El oasis de Jufrah (5)

Anuska es vendida a un poderoso Sheik y embarcada hacia el Medio Oiente.

EL OASIS DE JUFRAH (V)

  1. Anuska rumbo a Oriente

En el paradisíaco oasis de Jufrah, la bella esclava Anuska continuaba relatando su azarosa vida a su compañera de harén, Isabel.

—Permanecí allí en sur de España, como pupila de casa de Madam Rosalyn, por más de diez años —dijo Anuska, en su imperfecto castellano—. Sin menor oportunidad de huir, ni comunicar con resto del mundo. De a poco fui acostumbrando, casi parecía normal...

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Anuska despidió al último cliente, y permaneció un rato en la cama. Con un dedo meñique apartó con fastidio una gotita de semen de la comisura izquierda de su boca.

Fue hacia el baño y se hizo un buche. Volvió a la habitación, se dirigió al espejo y se observó de cuerpo entero. A los 26 años, y a pesar de haber pasado por quién sabe cuántos hombres, aún se veía joven y atractiva. Ya hacía tiempo se había resignado a ser lo que era, pensó con tristeza. Tal vez algún día pudiera irse de allí; aunque Anuska no se hacía mucha ilusión.

Joana, la chica polaca, había escapado el mes pasado. Y no habían vuelto a saber de ella. ¿Lo habría logrado? ¿Había conseguido burlar a la policía y a las autoridades de Fuentevieja del Monte —ambas en connivencia con Madam Rosalyn? La mayoría de las chicas se mostraban escépticas. Seguramente yacía muerta en algún callejón, decían... Anuska intentaba no pensar en ello, y pasar el tiempo lo mejor que le fuera posible.

Por supuesto, no era tan fácil. Había trabajos verdaderamente desagradables. Este fin de semana, por ejemplo, debería concurrir una vez más a la mansión del doctor Suárez. Anuska frunció el seño.

El doctor Suárez, un cliente predilecto de Madam Rosalyn, la había desvirgado cuando Anuska sólo contaba catorce años. Anuska nunca había olvidado aquella noche de pesadilla, y cómo había sufrido lo indecible en manos de aquel hombre, sádico y lascivo.

En los años siguientes, había tenido que atender al doctor Suárez incontables veces, y plegarse a todos sus deseos, como una buena prostituta. So pena de despertar la ira de Madam Rosalyn, que tenía en el doctor Suárez a un cliente más que predilecto.

Pero los años habían pasado. De un tiempo a esta parte, el doctor Suárez no había visitado tan asiduamente la casa de Madam Rosalyn. En cambio, había solicitado con frecuencia que le enviaran una chica a su lujosa residencia. La mayoría de las veces había pedido que le enviaran a la "putita rumana".

Y este sábado, Anuska tendría que concurrir nuevamente.

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En el salón principal de la residencia del doctor Suárez, un grupo de caballeros de Fuentevieja del Monte fumaba y bebía champán.

Los sábados por la noche, el doctor Suárez solía estar de buen humor. Ya no frecuentaba la casa de Madam Rosalyn (ni ninguna otra) con la asiduidad con la que lo había hecho en su años mozos.

A los 68 años, y luego de una vida de excesos, el vigor sexual del doctor Suárez había mermado considerablemente; el hombre ya no estaba para tanta exigencia física. Pero su orgullo y su sadismo continuaban intactos. Ahora gustaba de organizar aquellas reuniones en su residencia, y pasar un momento agradable en compañía de sus amigos.

Cómodamente instalado en su sillón favorito, sostenía una copa de champán en su mano izquierda. Su mano velluda derecha aferraba el extremo de una vistosa cinta adornada de flecos plateados. La misma se prolongaba un par de metros, hasta el cuello de una preciosa muchacha rubia.

Completamente desnuda, de pie en el centro del salón principal, con las manos a los costados y los pies muy juntos, Anuska temblaba ligeramente. Dos gruesos lagrimones bajaban por sus mejillas enrojecidas.

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El doctor Edmundo F. Suárez, reputado traumatólogo, sonrió complacido. Siempre era grato evocar sus tiempos de gloria, se dijo a sí mismo. A lo largo de los años, recordó con satisfacción, se había dado el gusto de desflorar a varias de las putitas de Madam Rosalyn.

