El oasis de Jufrah (6)

Isabel empieza a contar su propia historia. Cómo su madre Julia,a los 48 años, acorralada por las deudas que le dejó su marido, debió emplearse en un cabaret.

EL OASIS DE JUFRAH (VI)

  1. Julia

En el paradisíaco oasis de Jufrah, en pleno desierto de An Nafud, al noroeste de la Arabia Saudí, Anuska e Isabel continuaban intercambiando recuerdos. Una buena manera de amenizar las aburridas horas en el serrallo.

—Nací en 1908 en San Salvador, la capital de un pequeño país de Centroamérica —dijo la bonita trigueña Isabel—. Por desgracia, mi padre murió cuando yo tenía nueve años. Se llamaba Francisco Morales, y guardo un cálido recuerdo de él. Tres años después, mi madre Julia se volvió a casar. Su nuevo marido era un argentino, Carlos Gorrochea, que estaba de paso por El Salvador, por razones de trabajo. Enseguida viajamos los tres a Buenos Aires. La felicidad duró lo que dura un tango. Mi padrastro resultó ser un jugador empedernido. Empezaron las discusiones por la falta de dinero, que le costaron varias palizas a mi pobre madre. Un día, yo contaba dieciséis años, nos llegó la noticia de que mi padrastro había sido hallado muerto, atropellado en las vías, en estado de ebriedad. Para mi madre no fue una noticia demasiado terrible. El amor se había extinguido hacía mucho tiempo. Pero lo peor sobrevino después.

......................................................................................

Julia oyó que llamaban a la puerta. La abrió y se encontró frente a un hombre de bigotes, cuyo grueso rostro, semejante al de un bull-dog, le resultó conocido.

—Buenas tardes, señora de Gorrochea —dijo el hombre, de impecable traje gris, con el típico acento porteño—. A lo mejor me recuerda. Soy José Valentini, un amigo de su difunto marido.

Julia lo recordaba bien. Un amigote que su esposo había traído a cenar en un varias de oportunidades. Desde aquel primer encuentro, el hombre nunca le había agradado. Julia recordaba cómo la había mirado, y cómo había clavado la mirada en sus senos durante toda la cena, sin el menor disimulo.

Incluso, había tenido la osadía de aparecerse por allí un par de veces, en ausencia de su marido. Julia lo había rechazado enérgicamente, y el hombre se había marchado echando maldiciones y llamándola zorra. Cómo no recordarlo...

El señor Valentini ingresó en la vivienda antes que Julia lo invitara a pasar, y se sentó en el destartalado sofá como si fuera su propia casa. Un hombre acostumbrado a sentirse dueño de la situación. Dejó una pequeña maleta a un costado, se quitó el sombrero y se desabotonó el saco, de excelente confección.

Julia se sentó en el sofá, con cierta aprensión.

—Lamento molestarla en estas circunstancias, señora, pero hay un asunto importante que quedó pendiente entre su difunto marido y yo, y que tenemos que solucionar ahora mismo.

El señor Valentini prendió un cigarro.

—Su marido era un buen hombre, señora —dijo, observando el humo un instante—. Pero ambos sabemos que tenía un pequeño vicio. O sea, para no andar con rodeos, el juego.

Julia lo miraba sin pronunciar palabra, preguntándose qué se traía entre manos aquel hombre...

—A lo largo de estos cuatro años —continuó el señor Valentini—, su marido me solicitó en varias oportunidades que le facilitara distintas sumas de dinero, con la promesa de devolvérmelo en cuanto le fuera posible.

El hombre metió la mano en el bolsillo interior de su saco.

—¿Sabe lo que es esto? —dijo el señor Valentini, mostrando a Julia una hoja apaisada de tonalidad verdosa—. Es un documento, señora, un pagaré. Como podrá apreciar, tiene la firma de su marido.

Julia miraba el documento sin entender demasiado.

—Este documento dice que su marido me debía, a ver, mmm... —el hombre miró la hoja—. Ciento treinta y tres pesos, señora. Suma que, como usted comprenderá, necesito cobrar...

Julia fue hasta un desvencijado armario, sacó un pequeño cofre y regresó al sofá. Eligió algunos billetes e hizo el gesto de entregárselos al señor Valentini.

El señor Valentini sonrió.

—Creo que no me entendió, señora. No es éste solo.

