El Oasis

Fantasía de entrega y dominación en un mundo ya perdido.

El Sol brillaba como una bola de fuego, reverberando en los millones de cristales que formaban la arena del desierto y multiplicando hasta el infinito la inmensa tortura de la sed y la angustia que dominaba a las muchachas. Aixa y Fátima no podían más. Tres días caminando por el desierto, exhaustas, sin agua, con sus ropas hechas jirones que ya no podían protegerlas del furor del sol ni del ardor del siroco, sus pies descalzos sangrando, hechos trizas por el roce continuado de la arena candente a mediodía y el rigor helado de las noches del desierto. Unidas por una cadena que aherrojando una muñeca y un tobillo de cada una atestiguaba sin lugar a dudas su condición de esclavas fugitivas, avanzaban trastabillando, en una condición casi catatónica en la que, casi inconscientes, seguían sobreviviendo sin percatarse de ello.

Cuando al bajar una duna tropezaron y rodaron por el suelo, rebozándose en la arena y provocando la huida acelerada de una víbora cornuda que apaciblemente dejaba pasar, semienterrada, las sofocantes horas del mediodía, quedaron inmóviles, esperando una dulce y compasiva muerte que terminara con sus sufrimientos.

No fue el destino tan clemente, y al poco Aixa abrió los ojos y vio el que creyó enésimo espejismo desde que huyeron de la cuerda de esclavos. Desalentada se dejó caer y ahora fue Fátima la que se incorporó. De carácter más tranquilo que su hermana, respiró hondo, cerró los ojos y los volvió a abrir. Sí, no había duda, no era un espejismo. El oasis estaba allí, en la vaguada, los reflejos sobre el suelo no eran ni generales ni perfectos, sólo se veían en una zona, en la que el agua, el bendito regalo de Allah a sus fieles del desierto brillaba como un diamante, pero a ambos lados los bosquecillos de palmeras se extendían, sin reflejos engañosos a sus pies. Algunos campos de labor verdeaban un poco más allá, los frutales menudeaban exuberantes y las cabezas de ganado triscaban alegres por las laderas del cercano "djebel" aguijoneadas por vivarachos chiquillos. Fátima se incorporó, tiró de las cadenas que la unían a su hermana que a duras penas la siguió y se abalanzaron como locas hacia la limpia laguna que constituía el corazón del oasis. Como animalillos desesperados sumergieron las cabezas y saciaron su sed, sin pararse a pensar siquiera que el agua pudiera ser salobre o contaminada, como tantas de los pozos del desierto. No lo era, por fortuna y cuando emergieron pudieron reír como locas, ahítas del líquido elemento, felices por haber salvado, hasta el momento al menos, la vida.

Casi enloquecidas, se deshicieron de los harapos que aun constituían sus vestidos, rasgándolos, arrancándoselos, y gloriosamente desnudas se internaron de nuevo en el agua, que, compasiva, lamió y refrescó sus muchas llagas y heridas. Jadeantes y chorreantes volvieron a salir y cayeron riendo, gozando sobre la mullida hierba que crecía a la orilla de la laguna. El Sol había ido bajando y ya no hería sus lastimadas pieles, sino que les comunicaba una tibia sensación, que las sumía en una grata somnolencia.

La súbita irrupción de la sombra las sacó de su ensueño. Sobre el caballo, la figura masculina, envuelta en su chilaba y cubierta por su turbante azul que apenas dejaba ver unos ojos negros como el carbón y ardientes como él, las contemplaba con curiosidad. Incorporándose brevemente, se arrodillaron ante él cubriéndose como podían y temblando como cachorrillos asustados. "Señor, nuestro señor..." gemían las dos mientras les castañeteaban los dientes, no sabían bien si por el frío o por el miedo. El hombre extrajo su larga espada, tantas veces templada en la sangre de los enemigos, y las tocó con su punta, haciéndolas separarse entre sí, y apartar sus brazos de sus cuerpos ateridos. "¿Esclavas fugitivas, eh?. Bien, veremos para qué servís y en todo caso pagarán una buena suma de dirhams por vosotras". Aterrorizadas se echaron a sus pies llorando y gritando "No, por favor, haced lo que queráis con nosotras, matadnos si es vuestro gusto, pero no nos devolváis a esos canallas...". Indiferente, hizo una seña a un grupo de mujeres cubiertas de arriba abajo, que se acercaron a las muchachas y empezaron a llevárselas. "¡Esperad!". Su voz era imperativa, se detuvieron al instante, estaba claro que nadie osaba, no ya desobedecer sus órdenes, sino simplemente retrasarse un instante en cumplirlas. Con la espada hizo otro gesto, y las mujeres las obligaron a tumbarse boca arriba, desnudas, sus pieles quemadas expuestas al sol, con los brazos y las piernas abiertas. Se acercó con la espada en la mano, chillaron aterrorizadas creyendo que había llegado su fin, la espada se alzó...

Bastaron dos golpes secos y las cadenas se partieron limpiamente. Sin duda, el civilizado proceso del temple de la espada al rojo en las entrañas de los enemigos la había dotado de dureza y filo prodigiosos. Una vez separadas, las mujeres se las llevaron al interior de una de las amplias jaimas que componían el poblado.

La noche cayó y no podían creerlo. Las mujeres del campamento las habían terminado de liberar de sus cadenas, las habían lavado, peinado, curado y ungido sus heridas. Los ungüentos y perfumes habían hecho el milagro y donde apenas unas horas antes no había más que piel sangrante y lacerada, llagas, costras y pústulas, ahora se extendía una piel suave y sedosa, brillante y perfumada. Unas leves túnicas les habían sido colocadas, y pulseras, collares, anillos, pendientes y ajorcas de precioso metal las adornaban como a auténticas reinas del desierto. Se miraron a los ojos primero con preocupación, pero al instante dejaron escapar una risita. Estaba claro, pensaban, qué se esperaba de ellas, y aquello que era su condena, sería también la llave de la libertad. Pues poco valdrían si en circunstancias tan espléndidas, con tales vestiduras y en el apogeo de su juventud, no eran capaces de seducir a cuanto guardián se les pusiera por delante.

No, a aquél no. Pese a su estatura, su fortaleza y la ancha y afilada cimitarra que enarbolaba, su lampiña tez, ciertas adiposidades y algo en su mirada denotaban que no lo podrían seducir. Y no porque no pudiera admirar sus encantos, sino por algo mucho más radical. Era un eunuco, castrado en su infancia, fiel a su amo hasta la muerte, y estaba claro que ni súplicas ni zalamerías torcerían su voluntad de cercenar sus cabezas si intentaban escaparse. El resto de los guardianes estaba en las mismas circunstancias. Bien, tendrían que seducir al propio señor. Lo que dicho sea de paso, les apetecía enormemente.

