El oasis de Jufrah (8)

Isabel empieza a contar su propia historia, como sirvienta maltratada y abusada en casa de la familia Valentini.

EL OASIS DE JUFRAH (VIII)

  1. Isabel

En el paradisíaco oasis de Jufrah, amenizando la monotonía de la vida en el serrallo, la morocha esclava Isabel continuaba relatando a su amiga Anuska las vicisitudes que ella y su madre Julia habían tenido que atravesar, antes de arribar allí.

—En cuanto a mí —dijo Isabel—, fui colocada en la casa del señor Valentini como sirvienta. Un día después que mi madre empezara a trabajar en el "Paradise", el club nocturno de la calle 25 de Mayo, el señor Valentini me llevó en auto hasta su casa, un lujoso chalet en la zona residencial del barrio de Belgrano.

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El señor Valentini hizo entrar a Isabel a la sala de estar y la dejó allí, con la pequeña maleta en la que la muchacha había podido reunir sus pocas pertenencias. Y se marchó. Enseguida apareció la dueña de casa.

La señora Adriana C. López de Valentini era una elegante señora de cabello rubio, bastante más alta que su rechoncho marido. Sin duda había sido una bella mujer en sus años jóvenes. Ahora, a los cincuenta años, su marido le prestaba muy poca atención.

Al ver a Isabel frunció el ceño. Después de todo, ésa era la clase de zorras baratas con las que el cerdo de su marido solía ponerle los cuernos.

Al rato llegaron los dos hijos del matrimonio.

El joven José Mauricio Valentini —a quien llamaban Mauricio para diferenciarlo del padre— era, por sobre todo, un pésimo estudiante de la secundaria. A sus diecinueve años, aún le restaban un par de años para terminarla, si es que algún día lograba terminarla...

De inmediato clavó su mirada en la muchacha. La zorra estaba rebuena...

Finalmente estaba Valeria, de 16 años, igual que Isabel. La jovencita miró a la nueva mucama de arriba a abajo, sin disimular su desprecio.

Isabel estaba muy cohibida, y sólo atinaba a permanecer callada, con la mirada clavada en el piso.

Con gran sorpresa de Isabel, la señora Adriana tomó de pronto su valija y se la entregó a su hijo.

—Dale esto al botellero —dijo.

El muchacho se marchó con la valija. La señora Adriana miró a Isabel.

—Acá no vas a necesitar más que lo que nosotros te demos —le dijo la dueña de casa—. Vení conmigo.

Isabel la siguió, totalmente desolada. En aquella valija había colocado no sólo su ropa, sino también sus pertenencias más preciadas. No es que valieran gran cosa, pero muchas tenían un gran valor afectivo para ella.

Llegaron ante una puerta en los fondos de la casa y la señora Adriana la abrió y la hizo entrar.

—Ésta va a ser tu habitación —le dijo—. Sacáte esa ropa mugrienta que tenés.

—Sí, señora... —dijo la muchacha en un susurro.

Eran las primeras palabras de Isabel desde que arribara a esa casa.

Isabel empezó a quitarse la ropa. Se detuvo al llegar a las prendas interiores.

—Todo —le dijo la señora Adriana en tono imperativo—. El corpiño y la bombacha, también. Y los zapatos.

Cuando Isabel quedó completamente desnuda, la señora Adriana le entregó un par de prendas.

—Acá tenés tu ropa —le dijo—. Ponétela y vení en seguida.

—Sí, señora... —dijo Isabel.

Y la señora Adriana se marchó.

Isabel observó un instante la habitación y tuvo ganas de llorar. Aquello no era otra cosa que la "pieza de los cachivaches", el cuarto de los trastos viejos. Había una sucia repisa con un montón de zapatos viejos amontonados, un maniquí de costura apolillado y amarillento, una bicicleta descascarada y oxidada a la que le faltaba una rueda, etc, etc...

Tirado en un rincón, directamente sobre el piso, había un colchón amarillento y descosido. Isabel comprendió desolada que allí debería dormir. Era deprimente. Esperaba que al menos no hubiera ratas o cucarachas...

Isabel se puso las prendas que le habían dado: nada más que un guardapolvo de mucama a cuadritos celestes, y un delantal blanco de cocina. Se sentía muy desdichada sin nada más encima. Sin corpiño, sin bombacha, y descalza.