El hombre tomó la pequeña maleta y la abrió. Estaba llena hasta el tope de papeles apaisados de tonalidad verdosa.

—Lo que está viendo es lo que su esposo me adeudaba —dijo el hombre—. Si revisa estos pagarés, va a comprobar que todos llevan la firma de su marido. Y si confía en mí, le voy a decir que la suma total de todos estos documentos es una considerable cantidad de dinero. Dinero que ahora, por ley, me adeuda usted, en calidad de viuda. Y que por determinadas razones, señora, necesito cobrar lo antes posible.

Julia estaba anonadada. Sabía que su marido había contraído deudas para solventar su adicción al juego, pero no sospechaba que había llegado a semejante extremo. Intentó mantener la compostura.

—Señor Valentini, he decidido regresar a mi país, El Salvador. Ya nada me retiene acá. Pondré en venta esta casa. Es vieja y pequeña, y está muy deteriorada, pero seguramente alcanzará para pagar el dinero que mi esposo le adeudaba.

—Me temo que eso no va a ser posible, señora —respondió el hombre, ante la sorpresa de Julia—. No sé si lo sabe, pero entre las cosas que su pobre marido llegó a hacer para conseguir dinero, estuvo el hipotecar esta propiedad. Seguramente le habrán llegado algunos avisos de Rentas Públicas. No sé si los leyó. Esta propiedad va a ir a remate en treinta días.

El señor Valentini dio una pitada a su cigarro.

—Para ser claro, señora, usted ya no es dueña de esta casa.

Julia estaba conmocionada.

—A menos que disponga de alguna otra fuente de dinero, señora de Gorrochea, se le va a hacer sumamente difícil abonar lo que me adeuda. En esas condiciones no creo que pueda siquiera abandonar el país.

Julia miraba al hombre sin poder articular palabra.

—Si hago la denuncia ahora mismo, su situación va a ser muy comprometida, señora. De acuerdo a las leyes argentinas, va a estar a un paso de ir a la cárcel. Y si eso ocurre, su hija, siendo menor de edad y sin parientes cercanos, va a ser enviada a un orfanato, o tomada en adopción por alguna familia. Y créame, señora —dijo el señor Valentini con una sonrisa—, tengo muy buenos abogados. Sus posibilidades de esquivar esta situación son muy pequeñas, por no decir nulas.

Julia miró al hombre y empezó a hacer pucheros.

—Sin embargo, como tampoco está en mi voluntad destruir una familia, y menos una tan encantadora como ésta, estuve pensado en una solución que a lo mejor debería considerar —dijo el señor Valentini, ablandando un tanto la expresión de su rostro—. Usted, e incluso su hija, podrían trabajar para mí, es decir, saldar esta deuda con trabajo. Yo les daría todas las facilidades para poder hacerlo.

Julia empezó a sentirse más animada. Tal vez el señor Valentini no fuera tan mala persona, en situaciones tan extremas como ésta...

Pero lo que escuchó a continuación, empezó a preocuparla.

—Soy dueño de una pequeña cadena de centros de diversión nocturna, tal vez ya lo sepa. Su difunto esposo solía frecuentar mis locales. Tal vez podamos encontrar algún puesto para usted. E incluso, por qué no, para su encantadora hija, Isabel.

El hombre miró a Julia de pies a cabeza, y finalmente clavó la mirada en sus senos. Muy malos recuerdos volvieron a la mente de Julia.

—Claro, tropezamos con una dificultad —continuó el señor Valentini, con una sonrisa que intentó ser amable—. Usted ya no es tan joven, si me permite el comentario.

Julia lo sabía. Tenía 48 años.

—Por otro lado, su hija todavía es menor de edad. Como hombre respetuoso de la ley, que siempre he sido, no puedo tomarla para ningún tipo de trabajo en mis locales.

El señor Valentini encontró un cenicero y le dió unos golpecitos a su cigarro.

—Sin embargo, hace un mes mi querida esposa se quedó sin la mucama, una buena señora que trabajó para nosotros durante mucho tiempo. Es posible que su hija pueda realizar ese trabajo.

El hombre la miró ahora con una amplia sonrisa, que Julia no encontró tan amable.

—En cuanto a usted, seguramente voy a poder encontrarle un puesto adecuado en alguno de mis locales. Usted es una bella señora, y por lo que puedo observar, se mantuvo en buena forma hasta el día de hoy, además de tener el tipo de atributos que suele necesitarse para este tipo de actividad...

