El oasis de Jufrah (7)

El malvado señor Valentini empieza a enviciar a Julia. La convierte en una muñequita para diversión de los hombres. Y la hace debutar como strip-teaser.

EL OASIS DE JUFRAH (VII)

  1. Julia en el escenario

En pleno desierto de An Nafud, Anuska e Isabel, dos bellas esclavas del Sheik Abdul Nassim Rahman, gran jeque del oasis de Jufrah, continuaban amenizando las horas en el serrallo confiándose sus recuerdos.

—Así fue como mi madre quedó a merced de ese señor Valentini, un sujeto de lo peor —contaba la morocha Isabel, con el rostro demudado—. Ahora que la tenía en sus manos, tenía planeado hacer de ella una muñequita, un juguete para su diversión... Tal vez fuera el modo de vengarse de ella, por haberlo rechazado algunos años atrás. O tal vez lo encontrara divertido, simplemente...

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—A ver... Un poquito más, así, muy bien...

Julia tosió y se atragantó.

Cómodamente sentado en el sillón de su despacho, el señor Valentini tenía a Julia desnuda, sentada en sus rodillas, como tantas veces. La sujetaba del cuello, mientras la obligaba a beber un vasito de ron. Los dos guardias observaban la escena con una sonrisa.

—No, señor, por favor... —decía Julia.

Julia nunca había bebido. El ron le hizo arder la garganta y llorar los ojos.

El señor Valentini tomó ahora una botella de vodka y volvió a llenar la copita.

—Vamos, encanto, una copita más, ja, ja. Así... así... todo...

—Por favor, señor... yo... aggghhh...

Julia se atragantó, tosió, y suplicó. El señor Valentini continuó implacable.

Al cabo de quince minutos y varias copitas de ron, vodka, cognac y un Jack Daniel's, Julia estaba mareada y completamente borracha.

El señor Valentini la hizo poner de pie y caminar por el despacho. Julia, desnuda como estaba, caminó haciendo "eses" y cruzando las piernas. Hubiera caído al piso de no haber sido porque uno de los guardias la atajó a tiempo.

El señor Valentini sonrió satisfecho a la vista de tan triste espectáculo.

—¿Alguna vez vieron a una puta con semejante pedo encima...? —dijo, muy complacido.

Los dos gorilas rieron.

El señor Valentini volvió a sentar a Julia en sus rodillas y le colocó un cigarillo en la boca.

—No, señor... No puedo... —alcanzó a decir Julia.

El señor Valentini sacó del bolsillo su encendedor de oro y encendió el cigarrillo.

—Aspira, preciosa —le ordenó el señor Valentini.

En lugar de aspirar, Julia se llevó una mano a los ojos. El humo la hacía lagrimear.

—Vamos, nena —dijo el señor Valentini, sonriendo—. Una mujer tan grande y no fuma... Pronto te va a gustar.

Desde hacía dos semanas, el señor Valentini venía repìtiendo diariamente esta rutina con Julia. La sentaba en sus rodillas y, después de divertirse un rato con la ella, le hacía beber algunos tragos de ron, coñac o lo que fuera. Y la iba acostumbrando a fumar.

Por otro lado, el desempeño de Julia en el salón había mostrando evidentes progresos.

Julia ya se había acostumbrado —o resignado— a tener que sentarse en las rodillas de los clientes, y dejar que éstos la manosearan a su antojo.

El señor Valentini la observaba complacido. La zorra se estaba convirtiendo en una perfecta puta.

Un lunes por la tarde, el señor Valentini decidió pasar a la siguente fase. La zorra ya estaba hecha una verdadera puta, viciosa como todas las de su clase. Pero todavía tenía sus momentos de rebeldía. Al señor Valentini lo exasperaban esas resistencias. Una puta debía ser sumisa y complaciente.

Ese lunes, pues, el señor Valentini sentó a Julia en sus rodillas, como siempre, y como siempre le fue quitando toda la ropa y se entretuvo manoséandola unos minutos. Tomó una botella de ginebra y la hizo beber unos cuantos tragos.

Una vez tuvo a Julia bien borracha, abrió uno de los cajones de abajo del escritorio. Sacó un pequeño cofre y lo abrió. Tomó una pequeña porción de una resina pegajosa marrón oscuro, y la amasó hasta formar una pequeña bolita. La envolvió en papel de cigarrillo y la apretó fuerte hasta hacer una bolita bien dura.

