El oasis de Jufrah (9)

El señor Valentini coloca a Isabel en uno de sus prostíbulos. El lascivo señor Garreé es su primer cliente. Al parecer, un médico pediatra frustrado...

EL OASIS DE JUFRAH (IX)

  1. Isabel prostituta

En el serrallo del Sheik Abdul Nassim Rahman, Isabel y Anuska, dos bellas esclavas del poderoso jeque, continuaban confiándose recuerdos.

—No estuve más que seis semanas como sirvienta de la familia Valentini —siguió contando Isabel, acomodando su cuerpo desnudo sobre un par de almohadones—. Cuando acababa de cumplir diecisiete años, el señor Valentini se apareció una noche, me subió a su auto así como estaba, y me llevó con rumbo desconocido.

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Isabel iba sentada al lado del señor Valentini, en el elegante Chevrolet azul, sin otras prendas encima que su guardapolvo y su delantal de mucama.

En las pocas semanas que había estado como sirvienta en casa del señor Valentini, el señor Mauricio y sus amigos se habían divertido con ella casi a diario. Para Isabel era difícil pensar en algo que aquellos muchachos no le hubieran hecho. ¿A dónde la llevaba ahora el señor Valentini?

Tomaron por Avenida Santa Fe en dirección al Centro, y llegaron a la calle 25 de mayo, la "calle de los cabarets". El señor Valentini estacionó el auto delante de una vieja casa de dos pisos. Hizo bajar a Isabel, y tocó timbre. La puerta se abrió, y los recibió una sonriente y rolliza mujer de mediana edad.

—Buenas noches, señor Valentini —dijo la regordeta señora con un gorjeo—. ¿Su señora, siempre bien...?

—Buenas noches, señora Evira —dijo el señor Valentini, sacándose el sombrero.

Doña Elvira era la dueña de la propiedad en la que funcionaba uno de los dos prostíbulos del señor Valentini. La mujer ocupaba la planta alta, y hacía de casera y encargada. Y puesto que el señor Valentini pagaba puntual y generosamente el alquiler, la señora Elvira no tenía nada que objetar al tipo de actividad que se desarrollara en la planta baja.

Apenas vio a Isabel, preguntó:

—¿Ésta es la indiecita...?

—Así es —dijo el señor Valentini.

—¿Y está nuevita...? —preguntó la señora Elvira.

—¡Ejem...! Pues no, lamentablemente —dijo el señor Valentini, maldiciendo para sus adentros a su hijo Mauricio—. El sinvergüenza de mi hijo, con los amigos, estuvieron usándola un poquito... En fin, usted sabe, cosas de muchachos...

—Ay, estos chicos... —gorjeó la obesa mujer con una sonrisa—. Qué va a ser, están en esa edad, ¿vio?

El señor Valentini se despidió de doña Elvira, llevó a Isabel a una coqueta sala de estar, y le dijo que esperara allí. A los cinco minutos, volvió en compañía de una mujer llamativamente vestida, con una apariencia bastante provocativa.

Apenas la vio, Isabel sintió que no le esperaba nada bueno en ese lugar.

La mujer miró un instante a la jovencita de arriba a abajo. Isabel seguía callada, con la vista fija en el piso, muy cohibida, sin saber qué hacer.

—Tenías razón, José —escuchó que la mujer le decía al señor Valentini—. Interesante, la negrita. Ideal para este oficio.

La mujer, a quien el señor Valentini se dirigía llamándola "Susita", se acercó a Isabel y de un tirón la despojó de su única prenda.

Empezó a palparle los pechos. ¡Paf, paf! Se quedó observando los pezones. Los tomó con los dedos y tironeó de ellos.

Pasó a palparle la cola, de nalgas firmes y redondas. ¡Paf, paf!

Continuó así con toda la anatomía de Isabel, ¡paf, paf! por aquí, ¡paf, paf, paf! por allá, como si estuviera evaluando una res.

