El oasis de Jufrah (3)

Ya es la tercera vez que envío este capítulo y no me lo publican. No sé qué anda pasando...

EL OASIS DE JUFRAH (III)

  1. La decisión de Anuska

En el paradisíaco oasis de Jufrah, al norte de la Arabia Saudí, dos de las esclavas del Sheik Abdul Nassim Rahman continuaban amenizando las horas en el serrallo, confiándose las distintas peripecias que las habían llevado al harén del poderoso jeque.

—Entonces yo enteré que muchacho Nichita Istrati y señor Marin Blaga solicitaban mi mano —dijo la rubia Anuska, en su imperfecto castellano, a su amiga Isabel—. Yo sólo tenía catorce años...

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Anuska terminó de limpiar y lustrar las botas de sus cuatro hermanos. Las tres hermanas, Anca y Katerina y Anuska, debían turnarse en ese menester. Se aseguró de haberlas dejado impecables. Los mellizos Ion y Lucian, sobre todo, estaban cada vez más exigentes. Las dejó bien ordenadas en el armario, y se encaminó a la cocina para ver si su madre Doina necesitaba ayuda.

Iba a entrar en la cocina, cuando se dio cuenta que había alguien en la salita de entrada, hablando con su padre. Asomó apenitas la cabeza. Su corazón dio un vuelco al reconocer al señor Marin Blaga, el tendero alcohólico. El mismo que, apenas dos meses atrás, la había manoseado descaradamente durante la "inspección".

¡Estaban hablando de ella, de Anuska! ¿Qué querría el señor Blaga?

Conforme fue avanzando la conversación, Anuska comprendió lo que estaba ocurriendo. Quiso morir...

¡El señor Blaga la estaba solicitando en matrimonio! Como solía ocurrir, la conversación giraba principalmente en torno al dinero.

Los dos hombres se dieron la mano, y el señor Blaga se marchó. Su padre se veía contento y alegre, lo que no eran buenas noticias para Anuska.

Panait Basescu salió de la cabaña para continuar con su faena en el campo, y Anuska se dirigió a la cocina. Allí le pidió desesperadamente a su madre que la pusiera al tanto de la situación.

—Sí, Anuska —le dijo Doina, acariciándole la cabeza—. El señor Blaga te pidió en matrimonio...

Como Anuska iba a empezar a llorar, su madre la abrazó, y le dio otra noticia.

—Pero no desesperes, hija mía. No creo que el señor Blaga llegue a ser tu esposo.

Como Anuska no entendía, su madre le explicó que otro hombre la había pedido. Nada menos que Nichita Istrati, el joven que vivía a unas pocas casas de allí. El mismo que solía hacer maliciosos comentarios spbre sus grandes pechos cada vez que él y sus amigos la veían pasar. El mismo que le había mirado los senos sin disimulo, y la había manoseado descaradamente, el día de la "inspección".

—Marin Blaga tiene bastante dinero, pero los Istrati no se quedan atrás —le hizo notar su madre—. Casi con seguridad, el joven Nichita Istrati ganará en la puja. Tal vez no sea una joya, pero siempre será mejor que el señor Blaga. Nichita Istrati es joven, y aún puede cambiar.

A la semana siguiente, hubo una reunión en la cabaña de los Basescu. Estaban el señor Marin Blaga, el joven Nichita Istrati con su padre (también llamado Nichita), y Panait Basescu, el padre de Anuska.

Oculta en un rinconcito, la angustiada Anuska intentaba saber lo que iba ocurriendo, mientras los cuatro hombres decidían su futuro.

Como si de una subasta se tratara, las dos partes entraron en una fuerte puja, subiendo gradual y alternativamente la suma ofrecida por la mano de Anuska. Panait Basescu intentaba incentivar esta contienda, hablando entusiastamente de las cualidades de esposa sumisa y obediente que sin duda tenía su hija Anuska.

Y de pronto, todo terminó. Y no de la mejor manera. Por desgracia para Anuska, el vaticinio de su madre Doina no se cumplió. Cuando ya el dinero ofrecido había alcanzado una suma increíble, los Istrati decidieron que era demasiado y se retiraron.

Marin Blaga, el rudo tendero alcohólico de 46 años, el que solía gastar casi todo su dinero en los prostíbulos del pueblo, sería el marido de Anuska.

Anuska, desolada, sólo atinó a correr a su habitación y romper a llorar.

