El ojeador (2)

Una partida de caza se interna en África. El adinerado Denis Dupont quiere cazar un elefante. Pero su joven y calenturienta novia, Brigitte, tiene otros planes para el safari: probar toda la carne que el continente africano le pueda ofrecer en un viaje como ése. Y no hablamos de gastronomía local.

Al día siguiente el convoy de caza se detuvo en un valle para ver si Denis Dupont podía abatir unos impalas. El grupo estaba nervioso y una vez más la culpa era de Brigitte. Parecía difícil superar el modelito del día anterior, pero en cuestiones de vestuario para aquella chica el límite era el cielo. Llevaba un vestido color arena con botas de montaña con calcetines. El vestido era sin mangas y con botones por delante: demasiado desabrochado por arriba, demasiado desabrochado por abajo. Cuando subió al Land Rover se le abrió tanto que todos los hombres que estábamos ya en el vehículo pudimos verle hasta las ingles, no digamos ya el diminuto tanguita blanco. Y cuando el vehículo se puso en marcha estaba tan claro que debía haberse cerrado el tercer botón de aquel vestido camisero que todos pudimos ver aquellos pechos pugnando por cuál se salía antes con cada bache, si el derecho o el izquierdo.

Para mí era evidente que todo ese despliegue era para Haj. Pero Brigitte tenía que soportar que Haj siguiera ajeno a todo lo que no fueran los animales y los objetivos de caza. Por cierto, Denis Dupont no se había estrenado todavía con el gatillo y pagaba su malhumor con todos nosotros, en especial con su novia Brigitte. Y ésta, a más desplantes recibía, más disponible parecía estar para Haj, mi protector, que, para desgracia de todos estaba más interesado en las presas de la sabana que en las de las sábanas.

Acampamos en un claro. Como siempre el campamento fue levantado con torpeza por nuestro porteadores, ya que los ijimba, tan salidos como de costumbre, sólo prestaban atención a los voluptuosas posturitas de Brigitte, que seguía comportándose como si hiciera falta subir la temperatura a 42º a la sombra en medio de la selva tropical. La incandescente Brigitte, ahora ponía el culito en pompa consultando el mapa sobre el capó del Land Rover, ahora rebuscaba en su neceser sin importarle lo que se le abriese la falda, ahora se apoyaba el respaldo de una silla plegable de campaña sin preocuparse que sus pechos quedaran peligrosamente expuestos a la lujuria de los nativos.

Pero cuando Haj y yo tuvimos que acompañar al Coronel y a Dupont a internarse en el boque a buscar algún un perdido, Brigitte se cargó de ansiedad. Insistió en acompañarnos. Al final, Dupont, que era el que pagaba, accedió a condición de que estuviese callada. No quería espantar la caza.

Nos internamos en la fronda. Marchamos durante media hora. El Coronel, Dupont y Haj con rifles de cerrojo. El de Dupont con mira telescópica. Yo, con mi lanza. Como ojeador, iba el primero, pendiente a cualquier posible presa. El objetivo era un posible ñu, pero en el boque subtropical de Dzanga podría aparecer cualquier cosa.

Fue un error mío. No me di cuenta. Más pendiente del suelo, me olvidé de los rama y de repente, un guepardo entre las copas de los árboles nos vio avanzar, nos dejó pasar y optó por atacar al último de nosotros, al rival más débil, a la pobre Brigitte, que cerraba la marcha y se había quedado un tanto retrasada.

De hecho, Brigitte estuvo mejor que nosotros. Oyó el roce de las hojas del felino lanzándose sobre ella y dio un par de pasos hacia atrás. El animal aterrizó frente a ella, y la chica chilló. El grito nos puso sobre aviso a todos pero fue Haj, el más experimentado, el más rápido, el más fuerte, quien tomó la decisión correcta. En tres zancada retrocedió, pero Brigitte estaba demasiado cerca del animal para utilizar el rifle. De un salto, Haj se interpuso entre la mujer y el guepardo.

–¡Kuenea! ¡Kuenea!

Y golpeó al bicho con la culata, no sin antes llevarse un buen zarpazo del guepardo. Y Brigitte pese a no entenderle salió corriendo, y chillando en dirección contraria.

El Coronel Lusak disparó sobre el animal, sin temor a herir a Haj. Pero el animal dio otro salto y se perdió en la espesura. Lusak fue a atender a Haj, tendido entre las altas hierbas. Pero Dupont sólo farfullaba:

–¡Maldita mujer! ¡Con tantos gritos cualquier animal…!

–Kwuenda kipata.

