El niñato me pone cachonda

Cómo un niñato llega para revolucionar mi vida

Leo y sus padres se habían mudado hace un par de meses a nuestra urbanización. Llegó con su pelo largo de color castaño oscuro a media espalda, sus ojos rasgados, su sonrisa pícara, su boca perfecta, su piel bronceada, sus tatuajes y su altanería. Era el típico chico que lleva la sensualidad hasta el máximo exponente, que le sale de forma natural, sin poses ni artificios. Era el típico chico de apariencia canalla al que no le puedes quitar los ojos.

Desde un primer momento me llamó la atención, ¡cómo no!, pero que fuera más joven que yo me echó para atrás. No sabía con exactitud de cuánto era nuestra diferencia de edad, aunque era más que evidente y a mí siempre me habían gustado mayores; sin embargo, aquel chico tenía un buen polvo encima, había que reconocerlo. No tenía dudas de que la urbanización se nos iba a llenar de chicas con las hormonas revueltas ávidas de sexo.

Leo era bastante exhibicionista. Aprovechando el tiempo primaveral bajaba a la zona del jardín comunitario a hacer sus ejercicios y a lucirse. No es que tuviera el cuerpo moldeado por miles de horas de gimnasio, pero se mantenía muy bien. Además, tampoco necesitaba tener unos abdominales marcados ni unos brazos hercúleos para destacar.

De inmediato empezó a tener éxito entre las hijas de los demás vecinos, que bajaban con cualquier excusa para estar cerca de él. Y no me extraña. Realmente era un espectáculo ver aquel cuerpo sudando bajo el sol. Hice memoria y me di cuenta de que nunca había estado con un hombre con un cuerpo así de perfecto. Sin darme cuenta me fui enganchando a Leo. Empezó como una curiosidad, como una novedad graciosa. Porque, aunque había hombres  en la urbanización, ninguno llamaba mi atención en especial. Por otro lado, mis amantes siempre los elegía fuera de aquel nido de chismes.

Poco a poco Leo se fue metiendo en mi cabeza. Empezó como un tema novedoso que venía a animar un poco mi monótona vida. Al principio les comentaba a mis amigas y nos reíamos, recordábamos nuestra adolescencia y aquellas hormonas revueltas. Pero empezó a ir más allá sin verlo venir. Comencé a tener sueños eróticos con él, me despertaba empapada en sudor y con mucha excitación. Empecé a masturbarme pensando en él. Imaginaba aquellas manos, aquella espalda, aquella boca dándome placer infinito.

No me podía creer que un niñato que no superaba los 25 me estuviera obsesionando hasta tal punto. Me aprendí  los horarios de cuando entraba y salía, de cuándo bajaba al jardín a lucirse con sus ejercicios… y ahí estaba yo para mirar a hurtadillas o para hacerme la encontradiza. Cuando me cruzaba con él lo suficientemente cerca aprovechaba para respirar su aroma corporal, guardarlo en mi memoria y por las noches masturbarme recordándolo. Día a día me iba obsesionando más. Cada vez que se me venía  a la memoria su cuerpo, me excitaba pensando en cómo debía ser tener sexo con él. Me ponía muy caliente imaginarlo en plena follada, en cómo movería las caderas para entrar en mí hasta el fondo. Imaginaba un gran vigor, propio de su edad, entonces mojaba mi ropa interior y se me cortaba hasta la respiración.

Como supuse, cada poco tiempo aparecía con una chica distinta agarrado de la mano. Ninguna le duraba más de tres o cuatro días y ya se veía otra nueva. Cuando llegaba a su casa con ellas, le gustaba tener sexo con la luz encendida y yo, muerta de los celos, no podía dejar de mirar por la ventana e intentar imaginar qué estaba pasando a través de la cortina. ¡Ansiaba tanto ser una de esas chicas! La rabia, los celos, la obsesión se apoderaron de mí y él se dio cuenta. O eso creo, porque hizo algunos cambios.