Miró a sus dos gorilas.

—Pongan a la zorra sobre el escritorio, con el culo bien abierto.

Los dos guardaespaldas pusieron a Julia boca abajo sobre el escritorio, y le separaron los glúteos.

El señor Valentini puso el índice y el pulgar de su mano izquierda a cada lado del ano de Julia, y lo abrió. Apoyó la bolita sobre la abertura y con un dedo de su mano derecha forzó la bolita dentro del ano. La empujó hacia adentro, bien profundo.

—Dentro de un par de meses esta zorra viciosa va a suplicar que le metamos una de estas bolitas en el culo —dijo satisfecho el señor Valentini.

El señor Valentini sabía de lo que hablaba. Envolver la resina en papel de cigarrillo e ingerirlo, era una de las formas predilectas de consumir el opio.

Sin embargo, solía tener un sabor muy desagradable y provocaba accesos de náuseas. Introducido en el recto, en cambio, producía los mismos efectos, y evitaba tales inconvenientes.

Además, pensó el señor Valentini, ésta era la forma correcta de administrárselo a una putita como aquélla.

Media hora después, Julia empezó a sentir los efectos del opio, sumados a los del alcohol.

El señor Valentini le hizo una seña a uno de los guardaespaldas. Éste cargó a Julia, la llevó a una de las piezas en la parte trasera del club, y la dejó tendida en una cama. Julia se quedó allí, envuelta en un gran sopor, con una semisonrisa estúpida en los labios.

Al cabo de un par de meses de este tratamiento, el señor Valentini tenía a Julia casi donde quería. De a poco, la zorra se iba convirtiendo en una opiómana perdida.

El señor Valentini decidió entonces que era hora de hacer debutar a Julia en el escenario.

En efecto, José Valentini poseía —además de un par de clubes y un prostíbulo, todo sobre la calle 25 de Mayo— un pequeño teatrucho sobre la calle Suipacha, entre las avenidas Lavalle y Corrientes.

Todas las noches, se reunía allí una nutrida concurrencia, esperando ver un buen espectáculo. Eran, principalmente, oficinistas que salían de su trabajo, obreros que salían de alguna fábrica, o albañiles que terminaban de trabajar en alguna obra en construcción. O estudiantes secundarios que salían del turno tarde.

Llegaron en el lujoso Chevrolet último modelo del señor Valentini, conducido por uno de sus guardaespaldas. Cuando Julia vio el local, se le hizo un nudo en el estómago.

Ingresaron por una entrada lateral y se dirigieron a los camarines.

Allí, por indicación del señor Valentini, una desnudista experimentada le mostró a Julia una sencilla rutina de strip-tease.

—No voy a poder aprender todo eso... —musitó Julia.

—No te preocupes, preciosa —dijo el señor Valentini, acariciándole la cola—. Al público lo único que le interesa es que te saques la ropa.

El señor Valentini fue hacia un armario y observó varios conjuntos de ropa.

—Éste te irá bien, para empezar.

Media hora después, Julia estaba a un costado del escenario, grotescamente vestida con un uniforme de colegiala. Blazer azul de estudiante, blusa blanca, corbata roja, pollera corta a cuadros, medias blancas tres cuartos y mocasines negros. Unos anteojos sin cristales, dos trenzas de niña en la cabeza, y un par de libros en el brazo, completaban su atuendo. El señor Valentini sabía que una mujer madura vestida de niña estudiante despertaría la inmediata expectativa de la concurrencia. Julia, a sus 48 años, se sentía insuperablemente ridícula así vestida.

Sobre el pequeño escenario, una muchacha no muy exuberante estaba terminando de desnudarse.

La chica concluyó su número, recogió su ropa y se retiró en medio de los aplausos y alguna que otra grosería proveniente de las filas del fondo.

Julia observaba todo esto aterrorizada, de sólo pensar que ahora tendría que hacerlo ella.

Miró al señor Valentini.

—Por favor, señor, necesito...

—Primero el trabajo —le dijo el señor Valentini, señalándole el escenario.

Deliberadamente, el señor Valentini le había retaceado en los últimos tres días su bolita de opio.

Se empezaron a escuchar los primeros compases de "La Marcha del Estudiante".

"Estudiantes, alcemos la bandera

que ilustraron los próceres de ayer,"

—Vamos nena, es tu turno —le dijo el señor Valentini, empujándola hacia el escenario.

