El oasis de Jufrah (2)

En el harén del Sheik Abdul Nassim Rahman, Anuska relata a su amiga Isabel cómo debió someterse a su primera inspección.

EL OASIS DE JUFRAH (II)

  1. La "inspección"

En el oasis de Jufrah, dos bellas esclavas del poderoso Sheik Abdul Nassim Rahman continuaban intercambiando recuerdos.

Anuska era rubia, de Rumania. Isabel era trigueña, de Centroamérica.

—Ese verano cumplí catorce años —continuó contando Anuska, en su imperfecto castellano—. De acuerdo a costumbre de Dejlad, ya era adulta. Temido 21 de septiembre llegó pronto, y debí prepararme para primera "inspección" de mi vida...

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Faltaban tres horas para la llegada de la comisión. En el dormitorio de la niñas, las tres hermanas Basescu —Anca, Katerina y Anuska— estaban ya reunidas. Poco después, Doina Basescu asomó la cabeza y les dijo a sus tres hijas que ya debían desnudarse.

Temblando y transpirando, intentando no llorar, Anuska comenzó a desvestirse. Con manos que no le respondían, se quitó el chalequito de piel, la blusa de lino, la falda y la enagua, y quedó completamente desnuda. Su madre Doina entró a la habitación con una palangana, una vasija con agua jabonosa, una brocha y una navaja. Hizo que Anuska se acostara en la cama con las piernas separadas, y con cuidado procedió a afeitar los pocos vellos púbicos que encontró. Luego le dijo que se pusiera de pie, y le juntó las manos por detrás de la espalda, mientras le hablaba con dulzura, intentando tranquilizarla. Anuska empezó a llorar. Su madre le dijo con una voz muy suave que nada malo le ocurriría. Nadie había muerto por la "inspección". Con una cinta, le ató las manos a la espalda, a la altura de las muñecas, y le dio un beso en la mejilla. Luego repitió todo este procedimiento con Anca y Katerina, que ya habían pasado por otras "inspecciones". Finalmente, la propia Doina se desnudó, afeitó su pubis, y llamó a la abuela Simona, para que le atara las manos a la espalda. La abuela Simona —que ya tenía 69 años— lo hizo rápidamente, y se marchó. Las cuatro mujeres se quedaron en el dormitorio, sentadas en una de las camas, aguardando la llegada de la comisión. Katerina sollozaba quedamente, lo que no resultaba alentador para la primeriza y aterrorizada Anuska.

Afuera en el patio, el clima era completamente otro. Cuatro de los hermanos Basescu tomaban cerveza y esperaban impacientes la hora de partir, para integrarse a sus respectivas comisiones. Los dos mayores no estaban allí. Calin, de 28 años, se había casado, y vivía al otro lado del bosque. Mircea, de 23, se hallaba en Bucarest, cursando estudios universitarios. La remesa que papá Panait le enviaba mensualmente, provenía del buen dinero que se había obtenido con el casamiento de Ruxandra.

En el patio, Ilie de 19 años, Mihai de 18, y los mellizos Ion y Lucian de 15, bromeaban e intercambiaban los clásicos chistes de la ocasión. Ion y Lucian, en especial, estaban realmente excitados. Era la primera vez que los elegían para integrar una comisión, y no veían la hora de partir.

Al mediodía se oyó una carreta que llegaba. La abuela Simona entró al dormitorio y les anunció a madre e hijas que la comisión había llegado. Las cuatro mujeres salieron al jardín.

Cuando Anuska pudo divisar a los tres hombres que habían llegado en la carreta, el corazón le dio un vuelco.

No conocía a dos de ellos. Uno bajito de grandes bigotes, y otro bastante rechoncho y semicalvo. Pero el tercero de ellos era Nichita Istrati, un muchacho de unos veinticinco años, que vivía a pocas casas de allí. A Anuska le desagradaba. Cada vez que la veían pasar, el sinvergüenza y sus amigos hacían comentarios maliciosos sobre sus senos.

