El oasis de Jufrah (11)

Isabel y su madre Julia son traficadas al Medio Oriente y vendidas en un mercado de esclavas. Allí se encuentra el Sheik Abdul Nassim Rahman.

EL OASIS DE JUFRAH (XI)

  1. Isabel y Julia en el mercado de esclavas.

En los paradisíacos dominios del Sheik Abdul Nassim Rahman, la bella esclava Isabel continuaba su relato. Su amiga, la rubia Anuska, la escuchaba cn verdadero interés.

—El viaje en la parte trasera del pequeño camión, maniatadas y amordazadas, fue un suplicio —dijo Isabel—. Todo fue ocurriendo muy rápido. Dos horas después estábamos en la oscura y maloliente bodega de un barco, hacinadas y aseguradas como ganado, sin saber a dónde nos llevaban. No teníamos noción del paso del tiempo, pero viajamos por varios días. Nos alimentaban con sobras, y hacíamos nuestras necesidades en algún rincón. El viaje duró una eternidad. Nos bajaron del barco por la noche, quién sabe en qué lugar del mundo, y nos subieron a un camión. Otra vez atadas y echadas en el suelo, sucias y desgreñadas. Cuando ya salía el sol, llegamos a una gran finca, seguramente de alguien muy adinerado. Nos bajaron y nos encerraron en un galpón. Allí estuvimos tres días, mal alimentadas y siempre recibiendo amenazas de gente cuyo idioma no entendíamos. Pero al menos encontramos una canilla que soltaba un poco de agua, para poder asearnos un poco. Al tercer día nos subieron a un pequeño camión. En ese momento no lo sabía, pero estábamos en Arabia Saudita, y nos llevaban a un pequeño pueblito en medio del desierto. A un mercado clandestino. Un mercado de esclavas... ..................................

El tosco vehículo traqueteaba por una polvorienta carretera de tierra. Arrumbadas en la parte trasera, Isabel y las demás muchachas se preguntaban qué destino las aguardaba.

Isabel, en particular, mantenía abrazada a su madre, mirándola con preocupación.

Hacía diez días que Julia no recibía una dosis, y parecía perdida y ajena a todo, al borde del colapso. Como varias de la chicas, Julia estaba completamente desnuda. A veces, en su desesperación, abría instintivamente las piernas, bien separadas, como si estuviera en el despacho del señor Valentini y pudiera recibir su premio... Isabel no sabía qué más hacer, viendo tan penoso espectáculo.

Al cabo de media hora, el camión se detuvo en un pequeño poblado. Un corpulento hombre de bigotes, con cara de pocos amigos, las hizo bajar. Las llevó a lo que parecía un pequeño establo de animales y las dejó allí.

El hombre volvía cada tanto, provisto de una gruesa fusta, para controlar que las muchachas se mantuvieran calladas y tranquilas y todo estuviera en orden.

Volvió por quinta vez, y entonces cinco chicas no soportaron más. Empezaron a gritar, a chillar y a querer huir de allí. Ante semejante conato de histeria, que podía resultar contagiosa, el hombretón no dudó. A fustazos y empujones las fue arreando hasta un rincón. Allí continuó azotándolas, hasta que las muchachas quedaron amontonadas, unas sobre otras, intentando escapar a los golpes.

Las tomó del brazo una por una, y las hizo arrodillar sobre el piso en el centro del establo. Allí les hizo gestos de que extendieran las manos, con las palmas hacia arriba. Se puso delante de la primera chica de la fila, levantó la fusta y...

¡¡Chasss!!

El cruel instrumento restalló como un relámpago y se estrelló sobre la palma de la mano derecha de la desdichada muchacha. La chica lanzó un chillido y se agarró la mano con desesperación, gritando y llorando.

El hombretón se corrió de lugar, levantó la fusta sobre la palma de la chica de al lado y...

¡¡Chasss!! La pobre jovencita lanzó un aullido desgarrador y se quedó hecha un ovillo, con las manos entre los muslos.

El implacable guardián continuó con las otras tres chicas, a cuál más aterrorizada, sin mostrar la más mínima compasión. ¡¡Chasss!! ¡¡Chasss!! ¡Chasss!!

