El oasis de Jufrah (10)

Isabel es llevada al club Paradise. Allí el lascivo señor Garreé se divierte con madre e hija. Comienza el periplo de Julia e Isabel hacia los dominios del Sheik Abdul Nassim Rahman.

EL OASIS DE JUFRAH (X)

  1. Isabel en el club "Paradise"

En el paradisíaco oasis de Jufrah, dominios del Sheik Abdul Nassim Rahman, Isabel —bella esclava centroamericana— continuaba confiando sus tumultuosos recuerdos a su amiga, la europea oriental Anuska.

—Cuando cumplí dieciocho años, el señor Valentini decidió ponerme a trabajar en el club "Paradise", en donde ya estaba trabajando mi madre Julia. Había pasado casi un año desde que nos habíamos separado, y yo estaba muy feliz de volver a verla. Pero no resultó como yo esperaba....

...................................................

—Dale, entrá —le dijo el guardaespaldas, abriendo la puerta del despacho del señor Valentini.

Isabel entró temerosamente, y encontró al señor Valentini en su escritorio, hablando por teléfono.

Isabel se puso a mirar en derredor. Una mujer estaba echada en un sofá, fumando y bebiendo. Estaba fuertemente maquillada, y tenía puesto un escandaloso vestido negro, muy ajustado y calado en el escote, que dejaba casi todo su busto al descubierto. Ni siquiera en el prostíbulo de Madame Susita, Isabel recordaba haber visto una mujer tan tristemente degradada y enviciada.

Entonces, Isabel frunció el ceño. Se acercó y miró más detenidamente a la mujer. Y se quedó boquiabierta.

La mujer era Julia, su madre. Isabel estuvo a punto de desmayarse. ¿Qué había hecho el señor Valentini con su pobre madre?

Julia, por su parte, tampoco parecía reconocer a su hija. Aunque Isabel se veía como siempre, Julia estaba tan embotada por los efectos de una nueva dosis de opio, que no hubiera reconocido su propia cara en el espejo.

El señor Valentini colgó el teléfono y se acercó a Isabel.La joven tenía los ojos llenos de lágrimas, mientras seguía observando a su madre, que parecía perdida y ajena a todo.

—Tu madre no se adaptó bien al trabajo en este lugar —dijo con toda naturalidad el señor Valentini—. Pero de a poco lo está logrando. Confío en que vos no vas a darnos tantos problemas...

El señor Valetini pasó a detallar con toda naturalidad cuáles serían las obligaciones de Isabel en el club "Paradise". Isabel apenas lo oía, sin poder dejar de observar a su madre...

Recién al mediodia siguiente, cuando los efectos del opio empezaron a disiparse, Julia cayó en la cuenta que una de las chicas que dormía en las otras camas, era su hija Isabel. Madre e hija se abrazaron emocionadas y lloraron una en brazos de la otra.

Pero para gran desazón de Isabel, Julia fue incapaz de hacer más que eso. Seguía demasiado embotada para ir más allá de reconocer a su hija. No parecía comprender muy bien la situación en la que ambas se encontraban.

A tal punto, que por la tarde, cuando el señor Valentini envió a Isabel al cuarto de ropas, para que la vistieran para atender mesas en el club, la propia Julia se esmeró por ayudar a su hija a tener una apariencia lo más provocativa posible. Fue muy triste para Isabel comprobar la naturalidad con la que Julia aceptaba que ambas estaban allí para complacer a la nutrida clientela masculina del club.

Isabel se encontró así recorriendo mesas, como una más de la chicas, vistiendo un uniforme de bataclana, con apenas dos estrellitas para cubrir sus llamativos pezones, y una bandeja llena de cigarrillos y golosinas colgando del cuello. A cada rato se cruzaba con su madre Julia, que vestía igual que ella.

Isabel veía desolada cómo su madre se acercaba a las mesas, y se dejaba manosear por todos los hombres, como si fuese lo más natural del mundo.

Desde una de las mesas, el lascivo señor Garreé observaba la escena con sumo interés. Madre e hija...

—¡Chssst...! —le hizo a Julia, cuando ésta pasó cerca de su mesa.

Julia se acercó al vejete con la bandeja. Como tantas veces, el señor Garreé la tomó de la cintura y la sentó en sus rodillas. Le quitó las estrellitas de los pezones y empezó a manosearla. Julia se dejó hacer con completa docilidad.