Las cuatro mujeres fueron rápidamente subidas a la carreta y alojadas en la parte de atrás. Como tenían las manos atadas a la espalda, los hombres tuvieron que ayudarlas. El joven Istrati no perdió el tiempo con Anuska, aprovechando el momento para toquetearla todo lo que le permitió la situación.

Las cuatro mujeres se sentaron directamente en el piso y la carreta se puso en marcha rumbo al bosquecillo. El joven Istratí volteaba a cada rato, y con una semisonrisa paseaba su vista por las cuatro mujeres desnudas. Siempre terminaba deteniéndose en los grandes pechos de Anuska. Ésta, abrumada de vergüenza, bajaba la cabeza todo lo que podía, como si quisiera cubrirse con ella los senos. Se sentía indeciblemente desdichada e indefensa, sin siquiera poder utilizar las manos.

Al cabo de diez minutos, la carreta se detuvo en un claro del bosque, y las cuatro mujeres fueron bajadas. Anuska tuvo que soportar otra vez el descarado manoseo de Nichita Istrati.

Había dos hombres esperando.

Uno de ellos era Marin Blaga, un tendero de cuarenta y tantos años, corpulento y rudo, conocidamente alcohólico. Anuska sabía que el hombre solía gastar casi todo su dinero en los prostíbulos del pueblo.

El otro hombre, que parecía ser el jefe de la comisión, les ordenó arrodillarse en el pasto y bajar la cabeza. Nomás verlo, Anuska sintió que nada bueno podía esperar.

Eugen Dragomir vestía completamente de negro. Casaca, pantalones y botas. Con su cabeza rapada y su voz de trueno, el señor Dragomir no infundía respeto, sino temor.

Si el pasaje bíblico que responsabiliza a Eva de la expulsión del Paraíso nunca hubiese sido escrito, el señor Dragomir se hubiera encargado de escribirlo.

Si la leyenda mitológica que culpa a Pandora de haber liberado del cofre todos los males del mundo no hubiera sido inventada, el señor Dragomir se hubiera encargado de crearla, y difundirla.

Tal la opinión del señor Dragomir acerca de las mujeres.

El señor Dragomir señaló a Doina, y Marin Blaga, el tendero alcohólico, se acercó y la levantó del brazo. Con la madre de Anuska tomada del brazo, se internó en el bosquecillo para llevarla al sitio en que se llevaría a cabo la inspección.

El señor Dragomir permaneció un rato observando a las tres muchachas desnudas, arrodilladas en el pasto. De inmediato reparó en la jovencita rubia, de enormes pechos.

El señor Dragomir frunció el seño. Él ya conocía a ese tipo de ramerillas baratas. Seguramente su madre ya le habría enseñado cómo sacar partido de sus pechos, cómo utilizarlos para atraer a algún pobre hombre y arruinarle la vida.

Una mocosa que tal vez estuviera lista para manipular a otros hombres, pero no a él. No a Eugen Dragomir.

Marin Blaga regresó un par de minutos después, y ambos hombres estuvieron hablando en voz baja mientras miraban a las tres jóvenes. Luego se internaron en el bosquecillo para dar comienzo a la inspección.

Al cabo de veinte minutos, el señor Blaga volvió con Doina y la hizo poner en la misma posición de antes.

Se acercó a Anca y la tomó del brazo. Katerina, al lado de Anuska, comenzó a sollozar.

El señor Blaga se llevó a Anca hacia el bosquecillo.

En un claro del bosque habían dispuesto una mesa para realizar la inspección. Le ordenaron a Anca subir a la mesa y arrodillarse con las manos detrás de la nuca. Y de inmediato se abocaron a inspeccionarle los pechos.

Veinte o treinta minutos después, Anuska vio al señor Blaga regresar con Anca y dejarla en el mismo lugar de antes, en la misma posición.