Ahora ya no se iba a su casa con las chicas directamente. Primero se sentaban un buen rato en el jardín de la urbanización, enfrente de mi ventana, y empezaban los besos y las caricias. Al principio tuve dudas de si era cosa de los dos o solo de él. Pero pude comprobar que las chicas no tenían ni idea de su juego; cuando una de las veces que estaba mirando cómo se devoraban, Leo miró a mi ventana y mientras no dejaba de besar y lamer la boca de la chica, me miraba a mí. Me sonreía con los ojos, me provocaba. ¿O eran imaginaciones mías? Inmediatamente me quitaba de la ventana y hundía un dedo en mi clítoris. ¿Cómo era posible pillar aquellos calentones por aquel niñato? Pero es que aquel pelo, aquella boca… imposible no caer en sus redes. Había veces que necesitaba masturbarme varias veces seguidas, porque con una no tenía suficiente. ¡Maldito estúpido!

Aquella situación empezó a afectar mi vida personal y laboral. Mi jefe me tuvo que llamar la atención, empecé a estar despistada y ya había tenido que enmendar varios errores míos con algunos clientes. Incluso mi carácter estaba cambiando, ya habían dado algunas quejas de mi mal talante. No fueron quejas muy graves, pero tenía que ponerme las pilas. No podía permitirme perder el trabajo. Con mis amigos pasaba algo parecido, estaba con ellos, pero no estaba. Mi mente estaba con el niñato. Fuera donde fuera buscaba con la mirada para ver si lo veía. Pero era evidente que nuestra diferencia de edad nos hacía movernos por ambientes distintos. Me iba a volver loca. Parecía toda una adolescente a mis cuarenta años.

Decidí que tal vez una manera de quitarme de la cabeza esa obsesión enfermiza era tener citas con otros chicos. Me apunté a una de esas páginas para follar y quedé con varios, me demostré que todavía tenía éxito entre los hombres, incluso con chicos más jóvenes que yo. Con algunos repetí: Con aquellos que compartían algún rasgo físico con Leo; y mientras estábamos en pleno acto sexual imaginaba que estaba acariciando su espalda, agarrando su pelo, mordiendo su boca… Sin embargo, al finalizar me venía el bajón y la impotencia. Podía tener a distintos hombres entre mis piernas excepto al que yo realmente quería tener. Tenía ganas de pegarle, de gritarle, de besarlo hasta dejarlo sin respiración, de echarle en cara todo el daño que me estaba haciendo poniendo mi mundo patas arriba.

Decidí abandonar esa locura. Me avergonzaba mucho haber llegado a engancharme hasta ese punto. Ya no me hacía la encontradiza. Si nos cruzábamos mi tono de saludo era otro o, es más, llegaba a ignorarlo. Ya no me asomaba a la ventana. Aunque la primera pulsión era continuar como hasta entonces, necesitaba deshacerme de ese lastre. Tenía que conseguirlo, por mi salud mental. Era muy vergonzante reconocer todo el poder que tenía sobre mí. ¿Cómo había ocurrido?

Uno de esos días en que nos cruzamos por la urbanización, yo me dirigía al parking, tenía una cita sexual. No es que me gustara demasiado aquel nuevo amante, pero me servía y el chico se esmeraba por complacerme. Iba  vestida para la ocasión, en las últimas semanas había recuperado mi vestuario más atrevido, cuando lo vi adopté mi actitud más sensual. No entendí por qué lo hice. ¿Para que se fijara en mí? ¿Para que viera lo que se estaba perdiendo? ¿No había decidido olvidarme de él, a qué venía eso? Él iba especialmente sexy. Unos vaqueros rotos y una sudadera amarilla. Su pelo suelto. Me miró de arriba abajo, me desnudó con la mirada. Mi clítoris palpitando. Yo seguí adelante, se quedó con el saludo en la boca. Entonces sentí cómo me cogía del brazo y me empujaba contra la pared sujetándome ambas muñecas por encima de la cabeza. Yo quise quejarme porque no me lo esperaba, pero puso un dedo en mis labios. Su boca muy cerca de la mía. Cuerpo contra cuerpo podía sentir su pecho contra el mío. Seguro que si flexionaba un poco la rodilla podía tocar su entrepierna, pero me contuve. Mirándome a los ojos. ¿En realidad estaba pasando aquello?

  • ¿Ya te has aburrido de mirar por la ventana? ¿O es que no soportas ver cómo me lo monto con otras y contigo no?