En cuanto a Panait Basescu, apenas podía creerlo. ¡Era casi el triple de lo que habían pagado por la mano de Ruxandra! Con semejante dinero, podría enviar a Ilie y a Mihai, y tal vez a los mellizos Ion y Lucian, a la universidad. Sus hijos serían gente muy importante. Panait Basescu rebosaba de felicidad.

De pronto llegaron gritos desde la cocina. Anuska fue corriendo a ver.

Su madre Doina, olvidando el respeto y la obediencia que debía guardar a su esposo, estaba discutiendo agriamente con éste.

Finalmente, a Panait Basescu se le acabó la paciencia y decidió que era hora de disciplinar a su insolente mujer.

Ordenó a Doina ir a buscar la fusta y traer el "caballete". A punta de fusta la obligó a desnudarse y a colocarse en posición. Doina quedó boca abajo sobre el temido artefacto. Un tabique de borde afilado en la mitad del mueble la obligaba a mantener bien en alto la cola. Panait Basescu utilizó las correas de cuero fijadas al "caballete", para sujetar las manos de su esposa por debajo del mueble, y fijar sus tobillos a las patas del mismo.

Luego levantó la fusta por encima de su cabeza, y sin piedad la descargó sobre la nalgas de la desdichada Doina. Volvió a levantar el brazo y volvió a estrellar la fusta contra la piel de su indefensa esposa. Y así continuó, una y otra vez.

Cada fustazo hacía cimbrear de pies a cabeza la humanidad de Doina, y arrancaba un grito a la pobre mujer.

—No vuelvas a contradecirme, mujer insolente. ¿Has entendido? —dijo Panait Basescu, enfatizando cada palabra con un furibundo fustazo.

—Perdón... —balbuceó Doina, con un hilo de voz.

—Sólo eres una perra, una ramera...

—Sí, señor...

Conforme se sumaban los golpes, las nalgas y los muslos de Doina empezaron a mostrar gruesos surcos rojizos. Los surcos se fueron poblando de puntitos carmesí. Los puntitos fueron aumentando de tamaño, hasta que finalmente estallaron. La fusta de Panait Basescu empezó a teñirse de rojo.

Con el rostro azorado, Anuska presenciaba cómo su padre, fuera de sí, castigaba a su madre sin piedad.

Anuska había recibido varias veces el castigo en el "caballete". A veces de su padre, y otras veces de alguno de sus hermanos. Y había visto a todas las mujeres de la casa ser colocadas en el temible artefacto. Pero nunca había visto a ninguna de ellas ser castigada con semejante saña.

Al cabo de un tiempo que a Anuska le pareció interminable, Panait Basescu dio por terminada la lección. Desató las correas de cuero, arrojó la fusta a un costado, y se marchó de la cabaña dando un portazo. Cuando Anuska se atrevió a volver a mirar, su madre se había refugiado en un rincón, sollozando e intentando masajearse las zonas lastimadas.

Doina Basescu se metió en el dormitorio y se echó boca abajo en la cama. Al rato, se sorprendió de ver entrar a Anuska con una palangana y una esponja.

Anuska se acercó y empezó a dejar caer pequeños chorritos de agua fría sobre las nalgas y los muslos lacerados de la pobre mujer.

Para Doina era terriblemente penoso y vergonzoso que su joven hija la viera en ese estado, completamente desnuda, y sollozando como una niña. Pero no pudo resistirse. El agua fría la aliviaba mucho.

En cuanto a Anuska, fue evidente para ella que su pobre madre nada podría hacer por liberarla de su destino, salvo aumentar aun más la ira de su esposo.

Una semana después, Marin Blaga apareció con su médico, para someter a Anuska al examen de virginidad.

Con una sensación de "deja vu", Anuska volvió a vivir todo lo que había presenciado cuatro años antes, durante el examen de su hermana Ruxandra.

El médico le palpó los senos, mientras Marin Blaga los observaba relamiéndose por anticipado.

En presencia de su padre, el señor Blaga y el médico, su vulva fue descosida.

El médico tomó el espéculo —el ominoso instrumento con un pequeño espejito en su extremo— y lo introdujo profundamente en el canal vaginal.

Por primera vez en la vida de Anuska, su vagina fue invadida. Cosa que hasta ese día, ni siquiera ella misma había hecho, teniendo siempre su vulva fuertemente cosida. Anuska sintió un terrible dolor, mientras el horrible instrumento se adentraba más y más.

Cuando esto terminó, Anuska debió ponerse boca abajo, hundir la cara en la almohada y levantar la cola. Y debió soportar los dedos enguantados del médico comprobando la elasticidad de su anillo esfinteriano.