El tendero se acercó a Katerina, que de inmediato comenzó a llorar. La tomó del brazo y se llevó a la aterrorizada muchacha casi a la rastra.

Una media hora después, había concluido la inspección de Katerina. El señor Blaga regresó con ella y la dejó en el mismo lugar. Anuska vio a su hermana pálida y en estado de shock, y se puso muy nerviosa.

Era el turno de Anuska. El tendero se dirigió a la aterrorizada jovencita, la tomó del brazo y la hizo ponerse de pie. Echó una mirada lasciva a sus pechos, grandes y redondos, y se la llevó también a la rastra. Anuska empezó a llorar sin saber lo que podía esperar.

Sus temores resultaron fundados. Apenas habían ingresado en el bosquecillo, el señor Blaga empezó a manosearla. Anuska sintió que una manaza le atrapaba el pecho izquierdo y lo estrujaba, mientras el lascivo tendero le besaba el cuello y le echaba en la cara todo el aliento a alcohol.

Anuska lanzó un grito. El señor Dragomir apareció de inmediato.

—¿Qué diablos está ocurriendo acá? —preguntó.

Anuska alcanzó a balbucear:

—Yo... el señor Blaga...

Sin demasiado énfasis, el señor Dragomir desaprobó la conducta de Marin Blaga. Y de inmediato, clavó una mirada durísima en Anuska.

—Será mejor que no empieces a causar problemas, niña malcriada —le dijo el señor Dragomir, con su voz de trueno—. ¿Has entendido?

—Sí... señor... —balbuceó Anuska temblando como una hoja.

Los dos hombres condujeron a Anuska hasta un claro en el bosque. Apenas llegaron, el joven Nichita Istrati miró sonriente a Anuska clavando su mirada en los senos de la muchacha.

Uno de los hombres que habían pasado con la carreta —el bajito de grandes mostachos— le desató las manos, y el señor Dragomir le señaló la mesa.

—Sube allí y ponte de rodillas. Y será mejor que obedezcas en todo.

—Sí, señor —dijo Anuska subiéndose a la mesa.

—Levanta los brazos y pon las manos detrás de la nuca —le ordenó el señor Dragomir, con su voz de trueno.

—Sí, señor... —dijo Anuska con un hilo de voz.

Los cinco hombres empezaron a inspeccionar los pechos de Anuska, que cerraba los ojos muerta de vergüenza. El señor Dragomir tomó fuertemente los pezones de la asustada adolescente y tironeó de ellos en todas direcciones, una y otra vez, hacia arriba y hacia abajo, y luego a izquierda y a derecha. Anuska soportaba estoicamente, mientras cada centímetro cuadrado de sus pechos quedaba expuesto a la inquisitiva mirada de los inspectores.

Al cabo de diez minutos, los cinco hombres estuvieron de acuerdo en que no se veía ningún enrojecimiento sospechoso en los senos de la jovencita.

—Ponte de espaldas sobre la mesa. —le dijo el señor Dragomir—. Pon las manos a los costados de la cabeza, bien apoyadas en la mesa. Y será mejor que no las saques de allí.

—Sí, señor... —dijo Anuska obedeciendo de inmediato.

—Levanta las piernas —dijo el señor Dragomir, implacable. Anuska lo hizo, sintiendo tanta vergüenza que empezó a llorar.

A una indicación de Eugen Dragomir, el bajito de bigotes y el rechoncho semicalvo se ubicaron a cada lado de la mesa, y cada uno tomó una de la piernas de Anuska. Las separaron y las echaron bien hacia atrás, hasta que las nalgas de la muchachita quedaron totalmente despegadas de la mesa. Anuska quedó con las piernas por encima de su cabeza, sus pies apuntando hacia el cielo, y toda su entrepierna bien expuesta a la luz del sol.

El propio señor Dragomir tomó unas tijeras comunes y empezó a cortar los hilos de la vulva infibulada de la atemorizada jovencita. ¡Chac, chac, chac!