Julia se dio vuelta.

—No puedo hacerlo, señor —dijo Julia desesperada—. Me da vergüenza...

El señor Valentini la miró con cara de pocos amigos.

—Escucháme, zorra barata —le dijo—. Estoy cansado de tus remilgos.

El señor Valentini sacó del bolsillo de su saco una esferita envuelta en papel de cigarrillo, y la puso delante de los ojos de Julia.

—¿Querés esto? —dijo, señalando el escenario—. Ganátelo ahí.

"y florezca a sus pies la primavera

del amor renovado en nuestro ser."

Julia avanzó hacia el escenario, mientras la música no paraba de sonar. La concurrrencia, como cada vez que aparecía una chica, estalló en aplausos.

Julia se quedó de pie, en medio del escenario, mirando todos aquellos rostros. En las primeras filas se veían algunos señores de traje, seguramente oficinistas o bancarios. Más atrás, algunos hombres de aspecto rudo y desaliñado. Posiblemente obreros y albañiles. En las filas del fondo, las más baratas, algunos muchachitos reían y gritaban. Estudiantes de la secundaria, sin duda. Julia quería desaparecer de allí. Su vergüenza era indescriptible. Pero su necesidad de recibir una dosis era más apremiante aun.

Cesó la "Marcha del Estudiante" y una música más sugestiva empezó a sonar. Julia miró hacia su izquierda. El señor Valentini, con una expresión amenazante, le hizo un gesto de "Vamos", y le mostró la bolita de opio.

Julia permaneció unos segundos allí de pie, intentando recordar la rutina.

—¡Dale, negra! —se oyó desde una de las filas del fondo. Los compañeros de clase del atorrante que había gritado, lo secundaron con carcajadas.

Con lágrimas en los ojos, Julia fue hacia una banqueta dispuesta detrás de ella, y allí dejó los libros.

Oyó un "¡Psttt..!" desde su derecha. La strip-teaser que le había enseñado la rutina, le hizo señas de que se moviera un poco, al compás de la música. Julia intentó hacerlo, con mucha torpeza. Se quitó los anteojos y los dejó sobre los libros.

Finalmente, se volvió hacia el público, y lentamente llevó las manos al primer botón del blazer azul, y lo desprendió. El público estalló en aplausos. Julia siguió con los otros dos botones.

Por fin se quitó el blazer, la primera prenda, y la dejó caer. Lo hizo sin ninguna graca. Se oyeron algunos silbidos.

Empezó a quitarse la pequeña corbata roja, ajustada al cuello con un elástico.

Volvió a oír un chistido desde el costado del escenario. La strip-teaser nuevamente le hacía señas de que bailara, de que se moviera.

Intentó moverse al compás de la música mientras se quitaba la corbata por encima de la cabeza.

Empezó a desabotonarse la blusa. Llegó al último botón y empezó a quitársela. El público aplaudió.

De pronto, cuando ya estaba con los hombros y todo el torso al descubierto, dejando ver un bonito corpiño blanco de encaje, Julia tuvo que detenerse.

Había olvidado desprender los botones de los puños. En medio de algunos silbidos, tuvo que volver a ponerse la blusa y desabotonar los puños. Por fin pudo continuar. La blusa fue a parar al suelo yJulia quedó sólo con el corpiño blanco.

Ni falta hace decir que su manera de quitarse la blusa y dejarla caer había sido absolutamente torpe, carente por completo de gracia.

Sin embargo, a pesar que el espectáculo que estaba dando Julia era increíblemente falto de sensualidad, no se oían ni silbidos ni abucheos. El público había empezado a seguir las alternativas con suma atención.

Todos los espectadores habían captado la situación; y la encontraban por demás interesante. Una pobre mujer, ya madura, estaba haciendo allí su primer strip-tease. A esta altura de su vida... Vaya a saber uno por qué apremiante necesidad se había visto obligada a tomar ese trabajo. Era absolutamente excitante...

Julia se llevó la mano a la cintura, buscando ahora el cierre de la pollerita a cuadros. No lo encontraba. Como si esto no fuera suficiente, desde el costado del escenario, la mujer le recordaba que debía bailar mientras se desnudaba. Julia empezó a moverse un poco.

Pero seguía sin encontrar el cierre.

Por fin, desde la quinta fila, algún habitué que había visto esa rutina antes, le gritó:

—¡El cierre está atrás, burra!