Tal comentario hizo que Julia se sonrojara y bajara la vista. El señor Valentini aplastó el cigarro en el cenicero.

—En fin, piénselo, señora de Gorrochea.

El señor Valentini se puso de pie y apoyó una mano en el hombro de Julia. Ésta sintió un inmediato rechazo ante el contacto con aquel hombre.

El señor Valentini tomó la maleta y se colocó el sombrero.

—Pero créame —dijo, mientras abría la puerta de salida—, sus opciones no son muchas. Si decide aceptar mi propuesta, llámeme a este número. Si en cuarenta y ocho horas no recibo una respuesta, voy a tener que iniciar una demanda. Buenas noches, señora de Gorrochea.

Julia despidió al hombre y cerró la puerta. Caminó en estado de shock hasta el deshilachado sofá y se sentó. ¿Qué iba a hacer? Ella siempre había sido esposa y madre. Poco y nada entendía de leyes y abogados, pagarés e hipotecas.

Levantó la cabeza, echó una mirada a la ruinosa habitación, hundió la cara entre las manos... y rompió a llorar.

.....................................................................................

Faltaban cinco minutos para las seis de la tarde. Era la primera vez que Julia caminaba por esa zona de Buenos Aires, cercana al puerto. Un tramo de nueve o diez cuadras de la calle 25 de Mayo, muy conocidas por sus pequeños locales nocturnos: la tristemente famosa "calle de los cabarets". Conforme iba viendo los distintos locales, algunos de apariencia bastante sórdida, sintió ganas de alejarse de allí. Algunas de las empleadas, apostadas a la entrada de los locales, la miraban pasar.

Se detuvo frente a uno de ellos y miró el papel con la dirección que el señor Valentini le había dado esa mañana por teléfono. Del interior del local salía música de tango. Se armó de valor y entró. Aún estaba vacío. Dijo su nombre a un empleado, el cual le señaló una puerta al final de un pasillo. Julia caminó aprensivamente por el angosto corredor y golpeó a la puerta, la que se abrió casi de inmdiato. Una chica, muy aligerada de ropas, con un cigarrillo en la mano, la hizo pasar.

El señor Valentini hablaba por teléfono, sentado detrás de su escritorio. Había dos hombres jóvenes, con aspecto de guardaespaldas, los cuales miraron a Julia con una sonrisa en los labios. Julia sintió que el rubor le subía a la cara. Evidentemente, el señor Valentini los había puesto al tanto de los hechos. Sobre un lujoso sofá, la muchacha que le había franqueado la entrada, terminaba ahora su cigarrillo, sin disimular su aburrimiento.

—Hacéte humo, nena —le dijo el señor Valentini a la chica, una vez hubo colgado el teléfono.

La joven se levantó indolentemente del sofá, aplastó el cigarrillo en el cenicero, y salió de la habitación. El señor Valentini se acercó a Julia y con un brazo le rodeó la cintura.

—Hola, encanto, me alegra saber que tomaste la decisión correcta —le dijo, llevándola de la cintura hasta el centro de la habitación.

Julia notó que el señor Valentini ahora la tuteaba. Sintió que no podía esperar nada bueno. Ahora que la tenía en sus manos, el hombre empezaba a tomarse algunas libertades.

—Lo primero que debemos hacer es comprobar que estés en condiciones de trabajar para mí —le dijo el señor Valentini, alejándose un poco para observarla mejor.

Julia apelaba a toda su fuerza de voluntad para no salir corriendo. ¿Qué estaba haciendo ella en un lugar como ése...?

—Es cierto que ya estás un tanto madurita para el gusto de la mayoría de los hombres —continuó el señor Valentini—, pero nunca es tarde para empezar. Con buen culo y buenas tetas, todo es posible.

Uno de los guardaespaldas soltó una risita.

Julia apretó los dientes intentando no llorar. La estaban tratando como si fuera...

—Bien, a ver lo que tiene la señora —dijo finalmente el señor Valentini, con una leve sonrisa.

Fue por detrás de Julia y le levantó la pollera. La tomó tan por sorpresa que Julia casi pegó un salto. Pero continuó allí; no tenía elección. El señor Valentini fue haciendo a un lado los bordes de la bombacha, hasta que las nalgas de Julia quedaron totalmente al descubierto.