Isabel pasó a un metro de la mesa con su bandeja. El señor Garreé la llamó. Isabel se acercó a ofrecer su mercadería.

—¿Sí, señor? —dijo la jovencita, intentando no ver a su madre, que con los pechos al aire, sentada en las rodillas del señor Garreé, se dejaba manosear sin sentir el menor pudor.

El señor Garreé tomó de la cintura a Isabel y empezó a acariciarle la cola, mientras aparentaba estar eligiendo alguna golosina. Compró una caja de fósforos y echó un par de monedas en la bandeja. Al final se dejó de simulaciones, le sacó la bandeja de la mano, e hizo sentar a Isabel en la otra rodilla,. Sin pérdida de tiempo le quitó las dos estrellitas.

El vejete ahora estaba muy complacido. Tenía a ambas, madre e hija, una en cada rodilla. Miraba con lúbrica satisfacción los dos pares de senos, frente a frente, casi tocándose por los pezones. Cuatro pechos exactamente iguales, grandes y redondos, con grandes areolas y gruesos y provocativos pezones. Cosas de la herencia...

Cuando se aburrió de manosear y jugar con los pechos de madre e hija, el señor Garreé fue a hablar con e señor Valentini. Volvió a la mesa, tomó a cada mujer del brazo y se dirigió con ambas hacia las habitaciones del fondo. Abrió la puerta de una de ellas e hizo entrar a madre e hija.

—Hoy se van divertir mucho —dijo el señor Garreé, después de cerrar la puerta—. Pero primero...

El señor Garreé metió la mano en el bolsillo del saco y sacó dos bolitas del tamaño de un garbanzo, envueltas en papel de cigarrillo. Julia gorjeó de felicidad al verlas... Isabel se preguntó de qué se trataba.

—El señor Valentini me dijo que les diera una de éstas, si se portaban bien, como dos buenas putas —dijo el vejete, sonriendo—. ¿Van a ser buenas putas...?

Julia asintió de inmediato. Sin pérdida de tiempo se acercó al señor Garreé, se arrodilló delante del vejete, y empezó a desabotonarle la bragueta.

Isabel empezó a llorar en silencio, de sólo ver el comportamiento de su madre. En lo que el señor Valentini la había convertido...

—¡Ja, ja...! —rió el señor Garreé.

Tomó a Julia por el mentón y la hizo levantar la cara.

—No, pequeña ramera, zorra barata, putita reventada —dijo el viejo—. Bien que te gustaría probar mi néctar, como la putona que sos... Pero lo que van a hacer es divertirse ustedes dos. Madre e hija...

El señor Garreé ordenó a Julia desnudarse y echarse de espaldas sobre la cama. Ésta obedecció de inmediato.

Tomó a Isabel, la hizo desnudarse y colocarse encima de su madre.

—Primero, unos besitos de enamoradas —dijo el señor Garreé con voz melosa—. ¿A ver...?

Isabel se quedó petrificada. ¿Cómo iba a besar a su propia madre? Le había desagradado las pocas veces que había tenido que besar a algunas de sus compañeras en el prostíbulo. Pero esto...

Como Isabel parecía no oír las frases de insistencia del señor Garreé, el viejo empezó a impacientarse.

—Escucháme, putita presuntuosa —dijo, tomando a Isabel por el mentón y obligándola a mirarlo—. Tal vez prefieras una lección de Madame Susita...

Bastó oír este nombre, para que el temor se reflejara en los ojos de Isabel. Conteniendo las lágrimas, la muchacha empezó a acercar su boca a la de su madre Julia.

Pero allí se detuvo. No... No podía hacerlo...

El señor Garreé se acercó y la tomó del brazo.

—Muy bien, zorra barata, vos lo quisiste —dijo con voz amenazante—. Vamos ya mismo a lo de Madme Susita. No creo que le haga mucha gracia que la despertemos a esta hora...

Isabel cayó en desesperación. Se soltó del brazo como pudo y se quedó de `pie, llorando en medio de la habitación.

Y luego, sin dejar de llorar, se dirigió a la cama, se colocó sobre su madre, inclinó la cabeza, y empezó a besarla en la boca.

—Así, así... muy bien —decía el señor Garréé, sin perderse detalle—. Vamos, ahora la lengua, bien adentro...