Regresó a la sala de estar.

La señora Adriana la aguardaba sentada en un amplio sillón, leyendo una revista de modas. A un par de metros, desparramada indolentemente en un sofá, estaba la señorita Valeria.

Aunque la señora Adriana le infundía temor, Isabel juntó coraje y se animó a decir:

—Señora, no encontré los zapatos, y la ropa interior...

—¿Zapatos? —dijo la señora Adriana, mirando a su hija Valeria, que le devolvió una sonrisa—. ¿La sirvienta quiere usar zapatos? ¿Y ropa interior? Deberías agradecer que te demos esa ropa.

Como a Isabel se le escapó un gesto de contrariedad, la señora Adriana le clavó una mirada.

—Ahora escucháme, negrita muerta de hambre —dijo la señora Adriana, dejando la revista en una mesita—. La única razón por la que tu madre no está en la cárcel, y vos andá a saber dónde, es porque mi marido les tuvo lástima.

Isabel permanecía con la mirada fija en el suelo.

—Acá te estamos dando ropa, casa y comida —continuó la señora Adriana—. Deberías estar agradecida, teniendo en cuenta todo el dinero que tu padre nos quedó debiendo.

La señora Adriana se puso de pie y le ordenó que la siguiera. Isabel asintió, y caminó cabizbaja detrás de su patrona.

La señora Adriana abrió la puerta del cuarto de baño y señaló con un gesto.

—Hace un mes que estamos sin mucama. El baño es una mugre. Acá tenés los elementos de limpieza. Supongo que sabés cómo se limpia un baño...

—Sí, señora... —volvió decir Isabel por enésima vez. En esa casa, difícilmente tuviera oportunidad de decir alguna otra frase.

Isabel tomó el balde y el cepillo y se dispuso a empezar. Pero la señora Adriana la detuvo en seco.

—Momentito. Primero sacáte esa ropa.

Como Isabel se quedó sin entender, la señora Adriana le explicó, como si fuera lo más evidente del mundo:

—Es la única ropa que tenés. ¿Que querés, ensuciarla? Para limpiar el baño, primero te sacás toda la ropa.

Casi a punto de llorar, Isabel dijo: "Sí, señora", y se sacó el delantal de cocina y el guardapolvo, sus únicas prendas. Se las entregó a la señora Adriana.

—Cuando vuelva dentro de una hora, espero ver todo bien limpio —dijo la señora Adriana.

Y se marchó.

Completamente desnuda, y conteniendo las lágrimas, Isabel tomó el cepillo y empezó a fregar la bañadera. El cuarto de baño era muy amplio y lujoso, e Isabel supo que tendría que trabajar duro y de prisa.

Poco más de una hora después, apareció la dueña de casa. La señora Adriana se puso a observar el trabajo de la nueva mucama. Cuando su mirada se posó sobre el retrete, frunció el ceño.

—El inodoro también se limpia por adentro.

Isabel, ingenuamente, se animó a pedir unos guantes de goma...

—¿Guantes de goma...? —se mofó la señora Adriana—. ¿Guantes de goma? Con guantes de goma lo podía hacer yo misma.

Y agregó:

—Vamos, a trabajar. Y más te vale que quede reluciente, por afuera y por adentro. O te lo hago limpiar con la lengua, tal cual lo escuchás...

Sintiéndose la criatura más desdichada del mundo, Isabel se arrodilló frente al inodoro cepillo en mano, y empezó a fregar toda la parte de adentro. Sus fosas nasales se contraían ante los vahos que salían del retrete sin limpiar en todo un mes.

Al cabo de media hora, el inodoro había quedado reluciente, como recién comprado. Y la pobre Isabel, sucia y desgreñada como nunca en su vida. La señora Adriana la envió al patio trasero a pegarse un baño con la manguera, y sólo entonces le devolvió su guardapolvo y su delantal de mucama.

Ésta fue la primera de muchas faenas que Isabel tuvo que hacer en aquella casa, siempre trabajando como una esclava. De a poco, la pobre muchacha se fue resignando a su triste vida como sirvienta de la familia Valentini.