Cada fustazo hacía estremecer a Isabel, que observaba enmudecida, al igual que las demás muchachas.

Las cinco chicas castigadas habían quedado en el centro de la estancia, llorando y agarrándose la mano lastimada.

Sin apiadarse de ello, el guardián tomó del brazo a la primera muchacha y la hizo poner nuevamente de rodillas, esta vez con la mano izquierda al frente, con la palma hacia arriba.

¡¡Chasss!! Otra vez un furibundo golpe con el cruel instrumento se descargó implacable sobre la palma indefensa de la muchacha.

El hombre siguió con la chica de al lado. ¡¡Chasss!! Luego a la de al lado. ¡¡Chasss!!

Y así con las otras dos.

Cuando las muchachas creían que todo había terminado, y se retorcían agarrándose las manos con desesperación, gritando y llorando, el hombre volvió a tomarlas del brazo, y las arrastró nuevamente al centro del establo.

Allí las hizo ponerse en cuatro patas y levantar un pie hacia atrás, mostrando la planta desnuda.

La primera de las chicas empezó a llorar y suplicar, de sólo pensar lo que le aguardaba.

El hombre apoyó la fusta sobre la planta desnuda, levantó el instrumento por encima de su hombro y...

¡¡Chasss!! La chica lanzó un grito que erizó los cabellos de Isabel, y se quedó hecha un ovillo en el suelo, tomándose desesperadamente el pie lastimado.

Y así continuó el implacable guardián con las demás muchachas. Todas quedaron tiradas en el piso, aullando y llorando, agarrándose el pie tan brutalmente maltratado.

No conforme con todo esto, el desalmado guardián volvió a tomar a la primera chica del brazo, y la hizo colocarse otra vez en cuatro patas. Le ordenó levantar el otro pie, el izquierdo, nuevamente con la planta hacia arriba.

¡¡Chasss!!

Al cabo de diez minutos, el hombre se marchó, dejando a las cinco chicas echadas en el suelo, tomandose con desesperación los pies lastimados.

Luego de semejante demostración, cualquier atisbo de rebeldía o histeria por parte de las muchachas desapareció por completo. Todas a partir de allí se mostraron completamente dóciles y obedientes.

Isabel, confundida entre las demas chicas, estaba aterrirozada. Alcanzaba a oír voces y murmullos que provenían del exterior, que iban creciendo en volumen. Parecía estar reuniéndose mucha gente allá afuera, pero no atinaba a imaginar qué estaba ocurriendo.

De pronto la puerta volvió a abrirse, y la silueta de otro hombre, éste más pequeño y delgado, se dibujó a contraluz. El hombre se acercó a las muchachas y empezó a hablarles en castellano, para sorpresa de todas. Preguntó a cada una cómo se llamaba y qué edad tenía. Fue anotando todo en un cuaderno, y luego se retiró.

Al rato volvieron ambos hombres —el que hablaba castellano y el temido guardián— con un tercero, el cual parecía ser el jefe.

Éste vestía el kandora, la túnica blanca típica del país, y traía una pila de pequeños carteles de madera bajo el brazo. Cada cartel tenía un cordel. Eran en total dieciseís letreros, tantos como mujeres había allí.

El hombre, un inescrupuloso mercader de esclavas, tomó a una de las muchachas del brazo y de un tirón la obligó a incorporarse. Hizo lo mismo con la que estaba al lado. Y con la siguiente. Y luego con Isabel. Y con Julia. Y luego con otra chica. Y otra más. Cuando tuvo a todas de pie, las hizo ponerse en fila, una al lado de la otra.

Algunas de las chicas habían estado desnudas todo este tiempo, desde el momento en que habían sido arrancadas de sus camas, allá en el club "Paradise" de Buenos Aires. Nadie se había preocupado por proveerlas de vestimenta alguna. Las más afortunadas, Isabel entre ellas, conservaban, al menos, alguna precaria prenda encima. Un camisón sucio y deshilachado, o una enagua ya reducida a jirones. Otras apenas conservaban trozos o jirones de tela, con los que intentaban a duras penas cubrir su desnudez. Y al menos la mitad de ellas, estaban simplemente como habían venido al mundo.

