El oasis de Jufrah (1)

Anuska e Isabel, dos esclavas del Sheik Abdul Nassim Rahman, conversan sobre las vicisitudes que las llevaron al harén del poderoso jeque.

EL OASIS DE JUFRAH (I)

En algún lugar de las vastas arenas del noroeste de la Arabia Saudí —en el Oriente Medio— está el desierto de An Nafud.

Dicho esto, la conclusión es obvia.

Donde hay un desierto, suele haber un oasis. En este caso, el paradisíaco oasis de Jufrah.

Donde hay un oasis, suele haber un jeque. En este caso, el poderoso Sheik Abdul Nassim Rahman.

Donde hay un jeque, suele haber un harén.

Y donde hay un harén —claro estᗠhay mujeres.

Puesto que el Sheik Abdul Nassim Rahman era un amante de la diversidad étnica y cultural —además de un apasionado coleccionista— sus mujeres eran muchas (un par de docenas de esclavas, además de seis concubinas y cuatro esposas), y provenientes de todas partes del mundo.

La vida en el serrallo no suele ser muy variada. Allí confinadas, las esclavas pasan la mayor parte del día acicalándose para la noche, procurando estar bellas y deseables para su señor, quien entonces elegirá a una o dos de ellas —quizá tres.

Y matan el tiempo conversando y peleando por nimiedades, reconciliándose y volviendo a pelear.

Y, sobre todo, se aburren.

En el oasis de Jufrah las cosas no eran muy distintas.

En esa Babel de voces femeninas provenientes de los más diversos puntos del globo, era natural que la simple afinidad idiomática propiciara el diálogo y la amistad.

Dos de las esclavas, la una morocha y la otra rubia, solían pasar mucho tiempo platicando. Allí, en el corazón del mundo de Alá, lo hacían en la lengua de Cervantes.

Isabel era de Centroamérica.

Anuska era de Rumania.

¿De qué manera dos muchachas de tan diverso origen habían ido a parar a aquel apartado rincón de la Tierra, para cultivar una amistad en español?

Pues la vida tiene idas y vueltas. Y puesto que se aburrían, había tiempo de sobra para que cada una contara su historia. Y para que la otra escuchara.

  1. Anuska

Anuska hablaba con una voz muy dulce, en un castellano dificultoso y entrecortado, pero claro y comprensible.

—Nací en pueblito de campesinos del nordeste de Rumania, en una comarca llamada Dejlad —comenzó a contar Anuska—. Está en mitad de montes Cárpatos, tan ocultada de resto de país, que ni siquiera figura en el mapa. No sé si porque es tan aislada de resto de mundo, allí hay costumbres muy raras, desconocidas por demás rumanos. A mí parecían cosas muy normales, yo no conocía otro lugar...

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Anuska volvía con un cubo de agua que le había pedido su madre. Era una bella niña de diez años, de piel blanca y cabellos color miel, la decimoprimera de catorce hermanos, —ocho varones y seis niñas. Iba vestida con el atuendo habitual para las mujeres de la comarca. Blusa de lino, casaca de piel sin mangas, falda amplia hasta la mitad de la pantorrilla y enagua. Sin ropa interior de ningúna clase, y descalza.

Iba a entrar a la cabaña, cuando Mihai y los mellizos Ion y Lucian, tres de sus hermanos, le dijeron que se acercara un momento. Anuska, como toda niña de Dejlad bien criada, había sido educada para ser muy obediente con sus hermanos varones, y comenzó a caminar hacia ellos. Había dado cinco o seis pasos sobre el pasto, cuando sintió que éste le quemaba las plantas de los pies. Era como si estuviera caminando sobre brasas ardientes. De inmediato soltó el cubo y empezó a dar saltitos desesperados, procurando salir de allí. Por fin pudo hacerlo, y se sentó en el suelo llorando, limpiando sus pies de todo rastro de ortigas, mientras los bribones se desternillaban de risa...

