El ojeador (1)

Una partida de caza se interna en África. El adinerado Denis Dupont quiere cazar un elefante. Pero su joven y calenturienta novia, Brigitte, tiene otros planes para el safari: probar toda la carne que el continente africano le pueda ofrecer en un viaje como ése. Y no hablamos de gastronomía local.

Pese a la fama de polígamos y promiscuos que tenemos los hombres africanos, éste no es el caso de mi tribu, los N’dura. Nos casamos jóvenes, somos fieles a nuestras mujeres y criamos a nuestras familias. La tradición es comprar a nuestras esposas por varias cabezas de ganado. Precisamente para adquirir este ganado y poder tener la atractiva joven de la que me había enamorado acepté la propuesta que me hizo Haj Muni, para acompañarle de guía en un safari y hacer de ojeador.

Yo era muy joven y era la primera vez que salí de mi aldea. No como Haj Muni, quien alardeaba de mundo y de haber viajado. Pero me prometió muchos francos, los suficientes como para comprar las seis vacas y casarme. A demás, mi nombre, Mwanga, quiere decir en mi dialecto “aquel que ve lejos”, por lo que parecía que estaba predestinado para un encargo como aquel. Haj Muni,  en cambio, alardeaba mucho ante el consejo de ancianos, aunque, precisamente, su nombre evoca otros sentido: “el que no se entera de nada”.

Yo apenas era un adolescente. Y cincuenta años antes me hubieran enviado a cazar un león para hacerme un hombre, pero los tiempos habían cambiado y con la modernidad bastaba con ir a la capital, Bangui, a hacer un trabajo.

Se trataba de guiar a un capitoste de una multinacional de ordenadores a cazar un elefante. El tipo pagaba más de 250.000 francos por cazar un elefante y un buen pico iba para nosotros, los nativos de la expedición, que íbamos a garantizar que todo fuera bien.

Mientras Haj habló de estos detalles con monsieur DuPont, un tipo gordo medio calvo, con más edad para ser miembro de nuestro consejo de ancianos que para recorrer el mundo en busca de elefantes.

–Sube escopetas del wawindaji (cazador) a sus habitaciones –me indicó en tono despreciativo–. Ser la 315.

Eso suponía subir tres pisos cargado con las pesadas bolsas. Pasé por alto el horrible francés que hablaba Haj y cargué con toda la impedimenta. Parecía que en vez de que cazar elefante el hombre blanco había venido a declarar una guerra.

Cuando llegué a la habitación llamé, como me habían dicho que se hacía en las residencias de los blancos. Oí a un hombre que me decía que entrase y así. Lo hice. Había una mujer de espaldas a mi hablando por un eso que de denominan teléfono. Pero no como los de las cabinas y bares destartalados de la ciudad de Banguis. Era enorme, negro y con una gran antena. En los días siguientes me enteraría de que era un teléfono por satélite, de los que sirven para llamar a Francia.

–Y mira que le dije, Senegal, Senegal… Pero él nada. Que si los elefantes y la madre que lo parió. ¡Cuando todo el mundo sabe que los mejores rabos de África están en Senegal! Pero ya sabes cómo es cuando se le mete algo en la cabeza. Así, Claudine, que aquí estoy en el rincón más perdido de República Centroafricana y sin catar un buen mango local.

Se comportaba como si yo no estuviera allí, algo que luego supe  que resultaba consustancial a las mujeres blancas con lo que ellas denominan como el servicio.  Tanto por lo que decía, tal vez por que pensaba que yo era un salvaje más, ignorante de que había aprendido francés en la escuela de la misión; por como vestía, ataviada con bikini que tapaba lo mínimo que marcaba el más elemental recato. Apenas me lanzó una mirada de reojo, sacudió su cabellera de fuego y siguió parloteando.

–Ejem, ejem… Señorita Brigitte, me veo en la obligación de recordarle que el teléfono es sólo para emergencias.

No le oí. Más silencioso que un guepardo, sólo escuché su francés melifluo cuando lo tuve encima. Era un cuarentón bajito, con una cabeza desmesuradamente grande para un hombre de su estatura y una mata de pelo negro untoso.

Como si flotase fue hasta la escultural pelirroja y con suavidad, pero sin embargo firmemente, le arrebató el teléfono. Y le colgó.

Ella se revolvió contra él. Era tan bajito que las tetas de Brigitte le llegaban a la cara, como si fueran a reventar las finísimas tiras del bikini naranja. Mira que había visto tetas en mi tribu, pero aquellas eran… yaliyo o, como se diría en francés, como si flotasen.

–¿No cree que se toma muchas confianza para no hacer ni una semana que nos conocemos, Jean Pierre? ¿Incluso para ser un… simple mayordomo?