La tomó por la mandíbula y le hizo levantar la cabeza. Isabel mantenía la vista gacha, muy inhibida por la fuerte personalidad de aquella mujer.

Madame Susita había sido un exitosa bataclana siendo más joven, con el nombre artístico de Susy Leroy. Unos años atrás, sus pechos, grandes y redondos, duros como dos manzanas, habían sido muy admirados en algunos de los escenarios más exitosos de la noche de Buenos Aires.

Por aquel tiempo había trabado relación con el señor Valentini. Éste había descubierto pronto la naturaleza algo sádica de la joven bataclana, y le había ofrecido regentear uno de sus establecimientos, a cambio de una participación en las ganancias.

Ya retirada de los escenarios, "Madame Susita" era ahora la encargada de imponer disciplina entre las pupilas, cosa que hacía con celosa eficiencia. El señor Valentini estaba muy satisfecho con ella.

El señor Valentini dejó a Isabel en manos de la eficiente madama, y se marchó.

Madame Susita llevó a Isabel a su pequeño despacho, se sentaron ambas en un sofá, y allí la madama se dedicó a hacer hablar a la asustada muchacha. Así, Madame Susita supo de los anhelos románticos de la ingenua jovencita, lo cual le pareció muy divertido.

El señor Garreé, el viejo y querido cliente del club nocturno "Paradise" —aquél a quien el señor Valentini le había hecho la incumplida promesa de entregarle a Isabel virgen e intacta— se enteró rápidamente que la hija de Julia ya estaba disponible en casa de Madame Susita.

Al día siguiente, sin perdida de tiempo, se apareció por allí, con sus tres dientes de oro y su nariz ganchuda, para conocer a la nueva pupila.

Madame Susita se mostró tan obsequiosa como siempre, con tan importante cliente. Le aseguró que, aunque la muchacha ya no era virgen, aún no había estado con ningún cliente; por lo que él, el querido señor Garreé, sería el primero. Madame Susita fue de inmediato a buscar a Isabel, y la trajo en corpiño y bombacha. La jovencita estaba muy asustada, lo cual excitó mucho al señor Garreé.

—Saludá al señor Garreé, que es un querido cliente de esta casa —le dijo Madame Susita a la muchacha, que permanecía de pie con la mirada en el piso, entre la madama y el cliente.

Mientras Madame Susita se deshacía en frases elocuentes sobre las cualidades de puta de la nueva pupila, el señor Garreé se acercó a Isabel, le bajó el corpiño y, contempló sus voluminosos pechos. El señor Garreé tampoco pudo resistir mucho tiempo la tentación de tironear de aquellos enormes y provocativos pezones.

—Julia, tu madre... —dijo el señor Garreé.

Isabel levantó la vista al oír el nombre de su madre.

—...resultó una excelente puta —continuó el señor Garreé—. Estoy seguro que vos también. De tal palo, tal astilla, je...

Madame Susita no tuvo mejor ocurrencia que comentarle al señor Garreé las fantasías románticas de la ingenua jovencita. Lo cual encantó al lascivo vejete...

—Pero si acá te van a dar mucho amor... —dijo el señor Garreé, con una sonrisa—. Todos los clientes de esta casa, van a venir para eso, para darte amor. Te van a dar amor por acá, después por acá y también por acá...

El señor Garreé acompañó estas palabras apoyando un dedo índice, primero en la boca de la muchacha, luego en su pubis, y luego en su cola. Isabel empezó a hacer pucheros.

Madame Susita festejó la ocurrencia. Este atorrante del señor Garreé se salía con cada cosa...

—Y para que tengas una idea de todo el amor que te vamos a dar en esta casa, calculá unos diez clientes por noche —le dijo el señor Garreé a la desolada muchacha, mientras volvía a tironear de sus pezones—. Eso hace unos 60 hombres por semana. Como el año tiene cincuenta y dos semanas, eso da... a ver... unos 3000 hombres por año...

El señor Garreé observó con satisfacción cómo Isabel empezaba a llorar de desesperación.