Un gong sonó fuera de la jaima. El enorme eunuco con cara de niño, las agarró del pelo a las dos con una sola mano y las forzó a caminar delante de él. Las múltiples joyas que portaban, tintineaban como cascabeles. A pesar de las curas y los ungüentos, los pies descalzos todavía se resentían y les escocían cuando atravesaron el oasis hacia la jaima más grande, rica y adornada. En su interior, sentado sobre ricos cojines guarnecidos de bordados y guadamecíes, se hallaba el hombre de mediodía, sin duda el jefe de aquel clan. Su faz, no tan hermosa como creían, pues denotaba algunos años más de los que hubieran pensado, era, no obstante, una agradable mezcla de severidad y comprensión, Quedaron de pie frente a él, que, con una palmada, hizo salir a los eunucos. Al verse solas cruzaron una rápida mirada y se abalanzaron sobre él prestas a doblegarle con besos, caricias, y cuanto hiciera falta.

"¿Qué hacéis, rameras?" respondió el jeque zafándose de su abrazo y dándolas tal empellón que derribó a ambas sobre las ricas alfombras que cubrían el suelo. "Os habéis comportado como dos perras en celo, y eso no se puede permitir. Tenéis mucho que aprender. Venid aquí". Comenzaron a incorporarse, pero el restallar de un látigo las detuvo. "A cuatro patas, como las perras que sois. ¡Vamos!". Atemorizadas se acercaron al hombre, gateando, como dos perrillas asustadas.

Bien, ahora tranquilas, quietecitas, o la próxima vez el látigo caerá sobre vosotras y no sobre la alfombra. ¿Estamos?". "Sí" dijo tímidamente Aixa que dejó escapar un sollozo cuando el látigo cayó sobre ella. "Sí, mi señor, ¿está claro?". "Sí, mi señor" sollozaron ambas al unísono.

"Bien, primer lección aprendida. A partir de ahora os dirigiréis a mí siempre como mi señor, no hablareis a menos que os pregunte antes, y en mi presencia estaréis, salvo que os ordene lo contrario, en la siguiente postura". Dirigiéndose a Fátima la agarró del pelo, la arrastró unos metros, y de un solo tirón por encima de la cabeza la despojó de la túnica dejándola completamente desnuda. Usando el mango del látigo como puntero, la golpeó debajo de la barbilla. "levanta a la cabeza, solo un poco. Yergue el torso, los pechos hacia fuera, las manos atrás. Bien, ahora la cabeza un poco más baja, mirando al suelo con expresión humilde, la boca entreabierta. Eso es, buena chica". Sorprendentemente la acarició la mejilla con suavidad.

Se dirigió hacia Aixa. "¿Lo has visto?". "Sí, mi señor". "¿Pues a qué esperas?" y de nuevo el látigo voló sobre su cabeza. Aixa se apresuró a despojarse de la túnica y situarse en una posición similar a la de su hermana. Todo su cuerpo temblaba como una hoja, lo que provocaba el cascabeleo de las alhajas que portaba. El hombre se puso tras ella, lo que hizo que su pánico fuera aun mayor y empezar a gritar. La fuerte mano atenazó su boca. "Silencio. Y cálmate. Que no se oiga un metal más". Súbitamente su voz se tornó dulce cuando se inclinó sobre su oreja. "Vamos, tú puedes hacerlo, no temas". La suavidad de la voz tuvo un efecto balsámico sobre Aixa, que poco a poco dejó de gemir y jadear, cesando en sus movimientos espasmódicos. A los pocos segundos, las dos hermanas estaban inmóviles, el miedo no había desaparecido de sus ojos, pero su respiración era pausada. No sabían por qué, pero empezaban a confiar en aquel hombre.

"Bien, bien, sois buenas esclavas, aprendéis rápido. Aunque todavía queda mucho. Que quede claro, de aquí no se escapa nadie como del infecto agujero del que seguramente habéis venido. Mis eunucos vigilan noche y día, y son absolutamente inmunes a vuestras maniobras de perras en celo. ¿Está claro?" gritó agarrando a Fátima por el cabello y haciéndola doblar la cabeza hacia atrás hasta casi desnucarla. "Síii". ¿"Sí qué?" rugió mientras su mano abierta se descargaba con furia sobre la desnuda nalga de la muchacha. "Sí, mi señor".

"Bien. Y tú..." ahora fue Aixa quien sintió la mano de hierro en su orgullosa melena. "Lo has entendido?". "Sí mi señor, sí mi señor" respondió apresuradamente antes de notar también el ardiente palmetazo. Sus ojos incrédulos no se atrevieron a mirar directamente, pero él entendió que algo preguntaban. "Con una vez basta, si lo dices dos veces es que me temes, no que lo has entendido. ¿Está claro?". "Sí mi señor, sss." El segundo sí se ahogó en su garganta deteniendo la mano que ya se alzaba. "¿Decías algo?. Aixa negó con la cabeza. "¿Decías algo, puta?" volvió a rugir mientras descargaba todo el peso de su mano sobre el trasero ya algo enrojecido de la chica. "No, mi señor". "Pues contesta cuando te pregunto. Bueno, volvamos a la lección. Desde el momento en que os he salvado la vida, me la debéis. Sois mis esclavas. Esto no os debe extrañar ni molestar, ya erais esclavas como lo prueban las argollas y cadenas de hierro que os hemos quitado. A partir de ahora también lleváis argollas, y cadenas pero de oro. A partir de ahora también caminareis descalzas y dormiréis desnudas, pero sobre alfombras de lana de camello y cojines de seda rellenos de plumas. Comeréis y beberéis tan bien como yo lo haga. Os cuidarán, lavarán y ungirán como a mí. No tendréis que trabajar en el campo, ni pastorear, ni acarrear agua y leña como las demás mujeres,..." "Y a cambio.." (musitó de forma casi inaudible Fátima antes de que la bofetada cayera sobre sus labios, que volvieron a sangrar cuando el golpe retiró la capa protectora que sobre su sequedad habían extendido las sabias mujeres.

"Nunca vuelvas a interrumpirme. Nunca ¿entendido?". "Sí mi amo" contestó temblando. "ésta es una falta muy grave, de las más graves que una esclava pueda cometer, hablar a su amo sin ser interpelada. Y os lo había dicho y has desobedecido. Debes ser castigada". De nuevo la agarró del pelo y la arrastró hacia una parte de la jaima, donde dos postes enhiestos sujetaban la estructura. En ellos, a la altura de su cabeza había unas cuerdas enrolladas. Sin dejar que se moviera de su posición arrodillada, la asió por las muñecas, atándolas tan fuertemente como pudo. Con una mirada furtiva, Aixa pudo ver no estaban totalmente fijas a los postes, sino que rodeaban unos pequeños palos haciendo un efecto como de polea. Cuando hubo atado las muñecas de Fátima, tomó los extremos de las cuerdas y tiro hacia sí. Efectivamente, la idea era que los palos hicieran de polea,.Las cuerdas de deslizaban suavemente sobre ellos, sin duda estaban engrasados, e izaban el tembloroso cuerpo de Fátima. Cuando quedó colgada , como crucificada, el hombre aseguró las cuerdas, y tomando otra, la hizo juntar los tobillos y se los ató muy juntos.