Sin la menor consideración, el mercader despojó bruscamente de sus pocas prendas a las que aún conservaban alguna.

Cuando todas estuvieron desnudas, el hombre —siguiendo las indicaciones del ayudante que hablaba español— les fue colgando un cartel del cuello a cada muchacha. Como estaban escritos en caracteres arábigos, Isabel no pudo saber que decían exactamente. Cuando todas estuvieron con su correspondiente letrero colgando del cuello, las hizo salir del galpón en fila india.

Atravesaron un callejón, y por una pequeña entrada ingresaron a lo que parecía ser una enorme carpa; un gran pabellón, levantado precariamente con estructuras de madera y grandes porciones de lona.

Apenas traspusieron la entrada se encontraron en la parte de atrás de un pequeño entarimado de madera, de metro y medio de altura. Y frente a él, del otro lado, esperando ansiosos y exprectantes, una multitud de hombres. Hombres árabes, la mayoría con su típicas vestimentas y tocados; otros de camisa y pantalones, más occidentalizados. Todos de rostro cetrino y nariz aguileña, típicos rostros del desierto.

El mercader llevó a las asustadas muchachas a un costado del tablado y allí las hizo sentar en el suelo, una al lado de la otra, a un metro de distancia entre ellas.

Enseguida se formó un remolino de hombres, que empezaron a pasearse en torno a las jovencitas, deseosos de observar la mercancía. Ante semejante aluvión, algunas de las muchachas ya no pudieron soportar más y rompieron a llorar, entre ellas la misma Isabel.

Algunos de los posibles compradores se agachaban un poco para observarlas mejor. Aunque no les estaba permitido tocar la mercancía, podían observarla y apreciarla, antes que fueran ofertadas sobre el tablado. Algunas de las chicas sollozaban en silencio, bien de vergüenza ante tanta exposición, bien de desesperación ante su incierto destino.

El guardián de bigotes las vigilaba, celosa, implacablemente, cuidando que ninguna hiciera el menor ademán de cubrirse. Exhibir la mercancía era muy importante.

Isabel permanecía arrodillada, volcada hacia la derecha, procurando mantener las piernas muy juntas. Mantenía su mirada en el suelo, intentando no ver a todos esos hombres que con la mayor naturalidad la observaban en detalle, como si fuese un objeto.

De pronto, un hombre de túnica marrón, con un delgado bastón de caña, se paró delante de Isabel. Permaneció unos segundos observándola, y de pronto apoyó la punta del bastón sobre lo dedos del pie izquierdo de la jovencita. La punta del bastón empezó a deslizarse por el borde del pie, pasó por el tobillo, y empezó a recorrer la pantorrilla. Isabel estaba petrificada, mirando la punta del bastón, sin atreverse a levantar la mirada. La punta del bastón continuó su recorrido. Pasó por la rodilla y empezó a subir por el muslo. Subía muy lentamente, dirigiéndose a la entrepierna. Isabel no se atrevía a cambiar de posición, por miedo a despertar el enojo del irascible guardián. La punta del bastón subió por el muslo hasta llegar a la entrepierna. Isabel sintió que el bastón intentaba separarle ambos muslos. Intentó mantenerlos muy juntos, fuertemente apretados, pero el hombre con su bastón se los separaba, dejando a la vista parte de la vulva sonrosada. Isabel soportaba esta impiadosa violación de su intimidad con los ojos vidriosos y la mirada gacha, conteniendo las ganas de gritar o llorar. La punta del bastón siguió avanzando, y se metió de lleno en el pubis de Isabel, sin que ésta pudiera hacer nada para evitarlo. La punta del bastón se fue hundiendo en regiones cada vez más recónditas y empezó a entrar y salir, una y otra vez. Isabel nada podía hacer. Sólo atinaba a apretar inútilmente los muslos, como única defensa. Al cabo de un par de minutos, el bastón pareció satisfecho de esta inspección. El hombre soltó una risita, y siguió caminando y mirando a las otras chicas.