El médico constató —y declaró a los presentes— que el himen estaba intacto y el anillo esfinteriano no presentaba señales de distensión anormal. La muchacha estaba intacta.

El médico volvió a coser la vulva, y los tres hombres se retiraron satisfechos, dejando a Anuska llorando con la cara en la almohada, y su vulva y su ano maltratados y doloridos.

El resto del día transcurrió sin mayores novedades.

Pero esa noche, no fue una noche como todas.

Después de haberlo pensado durante todo el resto del día, Anuska había tomado una decisión desesperada. Jamás sería la esposa de Marin Blaga.

Bien pasada la medianoche, una vez se hubo asegurado que todos en la casa dormían, Anuska se levantó sin hacer el menor ruido. Se vistió y tomó una pequeña valija en la que había puesto algunas de sus pertenencias. Se dirigió a la habitación de sus padres y, con infinito temor, revisó el pantalón de su padre, y se apropió de algunos billetes.

Miró hacia la cama. Doina dormía boca abajo, como la misma Anuska lo había hecho varias veces, luego de pasar por el "caballete". Anuska colocó al lado de su madre, una breve nota que había escrito. En ella le pedía que la perdonara por los problemas que su huida iba a causar. Pero prefería morir antes que tener que vivir con el señor Blaga. Anuska deseaba darle un beso a su madre, antes de irse quién sabe por cuánto tiempo. Pero temía que ello la despertara. Con gran pesar se dirigió a la puerta. Pero a último momento, no pudo evitarlo. Regresó, y con muchísimo cuidado apoyó los labios sobre la mejilla de su madre, apenas un instante. Y luego salió de la habitación, y de la cabaña.

Sabía lo que debía hacer. Seguir el camino claramente trazado por las carretas que partían de Dejlad, rumbo al mercado central más cercano. Tendría que atravesar algunos desfiladeros entre la montañas. Era la primera vez que iba a salir de Dejlad. Pero estaba muy decidida.

Así, a la luz de la luna, con sus catorce años, con una pequeña valija a cuestas, con sus pies descalzos y los cortos pasos que le permitían su vulva fuertemente infibulada, Anuska juntó fuerzas, y decididamente empezó a caminar hacia las montañas.

Caminó a paso vivo durante toda la noche. Apenas se detuvo brevemente un par de veces para descansar y dar descanso a las plantas de sus pies, que se iban lastimando cada vez más. Su mayor temor era que la alcanzaran y la obligaran a volver.

Pero al llegar el alba, Anuska estaba exhausta. Cuando estaba a punto de desisitir, cansada y con los pies totalmente lastimados, acertó a pasar una carreta proveniente de una comarca vecina a Dejlad. La conducía un matrimonio de ancianos, que llevaban los productos de su granja al mercado central. Anuska tuvo que darles la mitad de su dinero, para que aceptaran llevarla y no hicieran preguntas.

A media tarde, la carreta la dejó finalmente frente a la iglesia del importante poblado de Bacluj, al pie de los Montes Cárpatos. Anuska estaba hambienta, sedienta, agotada, y tenía las plantas de los pies llenos de lastimaduras.

Pero había llegado...

En un puesto en la calle compró algo para comer y beber y se dirigió a la estación de tren. Allí tuvo que gastar el resto de sus billetes para adquirir un boleto hacia Bucarest. El empleado le dijo que el tren iba con atraso, y no llegaría antes de las nueve de la noche. Anuska decidió esperar allí mismo. De paso comería y descansaría un poco. Colocó el boleto —su bien más preciado— en un bolsillito de la falda, y buscó un lugar apartado en las inmediaciones, donde sentarse a comer y descansar.

Su mayor preocupación era que su padre o sus hermanos ya hubieran llegado a Bacluj para hacerla regresar. Ojalá el tren llegara pronto...

Mientras veía cómo iba oscureciendo, empezó a trazar un plan para cuando estuviera en Bucarest. Sabía que se trataba de una ciudad muy grande. Siempre había ayudado a su madre en las tareas de la casa. Tal vez pudiera encontrar un trabajo como sirvienta.

En ello estaba, cuando notó que tres muchachos se acercaban.

El que iba en el medio, retacón y de bigotes, se detuvo y se quedó mirando a Anuska, con una sonrisa en los labios. Ésta bajó la cabeza y agarró fuerte su valija. Los tres muchachos la rodearon y se pusieron a observarla, como si la muchacha fuera un objeto en exhibición.

Aparentemente, una joven campesina. Sola y descalza. Demasiado tentador para desaprovechar la oportunidad. Inevitablemente repararon en el detalle más llamativo de Anuska.