—Haciendo una sencilla operación aritmética —continuó el viejo—, de acá a unos cuarenta años, para cuando tengas algunos años más que tu madre, a ver... mñbsss... me llevo cuatro...

El señor Garreé simuló estar sacando cuentas.

—Para cuando tengas cincuenta y tantos años, te cogieron unos 120.000 tipos, más o menos —dijo finalmente el señor Garreé, con una sonrisa—. Mas ó menos medio país, ja, ja...

De hecho, el cálculo del señor Garreé no estaba muy desacertado.

El señor Garreé y Madame Susita rieron por la ocurrencia, mientras la desdichada Isabel estallaba en llanto, imaginando ese futuro....

Ahora que la tenía donde quería, llorosa y abatida, el señor Garreé tomó del brazo a Isabel y la llevó a una de las piezas.

Isabel, sin poder sacarse las palabras del señor Garreé de la cabeza, se dejó conducir sin oponer resistencia. Pero al entrar a la pieza, la desolada jovencita quedó algo desorientada.

No había una cama, como Isabel hubiera esperado, sino una camilla. No había mesitas de luz, sino un armario.

El señor Garreé se dirigió a un perchero de pie, se quitó el saco y se puso un guardapolvo blanco. Fue hacia el armario, lo abrió y se colgó del cuello un bonito estetoscopio. Le ordenó a la sorprendida —y ahora aterrorizada— Isabel acostarse de espaldas en la camilla .

—¿Así que la nenita anda enfermita? —dijo el señor Garreé, hablando melosamente, como lo haría un médico pediatra con su pequeña paciente—. Bueno, no importa. el doctor Garreé te va a revisar, ¿sí?

El "doctor " Garreé llevó sus manos huesudas y amarillentas a la cintura de Isabel y de un tirón le bajó la bombacha hasta los tobillos. La sacó del todo y la arrojó por ahí.

Isabel, ahora desnuda como había venido al mundo y en manos de ese viejo prvertido, empezó a llorar, desesperada. Ya había tenido suficiente, durante seis semanas, con el hijo del señor Valentini y sus amigos, que le habían hecho cuanto se les ocurrió... Para no mencionar los castigos, por cualquier pequeña falta, por parte de la exigente señora de Valentini, y de su irascible hija Valeria...

Y ahora, este tal señor Garreé...

—Primero el doctor va a tomarte la temperatura, ¿sí?

El señor Garreé fue hasta el armario, y volvió con un termómetro. No era un termómetro común. Medía unos veinte centímetros de largo y tal vez un centímetro de grosor.

Isabel vio el instrumento y empezó a sollozar en silencio, ya resignada a que todo el mundo hiciera con ella lo que se le ocurriera...

El señor Garreé le ordenó separar las piernas. Con su mano izquierda separó los labios de la vulva, abrió la entrada del canal vaginal, e introdujo el termómetro bien adentro.

Mientras esperaba —o simulaba esperar— a que el termómetro tomara temperatura, el señor Garreé le empezó a palpar los pechos, como si estuviera auscultándola. Tomó uno de los notorios pezones de Isabel y volvió a tironear de él en todas direcciones. Primero uno y luego el otro. Puso tal entusiasmo en este menester, que Isabel casi temió que terminara arrancándoselos. Cada vez que Isabel intentó protegerse los pechos de tanto maltrato, fue disuadida enérgicamente por el señor Garreé.

—¡Chssst! ¡Nenita maleducada, pórtese bien!

Terminada esta inspección, el señor Garreé retiró el termómetro, simuló leerlo con aires de profesional, y lo dejó sobre una mesita. Fue hasta el armario, tomó un guante de látex, y volvió a la camilla.

—Ahora el doctor te va revisar el agujerito de adelante, a ver si no tenés algún problemita, ¿sí? —dijo el lascivo viejo, mientras se ponía el guante en la mano derecha y movía los dedos ante los ojos de Isabel.