"No muevas las piernas o me veré obligado a atártelas de otra manera", "No, mi señor" gimió Fátima pero su terror era tal que doblaba las rodillas espasmódicamente, sin control. Él movió la cabeza pesaroso. "¿Qué te he dicho?. En fin, paciencia". Tomó otra cuerda, que pasó varias veces sobre el fuerte nudo de los tobillos, llevó uno de sus cabos hacia el torso de la chica, que rodeó varias veces y tensó cuando pudo hasta que dobló las piernas de tal manera que los talones rozaban los glúteos. Fátima ni siquiera podía respirar con fuerza, aprisionada por las vueltas de la cuerda que le rodeaba el pecho. "Y ahora, pequeña te vas a quedar así muy quieta, y solo abrirás la boca para contar los golpes que vas a recibir. Si así lo haces, el castigo cesará pronto, y es más, tendrás tu premio". Empuñando una especie de látigo formado por unas cuantas tiras de cuero, con un mango de manufactura exquisita en plata y marfil, comenzó a golpear el cuerpo de la muchacha que pendía como una fruta madura. Los golpes no eran muy fuertes y quedaban amortiguados por la propia postura incomodísima y las cuerdas que rodeaban su cuerpo, pero se hacían notar, a juzgar por las lágrimas y suspiros que arrancaban a los nuevamente heridos y sangrantes labios de Fátima. "uno...dos...tres..." contaba con voz muy queda. Sólo fueron nueve, que Fátima fue contando con cada vez mayor calma, como si desfalleciera, o como si se acostumbrara a ello. Al llegar a tan mágica cifra dejó el látigo y comenzó a desatarla suavemente, procurando no dañar la delicada piel femenina. Contrastaba el exquisito cuidado que ponía en ello con la rudeza empleada anteriormente. Aixa miraba todo incrédula, pero no osaba mover un músculo, no fuera que sonara un cascabel y cayera sobre ella el castigo. Los nudos se deshacían con inusitada facilidad. Cuando cedió el último cayó desfallecida, pero hizo un último esfuerzo por adoptar la postura exigida. El jeque sonrió, la besó dulcemente en los labios y la recostó sobre unos cojines. "Puedes descansar un poco, te lo has ganado". Aixa los miraba con una mezcla de horror, compasión, y también sorprendentemente envidia y celos. El jeque se dirigió a ella, su mirada tenía de nuevo una gran fiereza. "¿Quién te ha dado permiso para mirar de frente?. También tienes que aprender humildad". La arrastró también entre los postes, pero esta vez ató las muñecas a los mismos a ras del suelo. Le puso la boca en el suelo y empujó sus rodillas hasta que casi la tocaban. Levantó sus caderas y paso una cuerda sobre las corvas y, dando vueltas al torso, terminó atándola a los postes que se encontraban ante sus ojos. De esa manera, cualquier movimiento de flexión del cuerpo que hiciera Aixa supondría que las cuerdas se le clavarían produciéndole un intensísimo dolor. "Y ahora, mientras estás inmóvil en posición genuflexa, para aprender humildad, también vas a aprender a contar". Esta vez fue una especie de fusta empelada con los camellos, el instrumento utilizado en la aplicación del correctivo. Los golpes cayeron, uno tras otro, sobre las nalgas. Medio asfixiada por la propia presión de su pecho sobre sus muslos, Aixa apenas podía contar, pero lo hizo igualmente. Al llegar también a nueve, sus posaderas adquirían un brillante tono rosado, y una extraña humedad se escurría por sus muslos. De nuevo una media sonrisa irónica se dibujó en el rostro del jeque, mientras desataba a la muchacha que lloraba inaudiblemente para no volver a desatar las iras de su nuevo dueño. También con dulzura sopló sobre los enrojecidos glúteos y los acarició, mientras la depositaba junto a su hermana y la besaba también en los labios. "Muy bien, queridas perritas, descansad, descansad,.... por ahora". Ambas cerraron los ojos, y el dolor, la humillación, el cansancio y cierta extraña inquietud que las anidaba en la entrepierna hicieron el resto quedando profundamente dormidas...


Al despertar, las ancianas volvieron a ocuparse de ellas. No solo volvieron a aliviarlas de sus lesiones, a bañarlas, ungirlas y perfumarlas. También, y así continuaron en los días siguientes en los que el señor no las llamó a su lado, continuaron su instrucción con consejos de sabias veteranas, a la par que las introducían en los misterios de las ceremonias del té, del hilado y el tejido, del arte de tañer instrumentos musicales, de la música y la poesía. Cual nuevas Sherezades, iban adquiriendo sabiduría, imaginación e inteligencia, se iban convirtiendo en auténticas semidiosas, prestas para dar placer al hombre, pero desde su máxima estatura humana, desde la cultura y la creatividad, trascendiendo su simple físico y sus instintos. Pero éstos eran ahora los que debían ser instruidos. La enseñanza más difícil, el control más arduo, el camino más amargo aún debía ser emprendido. Y sólo habían recibido una lección, la primera, la más sencilla....

Apenas había transcurrido una semana en la que ya empezaban a olvidar su desdichada vida anterior, y el dolor del primer encuentro con el amo, cuando al caer la tarde volvió a sonar el gong. Las ancianas volvieron a prepararlas, las vistieron solamente con la leve túnica de la otra vez, las perfumaron y enjoyaron de nuevo y las condujeron a la gran jaima que presidía el campamento. Estaba vacía. Las ancianas les hicieron una leve seña y desparecieron. Fátima se arrodilló de inmediato y se quitó la túnica, adoptando la postura que les había marcado el jeque. A su lado, Aixa la imitó, pero lentamente. Quedó además con la cabeza alta, la larga melena cayendo por delante de su pecho izquierdo, mirándolo todo con curiosidad.

El golpe en el cuello vino sin sentir. No oyeron cómo entraba en la jaima y sólo se percataron cuando su poderosa mano cayó sobre el erguido cuello de Aixa, obligándola a agachar al cabeza. "Os dije que la postura era mirando al suelo con humildad. ¿Ya no te acuerdas?". Todavía descargó dos palmadas más sobre el enrojecido cuello de Aixa, que apretaba los dientes y se mordía los labios para evitar lanzar un grito de dolor. "Y la boca entreabierta" volvió a decir el amo, que ya no rugía, simplemente enunciaba las frases, mientras la obligaba a abrir al boca agarrándola por la mandíbula y la colocaba y una extraña mordaza de cuero con una bola de marfil, exquisitamente pulido en el centro. Fátima no osaba mover un músculo, Aixa quedó al fin inmóvil, con la boca en forzada abertura por la mordaza. Con absoluta tranquilidad, el jeque pasó a explicarles la siguiente lección. "El otro día sufristeis un castigo leve porque aun no conocíais las reglas.". Al oír la palabra "leve" ambas se estremecieron y estuvieron a punto de hacer sonar los adornos metálicos que portaban, pero fueron capaces de contenerse.