Al tercer "chac", Anuska sintió la punta de las tijeras rozando peligrosamente su vulva. Instintivamente despegó las manos de la mesa y las extendió hacia su entrepierna.

Fue todo lo que necesitó el irascible señor Dragomir para decidir que era hora de disciplinar a la

rebelde jovencita. Antes que ésta pudiera advertirlo...

¡¡¡Pafff!!!

La manaza del señor Dragomir se estrelló violentamente sobre la blanca piel de Anuska.

Pero no en la cara...

—¡Aaaayyyy! —gritó Anuska, sintiendo como si un millón de agujas se hubieran clavado en uno de sus pechos.

—¡Ni se te ocurra volver a interrumpirme, niña malcriada! —rugió el señor Dragomir.

Anuska empezó a llorar, mientras una zona roja quedaba claramente marcada en su pecho izquierdo.

El señor Dragomir, sin inmutarse, continuó con su faena, tijera en mano. ¡Chac, chac, chac!

Poco después, sintiendo otra vez el roce de la tijera en su vulva, la aterrorizada Anuska hizo un ligero amague de juntar la piernas. La respuesta del señor Dragomir no se hizo esperar.

¡¡¡Paaafff!!!

Otro bofetón, más furibundo que el anterior, se estrelló sin misericordia en el otro pecho de Anuska.

—¡¡Aaaaayyy...!! —gritó Anuska desesperada.

El señor Dragomir continuó con su trabajo, totalmente insensible a las lágrimas de la desesperada adolescente.

Cuantas veces Anuska hizo el menor amague de juntar las piernas o despegar las manos de la superficie de la mesa, el señor Dragomir le aplicó un terrible, furibundo bofetón a uno de sus pechos. Y continuó con lo suyo.

Una vez cortadas todas las suturas, el señor Dragomir tomó una pinza, y procedió a quitar los cabos de hilos. Sacaba cada uno dando un fuerte tirón, sin la menor delicadeza, como si descosiera un zapato viejo. El bosque se llenó de los ayes de Anuska, mientras el señor Dragomir continuaba implacable con su trabajo, abofeteando los pechos de la aterrorizada muchacha cada vez que ésta hacía el menor ademán de intentar proteger su vulva.

Al cabo de cinco minutos, todos los hilos habían sido quitados, y los pechos de Anuska habían quedado enrojecidos como dos tomates maduros.

Ahora, por primera vez desde que naciera, la vulva de Anuska estaba abierta, después de catorce años y tres meses de haber estado fuertemente sellada.

Los cinco hombres se inclinaron a observar. No es fácil decidir si la vergüenza de Anuska era mayor que su terror, o bien al revés. Con gruesos lagrimones corriéndole por las mejillas, cerró fuertemente los ojos como si quisiera no estar allí, mientras oía las voces de los hombres.

—Se ve todo bastante normal, en mi opinión —dijo el bajito de bigotes.

—Tampoco observo nada sospechoso —concordó el rechoncho semicalvo.

Marin Blaga y Nichita Istrati asintieron, en realidad más interesdos en mirar los exuberantes pechos de Anuska que en buscar sospechosas zonas enrojecidas.

No conforme con esta primera observación, el señor Dragomir tomó entre el pulgar y el índice de cada mano los dos labios de la vulva de la jovencita, y los separó violentamente hacia los lados. La entrada vaginal de Anuska quedó completamente expuesta.

Los cinco hombres se inclinaron a inspeccionar.

—Aguarden. ¿Esto de acá qué es...? —preguntó de pronto el gordo semicalvo, apoyando un dedo casi a la entrada de la vagina.

—No lo sé —dijo el hombrecito de mostachos, observando una pequeña zona rojiza—. Podría ser una mancha de nacimiento...

Ante la duda, el señor Dragomir optó por hacer lo que debía hacerse en esos casos. Envió al joven Nichita Istrati a que trajera a los cinco miembros de la comisión más cercana para tener una segunda opinión. El muchacho partió en busca de tal comisión, que realizaba su trabajo en otro claro del bosque.