Era la tercera vez ese verano que sus hermanos le hacían esa maldad. Desparramaban abundantes hojas de ortiga sobre el pasto, y luego la llamaban. Era una clásica travesura de los varones de Dejlad hacia las niñas. Una de las tantas diabluras qie iban pasando de generación en generación, igual que meterles un sapo o una lagartija por el cuello de la espalda, o levantarles la falda y la enagua para dejarles toda la cola al aire...

Llorando, Anuska entró a la cabaña y fue a la cocina. Su madre Doina se hallaba preparando la cena.

—¿Qué ocurre, tesoro? —le preguntó su madre, que era muy cariñosa.

—Mamá, ¿por qué los hombres usan botas y las mujeres vamos descalzas?

A Doina siempre le habían preocupado esas rebeldías de su hija. Sentó a Anuska en su regazo, y le secó un par de lágrimas.

—Supongo que por la misma razón por la que los hombres usan pantalones y las mujeres usamos falda. Los hombres son fuertes y hacen los trabajos más difíciles. Cortan la leña, aran los campos, cargan los fardos, traen alguna pieza de caza, si han tenido suerte. Las mujeres hacemos las tareas más sencillas.

Doina sonrió.

—¿Y el agua, Anuska...?

—Ahora la traigo —dijo Anuska, obediente.

—Está bien —dijo su madre—, yo lo haré.

Anuska se fue a su habitación —que compartía con sus hermanas Anca y Katerina, aún solteras— y se sentó en el alféizar de la ventana, masajeando las doloridas plantas de sus pies, irritadas por las ortigas. Y se quedó pensando.

¿Por qué no le había tocado ser varón?

Como a todas las niñas de Dejlad, a Anuska siempre la habían atemorizado las cosas que veía y escuchaba, y que le tocarían a ella en su momento.

El verano pasado, se había casado su hermana favorita, Ruxandra, de dieciséis años. Un par de meses antes, habían aparecido por casa el señor Stanescu y su hijo Traian, conocidos vecinos del lugar. Panait, el padre de Anuska, había escuchado con interés la oferta de padre e hijo. Al muchacho le gustaba mucho Ruxandra. Los tres hombres habían llegado a un rápido acuerdo. Para las familias de Dejlad, las niñas eran un auténtico problema. Siempre era conveniente casarlas lo antes posible, ya que no tenían la capacidad de trabajo de los varones.

De hecho, cuando a un padre de Dejlad le preguntaban cuántos hijos tenía, se sobreentendía que le preguntaban por los hijos varones.

"Cinco hijos", significaba cinco varones, al margen de cuántas niñas pudiera haber.

Una vez que todo había quedado acordado, el padre había llamado a Ruxandra, para que conociera a su futuro marido.

Ruxandra conocía de antes a Traian Stanescu, un lechuguino muy pagado de sí mismo y gran habitué de los prostíbulos de la comarca. Y nunca le había agradado.

Pero ello no era importante, en realidad. Como todas las jóvenes de Dejlad, había aceptado la decisión de su padre, y se había mostrado correcta y educada.

Unos minutos después le habían permitido retirarse, y Ruxandra había corrido a su habitación y se había echado en la cama a llorar.

Un par de semanas después, el señor Stanescu y el joven Traian habían llegado con su médico personal, para verificar la virginidad de Ruxandra.

Todas las muchachas de Dejlad eran muy pudorosas, pero Ruxandra —tímida y apocada— lo era de manera especial. Las mujeres de Dejlad jamás se desnudaban, salvo en el momento de complacer sexualmente al esposo. Incluso al bañarse, desde bien niñas, usaban un "camisón de bañarse", una prenda larga hasta las rodillas, y se restregaban el cuerpo por debajo de esta prenda.

Aquella tarde, Anuska había visto a su hermana, en camisón de bañarse, entrar llorando al dormitorio, y a los cuatro hombres entrar un rato después.

Por un descuido, habían dejado la puerta mal cerrada, y la inquieta Anuska —calladita en el pasillo y casi sin respirar— había podido presenciar una parte del examen.