Julia no podía creer que eso estuviera ocurriendo. Cerró los ojos, como si con ello pudiera desaparecer de allí. Los dos guardaespaldas miraban, sentados en el borde del escritorio, con los brazos cruzados. El señor Valentini miró el redondo trasero y colocó una mano a veinte centímetros de la superficie del glúteo derecho.

¡Paf! ¡Paf! Julia sintió la manaza del señor Valentini estrellarse contra su nalga desnuda, y pegó un gritito.

—Mmmm... Un tanto fláccidos —dijo el hombre, arrugando levemente su cara de bull-dog—. A los clientes les gusta la carne firme...

Con toda su mano tomó una buena porción de los glúteos de Julia y apretó varías veces para probar su consistencia.

—Mmmm..., no tan mal, dentro de todo —dijo el señor Valentini—. Bien, creo que voy a poder encontrar algo que puedas hacer...

El hombre rubricó su frase con un sonoro palmotazo al trasero de Julia.

—Bien, a ver lo que falta...

El señor Valentini se puso frente a Julia y comenzó a desabotonarle la blusa. Julia cerró los ojos y apretó los dientes. Pensó en su hija, Isabel; si la viera en ese momento... Y en Francisco, su primer marido, el padre de Isabel...

El señor Valentini tiró distraídamente la blusa sobre el sofá y puso sus manos sobre los hombros de Julia. Enganchó un pulgar en cada bretel del corpiño y los deslizó hacia los lados. Los fue bajando lentamente por los brazos de Julia, que hacía un titánico esfuerzo por no romper a llorar... Llegó hasta los costados del corpiño y siguió tirando hacia abajo. Julia quedó con los senos al aire y el corpiño arrollado a la cintura.

Uno de los guardaespaldas soltó un silbido. Los pechos de Julia, de formas generosas, con prominentes pezones rodeados de grandes areolas pardo oscuro, no podían no llamar la atención.

Instintivamente, Julia se cubrió los pechos con ambos brazos. El señor Valentini se los apartó de un manotón, y se quedó observando.

El señor Valentini suspiró. Considerando edad y volumen, pensó, la zorra las tenía bastante firmes. Muchas mujeres diez o quince años más jóvenes quisieran tenerlas así...

Puso una mano debajo de cada pecho, y los hizo subir y bajar. Cerró sus manos sobre cada uno como si fueran garras, y los estrujó varias veces. Algo blandos, pero nada mal para una mujer de casi cincuenta años...

Tomó los pezones entre el índice y el pulgar de cada mano y estuvo un rato apretándolos y dando tironcitos. Observó cómo se hinchaban.

Acto seguido, el señor Valentini puso las manos a los costados de la cintura de la atribulada Julia, y empujó la pollera hacia abajo, arrastrando también el corpiño. Las dos prendas quedaron formando un revoltijo a los pies de Julia, que empezó a sollozar.

El señor Valentini continuó implacable. Tomó los bordes de la bombacha y la bajó de un tirón. La bombacha cayó al piso, y quedó amontonada junto a la pollera y el corpiño.

Julia hizo un amague de cubrirse el pubis. De un manotón, el señor Valentini le hizo apartar las manos.

El señor Valentini se alejó para observar. Con un grueso dedo índice señaló el pubis de Julia.

—Mmmm... Esa pelambre no debe estar ahí.

El señor Valentini sonrió.

—Bien, creo que voy a poder darte algún puesto en este local... —dijo satisfecho—. Una bataclana madura no deja de tener su atractivo...

Julia había aprendido que en Argentina se llamaba "bataclana" a cierta clase de artista de cabaret, no muy importante; un poco bailarina, un poco alternadora, y un poco vaya a saber uno qué... La palabra le sonó espantosa. Ella, Julia, una bataclana....

El señor Valentini hizo un gesto a los dos guardaespaldas, y estos abandonaron la sala.

Allí mismo tomó de la cintura a Julia y la llevó hasta el sofá. Ahora sólo llevaba unas medias de nylon y los zapatos. La sentó en sus rodillas, y empezó a toquetearla y a decirle cosas al oído.

Julia, en el límite de su resistencia, sentía una mezcla de repugnancia y humillación difíciles de describir.

—Yo sabía que algún día te iba a tener así, zorrita... —le decía el señor Valentini, echándole el aliento a cigarro en la oreja—. El cornudo de tu marido, ja... Cuántas veces le habrás metido los cuernos...