Isabel, desolada, hizo un esfuerzo sobrehumano y comenzó a explorar con su lengua la boca de su madre.

—Ahora el cuello... —decía el señor Garreé, entusiasmado—. Y las tetas...

Isabel empezó a bajar por el cuello, y apoyó sus labios en la redonda superficie de los senos de su madre. Acicateada y amenazada por el señor Garreé, terminó metiéndose un pezón en la boca, y empezó a lamerlo y succionarlo. Apenas podía creer lo que estaba haciendo...

Julia, por su parte, estaba devastada. Su propia hija estaba besándola en la boca, metiéndole la lengua y explorando su boca, besándola en el cuello, en los pechos...

Hubiera preferido estar embotada, bajo los efectos del opio y del alcohol, para no ser consciente de lo que estaba ocurriendo. Pero no... En este momento estaba despejada, cruelmente lúcida. Sentía el aliento de su hija respirándole en la cara, en los ojos, en la boca. Y luego en el cuello, y más abajo... Sabía que lo que estaba ocurriendo era inconcebible. Pero estaba tan necesitada de una dosis, que no podía oponer resistencia alguna. Ni siquiera ante eso...

Isabel siguió bajando, recorrió el vientre de su madre, y continuó hasta tener su boca sobre el pubis de su madre. Apoyó los labios de su boca en los labios de la vulva de Julia, y empezó a besarlos tímidamente.

El señor Garreé no se perdía detalle.

—A ver, una buena mamada de la hija a la mamá... —dijo el libidinoso viejo, con gran regocijo.

Isabel, cerró los ojos, juntó fuerzas, y empezó a pasr la lengua por la vulva de su madre.

Por más que fuera su propia madre, Isabel sentía una repugnancia indescriptible, sintiendo con su lengua los pliegues y recovecos de la vulva de su madre, y sintiendo en su nariz todos los olores. Pero el señor Garreé no hacía otra cosa que azuzarla y amenzarla.

De pronto, el señor Garrée la hizo detenerse. Isabel levantó la cabeza y se quedó esperando.

Julia estaba devastada y avergonzada ante lo que había pasado. Madre e hija no se atrevían a mirarse.

El señor Garreé se acercó a Julia y puso delante de sus ojos una bolita envuelta en papel de cigarrillo, que sostenía entre el índice y el pulgar.

—Muy bien, Julia, eso merece un premio —dijo el señor Garreé—. ¿La putita quiere su bolita de opio...?

Sólo eso bastó para que Julia se olvidara de todo lo demás. De inmediato, con desesperación, se puso boca abajo, levantó bien arriba la cola y con las manos se separó bien hacia afuera ambos glúteos, enseñando impúdicamente su orificio.

El señor Garreé introdujo la bolita en el ano de Julia, y con un dedo la empujó hacia adentro.

Era la primera vez que Isabel veía este espectáculo, y tuvo ganas de romper a llorar. Apenas pudo creer lo enviciada que estaba su madre...

—Bueno —dijo con una sonrisa el señor Garreé—, ahora sigan...

Isabel tuvo que continuar su tarea. Ahora pasaba su lengua por el clítoris de su madre, y lo mordisqueaba suavemente. Y ponía su lengua a la entrada de la vagina de Julia.

Por orden del señor Carreé, metió uno, dos, tres dedos en la vagina de Julia. Empezó a meterlos y sacarlos.

Julia empezó a caer bajo los efectos del opio, y empezó a perder noción de dónde estaba y con quién. De a poco empezó a jadear, cada vez más fuerte dando evidentes muestras de excitación. Para Isabel era espantoso ver a su madre así, como una gata en celo, ronroneando de placer.

—¡Vamos, más fuerte, más rápido, más...! — acicateaba el señor Garreé a Isabel.

La desolada jovencita no tenía más remedio que seguir obedeciendo. Julia ya se revolcaba como una marrana, gritando y gimiendo de placer, pidiendo más... Isabel estaba desolada.

Al lado de la cama, el señor Garreé se había sacado el miembro fuera del pantalón y se lo estaba estimulando con frenesí... De a poco, empezó a dirigir la punta de su instrumento hacia la boca abierta de Julia.