Había visto a los cuatro hombres rodear la cama en la que yacía Ruxandra, en camisón. Los Stanescu, padre e hijo, se habían colocado de un lado, y el médico y el padre de Ruxandra, del otro. El médico había procedido a levantar el camisón de Ruxandra hasta la altura del cuello. La pobre Ruxandra cerraba los ojos y apretaba los dientes para no romper a llorar, en tanto Traian, el futuro marido, paseaba su mirada de arriba a abajo, una y otra vez, observando ávidamente cada detalle del cuerpo que en pocos días sería suyo.

Luego de auscultarla detalladamente con el estetoscopio en diversas partes del cuerpo, y tras haberle palpado cuidadosamente los senos, el médico había sacado del maletín un extraño par de tijeras, y había procedido a cortar una por una las suturas de la vulva de la atribulada Ruxandra. Finalmente había tomado una pinza y había extraído cada cabito de hilo cortado. Cada tirón que daba el médico con su pinza, provocaba un ¡ay! de la pobre y asustada muchacha.

Ruxandra, como la propia Anuska y todas las niñas de Dejlad, había sido infibulada al nacer.

A las pocas semanas de nacida, un médico había cosido fuerte y apretadamente su vulva con hilo de tripa. De este modo, el clítoris, la entrada vaginal y la mayor parte de los labios menores habían quedado ocultos, quedando apenas una pequeña abertura para la emisión de orina.

Se consideraba que de esta manera, las niñas crecerían puras y virginales, ajenas a las tentaciones del sexo, tan desaconsejables para las mujeres.

Al llegar Anuska a sus diez años, en previsión de su primera menstruación, el medico había vuelto para dejar una abertura para tal menester.

De todos modos, Anuska sabía que su vulva no sería descosida total y definitivamente, hasta su noche de bodas.

Aunque no eran mutiladas sexualmente como sus desdichadas pares africanas, el tener su vulva tan fuertemente cosida, condicionaba también en las mujeres de Dejlad una peculiar manera de caminar (ni hablar de correr). Con pasos cortos, y las rodillas ligeramente vueltas hacia adentro.

En la mayoría de las mujeres, esta característica forma de andar solía perdurar hasta mucho después de que su vulva hubiera sido definitivamente descosida. Sin ir más lejos, Anuska podía verlo aún en su madre Doina, e incluso en su abuela Simona.

Aunque la infibulación debía garantizar también la virginidad de las jóvenes, no todos estaban tan seguros de que las cosas se hubieran hecho como corresponde, por lo que el examen de virginidad por parte de la famlia del novio, solía ser lo acostumbrado.

Anuska continuaba allí, observando a escondidas el examen de su hermana Ruxandra. La asustada muchacha permanecía de espaldas, con las piernas bien separadas, y las manos apoyadas en la almohada a ambos lados de la cabeza, como su padre le había ordenado.

Con dos dedos de cada mano, el médico había tomado los labios menores —desde largo tiempo acostumbrados a estar muy juntos— y los había separado bien hacia los lados, para dejar perfectamente a la vista la entrada del canal vaginal. Había introducido tres dedos enguantados de su mano izquierda, abriendo todo lo posible la entrada y el primer tramo de la vagina. Ruxandra lloraba y sufría en silencio esa inconcebible y brutal invasión de su intimidad, en la zona más sensible de su cuerpo. Sólo el miedo absoluto a provocar la ira de su padre, la hacía reprimir el impulso instintivo de juntar las piernas, o despegar las manos de la almohada para proteger su entrepierna. El médico había tomado un espéculo —una varilla cromada con un espejito redondo en su extremo—, y lo había insertado en la vagina de la aterrorizada muchacha, para observar el interior.

Terminado el examen vaginal, habían puesto a la desoladada jovencita boca abajo, con la cara hundida en la almohada, la cola bien levantada y las piernas bien separadas, para revisar su orificio anal. El médico había introducido dos dedos enguantados un par de centímetros, y los había separado, para observar el estado de las paredes del recto, constatando que no presentaba señales de dilatación ni distensión anormal de los tejidos.