El señor Valentini le estrujaba los pechos, le metía la mano entre las piernas, subía por allí dentro lentamente hasta alcanzar el pubis, hurgaba en la vulva, mientras le seguía musitando cosas al oído.

—¿O nadie te cogió bien, en estos últimos años...? Si hubieras agarrado viaje conmigo, aquélla vez, je... Pero bueno, nunca es tarde...

Mientras esto decía, las manos del señor Valentini no paraban de moverse inquietamente por todos los lugares imaginables. Una mano se hundía bien adentro en la entrepierna, dos deditos recorrían los labios de la vulva, otro dedito masajeaba el clítoris, un dedo más osado buscaba la entrada a la vagina, o se hundía más abajo y más adentro buscando el otro agujerito. Julia seguía llorando, mientras los mostachos del señor Vaentini continuaban haciéndole cosquillas en la oreja.

De pronto, el señor Valentini miró el reloj de pared. Se puso de pie, dejando a Julia a un costado.

—Bueno, nena, hora de laburar —dijo, obligando a Julia a ponerse de pie—. La obligación está antes que el placer, ya tendremos tiempo más tarde de pasar un rato agradable, je. Andá a la pieza que está al fondo del pasillo. Ahí las chicas te van a decir lo que tenés que hacer. Decíles que te preparen para atender mesas.

......................................................................................

Julia recorrió el pasillo sintiendo una bola en el estómago. Llevaba puesto un breve uniforme de bataclana, de satén rojo drapeado, el cual dejaba todo su busto y toda su cola al descubierto. Tenía los senos al aire, indecentemente expuestos a todas la miradas, con sólo dos estrellitas plateadas pegadas sobre los pezones. Eran tan pequeñas que no acanzaban a cubrir sus grandes areolas. Un par de medias red y unos zapatos rojos de tacón alto, completaban su minúscula vestimenta. Estaba escandalosamente maquillada, con amplias pestañas postizas, verde turquesa en los párpados, gruesos manchones carmín en las mejillas y los labios pintados de rojo furioso.

Quince minutos antes, en la piecita del fondo, dos de la chicas, Margot y Mireya —algo "viejitas", bastante amables ambas—, la habían ayudado con su uniforme de trabajo y el maquillaje. Le habían elogiado y envidiado los pechos, y se los habían mirado y tocado, bastante sorprendidas... ¿Tenía ella algún método para tener esas tetas así, tan firmes...? Una vez vestida y maquillada, Julia se había mirado en el espejo... y había estado a punto de desmayarse.

Julia llegó al final del corredor y se asomó al gran salón; y otra vez deseó morir.

En una pequeña pista de baile, varios clientes bailaban, o algo así, con algunas de las chicas del local, todas bastante desnudas. Había mesas repartidas por toda la peiferia de la pista. Algunos hombres charlaban y bebían en las mesas. En la mayoria de ellas había una o más chicas. A un costado de la pista había un largo mostrador, con dos empleados sirviendo copas. En un extrremo del mostrador, una vitrola a todo volumen tocaba tangos y milongas.

Algunas de las chicas no eran tan jóvenes. Tal vez tuvieran ya la edad de Julia. Claro, con muchos años más de experiencia. Todas estaban provistas de bastantes redondeces, lo que les había permitido permanecer en el oficio.

—Vamos, ¿qué esperás?

Julia se dio vuelta, y se encontró con uno de los guardaespaldas del señor Valentini. Lo miró con ojos suplicantes.

—No creo que pueda hacerlo, señor... Yo...

—A mí no tenés que explicarme nada, muñeca —dijo el guardaespaldas, inmutable—. Explicáselo a Valentini...

—¿Qué carajo pasa, acá...?

El señor Valentini acababa de aparecer. Miró a Julia.

—¿Qué esperás para salir...? —dijo, mirando a Julia, con su cara de bull-dog y el ceño fruncido.

Con ojos vidriosos, Julia empezó a balbucear algunas palabras, poco claras.

—Dejáte de boludeces, ¿querés? —fue todo lo que dijo el señor Valentini.

Y de un empujón, la hizo ingresar al salón.

......................................................................................

Hacía dos horas, o algo más, que Julia se paseaba entre las mesas. Por ser el primer día, le habían asignado algo sencillo. Julia recorría las mesas con una gran caja, tipo bandeja, sostenida con una correa al cuello. Podía verse alli toda clase de chucherías. Cigarrillos, fósforos, golosinas, incluso preservativos. En ese par de horas, a Julia le habían tocado la cola tres o cuatro veces... cada cinco minutos.