Pero su recuerdo más preciado siempre había sido aquella zorrita rumana de enormes pechos, recién llegada, apenas adolescente, tan ingenua...

La misma que ahora, doce años después, estaba allí de pie, hecha una verdadera puta, con sus grandes y redondas tetas al aire, sin más atuendo que una cinta de flecos plateados rodeándole el cuello, en medio de una docena de señores. Toda gente de buena posición social, viejos y queridos amigos, pensó el doctor Suárez. Todos comodamente arrellanados en sus sillones, con alguna copa en la mano, y tal vez alguna copa de más...

El doctor Suárez había visitado asiduamente la casa de Madam Rosalyn y había gozado muchas veces de esta putita rumana, a lo largo de todos estos años. Vaya si lo había hecho...

Dejó la copa de champán sobre la mesita, tomó su cigarro y le dio una pitada. Levantó la vista y una sonrisa se dibujó en su rostro. La pequeña ramera temblequeaba y sollozaba quedamente.

—¿Te dolió, preciosa? —dijo el doctor Suárez, dando tironcitos a la correa de plata.

—Sí, señor —contestó la putita.

El doctor Suárez volvió a sonreír de placer. Era evidente que tener que revivir su primera de noche de sexo, doce años atrás, precisamente con el hombre que le hablaba en este momento, era penoso para la pequeña ramera. Más aun si debía hacerlo mientras permanecía desnuda, expuesta a las miradas de una docena de hombres.

—¿Cuánto te dolió? —dijo el doctor Suárez—.

Anda, zorra, acá los señores quieren saber.

—Mucho, señor... —dijo la putita rumana con un hilo de voz...

—¡No te oímos bien! —rugió el doctor Suárez, dando un violento tirón a la correa.

—¡Mucho, señor! —gritó la pequeña ramera. Su voz se quebró en un sollozo.

—¡Ah, ja, ja...! —fue lo que salió de la boca del doctor.

Esta putita con acento rumano siempre lo divertía.

—¿Por dónde te dolió más, primor? ¿Por el coñito o por el culito?

Todos los caballeros festejaron la ocurrencia de su buen amigo. El doctor Suárez sonrió muy ufano. Él sabía mostrarles cómo divertirse con zorras como aquélla. Se enderezó en su sillón y tironeó enérgicamente de la correa. Una, dos, tres veces. Todas las putas eran hijas del rigor, después de todo. Observó divertido cómo la zorra hacía un esfuerzo supremo por reprimir las lágrimas. La putita vaciló un instante, y luego alcanzó a contestar:

—Por atrás, señor...

El doctor Suárez frunció el ceño y volvió a dar un violento tirón a la correa. La putita rumana tosíó y se atragantó.

—¡No pregunté si por adelante o por atrás, puta ignorante! —rugió—. ¿Por el coñito o por el culito? ¡Contesta lo que te he preguntado!

La pequeña ramera tragó saliva, haciendo un esfuerzo por contestar. Abrió la boca con labios temblorosos, pero no pudo decirlo. Su sentimiento de humillación era demasiado.

El doctor Suárez sonrió. La pequña ramera estaba llegando al punto de quiebre. Jaló nuevamente la correa, con tal violencia que casi hizo perder el equilibrio a la putita.

—¡¿Por el coñito o por el culito, zorra?! —preguntó el doctor Suárez.

El doctor enfatizó su pregunta volviendo a dar otro violento tirón a la correa. La putita rumana se sacudió, y permaneció sollozando en silencio.

—¿Por el coñito o por el culito...?

Otro tirón, hasta casi ahorcar a la pequeña ramera, que no paraba de sollozar.

—¡Por el culito, señor...! —exclamó finalmente la putita, bajando la cabeza.

Todos los presentes estallaron en carcajadas, mientras la putita rompía a llorar, y el dueño de casa sonreía con total satisfacción.

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A Raschid Mohammed no le estaba gustando en absoluto el espectáculo que estaba presenciando.

El señor Mohammed, de nacionalidad árabe saudí, era un hombre algo mayor, de tez cetrina y rostro enjuto, primer visir de un importante jeque del Medio Oriente. Estaba de vacaciones por la bella Andalucía, una región en la que un árabe encontraba tantos elementos de su propia cultura. Antes de regresar a su país, había llegado a Fuentevieja del Monte, invitado por un conocido español. El hombre lo había acompañado a conocer los atractivos del lugar, y finalmente lo había llevado, como allegado de confianza, a participar de una de las reuniones de su amigo, el doctor Suárez.