Si la señora Adriana la trataba con desprecio, peor aún era su hija, la señorita Valeria, de la misma edad que Isabel.

La jovencita había heredado de su madre su cabello rubio, su tez blanca y, sobre todo, su carácter altivo y orgulloso.

Como toda muchacha de buena posición económica, la señorita Valeria tenía una hermosa habitación, con un gran ventanal que daba a la calle, con hermosos cortinados. Y una amplia cama de madera de algarrobo, con sábanas de seda y una colcha de edredón.

Y, sobre todo, un amplio placard con una colección de vestidos y zapatos como Isabel nunca había tenido en su vida, ni recordaba siquiera haber visto alguna vez.

La señorita Valeria encontraba muy cómodo tener a esa indiecita de Centroamérica a su servicio. Gustaba de hacerla venir a cada rato para ordenarle toda clase de cosas. Que le trajera un refresco, que corriera las cortinas, que le acomodora las chinelas para colocárselas, etc...

Una de las tantas veces que Isabel estaba ordenando la habitación de la orgullosa señorita Valeria, mientras ésta leía una revista echada en la cama, pateó sin querer una de las chinelas. El calzado salió despedido, y fue dando tumbos sobre el piso de parquet hasta dar contra el zócalo.

—¡Pero...! ¡Sirventa estúpida! —exclamó muy enojada la señorita Valeria.

De nada le valió a la pobre mucama deshacerse en disculpas y pedidos de perdón. Allí mismo la señorita Valeria le ordenó apoyar las manos de cara a la pared y levantar un pie. El pie descalzo de Isabel quedó con la planta hacia arriba.

—¡Más arriba! —le ordenó la señorita Valeria.

Isabel se esforzó por levantar el pie lo más que pudo.La señorita Valeria fue a recoger la chinela, se acercó a la asustada muchacha, y descargó un terrible golpe sobre la sucia planta del pie de Isabel.

—¡¡¡Aaayyy...!!! —fue lo que salió de la boca de la pobre sirvienta.

—¡Volvé a levantarlo! —le ordenó la señorita Valeria.

Isabel, deshecha en lágrimas, todavía con los dedos contraídos, volvió a colocar el pie en posición.

—¡Bien arriba...! —le ordenó la señorita Valeria—. ¡Más arriba!

Isabel obedeció y se quedó esperando, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no retirar el pie de allí.

—¡¡¡Aaayyy....!!!

El taco de la chinela de la señorita volvió a impactar con furia sobre la indefensa planta del pie de Isabel.

—¡Volvé a levantarlo! —le ordenó la señorita Valeria—. ¡Más arriba, sirvienta estúpida!

Y así, hasta cinco veces.

—¡El otro pie! —le ordenó la señoria Valeria sin experimentar la menor compasión por las lágrimas de la sirvienta—. ¡Así vas a aprender a no patear mis zapatos con esos pies mugrientos!

Cuando la señorita Valeria se dio por satisfecha, Isabel apenas podía caminar. La señorita Valeria echó de la pieza a la sirvienta, que se alejó caminando despacito, llorando y rengueando, con los pies crispados por el dolor, sin poder apenas apoyarlos en el suelo...

Pero el mayor motivo de preocupación para Isabel, no eran ni la señora Adriana ni la señorita Valeria. Su mayor preocupación era el señor Mauricio, el hijo del señor Valentini.

El jovencito estaba siempre mirándola de arriba a abajo, sin disimulo. Cada vez que el señor Mauricio entraba a la cocina, Isabel se apresuraba a acomodarse bien el delantal. Sin nada debajo, sin corpiño ni bombacha, y además descalza, se sentía muy expuesta a las miradas del muchacho. Cualquier movimiento atraía la lujuriosa mirada del joven.

Si en ese momento Isabel estaba sentada, lo único que podía hacer era estirar todo lo que pudiera el borde inferior del guardapolvo, y mantener las piernas bien juntas, tan apretadas como le fuera posible.

Y usar la otra mano para mantener lo más cerrado posible el escote. Aunque Isabel había heredado buena parte de los rasgos indígenas de su padre, había algo que había heredado de su madre Julia: los senos grandes y redondos, de grandes pezones y grandes areolas.