Hice lo que me pedía Haj. Me interné en el bosque. No fue difícil seguir el rastro de la aterrorizada Brigitte. No sólo por las pisadas y las ramas rotas. Los gritos eran agudos y había trozos arrancados de su vestido camisero a cada paso. Incluso, vi su sujetador en un zarzal. Un anciano del consejo medio ciego la hubiera encontrado. Yo lo hice veinte minutos después. Estaba semidesnuda, cubierta de jirones. Las espinas de las ramas habían desgarrado hasta sus braguitas blancas, que antes todos ya habíamos visto. Yacía sobre un tronco caído, en medio de un charco de fango. En esa postura tenía el culito totalmente expuesto, en una combinación de suciedad, exhibicionismo involuntario y miedo. Y el miedo no era por la selva, ni siquiera por el guepardo… El miedo era por dos gorilas que habían surgido de la vegetación y la miraban con ojos estupefactos. La poblaciones de gorilas están muy dispersas en esta selva densa. Nunca sabes cuando pueden aparecer. En medio de su terror, Brigitte estaba haciendo lo que debía, quedarse quieta y aparentar sumisión. La única pega es que gimoteaba demasiado. Yo opté por no moverme, pero estaba claro que los animales sólo tenían ojos para ella.

Me temí lo peor. Pero no era eso lo que estaba pasando. Lo entendí cuando vi los extraños movimientos que hacían los gorilas entre el follaje. ¡Por los dioses de la selva! ¡Se la estaban cascando! ¡Hiciera, lo que hiciera, mademoiselle siempre acaba sometida a ese tipo de situaciones incómodas!

Los gorilas acabaron y se perdieron entre la jungla. Entonces me acerqué a Brigitte, la ayudé a incorporarse y la llevé del brazo en busca de los otros. Cuando caminaba a mi lado, casi desnuda, me murmuró:

–Por favor, no se lo diga a nadie.

Yo me llevé la mano a la boca en señal de compromiso.

Me hubiera gustado entregarla a su marido, pero ya no estaban donde les dejé así que tuve que llevarla al campamento en ese estado. Lusak sacó los ojos de sus órbitas, ante aquella belleza escultural, manchada de barro y vestida con harapos que apenas cubrían nada. Pero los ijimba, literalmente aullaban. Un par de los porteadores se alejaron a la espesura, yo creo que para hacer lo mismo que los gorilas pero más frenéticamente.

Brigitte se aseó en su tienda y cuando salió el modelito era tan sexy como el anterior. Una camisa blanca, con bolsillos y la misma alergia a botonase hasta el cuello de siempre una minifalda marrón y unas botas de exploradora de lona de media caña y con cordones hasta arriba. Si se le colaba un escorpión tardaría una eternidad en desatarlas.

Solícita preguntó por Haj. Ni su marido puso ningún reparo en que fuera a verlo en la caja del camión, donde le estaban atendiendo del zarpazo. Después de todo, le había salvado la vida.

Haj estaba tendido en el camión. Yo estaba a un lado. Al otro el siempre oportuno Jean-Pierre, con un botiquín de mano. Mi amigo yacía tendido. Como no esperábamos que apareciese Brigitte, no habíamos reparado en que el zarpazo de la fiera había desgarrado no sólo la guerrera sino también la parte superior del pantalón, con lo que toda la zona púbica estaba al descubierto, lo que dejaba al aire aquel pedazo de rabo, uno de los más grandes de nuestra tribu, hay que reconocerlo. Era una suerte que Brigitte tuviera una boca tan pequeña, porque no pudo abrirla más…

–Pero, pero… esto es… Nunca había visto algo tan… tan…

–Si, cariño, ya sé que está impresionada. Ya te dije que no vinieras, terció monsieur Dupont.

–Debería cuidarlo yo, hacerme cargo. Atenderlo hasta que se recupere.

–Ya lo haré yo, señorita –se interpuso Jean-Pierre.

Por un momento me alineé con el taimado mayordomo:

–No se preocupe, mademoiselle. Haj es fuerte. Es el hombre más fuerte y robusto de los N’dura.

–Sí, si que es robusto  –reconoció ella. Pero era evidente que de todos los marcados músculos que tenía mi amigo y protector Haj, Brigitte sólo tenía ojos para uno. Poco decidida a seguir nuestras recomendaciones, incluso puso un pie en la caja del camión. Dupont la frenó colocándole la mano en el hombro.

–No vayas, querida.