Había recalcado la palabra “mayordomo”, como si lanzase una pesada lanza.

–Tiene usted, razón, Brigitte. Hace poco que nos conocemos. Por eso todavía no sabe que soy algo más que el mayordomo del señor, que soy un… anticipador de deseos.

Ella hizo un mohín de frustración. Me sorprendió a mí mismo haberlo visto en un momento en que yo mismo sentía que sólo tenía ojos para aquel par de cocos a punto de salirse de madre y de aquel diminuto bikini anaranjado. Pero precisamente por eso me habían traído allí. Cualquier buena partida de caza ha de tener un buen ojeador y yo era excepcional. Eso, si la  sensual Brigitte no conseguía distraerme y acabábamos todos devorados por las hienas.

Jean Pierre se apercibió de mi ensimismamiento con aquel cuerpo, tan pálido, voluptuoso y escultural.

–¡Venga, espabila, chaval! Seguro que abajo tienen algo que encargarte.

De manera que regresé a la piscina. Allí estaban de nuevo Dupont, Haj y otro francés. Me lo presentaron como el Coronel Lusak. Y era el cazador experto que nos iba a acompañar. Parecía otro blanco fanático de las armas.

Por la tarde me presentaron al grupo de porteadores. Seis hombres que nos seguirían en un camión. No me gustaron un pelo. Eran de la tribu ijimba. Al contrario que los N’dura, los ijimba han estado muy en contacto con la civilización y son extremadamente promiscuos. A menudo asaltan otras aldeas cercanas para secuestrar mujeres y son conocidos en todo el valle del Ubangui por su frenética actividad sexual, a menudo incluso atando a sus esposas para copular a la fuerza.

Intenté hacer un aparte con Haj para hacerle partícipe de mis temores sobre ellos  pero no tuve ocasión. Quedamos todos al día siguiente al amanecer para salir hacia el sur hacia el parque de Dzanga-Sangha, donde Dupont había pagado una verdadera fortuna a las autoridades para cazar su elefante y cuanto animal se pusiera a tiro.

Por la mañana salimos pero los ijimba no se cortaron un pelo con sus comentarios y sus miradas a Brigitte que parecía enfadada por tanto madrugar pero que lucía radiante: un pantalón verde, tan corto como ceñido, una camiseta de tirantes a juego tan escotada que se veían ribetes de su sujetador de encaje y botas con calcetines a los tobillos. De remate, un salacot, también verde oliva.

En el land rover, Brigitte buscó colocarse detrás, sentada entre Haj y yo, mientras que el Coronel se ponía al volante y monsieur Dupont hacía lo propio en el asiento del acompañante. Quien tuvo peor suerte fue el mayordomo, Jean-Pierre, al que enviaron al camión con los ijimba, donde tragaría todo el polvo que dejásemos nosotros. Para mí estaba claro que Brigitte quería llamar la atención de Haj, guapo con prestancia. La delataba su actitud y, claro, la conversación que había sorprendido el día anterior con su amiga. Pero la voluptuosa Brigitte no sabía que Haj, como yo, era un N’dura, hombres de una sola mujer y conocidos por nuestra monogamia ancestral.

–Oh, me encantan estas bonitas canciones de los nativos.

Se referían a los cantos que se oían en el camión.

–Sí, cariño – replicó Denis Dupont –. Es una pena que no sepamos lo que dicen.

El cántico era: Wewe ni yule mzinzi, wewe ni reste, wewe ni jambazi wewe ni bendera .

–Ser típica canción de caza de los ijimba –aseguró Haj, asumiendo además de su papel de guía el rol de traductor. Era cierto a medias: en realidad habían improvisado una coplilla que en una traducción libre hubiera sido: Eres una puta, eres un zorrón, eres una golfa, eres un pendón. Para mí estaba claro que se referían a Brigitte y lo que harían con ella si la pillaban por banda. Pero, claro, Haj prefería que la pelirroja cañón y su novio sexagenario siguieran en el baobab.

Tras seis horas de marcha hicimos una parada para montar el campamentos. Lo ijimba tardaron algo más en levantar las tiendas, preparar la cocina y las letrinas. Pero la culpa es que no dejaban de tropezar entre ellos y chocar unos con otros, pendientes de Brigitte y sus posturitas. ¿Era yo o ese suyo índice pasaba demasiado a menudo por entre aquel par de senos privilegiados cada vez que Haj estaba cerca? Por increíble que pudiera parecer, Jean-Pierre improvisó una nevera de acampada de la que salieron cervezas y coca-colas. Una excusa perfecta para que Brigitte se pasara la helada lata por el cuello, el torso y la nuca, pero sólo pudo conseguir más indiferencia de Haj y retrasar todavía más el levantamiento del campamento.