A los quince días de su llegada a la casa, Isabel debió atender al señor Mauricio, que se había reunido con tres amigos para realizar, supuestamente, un trabajo para el colegio.

Los cuatro muchachos estaban sentados en la sala de estar, dos en el sofá y otros dos en un par de sillas, con algunos cuadernos y libros desparramados en una mesita ratona. No se podía decir que estuvieran poniendo mucho esmero en su trabajo.

La señor Adriana había salido con su hija a probarse unos vestidos con la modista. Le había dejado a Isabel órdenes de atender bien a los muchachos.

Isabel venía ahora de la cocina con una bandeja con bebidas y algunos bocadillos. Inevitablemente tuvo que agacharse para dejar la bandeja en la mesa ratona.

Los dos muchachos que estaban de frente, no se perdieron de mirar dentro del escote, donde encontraron un bello espectáculo. Los dos que estaban detrás, observaron cómo el redondo trasero de la muchacha se pegaba a la delgada tela del guardapolvo.

—¿Ésta es la nueva mucama? —dijo el más alto, un tal Sergio, mirando a Isabel con ojos maliciosos— ¿De dónde es?

—De Honduras, creo... —dijo dubitativamente el señor Mauricio—. O Puerto Rico..., bueno, algo así...

Porque la geografía no era un punto fuerte del señor Mauricio. En realidad, tampoco la historia, ni la botánica, ni nada que se enseñara en el colegio...

—Está buena la indiecita... —comentó el más gordito, de pelo rubio enrulado, un tal Gustavo.

Isabel todavía estaba colocando los platos y vasos sobre la mesita, cuando sintió una mano posándose en su trasero. Se sentía tan cohibida, que no atinó a hacer nada. Procuró simular que no lo había notado.

Alguien musitó:

—Qué tetas...

Y los cuatro empezaron a reír en voz baja.

Para la pobre Isabel, que a sus dieciséis años era muy ingenua y soñaba despierta con su príncipe azul, que llegaría algún día, toda la situación era muy turbadora y angustiante.

El único de los cuatro amigos que aún no había dicho nada era Rolando. Se trataba de un fornido muchacho de casi un metro noventa, de mandíbula cuadrada.

Antes que Isabel pudiera advertirlo, el corpulento joven se inclinó hacia aadelante y empezó a acariciarle el trasero.

—¿Tenés novio? —le preguntó con una sonrisa.

Isabel, cada vez más cohibida, negó con la cabeza.

—¿Nunca tuviste...? —insistió Rolando, sin dejar de pasear su manaza por el trasero de la turbada Isabel.

Isabel, ya francamente asustada, volvió a negar con la cabeza, sin dejar de mirar el suelo.

—¿Te gustaría tener novio? —siguió preguntando Rolando.

Isabel, muy ingenuamente, asintió con la cabeza.

Emtonces, el fornido muchacho empezó a acariciarle más enfáticamente la cola, al tiempo que le preguntaba:

—¿No te gustaría que tu novio te hiciera así?

Isabel se apuraba por dejar las cosas en la mesita para poder marcharse ya mismo a la cocina.

—¿O así...? —le dijo ahora Rolando, metiendo una mano entre sus piernas.

Isabel tomó la bandeja vacía, dispuesta a huir ya mismo. Antes que pudiera hacer nada, el corpulento muchacho la tomó de un brazo, le sacó la bandeja de la mano y la sentó en sus rodillas.

Isabel estaba paralizada de terror.

Con mucho detenimiento, Rolando le desprendió dos botones del guardapolvo. Como Isabel empezó a hacer pucheros, el muchacho le dijo:

—¿No querías tener novio? ¿Qué te creés que te va a hacer tu novio? Ja, ja... Hacé de cuenta que soy tu novio...

Metió una de sus manazas por dentro del escote de Isabel y sacó uno de sus pechos hacia afuera.

—¡Faaahhh...! —exclamaron los cuatro al unísono.

Los pechos de Isabel, tal cual lo dicho, grandes y redondos, de grandes pezones y grandes areolas, eran muy provocativos.

Ahí todo el mundo enloqueció.

El propio Mauricio, que hasta allí había estado cavilando si lo que estaban haciendo podía enojar a su padre, dejó todos esos pruritos de lado.

