El ojeador (3)

Una partida de caza se interna en África. El adinerado Denis Dupont quiere cazar un elefante. Pero su joven y calenturienta novia, Brigitte, tiene otros planes para el safari: probar toda la carne que el continente africano le pueda ofrecer en un viaje como ése. Y no hablamos de gastronomía local.

Al día siguiente fue peor que una resaca de licor de coco. ¿Pero qué me habría inyectado aquella víbora de la selva? Me dolía la cabeza, pero le peor era mi espíritu. ¿Qué pensarían mis antepasados? Estaba sirviendo a un grupo de blancos de safari integrados por un psicópata asesino de animales en potencia, porque Dupont, para comer no necesitaba  cazar; su novia ninfómana loca por tirarse al primer nativo que encontrase y el cazador mercenario fanático de las armas. Ahora, el peor, el peor con mucha diferencia, era el que aparentaba ser más inofensivo: el maldito mayordomo que parecía que no mataba una mosca pero ahí estaba él, a lo suyo. Ni lo salidos de nuestros porteadores, los obsesos sexuales de los ijimba, le habían ganado una mano al astuto sirviente pese a la inferioridad numérica de éste. No era sólo que monsieur Dupont no se enterase de nada. Es que el tipo era tan hábil que no sólo lidiaba con la lujuria de los ijimba sino que además se las componía para mantener al novio en la inopia y a raya la libido de Brigitte que, digámoslo de manera elegante, se pirraba por probar la morcilla local. Pues sí, con todos aquellos intereses en conflicto, sólo una persona se salía con la suya: el artero Jean-Pierre.

Intenté mantenerme al margen. Por aquel entonces yo sólo era un muchacho N´dura que sabía muy poco de la vida. Sólo quería quedarme al margen, como Dupont, como Haj, y no enterarme de nada.

Hubiera sido muy fácil sólo que Brigitte se hubiera comportado mínimamente. Pero, a pesar de todo lo que le había pasado aquella jovencita seguía tan ardiente como siempre y aunque estaba claro para todos los africanos de la expedición que el destinatario de sus mensajes era el apolíneo Haj, no podía evitar que lo explícito de sus señales llegase a todo el grupo. Aquel día se había vestido con un pantalón blanco tan fino y ceñido que no impedía que todos viésemos la negra braguita que había debajo, combinado con botas de montar marrones y una camiseta blanca de tirantes. Tal vez por el agobiante calor había decidido que podía prescindir del sujetador. Algo que, sin duda, lo ijimba agradecían.

Teníamos que cruzar el río Shanga antes de llegar a los bosques de los elefantes. De hecho era gracioso que nadie le hubiera explicado a Dupont que los elefantes de  bosque eran más pequeños que los de sabana. Pero eso, con la racha cazadora que llevábamos tampoco parecía muy relevante.

Como las balsas no eran muy seguras y cruzaban el río siguiendo una soga que lo cruzaba, pusimos los vehículos primero, con los ijimba y luego cruzamos nosotros. Unos fornidos hombres de la tribu local tiraban de la soga para que las balsas cruzaran. No hubo problemas con lo que más nos preocupaba, los todoterrenos.  Pero sí en el tercer viaje con, como se volvió a demostrar una vez más, nuestra carga más delicada: la sensual Brigitte.

Primero se recostó en la baranda al lado de Haj, de manera que todos los balseros pudieran ver su escultural culito. Luego, mientras mi atractivo amigo le explicaba no sé qué costumbres de las aves del otro lado de la orilla, ella se levantó un tanto, pero uno de los finos tirantes de su camiseta, casi como un hilo de telaraña, se enganchó en uno de los clavitos de la embarcación.

–Uy, que tonta, si pudiera ayudarme.

Yo esta estupefacto, ¿lo habría hecho a posta? Haj balbució sorprendido y como siempre sus dudas dejaron un hueco para el tercero en discordia.

–Ya le ayudo yo, mademoiselle –se interpuso Jean-Pierre, tan solícito como interesado.

Sus dedos se revolotearon ante la expectativa de manosear entre aquellos melones, ella retrocedió un tanto, incómoda y contrariada porque una vez más sus planes se habían ido al garete y eso coincidió con otra inoportuna sacudida porque nuestros balseros no tiraban al unísono de la soga sino que estaban más pendientes del espectáculo de cabaret que gratis les estaba ofreciendo el grupos de hombres blancos. Así que Brigitte se fue para atrás, se apoyó en un madero que debía estar podrido por la humedad, volvió a sentir otra sacudida y cayó de espaldas al agua.