Apenas terminada estas palabras, dos dedos del "doctor" Garreé se hundieron en la vagina de Isabel, tan violentamente que la muchacha cerró instintivamente las piernas haciendo entrechocar sus rodillas.

—¡Pero...! ¡Separe las piernas, niña desobediente! —le dijo el señor Garreé, como si retara a una nenita traviesa.

Acompañó el final de su frase con furibundos palmotazos a los muslos de Isabel, que no cesaron hasta que la muchacha tuvo sus piernas separadas bien hacia los lados.

El señor Garreé abrió y cerró los dedos varias veces, dentro de la vagina de Isabel. Los sacó y los volvió antroducir.

—Mmmm... —dijo, al cabo de un rato—. Aquí hay algo raro. Vamos a tener que hacer un examen más minucioso...

El "doctor" Garreé fue hasta el armario, buscó en el interior de un cajón, y volvió con un instrumento cuya sola apariencia aterrorizó a Isabel.

Parecía un cilindro cromado de unos treinta centímetros de largo y tres de ancho, que terminaba en un mango como de tijeras. Cuando el señor Garreé cerraba el mango, el cilindro se abría en dos mitades, igual que una tijera.

El viejo se acercó a Isabel, abrió nuevamente la entrada vaginal, e introdujo bien adentro el aparato. Isabel sintió cómo el instruento se abría paso hasta el fondo de su vagina y lanzó un chillido. De inmediato el doctor Garreé apretó el mango, y las dos mitdes del cilindro se separaron, abriendo brutalmente el canal vaginal. Isabel, muy dolorida, pero sobre todo muy asustada, empezó a llorar y suplicar.

El señor Garréé continuó implacable, cerrando y abriendo el instrumento, a veces con moroso deleite, y otras veces en rápida sucesión.

—¡Aaaayyy...! —gemía Isabel—. ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!

En la desesperación, Isabel intentó aferrar la mano del señor Garreé.

—¡Quieta, nena maleducada! —dijo el señor Garreé.

Y de un bofetón, muy poco digno de un profesional de la salud, la mandó a quedarse quieta.

En realidad, el señor Garreé estaba realmente molesto. En primer lugar, con el señor Valentini; por prometerle cosas que no podía cumplir, y por no haberse percatado de lo que hacía su hijo. En segundo lugar, con el hijo del señor Valentini y sus amigotes. Esta zorrita, nuevita como estaba, debió haber sido reservada para él; no para esos atorrantes, mocosos sinvergüenzas... Y en tercer lugar con Madame Susita, esa perra, intentando arreglarlo con palabras. A él, a Luis Francisco Garreé...

Puesto el que señor Garreé no podía enfadarse con ninguno de los nombrados, descargaba su enojo directamente sobre la indefensa Isabel...

Dando por terminada la inspección vaginal, el "doctor" Garreé retiró el aparato y ordenó a Isabel darse vuelta, colocarse en cuatro patas y apoyar la cabeza en la camilla. Resignada, Isabel hizo lo que le ordenaban, quedando con su trasero desnudo bien levantado, sollozando en silencio.

El señor Garreé se tomó un tiempo para observar este espectáculo. Le encantaba esta indiecita, tan inocente, llorando como una nenita en el consultorio del doctor, con su linda colita ofrendada... Volvió a tomar el termómetro, buscó el indefenso agujerito de la muchachita, lo abrió bien y ¡yummmm!, introdujo el instrumento bien hasta el fondo.

Isabel lanzó un chillido, y empezó a llorar. ¿Qué más iban a hacerle...?

Mientras esperaba a que el termómetro tomara temperatura, el señor Garreé se entretuvo pasando su mano por entre las piernas de Isabel y toqueteando la vulva y tironeando de los labios vaginales.

—Ay, ay, ay... —se quejaba Isabel, sollozando quedamente...

El señor Garreé retiró el termómetro y simuló leerlo, con aires de profesional.