"¿Veis?,algo habéis aprendido ya. Habéis sido capaces de dominar vuestro miedo. Habéis avanzado. Hoy, y mañana, y al otro día, y durante las próximas sesiones iréis aprendiendo a venceros a vosotras mismas, a superar vuestro miedo, a ser más fuertes que el dolor. Vais a haceros semidiosas, gacelitas del desierto. Pero sólo podréis conseguirlo si me obedecéis ciegamente, si me seguís hasta el final, si cumplís mis órdenes por horribles, crueles o malvadas que os parezcan. Si lo hacéis, venceréis vuestros limites y vuestro sufrimiento será útil. Si no lo hacéis seréis castigadas hasta que obedezcáis, sufriréis más y además vuestro sufrimiento será inútil, vano, como el que recibisteis cuando erais esclavas del desierto y de vosotras mismas y del que no aprendisteis absolutamente nada.. Pero basta ya de charla."

Hizo chasquear el látigo entre las dos. Su estremecimiento fue rápidamente contenido. "Bien, pero estáis demasiado pendientes de mí, vuestros ojos no paran quietos, no dejáis de pensar en mí. Vamos a arreglarlo". Tomó unas vendas de terciopelo perfectamente negro y tapó con ellas los ojos de las muchachas. Sobre ellas se hizo la noche, negra como un cuervo. Temblaron aun más, sus pechos se agitaban y sus manos tremolaban. "Hay que tranquilizarse" dijo el jeque mientras con sendas cuerdas las ataba las muñecas, y sus grandes manos frotaban los temblorosos cuerpos calmándolos con su calor. "hay que aprender a permanecer en la inmovilidad, no pensar, a no sentir, a que todas las fibras de vuestros cuerpos y vuestras mentes estén sólo pendientes de los deseos de vuestro amo. Y no os moveréis, ni gemiréis, ni suspirareis, pase lo que pase. ¿Entendido?" gritó mientras volvía a chasquear el látigo. "Si, mi señor" repuso rápidamente Fátima. La respuesta de Aixa, acallada por la mordaza apenas fue poco más que un gruñido, pero bastó.

Se acercó por detrás. Ciegas por las vendas y sordas por las alfombras que amortiguaban sus pasos no sabían dónde estaba, lo que aumentaba su temblor y su excitación. Las empujó en la nuca, desequilibrándolas y haciendo caer sus cabezas sobre el suelo. Ahogaron un grito de terror pero sus sienes aterrizaron sobre mullidos cojines, lo que les hizo exhalar un leve suspiro de alivio. Quedaron las dos arrodilladas, con la cabeza prácticamente en el suelo, sus nalgas y sus sexos mirando al cielo como una ofrenda. Aixa siempre más tranquila, y también más altiva que su hermana.. Con el mango del látigo golpeó la cara interna de los muslos, suavemente, simplemente para separarlos. Aixa volvió a resistirse un poco y de nuevo el fuego del látigo mordió su carne joven y suave. Accedió al fin a abrir las piernas, tras dos nuevos golpes. El jeque actuaba en silencio absoluto, lo que, lejos de tranquilizarlas, las aterraba aun más.

"Hoy, además de la sumisión, la obediencia y la superación, como siempre, aprenderéis a dar placer a vuestro señor. Si lo hacéis bien obtendréis vuestro premio. Si no colaboráis volveréis a ser castigadas. Como siempre, depende de vosotras, sólo de vosotras. Ah, además de ‘mi Señor’ podéis llamarme también ‘mi Amo’ o añadir mi nombre, que es Habib, a cualquiera de los dos tratamientos, pero esto sólo después de que haya obtenido mi placer de vosotras, y os autorice expresamente a hacerlo. ¿Entendido?". "sí mi señor" respondió Aixa como siempre con cierto tono de desafío lo que le valió recibir un segundo latigazo. "Sí mi amo" respondió Fátima temblando, lo que no la libró de recibir también lo suyo. "No queréis enteraros" rugió Habib. "No es que me llaméis mi señor o mi amo, es que soy vuestro amo y señor. Por eso, ni se me habla con orgullo" siguió mientras agarraba a Aixa por el pelo y la azotaba con la mano, "ni con miedo" repitió la operación con Fátima.

Las devolvió con rudeza a su posición anterior. Aixa contenía unos furiosos resoplidos, mientras Fátima hacía lo propio con su temor, pero ambas consiguieron evitar el sonido de sus alhajas y cascabeles y con ello recuperar la respiración sosegada. Habib sonreía levemente, y volviendo a acercase por detrás puso las manos en los sexos de las muchachas. El de Aixa, pese a su ira a duras penas domeñada, chorreaba como un manantial. El de Fátima, en cambio permanecía seco y cerrado como una ostra sobre sí misma. Frotó los dos suavemente. Aixa tuvo que volver a contenerse a duras penas, pues sabía lo que la esperaba si sonaban los metales, y pese a que en su orgullo estaba dispuesta no exhalar un solo grito ni derramar una sola lágrima, no le apetecía lo más mínimo probar de nuevo el látigo. Pero le fue muy trabajoso, pues sentía cómo las oleadas de placer la inundaban, mientras sus muslos se cubrían de una cálida y pegajosa humedad. La mano izquierda de Habib se separó súbitamente de los labios de la muchacha y cayó como un martillo sobre sus nalgas, provocándola, a pesar de su sorpresa, una mayor excitación. "No te has ganado aún tu placer" la susurró con un terrible acento, antes de empujarla y dejarla abandonada en el suelo, chorreante, anhelante, y sin posibilidad alguna de consumar su escalada hacia el éxtasis.

Habib se concentró en Fátima, comenzó a acariciarla suavemente los pechos, y trazando grandes círculos sobre su piel se extendió a todo el cuerpo, con ocasionales visitas a la vulva que poco a poco, comenzó a entreabrirse como una flor que se despereza. La lengua del hombre visitó súbitamente el botón del placer de la chica que se estremeció haciendo entrechocarse sus ajorcas. Habib se separó como una exhalación y también dejó caer su pesada mano, dos veces en esta ocasión, sobre las posaderas de Fátima. "Tampoco te lo has ganado aún. No estabas dispuesta para mí".

De nuevo las agarró del pelo y las llevó al centro de la tienda. "En posición, ordenó" y no tardaron ni un segundo en estar dispuestas. Empuñó el látigo y comenzó a golpear alternativamente las opulentas nalgas y las firmes pero delicadas espaladas. A cada golpe, las mejillas de Aixa se arrebolaban más y su respiración se agitaba a través de la mordaza. Por su parte, las lágrimas de Fátima seguían fluyendo, pero los golpes parecían también imbuirle una especie de perversa serenidad, cuando Habib, mojando una suave tela en un cubo de agua fría recorrió las señales que los golpes del látigo habían dejado sobre las finas pieles femeninas. Aixa tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no dar rienda suelta a su explosión de placer. Fátima sorprendida se veía también inundada por aquel suave calor que le llenaba las entrañas y se le escapaba muslos abajo, de una forma dulce pero también inequívocamente placentera. Habib descubrió su vientre y, sin previo aviso, penetró primero a Fátima quien ahogó un grito, pero al instante se entregó a las sensaciones que la dureza de su amo le provocaba en su interior. A punto estaba de abandonarse por completo, cuando el hombre se salió de ella y se introdujo brutalmente en Aixa,... pero no por su vagina, sino, también sin previo aviso, por su ano. El dolor quemaba a Aixa que, sin embargo, aguantó valientemente no sólo sin gritar, sino prácticamente sin moverse. Habib detuvo sus embestidas y susurró a su oído. "Bien, muy bien. Ahora, tranquila" antes de seguir moviéndose, pero con mucha más suavidad y llevar su mano al bajo vientre de Aixa, quien de nuevo tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no debatirse víctima de su propio goce. Cuando creía no poder resistir más , Habib aumentó el ritmo de su bombeo y de nuevo se dirigió a ella suavemente, y le soltó la mordaza, "Ahora puedes liberarte, pero grita mi nombre"."Sí, mi señor, sí mi amo Habib, Habib, Habib" gritó Aixa antes de desplomarse en pleno paroxismo, sin importarle ya si sonaban las joyas y si eso le acarrearía un nuevo castigo.