A cada rato la llamaban desde alguna mesa. Por lo general le compraban alguna tontería, un paquete de cigarrillos, algún chocolate... Pero sobre todo, le tocaban la cola, le pasaban un dedo por la raya, o una mano por la cara interior de los muslos, etc, etc...

En una de las mesas, unos jovencitos con uniformes de estudiantes acababan de sentarse y miraban a cada chica del local que pasara cerca. Recién salidos del colegio, turno tarde, los mocosos estaban exultantes y un tanto pasados de vueltas.

Claro, era viernes, día de darse una vuelta por los cabarets de 25 de Mayo...

Julia vio que desde aquella mesa la llamaban. Se acercó con algo de temor y saludó a los alegres muchachitos, cinco mocosos atorrantes que hubieran podido ser sus hijos... No había terminado de arrimarse a la mesa, cuando sintió la primera mano recorriéndole la cola.

Mientras le preguntaban qué cosas tenía para vender, uno de los muchachos metió una mano en la bandeja y empezó a elegir chocolates. Los pechos desnudos de Julia estaban allí, a escasos veinte centimetros...

De pronto la mano saltó como un rayo de la bandeja, y aprisionó el seno izquierdo de Julia. Ésta pegó un salto. La bandeja se sacudió en todas direcciones y todo su contenido fue a parar al piso.

—Che, pobre mina —dijo uno de ellos—. Juanjo, mirá que sos turro...

Maldiciendo para sus adentros al sinvergüenza, Julia se agachó a poner todas las chucherías en la bandeja. Sentía una pena infinita por sí misma...

Iba a ponerse de pie, cuando notó que su pezón izquierdo estaba al aire. ¡El manotazo del chico le había hecho saltar la estrellita! Julia tuvo ganas de echarse a llorar como una criatura. No podía sentirse más abusada, más maltratada. ¿Donde estaba la estrellita...?

Con desesperación miró en todas direcciones. Con gran alivio, divisó la estrellita debajo de la mesa. Iba a atraparla, cuando uno de los muchachos, sin siquiera notarlo, movió un pie y la empujó. La estrellita salió despedida y terminó debajo de la mesa de al lado. Julia tuvo que ir en cuatro patas hasta la mesa siguiente, que por fortuna estaba desocupada. Por fin pudo hacerse con la estrellita y, sin levantarse, intentó ponérsela. Y entonces descubrió que no sabía hacerlo. Nunca lo había hecho; se la habían colocado las chicas, Margot o Mireya.

Tuvo que levantarse y seguir atendiendo a los chicos con su pezón al descubierto. Los atorrantes prorrumpieron en carcajadas y gruesos comentarios al ver su teta izquierda con el pezón a la vista... Uno de los mocosos, envalentonado, le agarró el pezón y le dio un par de tironcitos.

De pronto, antes que el mocoso soltara el pezón de Julia, ¡chasss!

Una mano —vaya uno a saber de cuál de ellos— le aplicó un sonoro palmotazo en la cola. La bandeja estuvo a poco de ir a para otra vez al piso.

—¡Che, más respeto, es una señora... Ja, ja...!

Los atorrantes parecían encontrar una diversión especial en aquella cabaretera, bastante madura, pero tan ingenua... Julia hacía un esfuerzo sobrehumano para no huir de allí.

Así estuvieron unos minutos más, preguntándole precios, y toqueteándola por aquí y manoseándola por allá. Finalmente, le compraron una cajita de fósforos y la dejaron ir. Hubo risas y comentarios mientras Julia se alejaba.

En un rincón, Julia dejó la bandeja en el suelo e intentó ponerse la estrellita. ¿Cómo se colocaba.? Durante diez minutos lo intentó y lo intentó. Después de fracasar en su intento numero quince, Julia se quebró definiticvamente. Miró su pecho desnudo, con el pezón al aire, arrugó la cara... y rompió a llorar, con la estrellita en la mano...

Y entonces acertó a pasar Mireya. Notó que Julia parecía estar en problemas y se acercó.

—¿Qué pasa, bombón, por qué llorás...? —le preguntó, secándole las lágrimas con los pulgares.

Julia le explicó entre sollozos que se le había salido la estrellita y no podía colocársela.

