios para no chillar cada vez que llegaba al orgasmo, a veces se le escapaban largo gemidos, perdí la cuenta de las veces que llegó al éxtasis mientras el mayordomo entraba y salía como una vendedora de yuca en día de mercado. Hubiera seguido contemplando aquel espectáculo de cuerpos sudorosos a la luz de la linterna cuando el camastro, en su arrastrar a fuerza de rozamientos pegó en el mástil principal de la tienda. Me hubiera gustado avisarles… pero claro. Era como todo en aquel safari. Ni aquello estaba ocurriendo, ni yo estaba allí. Así que pasó lo que tenía que pasar. Enfebrecido, borracho de su propia pericia, Jean-Pierre, el mayordomo al que no se le escapaba nada no se dio cuenta de que cada golpe del camastro combaba un poco más el mástil… Hasta que la tienda entera se vino abajo.

El estrépito fue enorme, objetos rotos, Brigitte chillando… Jean-Pierre maldiciendo por lo bajo. En medio del caos yo fui la única persona lúcida, quizá porque era la única que no estaba dedicada a lúbricas ocupaciones nocturnas. Me arrastré ante el caos y llegué hasta el mayordomo, que estaba confundido y sobre todo, frustrado… porque esta vez el que no había llegado al clímax había sido él…

–Pero, Mwanga ¿qué haces aquí?

–Shiisss! Y sígame…

–Pero no puedo quedarme así, tú no lo entiendes…

–Lo que no pueden es verlo aquí…

Le cogí de un brazo y lo arrastré a un lado de la tienda y salimos levantando la lona. Justo nos alejamos cuando acudieron al estrépito y los gritos de auxilios de Brigitte los ijimba en pleno, el Coronel y hasta su somnoliento novio, monsieur Dupont.

No hay que decir que tanto Lusak como los ijimba hicieron lo imposible por ayudar a Brigitte y que cuando la descubrieron en aquel estado de desnudez febril pensaron que les había tocado la lotería del final de viaje. Con la excusa de salvarla, no hubo quien no la tocase, se rozara o directamente le metiese mano aprovechando la impune oscuridad. Tuvo que venir Haj a poner orden.

Su indignada pareja, carraspeó visiblemente irritado, viéndola tapada con una toalla tan voluntariosa como escasa.

–Cariño, no sé cómo siempre la tienes que acabar liando.

–Una serpiente… se ha colado en mi tienda, era grande, larga, gorda… ¡Y me ha atacado!

Para hacerle justicia a Brigitte hay que reconocer que no dijo ninguna mentira y que la traducción de Haj a los ijimba los puso todavía más cachondos de lo que ya estaban de natural.

Finalmente Brigitte se fue con su querido Denis a su tienda… Y por cómo se le caía la toalla dejándonos ver por última vez su perfecto y pálido trasero justo cuando entraba en ella, creo que esa noche la reconciliación fue… legendaria. Por poco fuelle que tuviera el maduro monsieur Dupont, el fiel Jean-Pierre ya le había hecho todo el agotador precalentamiento.

*     *     *

Y eso es todo. Fue el peor safari de la historia de África pero salvar al mayordomo de aquella incómoda situación me valió otros 200 francos, de manera que con aquello y lo que ya cobré volví a mi aldea como un hombre rico, compré las vacas para la dote y me pude casar con mi novia. De alguna manera me pareció justo. No habíamos cazado nada pero yo había sido un ojeador de primera. Eso fue antes de que estallase la guerra y todo se fuera al infierno. Tal vez por eso recuerdo con tanta nostalgia aquellos tiempos.

No volvimos a saber de Dennis Dupont y de Brigitte hasta cinco años después. Un día el vapor que remontaba el río trajo una postal para Haj. Era de los señores Dupont. Le explicaban que se habían casado, que habían tenido gemelos y que eran felices en aquel París de plazas Vendôme y obeliscos robados con el que yo sólo podía soñar. La postal era una foto de la propia familia. El propia monsieur Dupont con su aire satisfecho de sí mismo, la flamante señora Dupont que parecía haber escogido un vestido de escote de pico para que Haj fuera consciente de lo que se había perdido en aquel safari y los críos, un niño y una niña, con esa felicidad que sólo da el primer mundo y una Visa Oro. Había una sombra al fondo, como ocupado con algo… ¿Jean-Pierre? Miré a los niños con mayor atención. Ella era guapa pero el crío… tenía un aire bajito y cabezón y unos ojos de lagarto frío que me resultaban extrañamente familiar.