Diez minutos depués, cinco hombres llegaron y se sumaron a la observación. Anuska cerró los ojos muy fuerte, sin siquiera querer saber quiénes eran.

Los diez hombres estuvieron cavilando un buen rato y turnándose para observar. Incluso se ayudaron con un pequeño espejo para dirigir adecuadamente los rayos del sol.

Finalmente concluyeron en que se trataba de una simple mancha de nacimiento.

El señor Dragomir les agradeció y les dio la mano, y los cinco hombres se fueron para continuar con su propia "inspección", en otro sector del bosque.

—Ahora date la vuelta —le dijo el señor Dragomir a Anuska—. Apoya la cabeza en la mesa y levanta el trasero.

Anuska obedeció de inmediato.

—¡¡Bien arriba el trasero, niña malcriada!! —rugió el irascible señor Dragomir, propinándole un furibundo manotazo en la nalga derecha.

—¡¡Aiaaa...!! —fue todo lo que salió de la boca de la pobre muchachita.

Con su cara aplastada sobre la superficie de la mesa y soltando gruesos lagrimones, Anuska se esforzó por levantar la cola todo lo que pudo, sin creer que fuera posible levantarla más.

El señor Dragomir puso sus dos pulgares en el surco y separó enérgicamente ambos glúteos. Los cinco hombres procedieron a inspeccionar la zona del ano de la pobre Anuska.

El señor Dragomir le propinaba un fuerte palmotazo en la nalga cada vez que Anuska amagaba a bajar la cola o, simplemente, a quejarse.

De pronto, Anuska sintió que dos dedos se posaban a los lados de su orificio anal, y lo abrían brutalmente. A duras penas consiguió no emitir una queja...

Al cabo de diez minutos, y luego de muchas observaciones y comentarios, los cinco hombres acordaron en que no se veía ninguna señal de enrojecimiento o irritación alguna.

Por fin, luego de cincuenta minutos que para la pobre Anuska habían durado una eternidad, la comisión dio por terminada la inspección.

Anuska, arrasada en lágrimas, con sus pechos y nalgas enrojecidas, y sus pezones, vulva y ano doloridos, fue bajada de la mesa. El señor Blaga la tomó del brazo y los cinco hombres se dirigieron a donde esperaban Doina y dos de sus hijas.

El señor Dragomir ordenó a las cuatro mujeres ponerse de pie. Como era de rigor, debieron agradecer al señor Eugen Dragomir y al señor Marin Blaga, por haberlas inspeccionado a conciencia. Luego fueron subidas a la carreta. Anuska lloraba sin poder parar, mientras su madre hacía lo posible por consolarla.

Los mismos tres hombres que habían pasado a recogerlas, las llevaron de vuelta a casa. Como en el viaje de ida, Nichita Istrati volteaba a cada instante para continuar mirando los pechos de Anuska. Ésta bajaba la cabeza y se apresuraba a cubrirse pudorosamente cada vez que ello ocurría. Al menos ahora podía cubrirse los senos y el pubis con las manos. Esto, lejos de disminuir el lascivo interés del joven Istrati, parecía aumentarlo.

Apenas llegaron a la cabaña, y cuando aún la carreta no había terminado de detenerse, Anuska fue la primera en bajar corriendo, casi pisoteando a sus hermanas. Había empezado a correr hacia la cabaña, cuando su madre Doina la llamó, y la hizo regresar para que agradecieraa a los tres hombres por haberla inspeccionado. Doina sabía que esto era terriblemente penoso para su pobre hija, pero no podía hacer nada para liberarla de esta formalidad obligatoria.

Hecho esto, Anuska corrió hacia la cabaña, se metió en su habitación, y se puso encima lo primero que encontró. Se quedó acurrucada en su cama, temblando. Y rompió a llorar sin poder parar.