De pronto, sl vejete respiró hondo, y con un bufido descargó toda su leche sobre la cara de Julia. Ésta recibió la mayor parte en el interior de su boca. Como si fuera lo más natural del mundo, lo saboreó, lo tragó, y sacó su lengua para recoger algunos restos que pudieran haber quedado en su cara...

Isabel estaba devastada viendo a su madre en esa actitud...

—Y ahora —dijo el señor Garreé, mientras volvía a enfundar su herramienta—, para terminar, como Julia ha dado un triste espectáculo, comportándose como una verdadera puerca, corresponde que su hija le dé una buena lección.

De inmediato, ordenó a Julia ponerse sobre las rodillas de su hija, con la cola levantada. La mujer obedeció de inmediato, sin tener demasiada noción de lo que estaba sucediendo...

El señor Garreé buscó por ahí, y encontró una chinela, que alguna de las chicas había olvidado. Se la entregó a Isabel.

—A ver, cómo la hija le enseña buenos modales a su puta madre, ja, ja... —dijo el viejo, muy contento con su ocurrencia.

Isabel, llorando, levantó la chinela por encima del redondo trasero de su madre. Pero allí se detuvo. Fueron necesarias nuevas amenazas, y un amague muy teatral del señor Garreé de llevarla de inmediato con Madme Susita, para que Isabel se resignara a obedecer.

Conteniendo las lágrimas, la jovencita volvió a levantar la chinela, cerró los ojos... y descargó un golpe sobre el trasero de su madre.

Julia lanzó un chillido y se sacudió. Acicateada por el señor Garreé, Isabel volvió a cerrar los ojos y descargó otro golpe. Y lurgo otro. Y otro...

¡Chasss! ¡Chasss! ¡Chasss!

En medio de gestos y amenazas del señor Garreé, la chinela se estrellaba alternativamente en un glúteo, y luego en el otro.

—¡¡Aaayyy!! —gritaba Julia, desesperada, después de cada golpe que le propinaba su hija—. ¡Aaayyyy! ¡Aaaiiiaaa...aaa...!

Julia se retorcía y lloraba como una bebita, mientras sus nalgas se iban ponieno más y más rojas. Isabel continuaba teniendo que cumplir con las órdenes del señor Garreé, llorando y castigando a su madre. ¿Qué más podía pasarles?, se preguntaba Isabel desolada. Ya nada peor podía sucederles a ambas. Y lo más descorazonador, nada podían hacer para cambiar su destino.

Pero Isabel se equivocaba. En ese mismo momento, a uno metros de allí, los acontecimientos empezaban a tomar un giro inesperado.

....................................................

Cuando el señor Valentni colgó el teléfono, su rostro de bulldog estaba blanco como el papel. Sus ojos saltones estaban más salidos que de costumbre, y su panza se agitaba espasmódicamente. Hasta las puntas de sus bigotes parecían más caídas de lo habitual.

Al señor Valentini se le estrujó el corazón. McCormack y Kaminsky...

El "gringo" y el "ruso" vendrían a visitarlo. La presencia de esos dos agentes de la Policía Federal, corruptos y mafiosos, no auguraba nada bueno para él.

Antes que el señor Valentini pudiera asimilar el hecho, los dos agentes, elegantemente vestidos, estaban en su despacho.

Saúl Kaminsky, bajo y macizo, y con una prominente nariz aguileña, se repantigaba en el sofá, con los pies cruzados sobre el apoyabrazo. Patricio McCormack, alto y flaco, pelirrojo lleno de pecas, se hallaba sentado sobre el borde del escritorio, a cuarenta centímetros del desolado dueño del "Paradise". Ambos policías bebían sendos vasos de whisky, que nadie les había ofrecido.

—Sucede que un amigo nuestro necesita un buen cargamento de mujeres —decía el oficial McCormack, mirando con una malévola sonrisa al señor Valentini—, para una interesante transacción allá en el Medio Oriente. Vos sabés, las minas se compran y venden bien por aquellos lugares, son un buen negocio...

El oficial Kaminsky se incorporó del sofá y se sentó sobre el escritorio, al otro lado del señor Valentini, que quedó en su sillón, con un policía a cada lado.

—Entonces nos dijimos, ¿de dónde podemos sacar un buen lote de hembras? —dijo Kaminsky.

—¡Pero claro —concluyó McCormack—, de nuestro viejo amigo, José Valentini!