Concluída la inspección, el médico había felicitado al futuro marido, certificando que la muchacha era absolutamente virgen. Sus orificios corporales estaban intactos. El joven Traian sería el primero.

Acto seguido, mientras todos los presentes se daban la mano, el médico —provisto de aguja e hilo, e insensible a los ayes de la muchacha— había vuelto a coser fuertemente la vulva de Ruxandra, que quedaría asi sellada hasta el momento de su desfloración.

Panait Basescu, en especial, rebosaba de satisfacción. Sólo le faltaban Anca, Katerina y Anuska.

Panait sabía que sus hijas eran llamativamente bonitas, y contaba con ello. Los Stanescu, una de las familias de mejor posición en Dejlad, habían estado de acuerdo en pagar una importante suma para obtener el consentimiento del padre de Ruxandra.

Como muchos padres en Dejlad, Panait contaba con ese dinero para poder dar un futuro a sus hijos, de ser posible enviándolos a la universidad.

Las niñas de Dejlad no recibían una educación formal. Aprendían en la propia casa a leer y escribir, y a partir de allí eran adiestradas en todo lo que necesitaban para ser buenas esposas —lo que a su vez, como bien sabía el padre de Anuska, aumentaba sus chances de ser solicitadas en matrimonio por gente adinerada.

Anuska había observado todo esto, y luego se había llevado una mano a la entrepierna, palpando con temor los hilos cosidos de su propia vulva.

La boda de Traian y Ruxandra se había fijado para el tercer domingo de agosto, es decir, para dentro de diez días.

Ese domingo, Anuska —ataviada con su mejor vestido y con los pies descalzos impecablemente aseados, igual que las demás mujeres— había concurrido a la pequeña iglesia de Dejlad, junto con toda su familia.

La ceremonia de casamiento, había sido muy bonita, recordaba Anuska. Delante del cura de la comarca, Ruxandra —como correspondía— había jurado sobre la Biblia ser fiel y obediente con su marido, y darle muchos hijos varones.

Marido y mujer se habían dado un rápido y tímido beso, se habían colocado los anillos, y luego todos habían concurrido a la casa de los padres del novio para la gran fiesta de bodas.

Anuska, aburrida en aquella fiesta de adultos, se paseaba delante de una gran mesa en el patio, observando los regalos para el flamante matrimonio.

Se veían los clásicos regalos de siempre. Cosas para el hogar, y muchas otras chucherías.

Y, como era también esperable, habia un par de cinturones de castidad y tres fustas.

Los hombres de Dejlad solían colocar el cinturón a sus esposas cada vez que se ausentaban. Por la mañana, al ir a trabajar, y los fines de semana, cuando iban al pueblo a divertirse.

En cuanto a las mujeres, difícilmente estuvieran sin el cinturón colocado, a menos que estuvieran con su marido.

Cada tres meses, los hombres de Dejlad —con sus carretas cargadas de mercadería— hacían el largo viaje hacia el mercado central más importante de la región, al pie de los montes Cárpatos. Era una diligencia que los mantenía varias semanas fuera de casa. En ese caso —puesto que dos guardianes vigilan mejor que uno—, los hombres hacían infibular a sus esposas y luego les colocaban el cinturón.

Anuska los observaba en la mesa de regalos, imaginando lo molesto e incómodo que debía ser tener uno puesto. Había visto una pequeña y curiosa foto familiar en la que su pobre madre Doina, jovencita y al comienzo de su primer embarazo, aparecía con su primer cinturón.

Y la había oído quejarse, más de una vez, porque el cinturón la lastimaba, pero sin atreverse a quitárselo sin el permiso de su esposo, que había salido de parranda.