Fueron momento de alarma. Los N’Dura no somos buenos nadadores y las aguas del Shanga están infestadas de cocodrilos a esa altura. Rápido le tiramos una cuerda y Lusak, siempre a destiempo se lanzó al agua a salvarla, tal vez para justificar sus elevados honorarios. El caso es que todo fue muy caótico. Brigitte nadaba mucho mejor que su panzón y patoso salvador y al final consiguió agarrarse a la cuerda más por su dominio que por la ayuda del cazador francés. Este parecía muy torpe en todo lo que no fuera apuntar con un arma de fuego. Aún así, hubiera dado el pego si en el momento en que Brigitte era izada por nuestros balseros él no le hubiera agarrado el pantalón, de manera que éste empapado de agua, se bajaba hasta las botas y arrastraba tras de sí la diminuta braguita. Vamos que Brigitte volvió a la balsa con los pantalones en las rodillas y ni su marido, ni yo, ni Haj pudimos ayudarla ante el entusiasmo de los solícitos balseros que la rodearon y que con la excusa de socorrerla la rodeaban, la sobaban, la toqueteaban, encantados con su involuntaria desnudez de cintura para abajo y con la transparencia de su camiseta blanca de cintura para arriba, que completamente mojada, delataba sus pechos tanto como si fuera cubierta tan sólo con una película de gasa transparente. Al otro lado del río pude ver varios destellos, con lo que concluí que los ijimba estaban dando buen uso a los prismáticos de la expedición para no perderse detalle del accidente.

Con los pantalones por las rodillas, Brigitte apenas podía caminar, y sólo atinaba a taparse su sexo con las manitas, no sin antes desvelar que, efectivamente, era pelirroja natural. Quizá quien mejores vista tuvo fue Lusak, que desde el agua no se debió de perder ni un detalle de su culito desnudo. Pero no sé si pudo disfrutar porque los balseros estaban tan ocupados intentado meter mano a Brigitte disfrazando su lujuria de ayuda a la desvalida, y nosotros, Dupont incluido, estábamos tan ocupados procurando sacárselos de encima que nadie le ayudó a salir del río, y tuvo que trepar a la balsa por si mismo después de tragar bastante agua y quedar sin aliento.

Al final pudimos restablecer el orden. Los balseros volvieron a su soga y Haj le dejó a Brigitte su chaleco, claramente insuficiente para tapar la desnudez de la chica, pero algo muy útil para poder dejar a la vista sus poderosos pectorales y sus trabajadas abdominales.

La situación era tan incómoda que provocó la primera bronca entre Denis Dupont y su joven novia.

–¡No tenías nada mejor que hacer que quedarte desnuda ante estos salvajes!

–Pero cariño…

–¡Ni cariño ni nada! ¡Si es que me avergüenzas! ¡Como cuando te quedaste desnuda ante esos paparazzi de la Opera de París!

–¡No fue desnuda, cariño! Llevaba el modelito de ropa interior que tú me habías regalado! ¡Cómo iba yo a saber que el torpe de tu guardaespaldas iba a cerrarme la portezuela pillando un borde del vestido de noche y que tu chófer iba a arrancar tras dejarnos en la alfombra roja como si estuviera hubiera huyendo del atraco de un banco!

–El caso es que te vieron todos. Y las fotos fueron muy humillantes. Una más, Brigitte, y suspendo nuestra boda.

Jean-Pierre tuvo que mediar en la discusión.

–Señor, eso ya está olvidado, yo me centraría en disfrutar de la naturaleza.

Y no era el único que pensaba así. Por las miradas que el remojado Coronel Lusak lanzaba a nuestra bella acompañante estaba claro que el experto cazador había descubierto por fin que había un presa inesperada en la que fijar su otro punto de mira.

Instalamos el campamento al otro lado del río. Supuestamente cerca de la manada de elefantes. Toda la tarde, Lusak se la pasó tonteando con Brigitte, que no le hacía ni fu ni fa, pero que debía mostrarse agradecida porque supuestamente el Coronel la había salvado cuando en realidad su intervención no había servido más que para humillarla ante los nativos.

Dupont seguía ofendido. Tanto que se montaron tiendas separadas para la pareja con la excusa de que era mejor descansar antes de la gran cacería. Cuando Dupont y Haj marcharon a explorar el terreno Brigitte quedó muy decepcionada de que no la dejaran ir con ellos y que en cambio se quedara con Lusak que a la menor oportunidad, la sujetaba de la cintura o ponía una mano despreocupada sobre su muslo desnudo, mientras los ijimba lo miraban muertos de envidia. Más de uno escupiría en la cena del Coronel aquella noche.