A Raschid, que observaba el singular espectáculo sin participar demasiado, no le había agradado en absoluto aquel hombre, el tal doctor Suárez. Y estaba muy desencantado de su amigo. No había razón para humillar de tal manera a una pobre prostituta. Alá no vería con agrado lo que estos hombres estaban haciendo con esa mujer, por más que se tratase de una meretriz.

Por otro lado, la meretriz había resultado por demás interesante. Y Raschid la había estado observando con mucha atención.

Su señor, el Sheik Nassim Abdul Rahman, gran jeque del oasis de Jufrah. seguramente encontraría muy de su agrado tan notable exponente de belleza eslava. Algo que el gran jeque aún no tenía en su harén, y que más de una vez había echado en falta.

Se acomodó en su sillón y bebió un poco más de champán. Aunque el Corán prohibía la ingestión de bebidas alcohólicas, Raschid esperaba que un pequeño desliz gastronómico en plenas vacaciones no despertaría demasiado la ira de Alá...

Observó cómo el doctor Suárez, con la cinta de flecos plateados en la mano, continuaba divirtiéndose y divirtiendo a sus buenos amigos, a costa de aquella prostituta.

—A ver, putita, cuenta acá a los caballeros cómo fue tu primera mamada —dijo el doctor Suárez, dando tironcitos a la correa—. ¿Te gustó tener mi polla chorreando en tu boca?

Raschid Mohammed observó a la meretriz hacer un rictus y negar con la cabeza. Todos los presentes, menos él, rieron divertidos.

—¡Contesta, zorra barata! —dijo el dueño de casa dando un violento tirón a la correa— ¿Te gustó...?

—¡No, señor! —dijo la prostituta, quebrando la voz en un sollozo.

Raschid Mohammed decidió que ya había visto demasiado. Sin que nadie reparara en él, tomó su abrigo y buscó la salida. Sintió asco por el doctor Suárez y sus amigos, y una gran pena por aquella meretriz.

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Madam Rosalyn mordisqueaba nerviosamente su boquilla dorada. Últimamente no tenía demasiadas razones para estar optimista. Las cosas no estaban yendo bien. De un tiempo a esta parte había aparecido mucha competencia en el lugar. Su casa ya no era la favorita de los notables de la región. La policía y las autoridades de Fuentevieja del Monte ya no le concedían la misma impunidad de antes.

Sus influencias se habían debilitado ostensiblemente en los últimos diez años. De hecho, una de sus pupilas había escapado el mes pasado. Y por primera vez, nadie la había devuelto. Si la información que tenía era correcta, la perra había conseguido escapar, quién sabe a dónde. Mala señal, pensó Madam Rosalyn, frunciendo el ceño. Si los rumores que le iban llegando no eran exagerados, tal vez ya fuera tiempo de trasladarse a otra parte, o incluso abandonar el negocio, antes que el cerco de la justicia terminara de cerrarse en torno a ella. Acaso hubiese llegado el momento de retirarse, y disfrutar del buen dinero que había acumulado en todos estos años.

Para complicar las cosas, la situación política no ayudaba. En todo el país se hablaba de una inminente guerra civil. A Madam Rosalyn no le interesaban ni los franquistas ni los republicanos, con tal que no tocaran su dinero.

Le dio otra pitada a su boquilla y continuó cavilando.

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Anuska no creía que pudiera soportar por mucho más tiempo todo aquello .¿Cuánto más duraría? Aunque había concurrido muchas veces a la residencia del doctor Suárez, y no era la primera vez que la hacían víctima de ese jueguito, siempre resultaba terriblemente penoso. Escuchó la voz del doctor Suárez que volvía a hablarle.

—¿Te gustó cuando te agarré y tironeé de esas enormes tetas que tienes? —preguntó el doctor Suárez.

—No, señor... —contestó Anuska, haciendo un esfuerzo para no llorar.

—¿De dónde te agarré, preciosa?

Anuska permaneció en silencio, con la cabeza hundida entre los hombros, sintiendo la expectativa de todos los caballeros allí presentes.