Su mirada recayó luego en las tres fustas, otro clásico regalo de bodas. Se consideraba aconsejable que el flamante esposo la usara con frecuencia para disciplinar a su joven compañera, en beneficio de ésta. Inculcándole, de ese modo, el respeto y obediencia que toda buena esposa debía observar hacia su marido.

Las tres fustas que veía Anuska sobre la mesa tenían elegantes y artesanales diseños. La más llamativa, llevaba la leyenda "Traian y Ruxandra" primorosamente grabada en el mango de marfil. Cada una estaba envuelta en papel de regalo de hermosos colores —una de ellas con un bonito moño de seda— y las tres con su correspondiente tarjeta.

La fusta —de paso— sería también el instrumento idóneo y aconsejado para disciplinar a las hijas que eventualmente vinieran al mundo.

Por supuesto, su padre Panait la había usado con frecuencia con ella, Anuska, y con las demás hijas, y obviamente con su esposa Doina. Incluso con su propia madre, la abuela Simona. No es que Panait Basescu no fuera un buen hijo. Pero un hombre debía tener el respeto y la obediencia de todas las mujeres de la casa, sin excepción.

En cuanto a los hijos varones, también estaban expuestos al castigo paterno, aunque había algunas diferencias con la situación de las mujeres y las niñas.

A los niños varones solamente el padre podía castigarlos, nunca la madre ni mujer alguna. Y sólo como medida extrema. Se los castigaba exclusivamente con la palma de la mano, y directamente sobre la ropa.

Y lo más importante, solamente hasta la edad de catorce años, cuando dejaban de ser niños y ya eran considerados hombres adultos..

Las niñas —y en realidad, todas las mujeres de la casa— podían ser castigadas por cualquier varón de la casa que hubiese cumplido los catorce años. Para ellas se podía utilizar la fusta o cualquier elemento que el hombre considerara adecuado, y se lo hacía sobre el trasero desnudo. Por lo general —habida cuenta que las mujeres de Dejlad no usaban prendas interiores— bastaba acomodarlas sobre las rodillas y levantarles la falda y la enagua.

En el caso de las hijas, para castigos más importantes, era costumbre utilizar un curioso mueble, infaltable en todas las casas de Dejlad, comunmente llamado el "caballete".

El "caballete" parecía una pequeña mesita, pero estaba diseñado para dejar el trasero de la indisciplinada niña en excelente posición de recibir el castigo.

Así como la fusta solía estar destinada originalmente a la esposa, y en la práctica se utilizaba con todas las mujeres de la casa, otro tanto ocurría con el temido "caballete". Aunque estaba destinado originalmente para castigo de las niñas, en la práctica ninguna mujer se salvaba de él, llegado el caso.

El "caballete" estaba siempre allí, aguardando silencioso en un rincón, como un permanente recordatorio del respeto y la obediencia que debían guardar las mujeres a todos los hombres de la casa.

De hecho, Anuska y sus hermanas habían recibido castigos —con o sin "caballete"— de todos sus hermanos varones (excepto de los tres más chicos, porque aún no habían cumplido los catorce).

Mientras continuaba paseándose por la mesa de regalos, Anuska reparó en Ruxandra, unos metros más allá, rodeada de las demás mujeres de su familia y algunas otras señoras. Ruxandra parecía muy asustada ante la perspectiva de su primer encuentro con su marido, su primer acto sexual. Había crecido, como cualquier niña de Dejlad, escuchando historias sobre lo doloroso que sería, y cuánta sangre perdería.

El temor de las mujeres de Dejlad en su primera noche de casadas era comprensible. Crecían desde recién nacidas con su vulva fuertemente cerrada. Sin apenas sentir que había una abertura en esa parte de su cuerpo.

Y entonces, la noche de bodas, la misma era dejada al descubierto para ser brutalmente invadida por el miembro del flamante marido. Para los hombres de Dejlad, el dolor y la sangre abundante de la mujer desflorada, eran una demostración del vigor masculino del esposo, como así tambien de la pureza virginal de la joven esposa.