Por la ventana oía las voces de Ion y Lucian. Los mellizos, exultantes, comentaban entre risitas y exclamaciones, las distintas alternativas de su primera experiencia como inspectores.

De inmediato apareció Doina en el dormitorio, sin siquiera haberse vestido, y estrechó a Anuska entre sus brazos, hablándole con ternura y diciéndole lo valiente que había sido. La mantuvo así durante diez minutos. Anuska se fue tranquilizando de a poco, y Doina se fue a su habitación a ponerse algo encima.

Un par de horas después, apareció el médico de la zona con aguja e hilos, y las vulvas de las tres hermanas volvieron a quedar fuertemente selladas. Permanecerían así hasta dentro de seis meses, cuando llegara el momento de una nueva "inspección".

La semana siguiente recibieron la visita de Ruxandra, con su marido Traian, y las dos niñas que ya habían tenido. Llevaban tres años y medio de casados y Ruxandra iba ya por su tercer embarazo.

En Dejlad, las mujeres pasaban mucho tiempo embarazadas. Para los hombres era una cuestión de masculinidad tener embarazadas a sus esposas. Doina, la madre de Anuska, a los 46 años, iba por el decimooctavo embarazo. Hasta ahora, había perdido tres embarazos y dado a luz ocho hijos (además de seis niñas, dicho sea de paso).

En un momento en que las seis mujeres quedaron solas, Ruxandra confesó que estaba muy preocupada por la posibilidad de tener otra niña.

Su madre Doina, las tres hermanas —Anca, Katerina y Anuska— y la abuela Doina, intentaron tranquilizar a la atribulada Ruxandra, asegurándole que sin dudas había un varón en su vientre.

Una de las preocupaciones de todas las mujeres de Dejlad era dar hijos varones. Cada hija mujer era una frustración para la familia. A tal punto, que si los tres primeros alumbramientos de una joven esposa eran niñas, sin haber dado ningún varón, el marido tenía el derecho de repudiarla y tomar otra esposa.

En cuanto a la mujer repudiada, no siendo ya virgen (y sin posibilidad, por tanto, de volver a casarse) debía regresar a casa de sus padres, indeciblemente humillada.

¡Con lo que había costado casarla, y ahora volvía para quedarse allí definitivamente, y con tres niñas a cuestas...! Era desastroso... Para empeorar las cosas, no era raro que la familia del desilusionado marido, exigiera la devolución del dinero o una parte de él.

Era comprensible que la mayoría de las jóvenes esposas repudiadas eligiera no volver. Por lo general, terminaban sus días en los prostíbulos del pueblo.

En un aparte, la atribulada Ruxandra —a pesar de lo pudorosa que era— confesó a su madre que creía que su tendencia a dar niñas se debía a que a veces había gozado durante el coito.

En Dejlad, el goce sexual de la mujer era algo muy mal visto, propio de una mala esposa, o de una prostituta. Una buena esposa debía preocuparse por el placer de su esposo, y por darle hijos varones. Las comadres tenían creencias y supersticiones que Anuska había escuchado más de una vez.

Una de ellas decía que cuando una mujer daba a luz una niña, se debía a que Dios la había castigado por haber gozado.

Como todas las jóvenes esposas, Ruxandra hacía lo posible por no gozar durante el coito, esperando que ello la ayudara a tener un varón.

Doina, que era una mujer muy inteligente, le dijo a su hija que no hiciera caso de tales cosas. Eran habladurías de viejas. Y que todas ellas en casa rezarían para que tuviera un varón.

Pasaron un par de semanas, y Anuska estaba como tantas veces sentada en el alféizar de la ventana, observando los bosques, reflexionando sobre todo lo acontecido en las últimas semanas.

Y entonces, cuando aún no se había respuesto de su primera "inspección", Anuska se enteró que tanto el joven Nichita Istrati, como el tendero Marin Blaga, habían hablado con su padre.

Y la habían solicitado en matrimonio.

(Continuará)