Habib se salió de ella, con el miembro aún enhiesto como una lanza. Con exquisito cuidado se lavó y secó antes de dirigirse hacia Fátima, mientras Aixa se sumía en una tremenda laxitud. Se colocó frente a la menor de las hermanas, y de un golpe le separó la venda que le cubría los ojos. Éstos se abrieron como platos ante la contemplación de Habib en toda su majestad y plenitud. Sintió cómo de nuevo sus muslos recibían el reconfortante calor de su esencia femenina.. Habib la acarició la cabeza, y tomándola de la mandíbula le dijo: "Vas a tener un privilegio del que no ha gozado tu hermana".

Acercó los labios de ella al miembro, y la obligó a introducírselo en la boca, manteniéndola la cabeza sujeta con una mano para que no se apartara. La chica engulló aquel inmenso y palpitante pedazo de carne que llegó hasta el fondo de la garganta, produciéndole una arcada que apenas pudo reprimir, pero lo hizo. Superando la sorpresa y el asco inicial, comenzó a saborear el miembro viril, encontrando que su dureza era compatible con una exquisita suavidad, y sintiendo las embestidas en su boca no como una agresión sino casi como un regalo, como una ofrenda.

La mano libre de Habib se deslizó hacia los pechos de Fátima a los que alternativamente acariciaba y oprimía. Fátima se llenaba de sensaciones contrapuestas, pero poco a poco fue abandonándose al extraño placer que le producían. Estirándola del pelo, Habib la hizo separarse, la izó en el aire, le dio la vuelta haciendo que de nuevo le mostrara su grupa, y la penetró del mismo modo que a su hermana, repitiendo la operación que había hecho con ella.

Fátima olvidó las amenazas del castigo y chilló con una mezcla de dolor y placer, de horror y abandono, pero lejos de entregarse pasivamente comenzó a mover sus caderas de modo que el hombre quedara cada vez más encajado en ella, le acompañó en su búsqueda del placer conteniéndose sin embargo para no alcanzar aún el máximo, no ya por temor, que había desaparecido por completo, sino por el afán de prolongar aquella divina situación que tanto complacía a su amo, y como consecuencia a ella misma.

Habib la premió del mismo modo, llevando una mano hacia su empapado clítoris, y masajeándolo mientras arreciaba en sus embestidas, y cuando sintió que su explosión estaba próxima aún se apretó más sobre Fátima mientras rugía. "¡Ahora!". Fátima soltó un alarido aterrador "Mi señor, mi señor mi señor" y desplomándose aún murmuraba quedamente "Habib, Habib, Habib", mientras sentía como la flor de la sangre del hombre se mezclaba con sus propios jugos al derramarse en su interior.

Se retiró Habib, y componiendo sus vestiduras desapareció por el fondo de la jaima, dejando a las hermanas en el suelo, suspirando.

Al punto, entraron las ancianas y arropándolas con mantas, las liberaron de las ligaduras de las muñecas y las llevaron hacia su propia tienda. Estaban doloridas, agotadas, exhaustas y sucias de lágrimas, sudor, saliva, semen y jugos vaginales, pero en ambas los ojos brillaban felinamente, las bocas entreabiertas parecían esbozar extrañas y feroces sonrisas, y el agitarse de sus pechos parecía obedecer más al palpitar de corazones emocionados que al simple resuello de dos mujeres maltratadas.

La mayor de las ancianas vio alejarse al grupo y se dio la vuelta hacia el interior de la gran jaima, en cuya penumbra, Habib descansaba recostado en los cojines. Le acarició la cabeza maternalmente, el hombre besó aquella mano con unción y respeto.

  • "Son buenas" afirmó la vieja.

  • "Son las mejores" asintió Habib. "Aprenden rápido, crecen, maduran".

  • "Magníficas concubinas" aseveró la ancina".

  • "No" negó Habib, "excelentes esposas, pero aún no. Todavía les queda mucho por aprender".

  • "¿No eres demasiado duro?".

Habib guardó silencio y miró fijamente a los ojos de la anciana, la única mujer del campamento que le sostenía la mirada. "¿Acaso no fue mi padre duro contigo?".

  • "Eran otros tiempos..."

  • "Eran tiempos igual de crueles. Y cuando los salteadores le mataron tú pudiste hacerte cargo del clan, criarme y educarme, porque te habías hecho tan dura como él. Gracias a su dureza y tu entrega todos pudimos vivir. Gracias a ti, por dos veces, estoy yo aquí". De nuevo besó la reseca mano con infinito amor. "Y si, Allah no lo quiera, algo me ocurriera, ellas deben ser capaces de continuar tu obra. Por eso debo ser duro. Deben ser capaces de resistirlo todo, por sí mismas, no por miedo al castigo. Aprender a darlo todo, no por el egoísmo de recibir, sino por su propia entrega y generosidad. Como hiciste tú, madre". Un tercer beso se depositó sobre la octogenaria mano, acompañado de las lágrimas de amor, veneración y gratitud. Un suspiro y un tierno abrazo de la anciana fueron la respuesta.


Los días pasaron entre la instrucción de las ancianas y las prácticas de las enseñanzas aprendidas. No se limitaban a la instrucción nocturna en la obediencia y el placer, sino que pronto empezaron a servir la comida, a acompañar a su señor durante el día, a amenizar sus reuniones con otros jeques o jefes de tribus. Su belleza y sus habilidades las convirtieron pronto en la posesión más preciada de Habib (aún más por las razones que sólo él conocía) y por tanto en la más envidiada.