—¡Contesta de una vez! —la apremió el doctor Suárez con voz de trueno, dando un violento tirón a la correa.

—¡De las tetas, señor...! —dijo la desdichada Anuska con su acento rumano, y su voz se quebró de inmediato.

Las risas generales no se hicieron esperar.

—¡Responde bien, zorra ignorante! —rugió el doctor Suárez, insatisfecho—. ¿De dónde te agarré?

Anuska sabía lo que debía responder. Intentó hacerlo.

—De... de... —comenzó a decir, empujando cada palabra.

Pero no pudo. El doctor Suárez se incorporó a medias y le aplicó un sonoro palmotazo en el trasero desnudo, que hizo que Anuska pegara un salto, y sus grandes pechos bailotearan. Toda la sala estalló en carcajadas.

—¿Cómo son tus tetas, zorra? ¿De dónde te agarró el doctor...?

Esta vez, el doctor Suárez dio tal tirón a la correa, que Anuska temió que fuera a dislocarle el cuello. Apremiada, indeciblemente humillada, alcanzó a balbucear:

—¡De mis enormes tetas, señor...!

Y todos los señores prorrumpieron en grandes carcajadas, mientras Anuska se quebraba definitivamente y sólo atinaba a llorar sin poder parar.

Allí la situación se descontroló. Primero uno, luego otro, todos se abalanzaron sobre la llorosa joven desnuda, como una jauría de lobos. Todos tironeaban de ella. Uno le apretaba un pecho, otro le estrujaba las nalgas, uno le pellizcaba un pezón, otro metía una mano en su entrepierna, alguno intentaba besarla en la boca. La pobre Anuska no sabía qué hacer, sintiendo un millón de manos masculinas sobándola y manoseándola por todas partes...

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Madam Rosalyn permaneció un instante viendo cómo el humo de su cigarrillo ascendía lentamente hacia el cielorraso. A través del humo, observó el rostro del caballero que tenía frente a ella.

Ya había decidido abandonar Fuentevieja del Monte lo antes posible. Continuar allí era demsiado riesgoso. Con tal estado de ánimo, la propuesta que aquel caballero de acento árabe acababa de hacerle, le había parecido muy conveniente.

Raschid conocía muy bien los gustos de su señor, acababa de decirle aquel hombre. Y estaba seguro que el jeque encontraría encantadora a aquella muchacha. ¿Estaría Madam Rosalyn dispuesta a desprenderse de ella a cambio de una buena suma de dinero?

Madam Rosalyn no había necesitado pensarlo demasiado. Tanto si decidía montar el negocio en otra parte, como si decidía retirarse, había llegado el momento de empezar a liquidar bienes.

Despidió a aquel caballero con un apretón de manos, y de inmediato llamó a Anuska. Sin darle mayores detalles, le ordenó a la sorprendida muchacha preparar sus cosas para un largo viaje.

Al día siguiente, el caballero árabe, acompañado de tres hombres de su misma nacionalidad, llegó para llevarse a Anuska. Madam Rosalyn la despidió con un beso; un tanto frío, pero beso al fin. Tenía que reconocer que a lo largo de todos esos años, la muchacha había resultado una excelente puta. Los hombres la subieron a un lujoso automóvil negro, saludaron a Madam Rosalyn, y simplemente se la llevaron.

Bien, pensó Madam Rosalyn, mientras veía los focos rojos del automóvil perderse en la lejanía; una muchacha menos. Tal vez pudiera hacer alguna venta más, antes de desaparecer de allí. ¿Cuánto tiempo le quedaba? ¿Un par de meses? ¿Algunas semanas? Tal vez pudiera ponerse en contacto con algunos colegas de la región y vender algunas chicas más. ¿O sería prudente irse de allí lo antes posible?

Por desgracia para Madam Rosalyn, la respuesta a sus preguntas llegó antes de lo esperado. Sus malos presagios habían resultado bien fundamentados. Pero su cálculo había resultado completamente errado. El cerco estaba mucho más próximo a ella de lo que había supuesto.

Tres días después de la partida de Anuska, oyó que golpeaban a su puerta. Un señor de traje oscuro, a quien Madam Rosalyn jamás había visto, le mostró una orden judicial. Estaba dictada por un juez, cuyo nombre Madam Rosalyn jamás había oído.