Yo fui a buscar los elefantes en otra dirección y Jean-Pierre se ofreció a acompañarme. Yo no lo perdía de vista ni un momento, no fuera inyectarme otra droga a traición.

–Esta noche deberías hacer un favor, Mwuanga.

–Ya le hice uno y no me gustó.

–Ya, pero este sería un favor más grande. Digamos de cien francos, como estos.

Miré el billete. Pensé en la seis vacas de la dote. Después de todo, ¿qué me importaban a mí los manejos de aquellos blancos?

–Sabes que hoy los señores dormirán en tiendas separadas.

–Sí, lo sé.

–Deberás poner una hamaca con un mosquitero a las afueras del campamento.

–Eso será fácil.

–Y deja caer, como si no tuviera importancia, que Haj dormirá allí esta noche, cuando Brigitte esté a solas.

–Eso será más difícil. El Coronel no la deja ni a sol ni a sombra desde que se cayó al río.

–Ya me encargaré yo, no te preocupes. Y en la tienda que sobra, esa que nunca se monta, da órdenes a los ijimba para que la monten. Diles que es para ellos, para duerman todos juntos, protegidos de los mosquitos.

–Los ijimba siempre duermen al raso.

–Pues habrá que darles un incentivo. Diles que esta noche la señorita Brigitte irá a hacerles una visita, para preguntarles como les va la expedición, conocer su costumbre y confraternizar con los indígenas.

Me quedé pasmado. Al verme la cara, Jean-Pierre, una vez más se me volvió a adelantar:

–Bueno, ya veo que será mejor que sean 200 francos.

Lo hice todo tal cual. Pero no entendía el propósito así que en vez dormir subí a un árbol en una buena posición y me dispuse a no perderme nada de lo que pasara aquella noche. Si fuera necesario salvaría a Brigitte de una violación en grupo.

Después del streep tease diario en versión silueta todos se acostaron. Jean Pierre fue el último antes de poner un linterna encendida en la tienda de los ijimba. Me los imaginé allí dentro, excitados como monos en celo esperando a la mujer blanca, después de días de desearla como locos.

El primero en salir de su tienda fue Lusak. Pero no se dirigió a la tienda de Brigitte fue a la de la linterna. ¿Sabía que estaban los ijimba? No, seguro que Jean-Pierre le había dicho que Brigitte le había comentado que encendería una linterna en la puerta cuando pudiese acercarse. Cegado por la lujuria el Coronel fue a la tienda equivocada. Es evidente que cuando abrió se dio cuenta de que estaban los ijimba. Pero estos estaban tan excitado que lo cogieron por sorpresa y tiraron de él hacia dentro. Alguien debería haberle explicado al Coronel que en casos extremos de tensión sexual los ijimba practicaba el sexo con otros hombres, incluso a la fuerza, siempre que no fuesen de su propia tribu, por lo que Haj y yo nos habíamos mantenido a distancia en las últimas horas. Seguro que el bueno del Coronel quiso gritar, pero seguro también que antes de que pudiera decir esta boca es mía se la llenaron con algo que tampoco esperaba.

Media hora después el Coronel seguía recibiendo la curiosa hospitalidad de los ijimba cuando Brigitte salió de su tienda. Se dirigió fuera de los limites del campamento, donde estaba la hamaca. Salté a un árbol que me permitía una mejor visión, casi encima de la hamaca y me dispuse a no perderme nada.

Brigitte llevaba una camiseta tan corta que dejaba todo su liso estómago al aire y que revelaba más que tapaba sus poderosas tetas. También llevaba un pantalón corto de pijama, pero tan corto que no era difícil intuir que, tal vez por el calor había optado por prescindir de las bragas.

–Haj, Haj, estás ahí.

Una mano negra salió de la mosquitera indicándole que bajara la voz.

–Haj, me ha dicho Jean-Pierre que dormía aquí.

Silencio.

–Y me ha contado que tienes un poderoso antimosquitos que hace que nunca te piquen. ¿Sería mucho pedir que lo compartieses conmigo?

La mano negra volvió a surgir de la mosquitera, esta vez con un tarro de vidrio que cerraba a rosca.

Ella lo cogió.

–Oh, me encantan estos remedios locales. ¿Te importa si me lo pongo aquí mismo? Es que estos dichosos mosquitos me están crucificando.

Era mentira. La piel de Brigitte seguía tan blanca e impoluta como el primer día.

–¿Me lo pongo aquí? –y empezó a frotarse los muslos con aquel ungüento.