—Buenas tetas, ¿eh? —dijo el bigotudo, codeando al que estaba a su derecha.

—Como deben ser las pollitas, ja, ja... —dijo su amigo, alto y desgarbado.

De pronto, el que completaba el trío, un muchacho pelirrojo y pecoso, alargó su brazo hacia Anuska, y con la mayor naturalidad le apretó un seno.

—¡Cuaaac! —dijo el sinvergüenza, haciendo sonar su voz como una corneta.

—¡Ja, ja, ja...! —los tres festejaron la ocurrencia.

Mientras el de bigotes permanecía de pie mirando fijamente a Anuska, inhibiéndola con la mirada, el más alto se sentó a la izquierda de Anuska. El pelirrojo hizo lo propio, a la derecha. Los dos se dedicaron a mirarla a quemarropa, de arriba a abajo. Anuska mantenía la cabeza gacha, sin atreverse a mover un músculo, pidiéndole a Dios que los sinvergüenzas se fueran.

El de bigotes, aún de pie delante de Anuska, hizo un ademán de estirar su mano hacia los pechos de Anuska. Ésta se cubrió rápidamente con el brazo libre, mientras mantenía agarrada la valija con la otra mano.

Entonces, el pelirrojo apoyó una mano en la rodilla de la muchacha y le levantó la falda hasta bien arriba, dejando totalmente al descubierto sus blancos muslos. Anuska se la bajó de inmediato, dejando sin defensa sus pechos.

El bigotudo, aún de pie, aprovechó.

—¡Cuaaac! —dijo, apretándole el pecho derecho.

—¡Ja, ja...!

Así empezaron a divertirse. Cuando Anuska se protegía los senos, le levantaban la falda. Cuando se bajaba la falda, ¡cuaaac!, le apretaban los senos. Desesperada, Anuska intentó subir la valija para usarla como escudo, pero el pelirrojo puso un pie encima impidiéndole levantarla. Anuska soltó la valija y se cubrió los senos con un brazo, y mantuvo su falda bien estirada con la otra mano. Y permaneció así, agachando la cabeza.

El pelirrojo tranquilamente tomó la valija y la abrió. Anuska, impotente, comenzó a llorar. El muchacho empezó a revisar las poquitas cosas que había en la valija, sin encontrar nada interesante. Ni siquiera dinero.

El bigotudo, obviamente el cabecilla, buscó un lugar donde sentarse. Tomó a Anuska de un brazo, y la sentó en sus rodillas. Le agarró la cara con una mano para observarla en detalle. De a poco empezó a quitarle el chaleco de piel. A través de la blusa de lino, empezó a palpar sus pechos, como haciendo una evaluación.

Enseguida le quitó la blusa de lino y le sujetó las manos por detrás de la espalda. Anuska empezó a sollozar.

—¡Wowww...! —fue lo que exclamaron los tres al unísono, al ver los pechos de Anuska.

El sujeto le aprisionó un pezón y empezó a apretarlo y tironearlo. Anuska lloraba indefensa, mientras el bigotudo la manoseaba y le estrujaba los pechos como si tal cosa, susurrándole obscenidades al oído.

Cuando el sinvergüenza se aburrió, se la pasó al pelirrojo. Éste sentó a la muchachita sobre sus rodillas y empezó a disfrutar de ella.

—¿Cómo nunca te habíamos visto antes, putita? —le musitaba el pelirrojo, mientras con un dedo índice recorría lentamente la abundante superficie de los pechos de Auska—. Con un par como éste no nos hubiéramos olvidado, ja, ja...

Al cabo de diez minutos, el larguirucho se impacientó y de un tirón arrebató a Anuska de manos del pelirrojo. La sentó sobre sus rodillas y empezó a manosearla. No conforme con los grandes pechos de Anuska, tomó el borde de la falda y empezó a subirla. Metió una mano por debajo y empezó a recorrer los muslos lentamente, por arriba y por abajo, disfrutando de la desesperación de la muchacha.

Cinco minutos después, el de bigotes tomó del brazo a Anuska y volvió a sentarla en sus rodillas. Y volvió a manosearle los pechos.

Cuando apenas había estado tres minutos en manos del bigotudo, el pelirrojo la tomó del brazo y la sentó en sus rodillas.

Así, Anuska iba pasando de mano en mano, sin poder hacer nada para evitarlo, salvo llorar. Todos le musitaban obscenidades, mientras la manoseaban como si fuera un objeto.