Algunos ijimba intentaron acercarse pero el Coronel los alejó a patadas con improperios que se limitaban a insultos, las únicas palabras que conocía en su dialecto, una variante del sango. Viendo que ni nosotros, los íntegros N’dura, ni los ijimba, ni el loco del Coronel, ni siquiera su propio marido, monsieur Dupont, le hacía ni puto caso, Brigitte, la pelirroja más caliente en la altiplanicie del Lobaye decidió que hacía falta subir la temperatura.

Después de que Haj, yo y los dos hombres blancos hubiésemos podido ver todas aquellas gotas de condensación perlando sus pechos, si bien parecía que sólo yo me hubiese fijado, Brigitte, sin acabarse su bebida, dijo tan fuerte como para que lo oyese hasta el último loro de la sabana:

–Se me ha calentado. Voy a buscar una cerveza más fría.

Y se inclinó sobre la cerveza portátil de tal modo que parecía que sus glúteos fuesen de roca, con aquel culito en pompa como si estuviera a punto de hacer saltar las costuras del minishort, más mini que short. ¿Me lo parecía a mí o se demoraba más de lo necesario? ¿Era para que hasta el más tonto de los ijimba no se perdiese ni un solo detalle de aquel prodigio anatómico? ¿O sería para deleitar a los cazadores blancos? Difícil saberlo, yo sólo era el ojeador, y después de todo me habían traído con ellos para que avistase animales, no hembras en celo.

El Coronel indicó algo a Haj y éste siempre dispuesto a complacer a sus amos me dijo que me inspeccionase los alrededores para ver si podía detectar algunas gacelas rufinas, para que monsieur Dupont pudiese ir practicando con el gatillo.

Así lo hice, contento de alejarme de aquella mujer que hasta conseguía que me olvidase de mi preciosa prometida, cuya dote iba a pagar gracias a aquella partida de caza.

Me encaminé hacia la espesura, lanza en ristre. Pensé en el pobre monsieur Dupont, ignorante de que su jovencísima esposa había fingido interés en acompañarle sólo para trajinarse a cuanto nativo se le pusiera a tiro; pensé en Haj, ajeno al interés que despertaban en la mujer blanca sus musculado cuerpo de ébano; incluso el coronel Lusak, obsesionado con sus calibres y municiones, sin darse cuenta que la pieza más cotizada estaba justo a su lado… Pero después de todo, qué iba a saber yo, que era sólo un muchacho.

Tras lo árboles, me dirigí hacia el río pensado que a lo mejor las gacelas habían buscado el agua para aplacar su sed. Me oculté entre unas cañas a esperar.

Al rato no llegó una gacela, sino una zorrilla, tal vez no sedienta pero sí acalorada. Brigitte sólo iba cubierta por un bikini verde fosforito todavía más pequeño que el que yo había visto en el hotel de Bangui y una toalla sobre un hombro. No quise imaginarme la cara de los ijimba cuando la debieron de ver marcharse de tal guisa. Incluso yo con medio cuerpo en el agua fría estaba reaccionando entre mis piernas como sólo lo hacía pensando en mi novia.

Me quedé muy quieto, no quería molestar y sobre todo no quería que me viese. Podía pensar que la estaba espiando. Bueno, en realidad la estaba espiando, pero no había ido allí para eso… Vamos, lo que decía, que era complicado de explicar.

Ella se metió en agua. Era una sirena que no necesitaba cantar para atraer a los hombres. Nadaba con una elegancia animal, se movía con una lentitud predeterminada que la convertía en mucho más atrayente que cualquier mujer que yo hubiera conocido. Aún hoy, muchos años después, no he visto nada igual.

Salió y se puso a secarse. Viendo su cuerpo mojado sobre la toalla reluciendo bajo el sol, yo parecía uno de esas estatuillas de la virilidad que los hombres adoran en mi tribu. Por suerte mi estado, al estar metido en el agua hasta el ombligo no resultaba visible.

Entonces, rodeando el vado, vi a tres ijimbas de nuestra partida de porteadores. Era como si hubieran podido oler el sexo mojado de Brigitte. La acechaban tras un montículo, como esperando a decidir el mejor momento para aproximarse y conseguir lo que deseaban. Brigitte, ignorante de nuestras miradas, se dio la vuelta y se puso de espalda a broncearse. Para que nada frenase al sol africano se desató el bikini. Y el lazo suelto liberó además las pocas inhibiciones que les quedaban a los ijimbas. Los tres porteadores descubrieron su posición y avanzaron hacia la joven con intención de rodearla.