Para peor, Ruxandra sabía que Traian no haría fáciles las cosas. La noche anterior, sus amigos le habían organizado una fiesta en el principal prostíbulo del pueblo, para despedir a lo grande sus días de soltería.

Y ahora, ya promediando la fiesta de casamiento, se lo veía otra vez con sus amigos, todos completamente bebidos, y bromeando sobre el festín que se daría Traian en unas pocas horas.

Finalmente, Ruxandra y su esposo se habían retirado de la fiesta para consumar físicamente su relación. Anuska había visto el terror en la cara de su pobre hermana, mientras la carreta se alejaba.

Al día siguiente, Ruxandra había aparecido por casa, para entregar a sus padres —tal cual era tradición— la sábana abundantemente manchada con la sangre de su himen desgarrado. La misma sería mostrada por los padres a los parientes y amistades de la familia, como demostración del estado de virginidad con que su hija había llegado al matrimonio.

La jovencita se había mostrado inicialmente tranquila y compuesta, al visitar a sus padres por primera vez, ya como mujer casada.

Pero apenas había quedado a solas con su madre, Ruxandra había prorrumpido en llanto, contándole entrecortadamente el calvario que había sido su primera noche de casada.

Anuska, pronta e inquieta como siempre, había escuchado una parte del relato, calladita detrás de la puerta.

Una vez solos en la alcoba, el flamante marido la había hecho tenderse en la cama de espaldas y levantarse falda y enagua. Había tomado una pequeña tijera y procedido a cortar las suturas. Y con una pinza había procedido a quitar los cabitos de hilo. Traian Panescu estaba en tal estado de ebriedad, que la tijera había lastimado en varias oportunidades la vulva de la aterrorizada Ruxandra, en tanto los cabitos de hilo habían sido quitados sin la menor delicadeza.

De inmediato había empezado a desnudarla y manosearla sin la menor consideración.

Impaciente y malhumorado por la resistencia de su flamante esposa, había decidido estrenar una de las fustas, llenando de marcas rojas el cuerpo desnudo de la joven, sin darse por satisfecho hasta tener su miembro en la boca de ella.

Acto seguido, incapaz de calcular su fuerza, tal su estado de ebriedad, la había penetrado violentamente por delante, y también por detrás, decidido a demostrar cabalmente su masculinidad. El himen de Ruxandra se había desgarrado de la peor manera, con gran dolor y abundante flujo de sangre.

Su madre Doina comprendía todo esto, y había abrazado a su desconsolada hija. Pero nada había que ella pudiera hacer, salvo recomendarle paciencia. Y asegurarle que, si se mostraba como una esposa abnegada y obediente, seguramente las cosas mejorarían en poco tiempo.

La indiscreta Anuska había alcanzado a escabullirse a tiempo, justo cuando la puerta del dormitorio se abría y madre e hija salían al pasillo.

Todo esto iba recordando Anuska, mientras sentada en el alfeizar de la ventana, miraba los árboles.

La visión de los profundos bosques de Dejlad, llevaron su mente hacia lo peor, hacia aquello que más atemorizaba a Anuska, como a todas las niñas de Dejlad: la "inspección". Educadas desde pequeñas para sentir un pudor mortal respecto de su cuerpo, a Anuska el sólo oír la palabra le daba un escalofrío.

Se trataba de una creencia fuertemente arraigada en toda la comarca de Dejlad, y tenía un origen muy singular.

A fines del siglo pasado, una grave y extraña enfermedad de las plantas había diezmado todos los bosques y cultivos de Dejlad. Había podrido los árboles y arruinado las cosechas. Siendo ésta una comarca que vivía principalmente de comercializar las frutas y hortalizas de la región, la plaga había significado miseria y hambruna durante muchos años. La comarca había necesitado décadas para recuperarse económicamente de aquel desastre.