Rolando le sacó el delantal de un tirón y terminó de desabotonar el guardapolvo. Empezó a estrujar sus pechos y a golpetear sus prominentes pezones. Metió una mano en la entrepierna y empezó a rebuscar por allí dentro.

Cuando Rolando se dio por satisfecho con todo este toqueteo, la hicieron poner de pie y la acostaron boca abajo, sobre las rodillas de Mauricio, el dueño de casa. Allí los cuatro se dedicaron a inspeccionarla en detalle.

Uno de ellos pellizcaba el redondo trasero, tal vez para comprobar su consistencia, mientras otro hundía sus dedos en la entrepierna, buscando vaya uno a saber qué. Isabel lloraba sin parar, incapaz de hacer nada para frenar semejante invasión de sus zonas más recónditas.

La hicieron poner de pie y la llevaron hacia un rincón de la sala. La pusieron de espaldas contra la pared y allí siguieron manoséandola, a veces por turnos, y a veces todos juntos, molestándose entre ellos. Terminaron de desnudarla. El guardapolvo de Isabel voló por los aires y cayó sobre una de las sillas. Le hicieron apoyar la manos contra la pared, a ambos lados de su capeza, y ojo con sacarlas de allí. Rolando se dedicó a retorcer suavemente los gordos pezones, que parecían tenerlo obsesionado. Cada ¡ay! de la jovencita aumentaba el entusiasmo del corpulento muchacho.

Entretando, Gustavo, el gordito de pelo enrulado, le metía una mano entre las piernas y avanzaba bien adentro, hasta encontrar su ano, probando introducir un dedo. El larguirucho Sergio le estrujaba el otro seno, el que no estuviera usando Rolando. Mauricio discutía con Gustavo, intentando meter él también una mano exploradora en la entrepierna de la muchacha.

Mientras Gustavo intentaba alcanzar el ano, Mauricio se dedicaba a manosearle la vulva, dándole tironcitos de los abundantes labios, y frotando el prominente clítoris.Era difícil saber si las quejas y lloros de Isabel, provenían de lo que le hacía Rolando, de lo que le hacía Sergio, o Gustavo, o Mauricio. Lo cuatro muchachos ponían mucho entusiasmo en su tarea.

—Qué más querés, negrita... —le decía Rolando al oído—. ¡Cuatro novios tenés! No te podés quejar, ja, ja...

Cuando se aburrieron de todo esto, la llevaron hasta el sofá y allí la hicieron acostarse boca arriba.

Mauricio, por ser el dueño de casa, reclamó el privilegio de ser el primero. Como había tres agujeros disponibles y ellos eran cuatro, Gustavo, el más pendejo, supo que a él no le tocaría estrenar nada...

El flaco Sergio madrugó a todos y antes que nadie pudiera darse cuenta, tenía a Isabel agarrada de los cabellos, y su miembro bien enterrado en la boca de la muchacha.

—Chupá, preciosa, hacé de cuenta que es el de tu novio, ja...

Mientras Sergio metía y sacaba su pene de la boca de Ia jovencita, provocándole algunas arcadas, Mauricio no quiso que nadie más se le adelantara. De inmediato se subió al sofá, se puso de rodillas delante de Isabel, le levantó las piernas y sin ningún miramiento enterró su ariete en la vagina de la indefensa muchacha. El grito que pegó Isabel al sentir su himen desgarrado, sólo sirvió para aumentar el tamaño del miembro invasor. Rolando y Gustavo retenían a la muchacha mientras el pene de Mauricio se movía hacia adelante y hacia atrás como un pistón.

Al cabo de diez minutos, Isabel tenía su boca llena de esperma, y su vagina dolorida e irritada. Los dos muchachos sacaron su respectivos miembros de las cavidades de la indefensa muchacha. El pene de Gustavo estaba embadurnado de una mezcla de semen y saliva. El de Mauricio, de una mezcla de semen y sangre.

De inmediato, Rolando levantó de un brazo a Isabel, que apenas pudo mantenerse de pie. El corpulento muchacho la llevó hasta la mesa, y allí la hizo inclinarse hacia adelante por sobre el borde. No quedó satisfecho. La llevó hasta un sillón y la hizo doblarse hacia adelante, por sobre el respaldo. Tampoco. Isabel lloraba aterrorizada sin saber qué iban a hacerle.