Cuando ya estaba por tercera vez en manos del pelirrojo, el bigotudo metió una mano por debajo de la falda de Anuska, y fue subiendo por el muslo hasta llegar a la entrepierna. Allí empezó a explorar.

De pronto se detuvo.

—¿Pero qué diablos...? —exclamó.

Llevó su mano a la cintura de Anuska, y de un tirón le bajó la falda y la enagua hasta los tobillos, y observó.

—¿Esto qué es...? —dijo, acercando la cara para ver mejor.

De inmediato la hicieron ponerse de pìe, terminaron de desnudarla, y observaron asombrados la vulva cosida de Anuska.

Intrigados, decidieron llevarla a algún lugar más iluminado. La hicieron acostarse en el suelo y la inspeccionaron mejor. La vulva de Anuska parecía un costurón.

Indagaron a Anuska sobre el particular.

Si Anuska hubiera estado menos asustada, tal vez hubiera podido mentirles. Decirles que portaba una enfermedad venérea, o algo así. Ello tal vez hubiera disuadido a los atorrantes de continuar abusando de ella. Pero Anuska poco sabía de enfermedades sexuales, y estaba demasiado asustada para inventar una mentira.

—¿Qué hacemos...?

—Necesitamos algo con qué cortar esos hilos, maldición.

Como ninguno de los tres llevaba siquiera un cortaplumas, el pelirrojo buscó alrededor y encontró una botella. La estrelló contra la pared, y tomó uno de los trozos de vidrio. Les dijo a los otros dos que la pusieran de espaldas y la mantuvieran con las piernas separadas.

Anuska empezó a forcejear.

—¡Quieta, puta! —vociferó el de bigotes, dándole un tremendo bofetón. El pelirrojo empezó a acercar el trozo de vidrio a la vulva infibulada de Anuska.

Llorando aterrorizada, Anuska cerró los ojos, preparándose para que esos salvajes la lastimaran de la peor manera. Los dos que la sujetaban, de paso, no desaprovechaban la situación para seguir tocándole los pechos.

De pronto, el de bigotes perdió la paciencia.

—¡Estamos perdiendo el tiempo, como si la perra no tuviera otro agujero...! —dijo de mal humor—. Pónganla en cuatro patas, no creo que le hayan cosido el culo...

Los otros dos pusieron a Anuska en posición, y el de bigotes se puso detrás de Anuska, sacando a relucir su miembro erecto. Anuska se preparó para lo peor.

Y entonces, quiso la Providencia que acertara a pasar un guarda de la estación. Apenas lo vieron, los tres atorrantes desaparecieron como por arte de magia, como si nunca hubieran estado allí.

Anuska tampoco quería problemas. Lo último que deseaba era que averiguaran que estaba prófuga y la obligaran a volver a su casa. Alcanzó a recoger su ropa, y con el tiempo justo, se escondió donde pudo. El empleado del ferrocarril pasó por delante sin advertir nada. Anuska empezó a vestirse.

Tal vez, pensó mientras tanto, debería volverse a casa. Llegó a pensarlo seriamente. Sólo su aversión al señor Blaga la inhibía de hacerlo.

En ello estaba, cuando de pronto oyó un fuerte silbido en la distancia. ¡El tren!

Como pudo, olvidando sus dudas, terminó de vestirse, tomó la valija y echó a correr hacia el andén, a todo lo que daban sus piernas. En el camino, su pie derecho tropezó contra un escalón, haciéndole ver las estrellas. Echando maldiciones y rengueando, Anuska accedió al andén y corrió hacia una de las puertas del tren.

Allí le enseñó su boleto al guarda. Al verla, el hombre creyó estar en presencia de una niña mendiga, sucia y descalza. Pero la joven tenía su boleto. No sin algunas vacilaciones, el hombre la dejó subir.

Jadeando y vacilando, Anuska avanzó por el vagón. Sólo había algunos pasajeros, desperdigados por aquí y por allá. Anuska eligió el banco más apartado y se sentó. Allí se puso a revisar los dedos de su pie lastimado, que le dolían terriblemente. Los fue tomando uno por uno, haciéndolos mover para un lado y otro, hasta asegurarse que no había ningún hueso roto. Respiró hondo e hizo lo posible por serenarse, y reponerse de todo lo que había pasado en tan poco tiempo. La locomotora hizo sonar su silbato, y con un prolongado bufido se puso en movimiento.

En el mismo momento en que Ilie y Mihai Basescu hacían infructuosas averiguaciones en el departamento de policía de Bacluj, el tren que llevaba a Anuska abandonaba la estación, rumbo a Bucarest.

(Continuará)