La otrora gran madama de Fuentevieja del Monte miró al hombre, miró a los agentes de policía detrás de él y observó el papel. Y supo que sus días de gloria habían terminado.

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Para Anuska, la intervención de la ley había llegado demasiado tarde. En el momento en que el fiscal del distrito y una partida de agentes irrumpían en la casa de Madam Rosalyn, arrestaban a ésta, y empezaban a averiguar el origen de las chicas allí explotadas, la joven rumana se hallaba en la bodega de un pequeño buque mercante de bandera árabe saudita, embarcada hacia los dominios de su nuevo propietario, el Sheik Abdul Nassim Rahman.

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Anuska se cubrió los pechos y el pubis cruzando los brazos lo mejor que pudo. Encerrada en aquella bodega, desprovista de toda su ropa, permanecía celosamente vigilada por dos rudos guardias contratados por aquel señor árabe, Raschid Mohammed. Era todo lo que sabía, por el momento.

Su estadía en aquel lugar oscuro y maloliente se le hacía interminable. Había estado todo el tiempo restringida a un pequeño compartimento de un par de metros de lado, siempre vigilada por aquellos dos hombres. Sólo se le permitía abandonar dicho cubículo para hacer sus necesidades en un closet adyacente.

Completamente desnuda, la miradas constantes de los dos hombres la intimidaban e inhibían, obligándola a tener siempre sus brazos y manos cubriéndo sus partes íntimas. Los dos hombres se limitaban a fumar, mirarla en silencio, sonreír, e intercambiar comentarios en voz baja. Anuska bajaba los ojos e intentaba cubrirse lo mejor que podía.

Aunque tenían terminantemente prohibido abusar de la muchacha, destinada a un poderoso jeque del Medio Oriente, las órdenes prioritarias del visir habían sido mantenerla en silencio y evitar que causara alboroto.

Por lo cual, salvo abusar de ella, los forzudos marinos no escatimaban medidas para que la asustada muchacha se mantuviera callada y tranquila.

Cada conato de histeria o rebeldía por parte de la asustada muchacha, era rápidamente sofocado por métodos bastante rudos.

A lo largo de dos semanas, el buque tocó tierra en varios puntos de la costa africana, accedió al Oceáno Índico, atravesó el estrecho de Omán, subió por el Mar Rojo, y terminó su derrotero en un pequeño puerto en la costa noroeste de Arabia Saudita.

Era medianoche. Anuska fue vestida con un típico atuendo de las mujeres del país, sacada subrepticiamente del barco —casi como una mercancía de contrabando— y metida rápidamente en un auto que aguardaba en el muelle.

Viajaron por el desierto durante toda la noche y toda la mañana. Anuska sólo podía ver arena a ambos lados de la carretera.

Al mediodía el panorama empezó a cambiar. La arena desnuda dejó paso a un rala vegetación, y la región se fue poblando de pequeños caseríos, y alguna estación de gasolina con servicio de comida al paso.

A media tarde, arribaron a una zona de verde vegetación, matizada de pequeños arroyos y estanques con palmeras en las orillas. Había una plaza central, casitas muy bonitas en los alrededores, y mucho movimiento de gente en las calles y los mercados.

Un par de horas después, Anuska pudo divisar un alto muro de piedra. Traspusieron un puesto de vigilancia y un portón, y se encontraron en el interior de lo que parecía una gran villa de descanso, bien aislada del mundo exterior. Anuska abrió muy grande los ojos ante el paisaje que se desplegaba ante ella. El lugar era paradisíaco.

El visir la bajó del automóvil y la condujo a un amplio pabellón de paredes verde turquesa y columnas de mármol blanco. Allí la dejó en una pequeña pero lujosa habitación, al cuidado de dos mujeres de mediana edad.

Las mujeres la desnudaron, la bañaron, la peinaron, la perfumaron y la embellecieron. Al rato se presentó el visir. Le echó una rápida mirada de aprobación y la tomó del brazo. Solamente envuelta por un mantón de finísima seda blanca, la Anuska fue conducida hasta un lujoso e imponente palacio: la residencia del Sheik.