–El señor tiene razón –terció Jean-Pierre–.  Lo mejor será que se ocupe con algo. Con el barro de sus botas, por ejemplo. Son unas botas preciosas. Y tengo betún entre mis cosas. Sería una pena que se estropeasen.

Brigitte fue consciente del estado de sus botas, sucias aunque acababa de ponérselas Y la presumida que había dentro de ella se impuso a la salida que pugnaba por imponerse.

–Vale, vale. Esperaré a que mejore.

–Seguro que mejorará, mademoiselle –la tranquilicé yo.

Pareció quedarse tranquila. Haj mejoraba en el camión y la vida en el campamento volvió a su rutina: Brigitte volvía locos a los ijimba, monsieur Dupont maldecía el no haber cazado ni un pajarillo y Lusack pasaba el tiempo engrasando las armas. Brigitte se inclinaba tanto para darle betún a sus botas que sus pechos no dejaban de agitarse tensando su camisa blanca hasta el límite.

Al atardecer, Haj ya estaba incorporado, bebía un te y tenía muy buen aspecto. Después de cenar algo, Jean-Pierre me llevó lejos de la fogata para hablar de algo.

–¿Sabes? Eres un chico listo. Y hablas muy buen francés. Pero no sé si entiendes a los franceses.

–Intento entenderlos, señor.

–Eso me gusta de ti, chico. Siempre predispuesto. ¿Mwanga, no?.

–Mwuanga. Significa aquel ve desde lejos. En mi tribu, el nombre hace a la función. Por eso soy ojeador.

–Y porque eres un chico despierto. Por eso te quiero pedir una cosa. ¿Crees que podría hablar francés, pero… ¿cómo decirlo? Un poco peor… como lo habla Haj.

–¿Cómo lo habla Haj o imitando a Haj?

–Me gusta, eres listo. No como ese forzudo. Muy útil en la selva, sí, pero superfluo en cualquier otro aspecto de la vida.

–¿Exactamente, qué quiere que haga?

–Quiero que esta noche, cuando todos se vayan a dormir, te acerques a la tienda de los señores. Y que hables con Brigitte.

–Pero monsieur Dupont se despertará… yo no…

–No te preocupes… Tiene el sueño muy profundo… Y tengo este billete de 50 francos para ti.

Tres horas después me deslicé de mis mantas. Todos dormían. Yo me acerqué hasta la tienda de los nyeupe wawindaji. Golpeé en la tienda con piedrecitas.

–Mademoiselle, mademoiselle… –dije proyectando mi voz en tono bajo.

Esperé un momento. Se encendió la luz. Y vi como se levantaba. Una de las costumbres de Brigitte era desnudarse con la luz de la tienda encendida, con lo que nos regalaba a todos los presentes un streep tease en silueta cada noche que ponía a los ijimba como monos en celo. Ahora fue igual, pero al revés, vi su torso desnudo y como se cubría con una camiseta tan liviana y corta… Los ronquidos de Denis Dupont competían con los ruidos de animales en la selva. Me acordé de una infusión que le había llevado Jean-Pierre justo antes de acostarse ¿Le habría puesto pastillas para dormir?

–Mademoiselle, mademoiselle…

–¿Qué pasa? ¿Quién es?

Carraspeé un poco. Prefería ser quien ella desease que fuera.

–¿Haj? –preguntó con aquella vocecilla tan sensual.

–Sé que estar preocupada –intentando imitar el tono y el mal francés de Haj.

–Sí, pero no me han dejado acercarme para darte las gracias. Me alegra que ya estés recuperado.

–Sí, mí estar bien.

–Me ha salvado la vida. Me gustaría agradecérselo.

Tosí de nuevo. Hasta ahora sólo tenía que seguir el guión marcado por el melifluo mayordomo.

–¿Por qué no entra en mi tienda? –inquirió Brigitte.

–No querer despertar kubwa nyeupe wawindaji.

–Pues es una pena. Duerme muy profundamente. Podría darte… cariño y calor.

–Lo N’Dura ser tímidos. Sólo intimar con mujer propia –esto no me lo había dictado Jean-Pierre, pero era verdad. Eran nuestras costumbres.

–Lo siento… Con la de cosas que yo podría hacer por ti.

–Bueno, habría una manera… Si mademoiselle quisiera…

–Pues claro que quiero, Haj. ¿Cómo puedo cuidarte?

–Hay… una parte… una parte de mí que usted poder… poder… tocar…

Ella dudó.

–Pero sólo esa parte. Sin que me mire. Así Haj no pasar vergüenza. Abrir usted cremallera tienda ¿Se dice así?