—Bueno, fiebre no tiene la nenita —dijo, dejando el instrumento a un costado—. Ahora vamos a revisarte bien el agujerito, ¿sí? Posiblemente sea un empacho.

Se puso nuevamente el guante de látex, lo embadurnó con un poco de vaselina líquida, y con tres dedos de la mano izquierda abrió bien el agujerito de Isabel. Los dedos índice y mayor de la mano derecha del "doctor" Garreé se abrieron paso bien profundo en el recto de la pobre muchacha.

El señor Garreé estuvo moviendo los dedos un buen rato, sacándolos y volviendo a enterrarlos. Finalmente los retiró y se quitó el guante.

Cuando Isabel ya sentía su ano fuertemente irritado y dolorido, incapaz de tolerar más maltratos, vio con desesperación que el señor Garreé volvía a tomar el cilindro cromado y lo embadrunaba de vaselina líquida.

Una vez más, Isabel empezó a llorar, impotente para frenar tanto abuso.

El señor Garreé se acercó con el ominoso instrumento. Con la mano izquierda abrió una vez más el agujerito de Isabel (que cada vez se abría con más facilidad), e introdujo el cilindro bien adentro.

Una vez allí, se dedicó nuevamente a abrirlo y cerrarlo. Al principio un poquito. Y de a poco, cada vez más abierto. El anillo esfinteriano de Isabel se fue estirando y distendiendo, más y más, hasta que su pequeño agujerito alcanzó casi diez centímetros de diámetro. Isabel apretaba los dientes, aferraba la sábana, gritaba y lloraba como un bebé, manchando la sábana de la camilla con sus lágrimas y sus mocos...

Cuando Isabel creía estar a punto de desmayarse, el señor Garrée comenzó por fin a retirar el aparato.

—Evidentemente es un empacho —dijo el "doctor" Garreé, luego de tan detenido examen. Para que se te pase más rápido, el doctor te va a poner una enema, ¿sí?

Mientras Isabel empezaba a llorar por enésima vez, el viejo lascivo fue hasta un rincón del "consultorio" y volvió con un pie de enema, con la botella invertida colgada de un gancho.

La botella ya tenía el líquido preparado, de acuerdo a las instrucciones que el señor Garreé le había dado por teléfono a Madame Susita.

Con deliberado sadismo, el señor Garreé llevó el pie con la botella a un costado de la camilla, para que la pobre Isabel pudiera observar el líquido contenido en la botella. La escala graduada sobre la pared de vidrio indicaba la cantidad de líquido: en este caso, tres litros. De sólo ver esto Isabel empezó a sollozar...

El señor Garreé tomó la cánula, y sin mayores miramientos la introdujo en el dolorido recto de Isabel. Hizo avanzar el tubo, girando y girando, hasta forzar y traspasar el segundo esfínter. Terminada esta operación, el lascivo viejo estiró la mano hasta una válvula por debajo del cuello de la botella invertida, y la abrió.

Observó satisfecho cómo el líquido empezaba a bajar rápidamente en la botella, conforme se iba introduciendo en los intestinos de la muchacha, sin que ésta, anulados todos sus esfínteres, pudiera hacer nada para impedirlo.

Isabel, con la cola levantada y la cabeza apoyada en la sábana, veía aterrorizada cómo el nivel del líquido bajaba y bajaba y seguía bajando, hasta llegar al cuello de la botella, para entonces desaparecer. Los tres litros habían entrado por completo. Isabel intentó moverse, y sintió el vientre pesado como una bolsa de arena.

El señor Garreé fue hasta el armario y regresó con un adminículo de goma. Era un tapón anal. Le ordenó a la muchacha —amenazándola con voz de trueno— retener el líquido en su interior. Retiró la cánula y de inmediato le colocó el tapón. Le ordenó a la desdichada Isabel bajar de la camilla. La muchaccha se incorporó como pudo, sintiendo que el voluminoso vientre le pesaba una tonelada. El señor Garreé le ordenó permanecer de pie. El vientre de Isabel estaba tan hinchado, que parecía embarazada. Para acentuar el efecto, el lascivo señor Garreé le ordenó levantar los brazos y poner las manos detrás de la nuca. Y se alejó un poco para observar el resultado.