Apareció el mercader. Tomó del brazó a la primera muchacha de la fila, una delgada joven de cabello castaño y pechos pequeños, y se la llevó a la rastra. La hizo subir por una precaria escalera improvisada con cajones de frutas, hasta el entarimado. Hubo aplausos y exclamaciones generales de parte de la concurrencia, cuando la chica apareció allí.

Isabel miraba desde lejos lo que iba ocurriendo. El hombre había colocado a la chica, que lloraba a mares, de frente al público, en el centro del tablado. Había tomado el letrero que colgaba de su cuello y lo había corrido a la espalda, para que los concurrentes pudieran observarla mejor.

Después de un rato, hizo girar a la llorosa muchacha, para que quedara de espaldas al público. Isabel observaba todo esto desolada. El mercader manoseaba a la chica como si fuera un mueble. Después la hizo agacharse, para que los presentes pudieran observar sus nalgas. De vez en cuando, con sus habilidades de buen vendedor, hacía algún comentario que hacía reír a todos los hombres.

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Mientras esto ocurría en el entarimado, un hombre alto y de facciones rectilíneas, ricamente ataviado, se paseaba indolentemente por los alrededores.

El Sheik Abdul Nassim Rahman, gran jeque del oasis de Jufrah, había venido desde sus dominios, acompañado de su primer visir, con la intención de adquirir alguna muchacha para su harén. Distraídamente observaba a las que estaban en exhibición, sentadas en el piso, aguardando para ser subastadas.

De pronto se detuvo en seco, y se quedó observando a una de ellas. El cartel que pendía de su cuello rezaba: "ISABEL. 18 AÑOS. BASE: 10.000 RIALES"

El Sheik se puso en cuclillas y observó a la jovencita con verdadero inerés. Puso un dedo índice debajo del mentón de la joven y le hizo levantar un poco la cabeza. La chica parecía muy asustada y permanecía con la mirada gacha.

"Bonita muchacha", pensó el Sheik, recorriendo todo el cuerpo de la joven con atención, y volviendo a mirar su rostro. Mezcla de español con indígena americano. Centroamérica o norte de Sudamérica...

Porque el Sheik Abdul Nassim Rahman era un estudioso de las razas y tipos humanos. Difícilmente se equivocara si se trataba de hombres. Pero si se trataba de bellas mujeres, su ojo de conocedor tenía la precisión de un gourmet, de un catador de vinos...

Como la chica había empezado a llorar, el Sheik le pasó un dedo por la mejilla y no la molestó más.

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Isabel se sentía muy cohibida ante el desfile de hombres que iban y venían, paseándose alrededor, deteniéndose de vez en cuando, observándola a ella y a las demás chicas.

Apenas podía creer lo que estaba sucediendo. Esto era un mercado de esclavas. Y ella y su madre Julia estaban allí para ser vendidas...

Isabel estaba desesperada. Uno de los hombres le había hecho levantar un poco la cabeza y le había clavado la mirada. Isabel había empezado a llorar. El hombre le había acariciado la mejilla, se había vuelto a poner de pie y se había alejado.

De pronto el mercader se acercó a Isabel y la tomó del brazo. La puso de pie, le acomodó el letrero y se la llevó hacia el entarimado. Isabel intentó una debil resistencia, pero el hombre se la llevó a los tiropnes, y la hizo subir por la precaria escalera.

Isabel se encontró de pronto allí arriba, con sólo el pequeño letrero colgando del cuello como única excepción a su completa desnudez, expuesta a la mirada de centenares de hombres. Hizo un intento de cubrirse los pechos y el pubis con las manos, pero el mercader se las hizo retirar de un violento manotón. Isabel bajó la cabeza y empezó a llorar. Varios hombres rieron.

El mercader le quitó el letrero y empezó a hablar a la interesada clientela.

Se puso detrás de Isabel y aprisionó los redondos pechos en sus manos toscas y huesudas, un pecho en cada mano, haciendo que quedaran apuntando hacia el público. El mercader hablaba y gesticulaba, mientras los estrujaba. Tomó los pezones de Isabel y los tironeó hacia afuera, y dijo algo. Todos los concurrentes estallaron en una gran carcajada.

Luego hizo que Isabel se pusiera de espaldas al público, y empezó a estrujarle las abundantes nalgas. Como buen vendedor, hacía todo esto mientras se dirigía a la concurrencia, provocando más risas y comentarios.