–Será mejor que también me lo aplique aquí –y siguió con su liso vientre, trazando círculos de sensualidad alrededor de su ombligo. No pude más y empecé a masturbarme. Sí, yo no era mejor que aquellos gorilas del otro día.

–Pero claro, no puedo dejar desprotegida esta parte, son tan delicadas –y dicho y hecho se subió el breve top blanco y empezó a masajearse aquellos pechos sobrenaturales. ¿Es que aquello no iba a parar nunca?

Tardó, pero finalmente acabó con aquellas inabarcables domingas y siguió con su jueguecito frente a la hamaca.

–Será mejor que no deje ninguna parte por cubrir, por seguridad –y sus manos bajaron por su cuerpo, entraron dentro del pantaloncito gris y empezaron a aplicar la crema pero yo creo que otro tipo de alivio al cuerpo de la ardiente Brigitte. Como yo había sospechado, no llevaba bragas. Otro punto a favor del ojeador de la expedición.

–Pero que tonta, Haj. Lo he gastado todo –y le mostró el pote vacío después de que también hubiera repasado a fondo sus nalgas. El pantaloncito había caído a sus pies y la camisetita seguía remanga sobre aquellas doradas peras que parecía relucir en la oscuridad.

–Lo siento. Pero no quiere dejarte a merced de los insectos con todo lo que has hecho por mi. Se me ocurre que como me he puesto tanto podría restregarme contra tu cuerpo y así transferirlo de mi piel a tu piel. Pero nada más. Ya sé que los N’Dura sois muy reservados. Será sólo un momento.

Al principio nada. Luego, la mano oscura volvió a aparecer y le hizo una seña para que se acercase a la hamaca.

–Oh, que discreto eres. Me encanta, Haj. Tú nunca agobiarías a una chica en una cita con tu verborrea.

Como una silente tentación, Brigitte se aproximó a la hamaca, levantó la mosquitera y entró dentro. Sí desde mi posición vi un hombre negro, pero estaba seguro de que aquel no era Haj. Ahora, tenía derecho a salvar a una chica que, a todas luces, en aquel momento, para nada quería ser salvada.

–Ves, nos frotamos así, por todo el cuerpo y te voy pasando, la crema. Pero… como resbalas. Que pillín eres. Veo que tú también estabas bien untado, ¿eh?  Y no me has dicho nada para engañar a esta pobre francesita. Oh, que manos tienes, como me agarras, oh… oh… Aunque, te tengo que decir una cosa… de día parece más alto.

A esas altura yo ya me había corrido. Pero mi amigo sus pelotas se habían vuelto a animar ante aquel espectáculo.

La hamaca empezó a sacudirse, a moverse.

–Oh, pero que grande la tienes. Deja que te alivie, con mis manos, con mi boca. A mi novio no le dejo pero por ser tu, por haber sido tan amable, dejaré que te corras en mi boca. ¿Lo entiendes, Haj? Dejaré que te corras en mi boca.

Los traqueteos fueron a mas. Casi no podía ver nada, cuando de repente la cuerda de la hamaca cedió y cayeron al suelo. Rodaron hasta un claro de luna. Brigitte intentó quitarse la parte de la hamaca que le tapaba la cabeza pero Jean-Pierre cubierto de algún tipo de sustancia oscura no le dejó. Le sujetó la cabeza con fuerza y todo indicaba que iba a hacer que Brigitte cumpliese su promesa.

Al final, fue Jean Pierre quien tapó su cabezón y su torso con la lona dejando me ver a la desventurada Brigitte más aplicada que nunca en sus tareas bucales. Tras unos espasmos, Brigitte se sacó todo aquello y notificó… como una buena niña orgullosa de haber dado su palabra:

–¿Lo ves? Hasta la última gota.

Se incorporó y de repente se dio cuenta, sus manos, su cuerpo, todo manchados. Tocó el muslo de su supuesto amante africano y contempló la punta de los dedos…

–Pero Haj… ¿qué significa? Si esto es… betún, el betún de mis botas.

El gesto de angustia fue brutal. Pensé que iba a destapar la hamaca y dejar al pérfido Jean-Pierre en evidencia.

–¡Agghhh, que asco! –y se bajó la camiseta como si a esas alturas quedase algún hombre en el campamento que no le hubiese visto las tetas.

Se levantó y se fue corriendo a su tienda. En vez de querer descubrir la identidad del embaucador prefirió pensar lo que seguramente debió de ser la opción del Coronel Lusak a varios metros de allí. Al día siguiente, todo aquello no habría pasado.