La experimentada bataclana —algo menor que Julia y con muchos años en el oficio— tomó la estrellita y le mostró cómo se abría el mecanismo a presión.

—Así, ¿ves, tesoro...?

Mireya le tomó el pezón con el dedo índice y pulgar y lo estiró ligeramente, mostrándole cómo se colocaba la estrellita, primero así, y después asá. La estrellita quedó nuevamente en su lugar, aprisionando el gordo pezón de Julia.

—No sé cómo se te pudo salir, bebé —le dijo con una sonrisa—. Mirá que tiene de dónde agarrarse...

Julia le agredeció y Mireya continuó su camino.

A los cinco minutos la llamó un señor mayor, desde una de las mesas cercanas al mostrador. Julia llegó con su bandeja.

—¿Vos sos nueva acá, putita? —le preguntó el hombre con toda naturalidad, mientras apuraba un trago de ron.

Julia bajó los ojos. Era la primera vez que la llamaban de esa manera.

—Sí, señor —dijo Julia, poniéndose colorada.

El viejo —canchero y experimentado, a todas luces un habitué del lugar— la tomó de la cintura y la acercó hacia sí.

—¿Cómo te llamás? —le dijo, mientras le pasaba una mano por toda la cola.

—Julia, señor.

Allí mismo, antes que Julia pudiera reaccionar, el viejo la agarró fuerte por la cintura y la sentó en sus rodillas. La bandeja se ladeó y parte del contenido cayó a la mesa y al piso. El viejo empezó a estrujarle los pechos y a besarle la cara.

—¡No, señor, por favor....! —decía Julia, deseperada, mientras intentaba zafarse de los brazos del viejo.

—¡Ja, ja, ja...! —decía el viejo, mientras la manoseaba con total descaro.

El viejo puso una mano sobre una de las estrellitas, y de un tirón la arrancó. Julia sintió un terrible dolor en el pezón derecho y pegó un grito. El viejo le toqueteaba el pezón y buscaba la manera de tomarlo con su boca.

Desesperada, Julia vio el vaso de ron sobre la mesa, lo manoteó y se lo echó en la cara al viejo.

—¡Puta de mierda, zorra asquerosa! ¡Mirá lo que me hiciste...! —exclamó el viejo, parpadeando, soltándola a medias.

En medio de este escándalo, apareció el señor Valentini.

—¿Qué carajo pasa acá, la puta madre...? —dijo, echando una furibinda mirada a Julia.

—¡Esta puta barata no quiere que la toquen...! —dijo el viejo, mirando al señor Valentini—. José, ¿qué clase de minas tenés ahora, la puta que te parió...?

El señor Vañentini tomó a Julia del brazo y la hizo poner de pie.

—Escucháme bien, zorra de mierda —empezó diciendo, clavándole una mirada amenazante—. El señor Garreé es un viejo y querido cliente de este local. Vas a atenderlo como corresponde, ¿entendiste?

Julia asintió, con las lágrimas corriéndole por las mejillas.

—Ahora, pedíle perdón al señor, vamos... —dijo el señor Valentini empujando a Julia hacia el viejo.

Julia tuvo que acercarse al señor Garreé, con la mirada gacha.

—Perdón, señor...

El viejo sonrió complacido.

—Bueno, no importa —dijo, acariciándole la cola—. Todas las putas maduras son bastante histéricas. Está bien. Por esta vez vamos a olvidarlo...

—Gracias, señor —dijo Julia, indeciblemente humillada.

—Ahora hacé lo que el señor Garreé te diga —le dijo finalmente el señor Valentini—. Y guay, que vuelva a tener otra queja...

Julia tuvo que volver a sentarse en las rodillas del señor Garreé, y dejar que éste le quitara la otra estrellita, y se entretuviera manoseándola por todos los lugares que se le ocurrieron...

A las tres de la mañana, los últimos clientes comenzaron a dejar el local, y Julia pudo por fin irse adentro, a la piecita del fondo.

Entró, cerró la puerta, se sentó en una de las banquetas frente a los espejos... y rompió a llorar histéricamente.

Varias chicas entraron en ese momento. Mireya y Margot se acercaron, y una de ellas le acarició el pelo.

—Ya te vas a acostumbrar, corazón, vas a ver...

Así terminó la primera noche de trabajo de Julia. El primer día de su nueva vida...

(Continuará)