Sucedió que unas semanas antes del comienzo de la terrible enfermedad, muchos hombres habían notado un curioso enrojecimiento en las pártes íntimas de sus mujeres, una especie de irritación cutánea. Seguramente no existía ni había existido la menor relación entre ambos fenómenos. Pero los dos hechos habían quedado fuertemente asociados en la mente de los desolados e indefensos habitantes de Dejlad, que vivían con un temor irracional a la desastrosa enfermedad de las plantas, que podía volver en cualquier momento.

Desde entonces, al comienzo y al final de cada verano, en los equinoccios de marzo y septiembre, todas las mujeres de Dejlad —a partir de los catorce años, y mientras estuvieran en edad de procrear— debían someterse a la "inspección".

Se esperaba que, si se detectaba a la primera señal tal enrojecimiento en las mujeres, se podrían tomar a tiempo las medidas necesarias para, al menos, paliar los terribles efectos de la temida enfermedad de las plantas.

Para la "inspección", cada 21 de marzo —o de septiembre— se formaban comisiones de cinco hombres, distintas en cada oportunidad. A cada comisión le era asignada una determinada familia, tambien diferente en cada ocasión. La comisión designada debía inpeccionar cuidadosamente, una por una, a todas las mujeres de la familia que le hubiera sido asignada.

La "inspección" debía hacerse a la intemperie, a plena luz del sol, dado que el enrojecimiento podía ser sutil y difícil de ser detectado.

Las mujeres debían esperar la llegada de la comisión, desnudas desde varias horas antes. Se temía que la ropa pudiera provocar ocasionales marcas rojas que tal vez se confundieran con un enrojecimiento.

Por la misma razón, debían tener las manos atadas a la espalda, para evitar que se rascaran o tocaran, lo que podía dejar marcas difíciles de diferenciar de un enrojecimiento.

Así preparadas, las mujeres de la familia eran colocadas en la carreta, y llevadas a algún lugar del bosque, donde cada una de ellas debía esperar su turno de ser inspeccionada por la comisión.

La costumbre se cumplía a rajatabla. Ninguna mujer de Dejlad, de más de catorce años y en edad de procrear, quedaba excluida. Ni siquiera aquellas que estaban embarazadas, así estuviesen prontas a parir. El terror a la enfermedad de la plantas era irracional, y la "inspeción", implacable.

Habida cuenta de todo esto, resulta comprensible que, para los niños de Dejlad, cumplir catorce años fuese un momento muy esperado. Pasaban a ser adultos, y a gozar de todos sus privilegios de hombres. Ya nadie podía castigarlos, y ellos podían exigir respeto y obediencia de cualquier mujer de la casa, echando mano a la fusta y haciendo uso del "caballete" si lo consideraban conveniente.

Y, sobre todo, ya podían participar de la "inspección". Este hecho era, inevitablemente, objeto de lascivos y maliciosos comentarios al cumplir los catorce años.

Para las niñas, cumplir catorce años no era un momento tan feliz. Siendo ya consideradas mujeres adultas, podían ser casadas en cualquier momento con el hombre que su padre considerara adecuado.

Y sobre todo, a partir de entonces, dos veces por año, debían someterse a la "inspección".

En todas estas cosas pensaba Anuska, sentada en el alféizar de la ventana de su dormitorio, mientras continuaba masajeando las doloridas plantas de sus pies, todavía irritadas por las ortigas.

Finalmente bajó del alféizar, y fue a la cocina para ver si su madre Doina necesitaba ayuda.

Terminó ese verano y llegó el siguiente.

Y entonces, hacia el comienzo del otoño, Anuska se dio cuenta de algo perturbador: sus senos empezaban a asomar.

Crecieron y continuaron creciendo a lo largo del año. Y aparentemente, observaba Anuska con gran turbación, no paraban de hacerlo.

Cuando cumplió finalmente los catorce años, sus pechos se veían de un tamaño tal, que Anuska enrojecía de vergüenza cada vez que algún hombre la miraba.

Y entonces, a finales de ese verano, en el equinoccio de septiembre, Anuska tuvo que someterse a su primera "inspección".

(Continuará)