Ambos rieron de buena gana, mientras el dueño del club "Paradise" se agarraba la cabeza y empezaba a lloriquear.

—Están locos —alcanzó a decir el señor Valentini—. No pueden llevarse a las chicas así como así...

Kaminsky lo agarró por los bigotes y le hizo levantar la cabeza.

—Escucháme, gordo ridículo —dijo, obligando al dueño del "Paradise" a mirarlo a los ojos—. Deberías recordar que gracias a nosotros pudiste prosperar en este negocio...

—Y bien que ganaron plata a costa mía —balbuceó el señor Valentini.

McCormack, del otro lado, lo agarró de la corbata de seda italiana, y lo levantó hasta casi ahorcarlo.

—¿A costa tuya, cerdo maloliente? —dijo el policía—. Resultó que tenemos algunos informantes en la Dirección General Impositiva, y acabamos de enterarnos que tus ganancias legales son bastante mayores de lo que nos habías dicho. Si a eso sumamos las ilegales, es evidente que te has estado quedando con nuestro dinero. Se supone que debías informarnos de la marcha de tus actividades...

—Mal hecho, Valentini...—dijo Kaminsky, quitándole el cigarro de la boca y aplastándolo descuidadamente sobre el delicado barniz del escritorio de fina caoba—. Muy mal hecho... Sobre todo, sabiendo que tenemos una enorme pila de papeles que muestran claramente la clase de ciudadano que sos...

—Si ponemos todos esos documentos en manos de algún juez, de Villa Devoto no salís hasta el año 2000... —dijo McCormack—. Así que elegí, o vas a la cárcel, o nos llevamos las minitas que tenés acá, a modo de compensación.

—No pueden hacerme eso —gimoteó el señor Valentini, con un hilo de voz—. En el "Paradise" tengo a mis mejores chicas. Si se las llevan, estoy arruinado...

Y empezó a llorar, sin el menor orgullo.

—Deberías haberlo pensado antes, en lugar de hacerte el vivo con nosotros, gordo torpe —dijo Kaminsky—. Sabés que tenemos amigos más influyentes que vos, y contactos más influyentes, e informantes...

—Te siguen quedando las minitas de los dos quilombos piojosos que tenés, y las del teatrucho de mierda ése... —dijo McCormack.

—Con eso no hago nada...

—Menos vas a hacer en la cárcel —dijo Kaminsky con una sonrisa—. Sería una pena, vos en Villa Devoto, y tu bella hija, seguramente explotada en algún tugurio maloliente como éste...

—¡¡Nooo...!! —exclamó el señor Valentini al oír esta frase—. Mi hija no...

—Bueno, ahora empezamos a entendernos —dijo McCormack, con satisfacción—. Deberías darnos las gracias, en lugar de quejarte como un desagradecido.

—Bien —dijo Kaminsky, muy serio—. Ahora arreglemos los detalles...

....................................................

A las cuatro de la mañana, un camión viejo y destartalado estacionó frente al club "Paradise", que había cerrado un poco más temprano que de costumbre.

Del vehículo bajaron los oficiales McCormack y Kaminsky. Un tercer hombre quedó al volante, con el motor en marcha.

McCormack y Kaminsky golpearon suavemente una puerta lateral del local, y un demacrado señor Valentini les franqueó el paso.

Ante la mirada impotente del desesperado dueño del club, los dos agentes recorrieron el pasillo principal, entraron en la habitación de las chicas, y empezaron a sacarlas de la cama.

Sin dar ningún tipo de explicación, los dos oficiales las fueron sacando de la habitación así como estaban. Ninguna entendía lo que estaba ocurriendo, pero ninguna intentó escapar o resistirse. Los dos oficiales procedían con toda naturalidad, como si estuvieran secuestrando mercadería ilegal. Las arrastraron fuera del local, y las condujeron al camión. Algunas, las más novatas, lloraban y suplicaban, muy asustadas. Las más veteranas estaban acostumbradas a ser traficadas. Sólo se preguntaban a dónde las llevaban ahora.

Las fueron subiendo rápidamente a la parte trasera del camión. Kaminsky las iba maniatando y amordazando, para que se mantuvieran quietas y no hicieran ruidos inconvenientes. Las echaba boca abajo y les ataba las manos a la espalda. Luego les ataba los pies, y unía manos y pies con una pequeña porción de cuerda, de modo que las muchachas quedaban totalmente indefensas. Todas sollozaban en silencio, resignadas a su destino.