Había pasado cerca de una luna y aquella noche, cuando sonó el gong. pareció hacerlo de forma distinta, como más alegre, más cantarina. Sin necesidad de acompañamiento, las hermanas se dirigieron a la gran jaima, se desnudaron y esperaron en la posición correcta la aparición de su señor, quien no tardó en llegar acompañado por las ancianas, que llevaban en su manos unos almodones con extraños y brillantes instrumentos. Al entrar en la tienda y verlas no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. "Muy bien gacelitas, muy bien". Se sentó ante ellas. "Podéis descansar". Tal y como habían sido instruidas, se sentaron sobre las pantorrillas, relajando el torso y pusieron sus manos sobre los muslos, pero mantuvieron la boca entreabierta y la mirada baja y humilde. "Miradme a los ojos" añadió Habib. Así lo hicieron, sus miradas ya no expresaban el terror de las primeras sesiones, sino auténtica veneración por aquel extraño hombre que las causaba dolor y placer, que administraba ambas sensaciones con la sabiduría que un médico dosifica sus remedios. Que las causaba placer cuando les aplicaba dolor, y las generaba dolor, si no les daba placer. Que al humillarlas las hacía sentirse fuertes, y al doblegarlas las hacía crecer por dentro.

El hombre prosiguió: "Bien gacelitas, habéis superado con éxito la primera parte de vuestra instrucción. Ya podéis llamaros, con orgullo, mis esclavas, porque ya lo sois sin necesidad de cadenas. Y las esclavas deben llevar sobre sí la marca de su posesión. Se estremecieron ante esta afirmación, recordando el dolor que les causaron las torturas que habían sufrido en su proceso de iniciación, y que ya no sólo casi no sentían, sino que se había convertido en fuente de placer. Pero su estremecimiento y su terror no lo fue tanto por lo que pudiera ocurrirles, sino, sobre todo, temían no poder resistir y defraudar así a su amo. Su sonrisa, aunque no exenta de cierta perversidad, las tranquilizó. Temían, claro que temían, pero sobre todo confiaban en él, y harían cualquier cosa por complacerle. Sabían que las llevaría hasta el límite, pero no las obligaría a algo imposible.

Habib dio una palmada. Las ancianas de los cojines se adelantaron. En cada uno de ellos, dos objetos que parecían grandes anillos de oro purísimo reflejaban el fulgor de las llamas. Habib tomó en sus manos dos de los anillos y se acercó a Aixa.

"Esta es la última prueba antes de imponeros la marca de Habib. Primero tú, que más que gacelita eres una pantera feroz". Le mostró los aretes. Aixa pudo comprobar que estaban abiertos como unos pendientes, con un extremo aguzado como un alfiler. Su respiración se agitó pero la contuvo rápidamente. Al fin y al cabo, aunque grandes, no dejaban de se unos pendientes. A una seña de Habib, una de las ancianas vendó los ojos de Fátima. Otra intentó hacerlo con Aixa, pero está respondió con viveza- "No. Déjame verlo mi señor".

Habib volvió a sonreír. "Has hablado sin ser preguntada. Deberé castigarte".

Aixa clavó su mirada en él, pero más con confianza que como desafío. "Hazlo mi amo, hasta que pierda la conciencia. Pero déjame ver qué vas a hacerme". La sonrisa de Habib se hizo más amplia. "Está bien. Tú lo has querido". Tomó uno de los aretes en un mano, agarró uno de los deliciosos pechos de Aixa con la otra, y con un solo, decidido y certero golpe lo atravesó justo por detrás del pezón con la aguzada punta de oro. Los músculos de Aixa se tensaron como cuerdas de guitarra, pero pudo mantenerse en silencio, a pesar de las cataratas de sudor que caían de su frente. Habib ajustó el arete, de manera que no pudiera desprenderse. Pequeñas gotas de sangre se deslizaban por el torso de Aixa. Tomó en sus manos el otro arete, e hizo lo mismo en el otro pecho. Avisó a las ancianas para que limpiaran las heridas, y se retiró hacia Fátima, cuando la voz de Aixa le detuvo.

"¿Puedo hablar mi señor?".

"Habla, pero procura no decir alguna estupidez".

"Olvidáis mi castigo, mi amo".

De nuevo la sonrisa iluminó el rostro de Habib. "Luego, panterita, luego te limaré las uñas".

Se dirigió hacia Fátima que vendada no tenía la menor idea de lo que había ocurrido y lo que le esperaba.

"¿Tienes miedo Fátima?"

"Sí, mi señor, mucho, mucho miedo. Pero estoy aquí a vuestra merced" Su expresión era casi de arrobo, como si en vez de temer un cruel suplicio, esperase una dulce ventura.

"No debes tener miedo de mí, Fátima. Nunca. Hoy también sufrirás un castigo por tener miedo. Pero también tendrás un premio porque tienes confianza. ¿Quieres decir algo?"

"Gracias, mi señor".

"¿Por el premio?".

"No, mi señor. El premio me agradará, pero mi gratitud es por el castigo que me hará crecer y me ayudará a perder el miedo. Gracias, mi señor".

La creciente satisfacción de Habib se reflejaba en su sonrisa. Acarició suavemente uno de los pequeños pechos de Fátima, y súbitamente lo atravesó con el primer arete. Antes de que la muchacha tuviera tiempo casi de sentir el dolor, ya le había atravesado también el otro. En el rostro duro y curtido de Habib, una lágrima de emoción pugnaba por no escaparse.

Las ancianas acudieron y curaron los lacerados pechos de Fátima como habían hecho con los de Aixa y la liberaron de su venda. Habib miró a las hermanas y a una seña casi imperceptible se dispusieron ambas frente a él en la posición de humildad que les había enseñado. Dirigían furtivas miradas a sus pezones engalanados y sus rostros expresaban satisfacción y orgullo. Estaban radiantes.

"Gacelitas, estoy orgulloso de vosotras, pero no lo bastante. Todavía queda un largo camino que recorrer hasta que superéis todas vuestras limitaciones. Pero estáis en ello. Y por eso hoy recibiréis vuestro premio. Pero antes, debo someteros a un castigo por vuestras imperfecciones de hoy. Un castigo en el cual también encontrareis consuelo por la prueba que acabáis de padecer. Un consuelo que os daréis vosotras mismas".