Hubo carcajadas de toda la concurencia.

Julia se llevó las manos a la espalda y encontró el cierre. Lo bajó e intentó hacer deslizar la pollera hacia abajo. ¡No bajaba!

—¡Dale, negra, hace una hora que estamos esperando!

Otra oleada de carcajadas.

Julia, que hacía lo imposible para no llorar, insitía con la pollerita. ¿Por qué no bajaba? Tironeó y tironeó. Al final se dio cuenta. ¡Estaba tan nerviosa que había olvidado desprender el botón, en lo alto del cierre! Lo había hecho durante toda su vida, diariamente, con tantas polleras que había tenido. Ahora lo había olvidado por completo... Desprendió el botón y la pollerita cayó al suelo.

Bueh, por fin, pareció pensar el público, que estalló en aplausos y carcajadas. Julia se quedó allí, delante de todos esos hombres de todas las edades, con los ojos vidriosos, en corpiño y bombacha.

Julia se agachó ahora para quitarse los mocasines. Desde el costado del escenario, la strip-teaser, agarrándose la cabeza, le recordó que debía hacerlo sentada en la banqueta.

Julia fue hacia la banqueta, hizo a un costado los libros y los anteojos, y se sentó torpemente. Con no menor torpeza y falta de gracia, se quitó un mocasín y luego el otro. Los dejó a un costado, juntos, como si estuviera en su casa. Porque Julia siempre había sido muy ordenada. Pero era un strip-tease; y estaba resultando francamente desastroso...

Julia empezó a sacarse las medias tres cuartos.

Esto, sorprendentemente, lo hizo bastante bien. Tomó el borde del calcetín en lo alto de la pantorrilla y lo fue bajando. Siguió tirando hacia abajo, lentamente, hasta que el calcetín se salió del todo y quedó enganchado en el dedo gordo. Con un último tirón, el calcetín se desprendió.

El público, que se estaba divirtiendo a mares con la torpeza de aquella mujer madura, que hacía su primer strip-tease, premió con un aplauso lo primero que había hecho bien.

Lamentablemente, Julia arruinó todo preocupándose por colocar el calcetín dentro del mocasín correspondiente... Porque Julia, tal cual lo dicho, siempre había sido muy ordenada...

Con la misma pericia, se quitó muy lentamente el otro calcetín, recibiendo un nuevo aplauso.

Julia, ni falta hace decirlo, no hacía todo tan lentamente porque se lo propusiera, sino porque intentaba retrasar el momento final. Ahora venía lo que tanto había estado temiendo. Sólo le quedaban el corpiño y la bombacha...

Azuzada por el implacable señor Valentini, que continuaba observando a un costado del escenario, Julia se levantó de la banqueta y caminó hacia el centro del tablado. Se quedó allí, sin decidirse a nada. El público empezó a silbar.

Apremiada por los silbidos y los abucheos, además de las amenazas del señor Valentini, Julia finalmente llevó las dos manos hacia sus hombros. Se bajó un bretel, y luego el otro.

"¡Psttt...!", oyó desde su izquierda. La strip-teaser le recordó con una seña, que debía desprenderse primero la parte de atrás del corpiño.

Julia se volvió a subir los breteles. Tal vuelta atrás despertó algunas risas entre los espectadores. Se llevó ambas manos a la espalda y, con manos que cada vez le respondían menos, desprendió el ganchillo. El corpiño se aflojó y quedó cogando de los breteles.

Ahora el público estaba en silencio, esperando ver esos pechos que ya se adivinaban exuberantes.

Julia apretó el corpiño contra sus senos y con la otra mano descorrió un bretel. Cambió de mano, sujetó el corpiño, y deslizó el otro bretel.

La strip-teaser quedó admirada. Esa parte la había hecho como correspondía, prolongando el suspenso.

Por supuesto, Julia lo había hecho instintivamente, sin darse cuenta, intentando solamente retrasar lo más posible un momento que no podría soportar.

Por enésima vez la strip-teaser le recordó que debía moverse al compás de la música. Julia empezó a bailar torpemente, mientras sostenía el corpiño bien apretado contra sus pechos.

Al principio la concurrencia festejó ese momento. Pero pasaron un par de minutos, luego tres, luego cuatro, y Julia no hacía otra cosa que bailar torpemente y mantener bien apretado el corpiño contra sus senos..