Acto seguido, le apoyó una mano en la nuca y la obligó a agacharse. La mantuvo así, mostrando su trasero a los presentes, y palmotéandolos, paf, paf.

Más comentarios del mercader provocaron más risas entre la concurrencia.

De pronto Isabel sintió que el hombre metía una mano entre sus piernas. El mercader le hablaba ahora al público, mientras mantenía agachada a Isabel y pasaba lascivamente un dedo índice por toda su entrepierna, desde el nacimiento de la vulva hasta el ano.

Y más comentarios. Y más risas del púbico. Isabel lloraba de vergüenza y humillación.

El hombre hizo enderezar a Isabel y ponerse otra vez de frente a la concurrencia. Volvió a estrujuar sus redondos pechos, y dijo algo en voz alta y con firmeza.

De inmediato, Isabel notó que un hombre más bien calvo, a un par de metros de escenario, levantaba un dedo índice.

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Lejos del entarimado, desde una de las últimas filas, el Sheik Abdul Nassim Rahman había observado todo el espectáculo con el rostro muy serio. Acababa de hacer una seña a su visir, Raschid Mohammed, para que aceptara el precio propuesto por el mercader. El visir, situado en las cercanías del tablado, había mirado al mercader y había levantado un dedo. El mercader había repetido la cifra alcanzada y acababa de elevrla un poco más.

Un hombre obeso, de traje occidental azul y anteojos oscuros, pero con el típico tocado árabe en la cabeza, miró al mercader y agitó en alto un pequeño periódico. De inmediato el mercader volvió a elevar la cifra, mientras volvía a destacar las cualidades de la mercancía en venta.

Raschid Mohammed miró a su señor, y éste le hizo señas de aceptar el precio. El visir miró al mercader y levántó su dedo índice.

El mercader elevó el precio, y luego de algunos segundos, el hombre obeso, ubicado entre la apretujada multitud, agitó el periódico.

El Sheik, desde su posición en las últimas filas, divisó al hombre obeso y lo observó con verdadero fastidio.

La puja entre ambos hombres se prolongó durante media hora más.

El mercader elevó la cifra, El hombre obeso agitó su periódico.

El mercader volvió a elevar la cifra. Raschid consultó con la mirada al Sheik, y por decimoquinta vez levantó el índice.

Y esta vez, por fin, se hizo el silencio.

Al cabo de treinta segundos, el Sheik Abdul Nassim Rahman miró en dirección al hombre obeso. Pero éste se había marchado.

—Vendida al señor —dijo el mercader, muy satisfecho, señalando a Raschid—, por 21.550 riales.

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Isabel no había comprendido nada de todo lo que había ocurrido. Salvo que había estado sobre el entarimado, expuesta a la mirada de cientos de hombres; que el mercader la había manoseado como si se tratara de un cerdo o un caballo; que había llorado mucho, que los concurrentes habían reído mucho, y que alguien acababa de comprarla.

El mercader la tomó del brazo y la bajó del tablado. Volvieron a cruzar el callejón y la llevó de regreso al establo, en donde ahora dos hombres estaban aguardando. Uno de ellos era un señor algo mayor, semicalvo. Isabel reconoció en él a uno de los hombres que había estado ofertando por ella. El otro era alto, de barba oscura y aparentaba unos cuarenta años. Por la actitud de ambos, Isabel comprendió rápidamente que éste útimo era el más importante de los dos, su nuevo dueño. El mercader permitió a los dos hombres revisar detenidamente a Isabel, antes de cerrar la transacción.

Luego de una rápida inspección, ambos hombres intercambiaron gestos de aprobación. El más bajo y semicalvo sacó una cartera, de la cual extrajo varios fajos de billetes, los cuales extendió al mercader. Éste se tomó su tiempo para contarlos. Los guardó cuidadosamente en algún lugar de su larga túnica blanca, hizo una reverencia a los dos caballeros y se retiró.

A una palabra del hombre más alto, el hombre viejo y semicalvo tomó del brazo a Isabel dispuesto a llevársela de allí.