Sin perder la compostura, las muchachas tendieron sus manos unidas hacia adelante. Sabían lo que las esperaba. Habib las tomó por las muecas, con una mano a cada una, tan finas eran, y las hizo levantarse. Las ató fuertemente de manera que las cuatro manos quedaron entrelazadas y las jóvenes enfrentadas. Respiraban sus respectivos alientos y sus torsos se apretaban entre sí. Habib levantó la cuerda y las dejó colgadas, de manera que sus pies apenas rozaban el suelo, lo justo para que no se asfixiaran por su propio peso, pero obligándolas a una terrible incomodidad, sólo paliada por el calor que sus cuerpos se comunicaban, y que comenzaba a producirles una agradable sensación, alejada de la simple cercanía fraternal. Habib empuñó el pequeño látigo formado por tiras de cuero, al que llamaba gato y azotó suavemente las espaladas. Las hermanas, cada vez más juntas sentían como sus terminaciones nerviosas se alteraban, y el agradable calor del bajo vientre volvía a invadirlas, a pesar de que el hombre no se acercaba a ellas. Los golpes seguían cayendo cada vez un poco más fuerte., pero ellas no daban ninguna muestra de dolor, miedo o inquietud. Si algo quedaba en el fondo de su alma, la cercanía de sus cuerpos lo amortiguaba, la suavidad de sus pieles, el cálido aliento que se intercambiaban aun sin quererlo, las arropaba como un aceite balsámico. Habib seguía golpeando, mientras decía suavemente. "Vamos, estáis deseándolo, no os reprimáis. Vamos, hacedlo". Realmente no le escuchaban, ni le oían siquiera, pero como si le obedecieran, sus labios se juntaron, sus bocas acabaron de abrirse y las lenguas se exploraron mutuamente. Entrelazaron las piernas para no separarse por el pendulear de la cuerda, ni los empujones del látigo, y comenzaron a frotarse una contra la otra. Los latigazos se hicieron más suaves, simplemente marcando un ritmo, acariciando en lugar de fustigar. "Muy bien, mis niñas, gozad vuestro consuelo. Os lo habéis ganado" murmuraba Habib, mientras sus vientres se agitaban poseídos de un extraño frenesí hasta que quedaron agotadas colgando inermes de su común atadura. Habib corrió a desatarlas y las ancianas las retiraron casi dormidas por el cansancio, la extenuación y el placer recién recibido. Sí, aquello era un monstruoso incesto lésbico, pero la expresión de sus rostros no podía ser más inocente, más angelical. Habib sonrió como nunca. Sabía que eran suyas, absoluta, total, completamente suyas. Y que sólo la muerte podría deshacer aquel lazo sagrado entre los tres.


La vida transcurría plácidamente en el oasis. Habib no tenia ya ni que dar órdenes. Un gesto, una mirada eran suficientes para que las hermanas corrieran a ponerse a sus pies y satisficieran de inmediato cualquier deseo que pudiera tener. A la noche sus encuentros amorosos eran suaves y alegres, aunque no era raro que fingieran un incumplimiento o una desobediencia, siempre leve, para dar lugar a alguno de los castigos que tanto temieron, y que habían aprendido, no ya a aceptar sino incluso a desear. Por lo demás todas las combinaciones posibles entre los tres eran exploradas hasta agotar al extremo las fuentes del deseo. Pero la imaginación de Habib era inagotable, y siempre las llevaba por nuevos vericuetos, en los que la inquietud, el miedo, el dolor, la entrega y el placer se entrelazaban y confundían entre sí.

Aquél día, sin embargo, ya amaneció raro. Un cielo plomizo, extrañamente cubierto de nubes que no llevaban la tan deseada lluvia, sino sólo rayos y truenos cubrió al llanura desde el amanecer. A mediodía vieron la nube de polvo avanzar sin freno. Hombre y eunucos se prepararon blandiendo sus armas y ocupando posiciones de combate. las mujeres y los niños se refugiaron en las tiendas, procurando ocultarse completamente de la vista de los enemigos.

El pelotón de salteadores llegó a las puertas del oasis. Habib salió a recibirles sereno pero alerta. No se podía uno fiar de aquellos chacales. El jefe, un hombre mayor, que podría ser el padre de Habib por edad se adelantó

"Sallam aleikhum, Habib"

"Aleikhum salaam, Abdul. ¿Qué te trae por aquí?. ¿acaso has cambiado de actividad y ahora eres un honrado comerciante?". Las risas recorrieron por igual los dos bandos. Suponer a Abdul un honrado comerciante, no sólo era una absurdo, sino un insulto a al memoria de 40 generaciones por lo menos, todos bandoleros y salteadores de caravanas.

"Te veo de buen humor esta mañana, Habib. Yo tengo menos ganas de broma. Quiero lo que es mío".

Habib perdió la sonrisa y le miró fijamente. Claro que podía ser su padre. 15 años atrás ya se había ocupado de matarlo a traición y con añagazas, cuando intentaba socorrer a los últimos supervivientes de una caravana asaltada por Abdul, y a los que, tras la traicionera emboscada y la ruptura del sagrado juramento de hospitalidad en el desierto, Abdul volvió a capturar para esclavizarlos de por vida. Incluyendo a sus descendientes. Y ahora estaba frente a él, desafiante, reclamando ¿qué?.

Habib sopesó la situación. Si se entablaba la batalla, no había color. Sus hombres, incluidos los eunucos, que a estos efectos eran aún más terribles, superaban claramente a los de Abdul. En un enfrentamiento directo, estaba claro quien vencería. Pero, ¿a costa de qué?. Los secuaces de Abdul podían ser pocos, pero eran tremendamente destructivos. La confrontación acabaría con su fuga o su muerte, pero entre tanto el campamento, las cosechas, incluso el agua bendita se habría echado a perder, y podía perder también muchas vidas en la refriega, sobre todo de mujeres y niños, que serian sometidos a horribles atrocidades antes de morir. No, la guerra abierta no era la solución.

"No se a qué te refieres Abdul, yo no tengo nada que ve contigo (excepto la sed de venganza que me atenaza, pensó)".

"Sabes perfectamente de qué estoy hablando, Habib. Tú me has robado dos esclavas. No agotes mi paciencia y hagas que las busque".

Sin duda, el facineroso era osado. Sabía jugar con el miedo de la gente — o con la responsabilidad de quien tiene que proteger por encima de todo a los suyos— con la desfachatez del que no tiene nada que perder.

Habib trataba de ganar tiempo. "Yo no te he robado nada Abdul. Puedes comprobar que aquí nada ni nadie lleva tu marca ".

"No me hace falta marca para reconocer mis propiedades. Y tú sabes perfectamente que yo no marco a las esclavas.

"Si, para que no les baje el precio, pedazo de hiena del desierto" pensaba Habib, que no quería exacerbar los ánimos del salteador en previsión de que descargara su ira contra algo o alguien de su campamento.

"Lucha conmigo Abdul. Si me vences te dejaré que te lleves lo que quieras".

"Jajá jajá, ¿estás loco o crees que lo estoy yo?. Eres 20 años más joven, no tendría nada que hacer. No Habib, busca otra solución, o mejor, entrégamelas, si no quieres que empiecen a volar las flechas incendiarias".

En efecto en las lomas próximas se veían brillar los pebeteros donde arqueros entrenados preparaban mortíferos proyectiles, esperando sólo la orden de Abdul. Habib se devanaba los sesos sin encontrar una solución, cuando de la jaima de las mujeres se oyó un leve cascabeleo. Dos menudas pero decididas figuras cubiertas de la cabeza a los pies avanzaban con paso firme hacia el espacio entre los dos hombres, que miraban asombrados. Cayeron de rodillas mirando a Habib, y dijeron al unísono: "¿Podemos hablar mi señor?".

"Sí" respondió Habib. "Habla tú, Aixa".

"Mi señor, hace varias lunas llegamos a tu casa huyendo del hambre, la enfermedad y la vergüenza. Tú nos has curado, nos has alimentado y nos has dado nuestro orgullo. No tenemos más señor que a ti".

"Eso será si yo lo permito" rugió Abdul, que se vio detenido sin embargo por la determinación de los escoltas de Habib. Aun así, éste sabía que una simple derrota no bastaría y tarde o temprano volvería a reclamar las esclavas. No era la propiedad, era su orgullo lo que estaba en juego. Pero la misma decisión de Aixa y Fátima le puso la solución delante de los ojos.