Finalmente, Rolando encontró una silla de respaldo bastante alto, y la colocó allí. Isabel no eran tan alta, y quedó apenas apoyada sobre las puntitas de los pies, con casi todo su peso descansando sobre los dos dedos gordos.

Rolando se alejó un poco, tomándose unos segundos para apreciar este espectáculo, con el rostro satisfecho. Los dedos gordos de Isabel se doblaban, incapaces de sostener todo su peso, las piernas temblaban, con los músculos de las pantorrillas hinchadas al máximo, y los músculos de los muslos se recortaban claramente. Y en la cúspide, coronando todo aquello, el pulposo y redondo trasero, de un bonito color café con leche, ofrendado para lo que quiseran hacerle.

Mientras Sergio tomaba la cabeza de Isabel y se la mantenía bien abajo, Gustavo, el de rulitos, se puso por detrás, tomó a Isabel por los muslos y la levantó veinte centímetros. Por un momento, se sintió tentado de estrenar su precioso agujerito, que se destacaba entre los dos glúteos, como una invitación. Pero siendo el menor de los cuatro, no quería problemas con nadie. Apuntó a la vagina y arremetió para adelante. Ante esta nueva y brutal penetración, Isabel volvió a gemir y a llorar. Gustavo metió y sacó, metió y sacó, hasta descargar él también toda su leche en el interior de la pobre jovencita. Le tocó el turno a Rolando. El corpulento muchacho escupió en su mano y se embadurnó su miembro.

Hay que decir que el pene de Rolando estaba en perfectas proporciones con el tamaño de su cuerpo. Isabel fue muy afortunda de no poder contemplar, desde la posición en la que se hallaba, tan soberbio espectáculo. Hubiera desmayado de terror, sin duda.

Rolando se puso por detrás de Isabel, tal cual lo había hecho Gustavo, y también la levantó por los muslos. Pero cuando Isabel se preparaba para otro embate a su maltratada vagina, sintió el glande del muchacho apoyándose en su agujerito. Isabel empezó a llorar y a suplicar, lo que sólo sirvió para que Rolando aumentara su entusiasmo, y para que su miembro se hinchara más aun.

—No llorés, ricura —dijo Rolando, hablándole casi al oído—. Vos hacé de cuenta que soy tu novio, y estamos pasando una linda noche juntitos...

Apuntó su miembro, lo metió un centímetro y lo sacó. Luego dos centímetros y lo sacó. Los tres amigos se habían congregado alrededor, y se divertían gritando al unísono: "¡Rolando, Rolando, Rolando...!" , como si de una tribuna de fútbol se tratase.

El muchacho agradeció los cánticos de aliento, y tomó impulso. Lo que siguió es difícil de describir.

Si la señora Adriana no hubiera concurrido a la modista y hubiera estado descansando en su alcoba; o si la señorita Valeria no hubiera acompañado a su madre y hubiera estado descansando en su coqueto dormitorio; incluso así, ambas —madre e hija— hubieran podido escuchar el grito desgarrado de Isabel como si la pobre mucamita hubiera estado a medio metro de ellas. Tal el aullido que resonó en toda la casa cuando el miembro de Rolando, grueso como un bate de beísbol, se abrió paso violentamente hacia las entrañas de la indefensa muchacha.

Isabel estaba con el rostro contraído, las piernas separadas al máximo, los pies en el aire, con los dedos crispados, sintiendo ese garrote entrando y saliendo sin misericordia. No se atrevía a hacer el menor movimiento por miedo a aumentar el dolor.

Al cabo de un par de minutos, Rolando se detuvo e hizo a un gesto a Gustavo para que soltara a la muchacha. Gustavo soltó la cabeza de Isabel, que había mantenido bien abajo. Rolando pasó su brazo izquierdo por delante del torso de Isabel y empezó a enderezarse, manteniendo a la desdichada jovencita bien aprisionada contra él. Cuando Rolando terminó de erguirse sobre su metro noventa de estatura, Isabel estaba con los pies a cuarenta centímetros del piso.