Recién entonces, Isabel pudo por fin reaccionar. Y de inmediato pensó en su madre Julia. ¿Qué iba a ser de ella, en el estado en que se encontraba, sin nadie para cuidarla?

Un segundo después, Isabel estaba echada a los pies del hombre más alto, llorando convulsivamente y suplicando con desesperación.

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El Sheik Abdul Nassim Rahman miraba a aquella joven, que tan de improviso se había arrojado a sus pies, profiriendo una sarta de frases en español. Palabras que el Sheik no alcanzaba a comprender, pero que sin duda estaban dichas por alguien muy desesperado. Miró a la muchacha, y luego a su visir.

—¿Que está diciendo...? —preguntó el Sheik.

—Al parecer, la mujer que vimos allá, la que se veía vieja y enferma, es su madre... No quiere separase de ella, dice que su salud está muy deteriorada y morirá si la deja sola...

El Sheik volvió a mirar a la joven, que ahora estaba arrodillada ante él, aferrando los pliegues de su túnica.

—Tal vez debamos comprarla,... —musitó el Sheik, mirando a su visir—. No creo que el mercader pretenda más de mil riales por esa mujer...

—Disculpad, oh, señor —dijo Raschid—, pero estaríais cometiendo un grave error. Yo también siento una gran pena por aquella mujer, pero es vieja y enferma. Como vuestro visir, debo desaconsejar su compra. Además de pagar por ella, tendríais que gastar mucho dinero para sanarla. Y aun entonces, sólo os servirá como sirvienta, cosa que no necesitáis. Con ese dinero podríais adquirir otra esclava joven y sana, como esta muchacha...

El Sheik Abdul Nassim Rahman dirigió una mirada hacia el suelo y observó un instante a la muchacha. Desnuda, temblorosa, hecha un ovillo a sus pies, la joven seguía mojándole las botas con sus lágrimas.

—Mi buen Raschid —dijo el Sheik con una sonrisa—, sé que siempre velas por mis intereses. Está bien que así lo hagas. Y es por eso que no te cambiaría por nada del mundo...

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Isabel continuaba allí abajo, acurrucada a los pies de aquel hombre, su nuevo dueño. Nada podía comprender de lo que allí arriba se estaba hablando.

De pronto, las botas que había estado besando y mojando con sus lágrimas se apartaron, dieron media vuelta y se alejaron.

Isabel se quedó allí en el suelo, destrozada, sin parar de llorar. Un hombre, al que Isabel veía por primera vez, se acercó y la levantó del brazo. Le puso una manta encima y la sacó fuera del establo.

Isabel se dejó conducir, demasiado abatida para oponer resistencia. No podía dejar de pensar en su pobre madre. ¿Qué iba a ser ahora de ella?

Llegaron hasta un auto grande y lujoso, de color negro. El hombre abrió la puerta trasera e hizo entrar a Isabel, que no paraba de llorar.

Y entonces, Isabel se quedó estupefacta, creyendo estar ante una visión.

Allí mismo, sentada en el asiento trasero, envuelta en una manta y sin comprender mucho de lo que acontecía, estaba Julia...

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—Por eso siempre estaré agradecida al Sheik —dijo Isabel, con los ojos vidriosos—. Y no hay nada que no esté dispuesta a hacer, para complacerlo. Gastó mucho dinero con mi madre, en atención médica y tratamientos, pero le devolvió la vida. Ella ahora está muy contenta, como una de las empleadas en la cocina. Se la ve saludable y alegre. Y podemos vernos todos los días. Después de todas las penurias que pasamos, esto es el cielo. El Sheik lo hizo, simplemente, porque me vio desesperada, y sintió pena por ambas.

Anuska se quedó un rato pensativa.

—Isabel, ¿tú crees que si yo pido algo a él, algo muy importante, él escuchará a mí? —dijo la bella rumana en su imperfecto castellano.

—¡Oh, claro que si! —contestó Isabel, sin dudarlo—. Es un gran hombre... Si puede concedértelo, sin duda lo hará...

La blonda esclava sonrió.

Anuska no estaba segura de que pudiera obtener del Sheik lo que deseaba pedirle.

En cambio, no tenía dudas que Isabel estaba enamorada de su amo...

(Continuará)