"Abdul, yo nunca supe que estas esclavas te pertenecían, y ahora todavía lo pongo en duda. Sin embargo vamos a hacer una prueba. Te permito que las sometas a las pruebas que quieras con la única condición de respetar su vida. Tienes de aquí hasta que la penumbra del ocaso no permita distinguir, sin ayuda del fuego, un hilo blanco de un hilo negro. Si por entonces, o antes, las esclavas declaran que tú eres su amo, tendrás derecho a llevártelas. Si por el contrario, siguen declarando que yo soy su señor, o llevan sobre sí una prueba de ello, tendrás que abandonar el oasis después de que tus hombres y animales abreven, por supuesto. ¿Aceptas?".

"Acepto" dijo Abdul no muy convencido, a lo que Habib replicó "Tus hombres son testigos. Y no puedes faltar a tu palabra delante de ellos ¿verdad?".

Era cierto. Por muy degenerados que estuvieran, sus hombres eran hombres de honor. Con un peculiar sentido del mismo, sin duda, pero que no les permitiría traicionar la palabra dada en público. Abdul no tendría más remedio que cumplir cualquier promesa que hiciera delante de ellos. "Es verdad, lo juro por el Profeta". Aquello era casi una blasfemia pero serviría. "Entonces, añadió Habib, ordena a los hombres de las colinas, que bajen aquí. A todos". Abdul, que se sabía cogido entre la exhibición de fuerza de Habib y la necesidad de que sus hombres siguieran admirándole hizo lo prometido. Todos sus hombres con sus caballerías fueron conducidos a un recodo de la laguna donde pudieran beber, bañarse y solazarse: habría sido un buen momento para deshacerse de Abdul y reducir a su tropa, pero Habib sí era un hombre de honor y no se le habría ocurrido ni pensar en aquello.

Los hombres volvieron, eso sí, cuidadosamente desarmados por los eunucos de Habib, y formaron un corro alrededor de los dos jefes y las esclavas que continuaban de rodillas, cubiertas y en posición humilde.

"Muy bien, es tu turno Abdul", y descubrió a las esclavas, que quedaron completamente desnudas a la vista de aquellos rudos hombres del desierto, sin más cobertura que sus numerosas alhajas, incluidos los aros que orgullosamente exhibían clavados en sus pechos. Al retirar las túnicas y los velos las susurró al oído. "Vamos gacelitas. Por vuestros padres que ese infame asesinó". Las muchachas respiraron hondo y se volvieron hacia Abdul, disponiéndose en la posición de entrega en la que tantas veces habían gozado de las atenciones de Habib, aunque también habían sufrido sus castigos. Abdul se acercó con su despreciable expresión de vicio y vesania. Bruscamente las levantó la cara. Aixa le miraba con furia, pero quizá era aún más impresionante la absoluta serenidad de Fátima, casi sonriente. Las agarró por los aros de los pechos y tiró hacia arriba obligándolas a levantarse so pena de desgarrarse. Habib apretaba los puños sintiendo el dolor como ellas, más que ellas. Abdul, pasando una fina cuerda por las argollas de los pechos de las muchacha, y rodeando con ella las muñecas, termino atándolas a la cola de un camello, y dándole una palmada en lomo le hizo correr arrastrando por el pedregoso suelo a las pobres jóvenes, describiendo un gran círculo. El camello regresó, los cuerpos de las chicas estaban absolutamente llenos de heridas, llagas, moratones y excoriaciones, pero cuando las desataron y volvieron a poner en posición, todos pudieron ver con asombro cómo no habían derramado ni una lágrima, cómo Aixa seguía mirando con fiereza, y como Fátima parecía sonreír aun más dulcemente.

Fuera de sí, Abdul terminó de derribar a Aixa, cuya fiereza le irritaba, mientras evitaba mirar los serenos ojos de Fátima, que le producían una gran inquietud. Obligó a Aixa a ponerse a cuatro patas, con las piernas abiertas y la cara hacia arriba, la boca muy abierta. Fue llamando a sus hombres de tres entres, comenzando por los más brutales y les ordenó que la violaran simultáneamente por sus tres agujeros cosa que hicieron, los primeros con alegría y risotadas. El resto simplemente cumpliendo una orden. Algunos, los menos trataron de eludir la orden, o si no, obedecieron a regañadientes. Aixa aguantaba y soportaba todo. Cuando el último terminó, Abdul la levantó la cabeza tirándola del pelo. Sus ojos estaban secos, y arrojaban llamas.

"¡Quédate este monstruo, yo no quiero para nada!. Debería haber empezado por la jovencita". Se volvió hacia donde debía haber estado Fátima, que había desaparecido. Furioso iba a desenvainar el alfanje cuando un fuerte olor a carne quemada se espació por el campamento. Junto a los camellos, un pebetero conservaba las brasas y los hierros de Habib para marcar las reses. Allí, de pie triunfal, desnuda, serena, se encontraba Fátima. Nadie pudo creerlo cuando sin pedir permiso, desafiante, la delicada, la tierna, la temerosa Fátima pronunció las palabras: "He aquí la marca de mi amo" mientras apretaba contra su delicado seno izquierdo el hierro candente con que acababa de mostrar para siempre donde estaba su corazón y su vida.

No hicieron falta más órdenes. Los hombres de Habib olvidando su contención cargaron contra los de Abdul, que aterrados por aquella visión se pusieron en fuga de inmediato, abandonando incluso a su cruel pero ya anciano jefe que tuvo que marchar a pie por el desierto. Fue hacia sus amadas, que se desmayaron al instante, pero con una inefable expresión de felicidad en sus rostros y las llevó con las ancianas a la tienda donde podrían curarlas. Todavía se despertaron, tomó cada una mano de Habib y susurraron, "mi señor...". Las lágrimas que tan valientemente habían guardado para sí, ahora fluían incontenibles por el rostro de su amo, quien ya era, más bien, su más rendido esclavo....

Pasaron los años, Aixa y Fátima dieron a Habib robustos, ágiles y valientes hijos e hijas. Cuando generaciones después el oasis se secaba y debieron abandonarlo, se unieron a las huestes que llevaban la yihad por todo el norte de África, y es fama que gracias al arrojo y el valor de los hijos de los hijos de los hijos de Habib pudieron cruzar el mar y conquistar la entonces poderosa Hispania goda. Y que gracias a la dulzura, la sabiduría, y la entrega de las hijas de las hijas de las hijas de Aixa y Fátima pudieron transformarla en el paraíso que fue Al Andalus.

Pasaron aun más siglos, y cuando hoy en las frías y serenas noches del desierto, los caminantes, los peregrinos, los beduinos, y hasta los pilotos de rallyes se detienen junto a los raquíticos restos de los pozos que antaño alimentaron el feraz oasis, se oye el viento silbar entre la rocas, como dos dulces voces femeninas, que parecen decir "Sidi... Sidi... Habib, Habib", esto es "Mi señor... mi señor ... el Amado".