Alguien desde la sexta fila gritó a voz en cuello:

—¡Dale, negra, mostrá las tetas de una vez!

Hubo carcajadas generales y señales de apoyo a esta propuesta...

Casi a punto de echarse a llorar, Julia empezó a alejar las manos de su torso. El corpiño, finalmente, se deslizó hacia abajo y cayó al piso.

El corpiño aún no había llegado al suelo, y Julia ya se había cubierto los enormes pechos con las dos manos. Lo había hecho instintivamente, por supuesto. Sin embargo, esto también correspondía a la mejor tradición del strip-tease. Julia siguió bailando, con las manos cubiendo sus pechos, prolongando el suspenso.

Ahora debía quitarse la bombacha.

Si hubiera tenido al menos una pequeña tanguita debajo, hubiera correspondido quitarse primero la bombacha y dejar los pechos como plato final. Pero el señor Valentini se jactaba de que en sus espectáculos, el desnudo era total. Siendo así, la última prenda debía ser la bombacha.

Instintivamente, Julia cruzó un brazo sobre sus dos pechos. Llevó la mano libre a su cintura y empezó a bajar el borde de la bombacha.

"¡Psttt...!" oyó Julia nuevamente. La strip-teaser le hizo un gesto de que debía usar las dos manos...

Julia, casi llorando, bajó el brazo que le cubría los pechos. Se suponía que debía hacrlo con cierta gracia, con cierta sensualidad. Pero Julia no estaba para esos detalles.

Igualmente, cuando la concurrencia pudo por fin admirar los pechos de Julia —grandes, redondos, con llamativos pezones y grandes areolas— hubo un momento de silencio... y luego estalló en aplausos y exclamaciones.

—¡Qué tetas, mamita!

—Qué talle usás, ciento cincuenta?

—¡Ja, ja, ja...!

Julia empezó a llorar de vergüenza, mientras a sus oídos llegaban toda clase de groserías.

Despùés de un par de minutos, la concurrencia empezó a silenciarse. Julia se llevó ambas manos a la cintura y siguió tirando de la bombacha hacia abajo.

La strip-teaser volvió a chistarle, y le recordó que debía darse vuelta y agacharse, sacando bien la cola hacia afuera.

Apretando los dientes para no llorar, sintiéndose indeciblemente humillada, Julia se puso de espaldas al público, se agachó y sacó la cola hacia afuera. Y con manos temblorosas, que no le respondían, continuó bajándose la bombacha.

Al final la bombacha cayó al piso, mientras el público estallaba en aplausos y algunas groserías inevitables. Así, con su trasero expuesto a los ojos de toda la concurrencia, Julia se quedó un instante agachada, llorando sin poder evitarlo ni disimularlo.

Por fin se enderezó y se dio la vuelta, quedando de frente al público, completamente desnuda, sintiendo una vergüenza como nunca había sentido en su vida. Un rictus se dibujó en su rostro, y de a poco empezó a llorar. Ni siquiera atinaba ahora a cubrirse el pubis o los pechos, tal su estado de shock.

Y entonces el público reaccionó. Los de las filas de adelante la aplaudieron. Los de las filas del medio reían y comentaban entre ellos. Y los jovencitos atorrantes de las filas del fondo, hacían barullo mientras gritaban toda clase de guarangadas.

Treinta segundos después, Julia empezó a salir de su estado de conmoción. Miró a todos esos hombres, se llevó las manos a la cara... y rompió a llorar.

Por fin pudo controlar su ataque de llanto, y empezó a recoger toda su ropa, todo lo que daban sus manos. Con el bulto de ropas se cubrió como pudo y salió corriendo de allí. Hubo muchas carcajadas de todos los espectadores, mientras veían a esa mujer madura, pero tan inexperta, literalmente huyendo del escenario.

Julia corrió hacia el camarín, se refugió en un rincón, y allí rompió nuevamente a llorar.

Algunas de las otras chicas se acercaron e intentaron consolarla. Todas ellas habían pasado por ese terrible trance, el de su primer strip-tease.

El señor Valentini entró al camarín, saludó a las chicas y tomó a Julia del brazo.

Al ver al señor Valentini, Julia recordó lo más apremiante para ella en ese momento.

—Señor, por favor, necesito...

El señor Valentini la tomó del brazo, la sacó del camarín así desnuda como estaba, y la llevó a su despacho (el señor Valentini tenía, obviamente, un despacho en cada uno de sus cuatro locales).