Brigitte se incorporó sobresaltada al oírlos. Primer error, sus pezones quedaron al descubierto. Se intentó tapar, segundo error: o sus manitas eran demasiado pequeñas o sus pechos demasiado grandes. O una combinación desafortunada de las dos cosas que despertó todavía más el interés de los ijimbas, tal y como evidenciaron de pronto los pantalones de los ijimba, mucho más apretados, como por arte de magia. Ya se estaban relamiendo ante su objetivo, ya estaba Brigitte anticipando lo que había venido a buscar a África al mismo tiempo que fingía indefensión y azoramiento, cuando se oyó un ruido de ramas secas al romperse. Todos se quedaron helados: sería un búfalo, un leopardo, un grupo de hienas...

No, era Jean-Pierre, el mayordomo.

Iba absolutamente a lo suyo, como si estuviera cruzando Plaza Vendôme, según me han dicho, el lugar más tranquilo del, en términos selváticos, muy tranquilo París. Se encaró con los porteadores sin mostrar ninguna sorpresa. Vi que no había perdido el tiempo en las tres hora se camión con los ijimba. Había aprendido los improperios básicos en su dialecto para echarlos con cajas destempladas. Eso les impresionó. Bueno, seguramente eso, y el pequeño revolver que llevaba al cinto.

Yo me quedé quieto. Mi joven y genital amigo se relajó pero iba a ser por poco tiempo.

Sobre la toalla, en top less , la supuestamente desvalida Brigitte no podía disimular un puchero de frustración. Jean-Pierre se plantó ante ella con una indiferencia que si era fingida le tendrían que haber dado un premio.

‑‑Me envía el señor. Ha notado con preocupación que ha olvidado su crema bronceadora.

-‑No me hace falta.

–El señor le recuerda que el sol de África no es el de la Costa Azul.

–Diga lo que diga, no pienso ponérmela.

–No se preocupe. Ya se la pondré yo, señorita.

Y ni corto ni perezoso, el solícito Jean-Pierre se arrodilló y agitó el bote de crema solar. Era tan bajito que casi no se notaba que estaba rodilla en tierra.

–Ni se le ocurra tocarme, Jean-Pierre, ni se le ocurra. Ni... se... Oh... ah... para... Se lo diré a Dennis... Uauhhhh... Oooohh...

–Tranquila, señorita, si el señor quiere que usted se ponga crema yo me encargaré de que ni un rayo de sol dañe esa piel tan delicada.

Proporcionalmente Jean-Pierre tenía las manos tan grandes como su cabeza. Eran peludas y debían ser fuertes teniendo en cuenta del vigor con que se hundían en los músculos de la dorada espalda de Brigitte. La carne de Brigitte parecía masa para tortas de maíz en manos del oportunista mayordomo.

La jovencita cerraba los ojos, se dejaba hacer. Poco a poco las manazas de Jean Pierre bajaban hacia las zonas lumbares, enmarcaban las caderas, se internaban hacia los pechos aplastados contra la toalla convirtiéndolos en territorios invadidos.

Sin dejar transiciones muertas, la zarpas de Jean-Pierre pinzaron las nalgas de la insatisfecha Brigitte como garras. Ella volvió abrir los ojos, sorprendida, abrió la boca para decir algo pero, volvió a bajar la cabeza y se abandonó. Como si los lacitos que sujetaban la diminuta braguita no hubiesen cedido, como si los gruesos dedos de Jean-Pierre no estuviesen profanando lugares a los que pocos hombres, o tal vez muchos, qué sabría yo, habían tenido acceso, como si no… Pero era como si sí. Como si hiciera falta crema para el sol en lugares tan recónditos, por ejemplo. Una de las manos del mayordomo, perfectamente lubricada por bronceador, bajaba por las piernas de ella; la otra, encontró otro lubricante más natural, en un refugio, cálido, entrando en su vagina como si fuera un dedo tímido, que daba dos pasos y luego volvía a retroceder.

–No, no… eso, no…

Pero Jean-Pierre no parecía un hombre preocupado por las opiniones ajenas. Tenía su propia manera de actuar, la ponía en práctica y la ejecutaba sin piedad.

Cuando Brigitte gritó dejándose llevar, un grupo de aves abandonaron sorprendidos una arbolada cercana junto al remanso del río. Luego, quedó exhausta, con la cabeza apoyada en los brazos, sin fuerza, sin aliento, pero también sin toda la tensión que parecía acumular desde que la había conocido.

Con la misma tranquilidad que llegó Jean-Pierre se levantó. Antes de alejarse y perderse en el bosque se limitó a añadir:

–Lo ve, ya me he asegurado de que tenga todo lo que necesita.

Efectivamente, la cara de Brigitte lo decía todo: la sorpresa, la vergüenza, la transgresión y el placer. Todo aquello había aterrizado allí para quedarse. Todo, menos Jean-Pierre, que ya se había marchado.