El muchacho empezó a caminar con toda naturalidad, teniendo a Isabel bien empalada, con las piernas muy separadas y los pies crispados. La pobre muchacha, literalmente crucificada, con sus pies a casi medio metro del suelo, no se atrevía ni a respirar, por miedo a que cualquier pequeño movimiento aumentara el terrible dolor. Para empeorar las cosas, las pocas veces que Isabel hizo algún ligero movimiento, lo único que consiguió fue estimular el grueso miembro de Rolando, que parecía hincharse cada vez más.

El muchacho se puso a caminar tranquilamente por toda la sala de estar, poniendo cara de señor muy serio, o simplemente haciendo morisquetas, con la desesperada Isabel en el aire, bien ensartada. Los tres amigos se desternillaban risa, ante tan singular espectáculo. Rolando siguió caminando de aquí para allá, deteniéndose a conversar tranquilamente con cada uno de sus amigos. Caminó hasta el barcito, con la mano libre tomó la botella de Tía María, se sirvió un poco en una copita y continuó caminando por la sala de estar como si tal cosa. Los otros tres ya no sabían como reírse, mientras la pobre Isabel ya no sabía cómo llorar.

Por fin Rolando llegó hasta un sillón y se sentó. Continuó tomando su copita mientras seguía teniendo a la muchacha bien clavada contra él.

De pronto, incapaz de demorar la situación por más tiempo, todo el enorme cuerpo del robusto joven empezó a agitarse y convulsionarse. Isabel, encima del muchacho, se sacudía para uno y otro lado como si estuviera sobre un volcán a punto de hacer erupción. Esto empezó a producirle horribles dolores que se irradiaban desde su ano y le paralizaban las piernas. El rostro de Rolando se contrajo en una mueca casi grotesca mientras empezaba a respirar cada vez más hondo. Isabel ya no hacía más que gritar y suplicar e intentaba por todos los medios librarse de su tormento. Los continuos y espasmódicos movimientos de Rolando, y su miembro que ahora se hichaba como nunca antes, estaban matando a la muchacha.

Hasta que por fin, Rolando pareció aspirar todo el aire de la habitación, su cuerpo se arqueó hasta dejar a Isabel casi flotando en el aire, y con un rugido estremecedor exhaló todo el aire de su pulmones, al tiempo que Isabel lanzaba un aullido de dolor.

Hasta los tres amigos habían parado de reíse y se habían quedado mudos, contemplando semejante espectáculo.

Rolando, ahora derrumbado sobre el sillón, soltó a la muchacha, que en seguida se alejó de él, sólo para caer a un metro de distancia, con las piernas totalmente acalambradas y el ano doliéndole como una tremenda herida.

Los cuatro amigos se derrumbaron sobre el sofá y sobre las sillas, y permanecieron unos minutos reponiéndose de tanto esfuerzo y tantas emociones.

Ya recuperadas las fuerzas, hicieron poner de pie a Isabel, le ordenaron vestirse, y la mandaron a la cocina con la bandeja. La desdichada muchacha caminó tambaléandose, sin parar de llorar, cosa que siguió haciendo por un buen rato en la soledad de la cocina.

Por desgracia para Mauricio, su padre tarde o temprano debía enterarse de todo esto. Cuando ello ocurrió, una semana después, el señor Valentini se enojó como pocas veces con su hijo. Lo abofeteó un par de veces y lo llamó irresponsable, imbécil, inútil y unas cuantas cosas más, él y sus amigos. Lo hubiera matado, de no ser porque madre e hija intercedieron, argumentando que, sin duda, esa negrita sinvergüenza los había provocado.

El señor Valentini se marchó, dando un portazo y maldiciendo a todo el mundo.

Porque el señor Valentini había estado barruntando que Isabel le sería mucho más útil en alguno de sus establecimientos. Tal vez en alguno de sus dos prostíbulos. O tal vez en el club "Paradise". O, por qué no, en el escenario del "Galaxy", el teatrucho de strip-tease de la calle Suipacha.

Por de pronto, como primer paso, ya había arreglado entregársela nuevita e intacta al señor Garreé, quien le había prometido una buena retribución a cambio de tal privilegio.

Pero ahora —pensó el señor Valentini echando maldiciones al cielo y pateando todo lo que encontraba a su paso—, por culpa del irresponsable de su hijo, la putita valía mucho menos...

(Continuará)