Allí tomó una bolita de opio y le ordenó a Julia echarse sobre el sofá boca abajo, levantar la cola y separarse los glúteos. Julia obedeció de inmediato. El señor Valentini colocó la bolita a la entrada del recto y la empujó hacia adentro.

A partir de allí, la vida de Julia empezó a transcurrir rutinariamente entre el club nocturno de la calle 25 de Mayo, el teatrucho de la calle Suipacha, y los dos despachos del señor Valentini.

Los miércoles, viernes y sábado, el señor Valentini la quería en el local de strip-tease, donde el público se divertía a mares con aquella zorra madura de grandes tetas, vestida de colegiala.

Los lunes, martes, jueves y domingos, Julia continuaba como cigarrera y alternadora en el cabaret, donde los clientes le tocaban la cola y le compraban alguna chuchería. O la sentaban en sus rodillas, le estrujaban los pechos, le quitaban las estrellitas y le retorcían los pezones.

Algunos de ellos, como el señor Garreé (el viejo aquél, que la había manoseado en su primera noche en el local), hablaban con Valentini y se la llevaban a una de las piezas del fondo.

Al señor Garreé, en especial, le producían mucho morbo las putas maduras reventadas. Una vez la tenía en la pieza, hacía con ella lo que se solía hacer con las putitas baratas como aquélla. El señor Garreé se divertía pellizcándole los pechos y los pezones, abofeteándola en la cara para hacerla llorar un poquito, o sentándola en sus rodillas y dándole palmotazos en la cola hasta dejárselo del color del tomate. Y, por supuesto, dándole leche por todos los agujeros, a la zorra...

Julia cada vez encontraba más natural todo esto. Le costaba recordar alguna época en que su vida hubiera sido distinta.

Como estaba siempre necesitada de opio, encontraba un alivio en la bebida y el cigarrillo.

Con gran satisfacción del señor Valentini, Julia cada vez era menos una persona y más una simple muñequita, un juguete para diversión de los hombres. Rara vez estaba lúcida, el señor Valentini la tenía por fin como había querido.

Julia solía pasar su tiempo libre en el despacho del señor Valentini, sentada o echada en el sofá, desnuda o semidesnuda, siempre a disposición de su patrón.

Cada vez que necesitaba su dosis, Julia empezaba a lloriquear. Se tendía de espaldas, se levantaba la pollera, se bajaba la bombacha y separaba bien las piernas. Y miraba a los hombres que estuvieran allí en ese momento, esperando que alguno de ellos, el señor Valentini o alguno de sus gorilas o quien fuera, la poseyera. Si ello no ocurría, Julia tenía una crisis de llanto. Si alguno de los hombres la hacía suya, Julia esperaba recibir su premio. De inmediato se ponía boca abajo y levantaba bien alto la cola, separándose ambos glúteos. El hombre —o los hombres— que la hubieran gozado, sacaban del cofrecito la consabida bolita de opio y se la introducían en el ano. Julia recuperaba la paz, y dejaba de lloriquear...

A eso la había reducido el señor Valentini...

Al señor Valentini le gustaba mostrarla así a los invitados que tuviera en su despacho.

—Qué tiene que hacer la putita para que le den su bolita...? —decía el señor Valentini.

Julia, sin dudar, se levantaba la pollera, se bajaba la bombacha y separaba las piernas todo lo que pudiera.

Los hombres reían mucho, viendo a semejante putita enviciada.

A veces sonaba el teléfono y el señor Valentini debía atender los pedidos de su clientes, que le solicitaban mujeres. Julia miraba estas escenas con su habitual expresión algo perdida, tendida en el sofá, entre los vahos del alcohol y el opio.

—¡Pero señor Iñíguez, es sábado a la tarde! ¿De dónde saco tres putas? —decía el señor Valentini, echando una mirada a Julia—. Acá tengo una. Voy a ver si le consigo las otras dos.

A Julia le parecía natural ser tratada de esta manera. Se había acostumbrado a ser una puta, no una mujer.

Tendida en el sofá del despacho del señor Valentini, entre los vahos del opio y el alcohol, a veces Julia conseguía recordar a su hija Isabel. Y se preguntaba, con tristeza, cómo la estarían tratando en casa del señor Valentini, donde estaba colocada como sirvienta.

(Continuará)