A los cinco minutos, Isabel empezó retorcerse. Ahora todo el liquido en sus intestinos pugnaba por salir.

—Tiene que aguantar, m'hijita— le ordenó impasible el "doctor" Garreé.

Mientras la desdichada Isabel lloraba, suplicaba y se retorcía, el lascivo vejete se dedicó a toquetear a la apremiada muchacha por aquí y por allá, tironeando a cada rato de sus pezones, como siempre.

Isabel apenas podía aguantar. Levantaba una pierna, la cruzaba por delante de la otra, contraía los dedos de los pies, y se desesperaba.

—¡Por favor, señor! —decía Isabel, llorando como una bebita—. ¡No aguanto, tengo que ir, no aguanto...!

—¡Chssst...! ¡Cállese, niña maleducada!— le ordenaba el "doctor" Garreé, mientras continuaba manoseándola.

Por fin, después de tenerla aguantando durante diez interminables minutos, el señor Garreé se dio por satisfecho, le quitó el tapón, y le permitió correr al pequeño baño a vaciar sus intenstinos.

Isabel apenas pudo llegar. El último metro y medio lo hizo con el líquido amarronado escapando de su ano.

Cuando salió, ya más aliviada, el señor Garreé le señaló el piso, donde habían quedado algunos círculos amarronados por aquí y por allá. ¡Era una verguénza el enchastre que la nenita había hecho en el consultorio del doctor! La pobre Isabel tuvo que cortar una buena tira de papel higiénico y limpiar y secar el piso.

Ahora, el señor Garrée le ordenó subirse a la camilla y ponerse otra vez en cuatro patas, con la cabeza apoyada en la sábana. Isabel ya no sabía qué más iba a hacerle, y volvió a llorar y a suplicar...

—Hay que curar ese empacho —dijo el "doctor" Garreé.

Fue hasta el armario y volvió con un pequeño objeto en su mano.

—Para que te puedas curar, el doctor te va a poner un supositorio, ¿sí?

Cuando Isabel lo vio, se puso a llorar, otra vez... El supositorio era un cilindro de diez centímetros de largo y tres de grosor.

En realidad era una barra de jabón, modelada con forma de supositorio. Un invento del ocurrente señor Garreé...

El "doctor" Garreé abrió el ano de Isabel, que ya a esta altura se abría con total facilidad, introdujo el enorme supositorio, y con un dedo lo empujó bien adentro. El "supositorio" se perdió en el interior de la pobre Isabel.

Terminada esta sencilla operación, el señor Garré, conocedor de estos menesterres, volvió a ponerle el tapón anal.

En efecto, cinco minutos depués, Isabel volvió a sentir los retortijones de la enema. Otra porción del líquido pugnaba por salir.

El señor Garreé se dedicó ahora a toquetear el pubis de la desesperada muchacha, que seguía en cuatro patas sobre la camilla. Isabel se retorcía para un lado y otro, intentando aguantar las ganas de aliviar el vientre.

El señor Garreé le manoseaba toda la vulva, el periné, el agujerito de atrás, le metía un dedo en la vagina, le frotaba el botoncito, y mil cosas más. Por fin, el "doctor" Garreé le permitió correr al baño a descargar el resto del líquido.

Cuando Isabel volvió, se encontró con el señor Garreé aflojándose el cinturón y sacando a relucir un miembro peludo, pero bastante fláccido.

—Para terminar con el tratamiento —dijo muy ufano el señor Garreé, con su melosa entonación de médico pediatra— te voy a dar un jarabe. Así la nenita va a poder digerir mejor toda la comidita, ¿sí?

Y acto seguido, ordenó a Isabel arrodillarse delante de él.

—A ver, abra la boquita, así... bien grande...