Ambos aguardaron en un gran salón que impresionó a Anuska. La joven de Dejlad jamás en su vida había visto tanto lujo y boato. El visir le explicó que debía permanecer en todo momento con la cabeza gacha y la mirada fija en el suelo, con los pies muy juntos y los brazos a los costados del cuerpo. Y que no debía intentar cubrirse cuando el Sheik comenzara a inspeccionarla.

Apenas había terminado con estas instrucciones, el Sheik Abdul Nassim Rahman, gran jeque del oasis de Jufrah, ricamente ataviado con regias vestiduras, hizo acto de presencia. El visir realizó una ampulosa reverencia ante su señor, y de inmediato tomó el mantón que cubría el cuerpo de la joven y lo retiró. Anuska quedó completamente desnuda y turbada, de pie ante el Sheik.

Pero, sobre todo, quedó sorprendida.

Había imaginado a un vejete feo y obeso, el cual la observaría descaradamente, con una sonrisa lasciva en los labios, mientras se tomaba la libertad de palpar a su antojo todas las partes de su cuerpo.

En cambio, el hombre que tenía allí delante era alto, de porte muy caballeresco y aparentaba unos cuarenta años. Y aunque Anuska apenas pudo observarlo furtivamente, no le pareció desagradable. Recordó de inmediato que debía permanecer en todo momento con la vista fija en el piso y bajó los ojos. El Sheik se limitó a dar un par de vueltas en derredor de Anuska, mirándola en forma general, con el rostro muy serio, y en ningún momento la tocó. Anuska permaneció todo el tiempo con la mirada gacha, enrojeciendo de a poco, sintiendo los ojos de aquel hombre recorriendo toda la desnudez de su cuerpo. Terminada esta rápida inspección, el Sheik intercambió algunas palabras en voz baja con su visir, y se retiró. Para sorpresa de Anuska, eso fue todo.

Por la noche, sin embargo, el visir se apareció por el pabellón verde turquesa y le ordenó a Anuska colocarse una delgada túnica blanca. Anuska supuso que debería comparecer nuevamente ante su propietario, el Sheik. Esta vez, seguramente, para que su dueño y señor la gozara por primera vez.

Con sólo la delgada túnica encima, el visir la condujo por un largo pasillo hasta una sala de paredes blancas y aspecto antiséptico; una especie de enfermería, según le pareció a la confundida Anuska. Allí dejó a la muchacha, y se retiró. Un hombre y una mujer, ambos de impecable guardapolvo blanco, la desnudaron y la acostaron boca abajo sobre una camilla. Como ninguno de las dos personas hablaba rumano o castellano, Anuska nada pudo hacer, salvo dejar que los acontecimientos se desarrollaran por sí solos. La mujer se acercó con un algodón y una jeringa y clavó una aguja hipodérmica en su nalga izquierda. Al cabo de diez minutos, Anuska se dio cuenta que esa zona de su cuerpo estaba adormecida. El hombre se acercó con un curioso instrumento que Anuska jamás había visto. Parecía un pequeño cilindro, negro y cromado, del tamaño de una botella. Un cable lo unía a una caja metálica llena de botones y perillas. El hombre movió algunos controles en la caja, y activó el aparato. Anuska vio, con preocupación, cómo una delicada estructura de metal adosada al extremo del tubo, se calentaba hasta quedar al rojo vivo. Allí comprendió.

Era un herrete... un herrete eléctrico. Iban a marcarla, como propiedad del Sheik. Recordó la espantosa marcación que había sufrido en casa de Madam Rosalyn hacía algo más de diez años, y entró en pánico. Al ver la expresión de Anuska, el hombre le sonrió y le dijo algo que Anuska no comprendió, aunque evidentemente intentaba tranquilizarla.

El hombre acercó el aparato a pocos centímetros de la nalga izquierda de Anuska; precisamente donde estaba la marca de Madam Rosalyn. Anuska cerró los ojos, apretó los dientes y con manos crispadas aferró la sábana de la camilla.

¡Fsssssssssssssss.........!

Un estremecedor sonido de fritura que Anuska recordaba muy bien, y un ligero olorcillo a carne quemada. llenaron la pequeña sala.

Pero Anuska tuvo que admitir que no había resultado tan doloroso. La anestesia había hecho buen efecto y sólo había sentido una ligera molestia.

El hombre levantó el aparato y observó el resultado.