Kaminsky terminó de atar a la última chica y bajó del acoplado, esperando ver a McCormack salir del "Paradise", tal vez con alguna chica más. ¿Por qué tardaba tanto?

....................................................

McCormack seguía recorriendo las dependencias del "Paradise" decidido a llevarse a todas las muchachas del club. Pasó delante del despacho de Valentini y a través de la puerta entornada alcanzó a divisar un trasero femenino. Abrió y entró.

Echada en el sofá, semidesnuda y evidentemente bebida, había una mujer, no tan joven. Estaba completamente borracha y tan atontada que parecía no darse cuenta de nada.

Apenas lo vio, la mujer lo miró y se puso boca arriba. Se bajó la bombacha, separó las piernas lo más que pudo, y se quedó mirándolo.

McCormack sonrió. La clásica putita viciosa y reventada que a Valentini le gustaba tener en su oficina. Este gordo inmundo no había cambiado en nada...

McCormack se acercó a la zorra, la tomó del cabello y le hizo levantar la cabeza. Se bajó el pantalón y sacó a relucir un pene largo y lleno de venas grisies. Metió el pene en la boca de la ramera, y observó cómo ésta de inmediato empezaba a succionar.

La putita era buena, y se esmeraba. Usaba su lengua, su labios y sus dientes con gran habilidad...

Lamentablemente, McCormack no disponía de mucho tiempo. Al cabo de cinco minutos, el policía empezó a jadear, y terminó en un orgasmo bastante aceptable, dada la situación... La zorra recibió toda la leche en su boca, y la tragó sin dudar. Sacó la lengua y empezó a barrer todas las proximidades de su boca, esperando encontrar algún resto. Terminada esta faena, levantó la cabeza y se quedó mirando a McCormack.

McCormack sonrió. Fue hacia el escritorio de Valentini, y buscó en los cajones de abajo. De uno de ellos sacó un pequeño cofrecito de bronce. Como estaba cerrado, sacó su pistola y descargó un culatazo en el cerrojo. Lo abrió y sacó una pequeña bolita envuelta en papel de cigarrillo.

Volvíó al sofá y se la mostró a la zorra. A ésta se le iluminó la cara. De inmediato se puso en cuatro patas, aplastó la cara contra el sofá y levantó la cola todo lo que pudo. Puso sus dos manos en el surco de su trasero, y separó bien los glúteos hacia los lados, mostrando su orificio anal.

McCormack, sonriendo, le introdujo la bolita en el ano y la empujó hacia el interior. Luego tomó a la zorra del brazo, y de un tirón la puso de pie y la arrastró fuera del despacho.

No es que a McCormack le interesara demasiado esa puta madura y completamente enviciada. Como mercadería no iba a valer gran cosa. Pero era divertido dejar a Valentini sin nada...

McCormack salió del club con la ramera, que apenas se podía tener en pie. En la puerta se cruzó con Valentini, y sonrió al ver la cara del pobre...

Llevó a la puta hasta el camión y la subió a la parte trasera, junto a las demás chicas. La amordazó y maniató, y cerró las dos portezuelas.

Subió a la cabina del camión junto a Kaminsky, y el hombre que conducía puso el vehículo en marcha.

....................................

Isabel había vivido con indescriptible angustia todo lo acontecido. La habían subido al camión con las demás chicas, unas quince o dieciséis, y la habían amordazado y atado de pies y manos.

Las chicas lloraban y se quejaban. Intentaban ponerse en alguna posición más cómoda, pero apenas había lugar.

Pero para Isabel, lo peor de todo había sido tener que separarse otra vez de Julia. Más aun sabiendo la condición penosa en la que su madre se encontraba.

Y entonces, a último momento, la portezuela había vuelto a abrirse. Isabel había suspirado infinitamente aliviada y agradecida. Uno de los hombres había subido y atado a su madre Julia, y la había dejado allí, con las demás mujeres. Isabel estaba casi feliz. Al menos, seguirían juntas.

Pero al igual que el resto de las chicas, Isabel se preguntaba quiénes eran esos hombres, y a dónde las llevaban.

(Continuará)