El lascivo vejete tomó su pene y lo metió en la boca de la desesperada muchacha.

Para dificultar las cosas, sucedía que los mejores años del señor Garreé ya habían pasado, y su respuesta fisiológica distaba mucho de ser la de un macho joven. Isabel tuvo que lamer y chupar durante un buen rato, mientras el miembro del señor Garreé se iba hinchando de a poco. Al cabo de quince minutos, por fin, el señor Garreé empezó a sacudirse, respiró hondo, y con un largo bufido, descargó su "jarabe" en la boca de la pobre Isabel. La muchacha sintió una repugnancia indescrptible, al sentir toda esa masa viscosa, acre y salada, pegándose a su paladar y a su lengua.

—Trágueselo todo, que le va a hacer bien —le ordenó muy satisfecho el "doctor" Garreé.

Isabel cerró los ojos, su cara se contrajo en un rictus, juntó valor, y consiguió hacer pasar esa masa viscosa y repugnante por su garganta.

Cuando Isabel creía que eso había sido todo, y que por fin la dejarían tranquila, el señor Garreé tenía aún una sorpresa final

—Bueno, ya el doctor te curó el empacho —dijo el vejete—. Pero te has portado muy mal. Eres una niñita muy traviesa.

Y allí mismo, el "doctor" Garreé se sentó en un sillón, acomodó a Isabel sobre sus rodillas huesudas, y levantó su mano derecha a cuarenta centímetros del redondo trasero café con leche de Isabel.

Isabel empezó a llorar, mucho antes de sentir el primer palmotazo. Ya su pobre trasero no toleraba un maltrato más...

¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!

—¡Niña mala, desobediente! —decía el señor Garreé, mientras descargaba un golpe detrás de otro.

—¡Ayyy...! ¡¡Aiaaa...!!

Isabel se retorcía de dolor.

¡Paf! ¡Paf!

—¡Esto es para que la nenita aprenda a obedecer al doctor, en lugar de dar trabajo!

¡Paf! ¡Paf! ¡Paf!

Cuando el señor Garreé se dio por satisfecho, tal vez porque quedó agotado, las nalgas café con leche de Isabel se veían de un intenso tono cereza. El señor Garrée dejó a Isabel en el suelo, se incorporó, se quitó el guardapolvo blanco, tomó su saco del perchero y se marchó.

Fue el único momento de felicidad de Isabel, que siguió allí en el piso, llorando desnuda, con su cola ardiendo y enrojecida.

Pero el alivio de Isabel no duró mucho. A los cinco minutos, cuando la muchacha aún permanecía en el suelo, se abrió la puerta y entró Madame Susita, con cara de pocos amigos.

La madama estaba muy molesta. El señor Garreé se había quejado de lo arisca y rebelde que había resultado la nueva pupila. Madame Susita estaba furiosa. Nadie hacía eso en su prostíbulo.

De un tirón puso de pie a Isabel, y a la rastra la sacó del cuarto y la llevó a su pequeño despacho. Allí se sentó en el sofá, y acomodó a Isabel sobre sus rodillas, tal cual lo había hecho diez minutos antes el señor Garreé.

—Acá vas a aprender a obedecer —fue todo cuanto dijo Madame Susita.

Contemplar el maltratado trasero de Isabel, totalmente enrojecido y lleno de puntitos rojos, no despertó la menor conmiseración de parte de la inflexible madama.

Isabel vio con desesperación cómo Madame Susita tomaba un cepillo para el pelo y lo levantaba sobre sus ya doloridas nalgas, con la parte de madera hacia abajo. Entró en desesperación. Su pobre trasero no soportaba un maltrato más...

¡¡¡Pafff!!!

Fue un primer golgpe terrible, que se estrelló con trremenda violencia sobre el castigado glúteo derecho de la pobre jovencita.

El alarido de Isabel se escuchó en toda la casa, mientras en su nalga quedaba una marca roja, de forma ovalada.