Anuska supuso que ello había sido todo. Para su sorpresa, el hombre volvió a acercar el herrete eléctrico a la piel de su nalga, volvió a posicionarlo sobre el emblema de Madam Rosalyn, y nuevamente lo apoyó.

¡Fsssssssssss.........!

El hombre levantó el herrete, observó el resultado, y volvió a bajarlo por tercera vez.

¡Fssssssssssssss........!

Lo que el hombre estaba haciendo, segun empezó a comprender la aterrorizada Anuska, era tachar la marca de hierro de Madam Rosalyn...

Al cabo de diez minutos, el hombre concluyó su trabajo y apagó el artefacto. La mujer se acercó, aplicó desinfectante sobre la herida con un rociador, y la cubrió con un grueso apósito, que fijó con tela adhesiva. El hombre y la mujer ayudaron a Anuska a darse vuelta y la acostaron con cuidado boca arriba. La mujer volvió con algodón y jeringa y le aplicó otra inyección, esta vez en el vientre.

Cuando toda esa zona se hubo insensibilizado, el hombre volvió a tomar el herrete electrico. De un tirón quitó la pequeña estructura de metal del extremo del aparato, y lo cambió por otra. Anuska no pudo divisar bien de qué se trataba en este caso, pero parecía un dibujo complicado. Cuando la estructura estuvo al rojo, el hombre puso el herrete a diez centímetros de la piel de Anuska, casi sobre su vulva. Volvió a decirle algo, y Anuska apretó los dientes, cerró los puños y miró hacia otro lado.

¡Fsssssssssssssssssssss................!

Esta vez, el hombre dejó el herrete apoyado sobre la piel durante unos buenos veinte segundos. Anuska pudo percibir un pequeño humillo levantándose de la zona de contacto, además del sonido de fritura y el ligero olorcillo a carne quemada, tan característicos.

Para alivio de Anuska, no hubo una segunda vez. El hombre levantó el herrete, observó el resultado, y apagó el aparato. La zona fue desinfectada y vendada. La mujer le hizo tomar una pastilla, y puso el frasco con las demás pastillas en la mano de Anuska. Anuska comprendió que se trataba de un analgésico.

Al rato apareció el visir. Cubrió a Anuska con la túnica, y la condujo a su habitación en el lujoso pabellón verde turquesa. Cuando el efecto de la anestesia se disipó, Anuska sintió mucho dolor en su nalga y en la zona inferior de su vientre. Tomó otra pastilla, y a duras penas consiguió quedarse dormida.

En los días siguientes, Anuska fue solícitamente atendida por las dos mujeres que habían sido puestas para cuidar de ella. Ambas resultaron muy simpáticas, y hasta le enseñaron sus primeras palabras en árabe. En todo ese tiempo, Anuska no volvió a ver al Sheik.

Una semana después, los dos vendajes fueron quitados un breve instante para controlar el proceso de cicatrización, y cambiarlos por apósitos nuevos. Anuska aprovechó entonces para mirarse al espejo.

En su nalga izquerda, donde había estado por doce años el monograma de Madam Rosalyn, ahora había superpuestas tres rayas horiontales, aún en tono rojo encarnado, que hacían prácticamente ilegible el monograma. El emblema de su anterior propietaria había sido literalmente tachado.

En la parte baja de su vientre, apenas por encima de su vulva, había un emblema de diseño muy complejo.

Era el escudo de armas del Sheik Abdul Nassim Rahman. Anuska había podido observarlo en varias oportunidades, reproducido aquí y allá por todo el oasis de Jufrah. En todo aquello que, como ella misma a partir de ahora, era propiedad del Sheik.

Cuando el proceso de cicatrización estaba prácticamente concluido, fue conducida finalmente al serrallo, junto con las demás esclavas del Sheik.

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—Así fue como llegué aquí —dijo Anuska, mirando a su amiga Isabel—. Hace ya casi un año.

Isabel, que pertenecía al Sheik desde hacía cinco años, asintió. Podía recordar la primera vez que había visto a Anuska, recién ingresada en el serrallo, todavía con un pequeño apósito en la zona baja de su vientre, y otro en su nalga izquierda.

Isabel suspiró. Aunque la historia de Anuska había resultado por demás interesante, sabía que su propia historia no era menos digna de ser escuchada.

(Continuará)