Ella subió un poco la cremallera. Sí, al parecer se decía de ese modo.

Vi la voluptuosa figura de ella, de rodillas en la tienda. Entonces entendí todo, entendí lo que tenía que hacer, cómo seguía el maligno guión de Jean-Pierre. Pero justo en ese momento noté el pinchazo en mi brazo. No era un mosquito. Me volví, Jean-Pierre sostenía en su mano un pequeña jeringuilla.

–Eres listo chico, pero yo soy el que tiene acceso al botiquín –me susurró al oído.

Quise hablar… pero no pude. Las piernas no me sostenían. ¿Morfina? Pero entonces, cómo es que no me dormía. Me tuve que sentar apoyado en un árbol. Vi como el ladino Jean-Pierre introducía su miembro por el hueco abierto por la cremallera. Bueno, no era el de Haj, pero ciertamente tenía un tamaño notable… para ser de un blanducho bajito y cabezón como aquel.

–Oh, pobrecito. ¿Te ha herido aquí? ¿Tienes arañazos? ¿Te toco así?

Vi como el maldito franchute se hacía pasar por mi amigo aprovechando las expectativas de la inocente Brigitte y la penumbra y como le suplantaba de la peor manera posible. La silueta de Brigitte cogió aquello como sopesándolo, como intuyendo que le estaban dando gato por liebre, tal vez si la luz hubiera estado más cerca… O a lo mejor es que tras esos dos días deseando a Haj, verdaderamente quería que fuera la polla de Haj y nada ni nadie iba a quitarle la ilusión. O a lo mejor es que con la luz dentro de la tienda nosotros podíamos ver su silueta pero ella no podía percibir bien lo que había fuera.

–¿Mejor así? ¿Esto es lo que quiere mi salvador?

Y poco a poco lo sacudía, con sensualidad, con tino. Adelante y atrás. Oh, por los dioses, sabía lo que estaba haciendo. Intenté avisarla, gritar para que se diera cuenta del engaño… pero no podía. Mis músculos no obedecían. Fuera lo que fuera la magia que me había metido dentro… Mi cuerpo no me pertenecía y el de Brigitte estaba equivocado. Sólo una porción corporal estaba en su salsa y era la minga de Jean-Pierre, que crecía más y más y ahora casi igualaba el tamaño de su suplantado Haj.

–Oh, es verdad lo que dicen de vosotros… cariño, es verdad, todo lo que decían…

Jean-Pierre callaba. Sabía que si abría la boca todo habría sido en balde. Y yo seguía paralizado.

–Siento tener la boca tan pequeña, cariño. Pero me has salvado… no puedo… no debo dejarte así…

Empezó a besarlo, primero poco a poco, después con más fruición. ¿Aquello que veía era la sombra de su lengua? Por el espíritu del Gran Cocodrilo, si se metía ese falo en la boca se iba a ahogar… Y al principio parecía que no, que se iba a quedar en los besitos, en los lametones, pero estos no hacían más que dilatar y dilatar la muestra que Jean-Pierre había tenido la deferencia de entregar en puerta a la desdichada Brigitte.

Para mi sorpresa sí que la engulló. Al principio, un poco, luego más. Y al final hasta el fondo. Era increíble lo que podía hacer una chica voluntariosa con una boca tan pequeñita.

Y entonces pasó…

De repente Brigitte se retiró, se inclinó sobre aquel pepino importado de París muy cerca… lo tenía cogido en ambas manos, palpitante y entonces exclamó:

–¡Pero… si es blanca!

Tenía que haber dejado de sujetarla antes de decirlo porque Jean-Pierre empezó a dar sacudidas con la cadera y soltar semen como si fuera una cascada del Ubangui. Ella lo soltó, se tapó la cara, trató de retirarse, topó con su marido que se volvió farfullando…

–¿Qué pasa, querida?– pero se dio media vuelta y siguió durmiendo.

Ella ni siquiera pudo gritar para expresar su asco ante toda aquella viscosidad lanzada contra sus pechos, su cara, su pelo… Lo último que vi fue como se quitaba la camiseta y se limpiaba como podía de todo aquello. Hasta en situaciones como aquella, resultaba increíblemente sexy, como dicen los blancos.

Cuando acabó, Jean-Pierre se retiró y subió la cremallera… pero la suya. Dejó la de la tienda abierta y se retiró con el aplomo acostumbrado. Yo me arrastré como pude hasta mis mantas. Mis piernas todavía no me respondían bien pero sabía que iba a ocurrir si ella daba la voz de alarma: todavía culparían al chico negro.