Madame Susita volvió a levantar el cepillo y descargó otro furibundo golpe sobre la nalga izquierda.

Y luego, otro sobre la nalga derecha. Y luego otro sobre la nalga izquierda.

Isabel lloraba y se retorcía intentando librase de semejante tormento. Pero Madame Susita era muy fuerte y la mantenía aprisionada.

—¡Lo clientes están para complacerlos! —decía la irascible madama, mientras continuaba descargando un golpe detrás de otro.

Al cabo de tres minutos, las nalgas de Isabel estaban de un preocupante tono rojizo tirando a morado, con puntitos y grietas abiertas aquí y allá. La madera del cepillo ya empezaba a teñirse de rojo. Y los golpes seguían cayendo uno detrás de otro, sin disminuir su intensidad.

—¿Entendiste, putita presuntuosa?

—¡Sí, señora! ¡¡Ayyyy....!!

Por fin, la implacable madama soltó a Isabel.

Ésta se deslizó hasta el suelo, donde quedó hecha un ovillo. Tenía su orificio anal completamente dolorido y maltratado, y su lacerado trsero ardiendo como si le hubieran volcado aceite hirviendo.

Madame Susita le ordenó desaparecer de su vista, e Isabel se incorporó como pudo y corrió hacia la habitación de las pupilas. Se echó sobre su cama y continuó llorando hasta quedarse dormida.

A partir de ese día, Isabel se cuidó muy bien de ser totalmente sumisa y obediente. Con Madame Susita, con los clientes —no importaba lo que éstos exigieran—, e incluso con sus compañeras, todas las cuales tenían más antigüedad que ella...

Se acostumbró a ser un simple juguete para disfrute de los demás. Conforme fue aceptando su situación, todo empezó a ser rutinario.

Su día empezaba a las seis de la tarde. Allí comenzaban a llegar los primeros clientes, de traje y corbata. Eran, principalmente, empleados de oficina que salían de los bancos y de las casas financieras de la calle San Martín.

A las ocho aparecían los jovencitos que salían del colegio, turno tarde. Venían con sus uniformes y sus útiles escolares...

A las nueve empezaban a aparecer los obreros de las fábricas y los empleados de comercio.

Ya para entonces había música en la sala y los clientes gustaban de bailar tango, lo que no era más que una excusa para manosear a las chicas.

En el caso de Isabel, los clientes no resisitían la tentación de sacarle los pechos afuera y tironear de sus pezones.

Cuando había poca clientela, siempre alguna de la chicas se ponía a bailar con Isabel, de pronto le sacaba un pecho afuera y empezaba a juguetear con sus pezones. Los pobres pezones de Isabel no tenían descanso... Isabel ya se había dado cuenta que sus pechos eran el juguete de todos, y le pertenecían al mundo, no a ella...

La mayoría de los clientes, después de bailar un par de tangos y alguna milonga, la llevaban a alguna de las piecitas del fondo. Algunos le hacían el amor de manera bastante gentil. Otros eran muy rudos, o muy groseros. O, simplemente, muy rústicos.

—¿Hace mucho que sos puta.? —le preguntaban, como si preguntaran a una secretaria cuánto hacia que se desempeñaba como tal.

Isabel procuraba contestarles con amabilidad, como si fuera una pregunta cualquiera. Aceptaba todas las situaciones con completa sumisión y complacencia. Al principio, por temor a provocar el enojo de Madame Susita. Y al cabo de cierto tiempo, porque se iba acostumbrando rápidamente a las servidumbres propias de un puta.

De a poco, Isabel se fue haciendo a esta rutina. Y a considerar normal que todo el mundo le manoseara los pechos. Se fue haciendo amiga de las demás chicas, y empezó a sentirse una más de ellas. Pronto aceptó que ésa sería su vida, de allí en adelante. Que esto era lo que le había tocado, y que éste era su lugar en el mundo. El príncipe azul no había sido hecho para alguien como ella, una puta...

(Continuará)