  • No sé de qué estás hablando. Miraba porque es de tener muy poca vergüenza hacer esas cosas en público. No tienes clase ninguna. Esas cosas sólo las hacen los niñatos como tú.

En ese momento, se llevó una de mis manos a su entrepierna y pude comprobar la gran erección que tenía.

  • ¿Esto es de niñatos? Mira cómo me pones. Y yo sé que a ti te pasa igual conmigo. Cuando me miras se te ponen ojos de gata en celo. No me lo niegues.

Empezó a besarme el cuello, a rozarse conmigo. Me buscó la boca y no pude evitar soltar un gemido. No podía creer lo que estaba sucediendo. De repente, me soltó. Se separó de mí y comenzó a reírse de una manera sardónica.

  • ¡Sabía que lo estabas deseando! Tan digna y resulta que estás ardiendo por follar conmigo. Y se fue a carcajada viva.

Lo vi alejarase dejándome con un calentón horrible y tonelada y media de humillación. ¡Tierra trágame! Miré a un lado y a otro por si algún vecino había podido ver algo. No vi a nadie y me fui lo más deprisa posible. Una vez en el coche grité, lloré, golpeé el volante, dejé salir por mi boca todos los demonios y empecé a idear mi venganza. ¿Qué se había creído?

Hablé con una amiga que me debía varios favores y le dije que necesitaba cobrármelos todos juntos. Ella estuvo encantada de poder pagar su deuda de una sola vez. Le expliqué mi situación y tras el asombro inicial de haberme enganchado a un chaval tan joven, no dudó en ayudarme en todo lo que necesitara. ¿Qué se creía aquel muchachito? Iba a pagar caro su afrenta. Se creía venir de vuelta de todo y yo le iba a demostrar que todavía le quedaba mucho por aprender en la vida.

Para comenzar mi maniobra, aproveché la fiesta que hacíamos los vecinos todos los años para darle la bienvenida al verano. Organizábamos una súper barbacoa en el jardín de la urbanización. Había música. Alcohol. Baile… Y allí me planté yo con un vestido comprado para la ocasión.  En color rojo, bastante corto, de tirantes finos con el que no necesitaba sujetador. Cuando llegué, Leo ya estaba allí tonteando con algunas chicas. Y me vio. Lo sé. Y no pudo evitar mostrar  su semblante de asombro. Yo me hice la que no se había dado cuenta y empecé a disfrutar de la fiesta.

Para mi satisfacción, vi al vecino del 4ºD que se había divorciado hacía poco y me serviría para mi siguiente nivel. Después de unas copas, mi vecino estaba más que cariñoso por mis miraditas, mis risas, mis tonteos… y empezó a acercarse a mí con intenciones más que evidentes. Yo le seguía el juego. Sólo esperaba que aquello diera resultado. Y así fue. Una de las veces que fui al servicio, Leo me abordó de nuevo sin esperármelo, pero esta vez ya sabía cómo iba a reaccionar. Esta vez no sería una corderita estúpida en manos del lobo.

  • Qué caliente estás poniendo al pobre chaval. ¿Te gusta o lo haces solo para ponerme cachondo? ¿Crees que ese juego te va a funcionar conmigo?

  • Dímelo tú. ¿Te pongo cachondo? Porque esto de abordarme sin previo aviso me va a hacer sospechar.

  • Cualquiera que te viera zorrear como lo estás haciendo se pondría caliente.

  • Muy bien, pero esto – cojo su mano y la meto debajo de mi vestido mini; me acaricio el culo, los muslos, la entrepierna…  le saco la mano y la suelto con desgana – esta noche sólo lo va a catar ese chaval. Esta noche creo que te va a tocar hacerte una paja.

Me doy media vuelta y vuelvo a la fiesta. Cojo al vecino del brazo y ante la mirada ardiente del niñato, subo a mi casa. Al día siguiente estaría en boca de más de un vecino por haberme marchado con el divorciado, pero estaba convencida de que merecería la pena. Era un precio que estaba dispuesta a pagar para llevar a cabo mi venganza.

A la mañana siguiente me encontré una nota en el buzón: “qué desesperada tienes que estar para acostarte con ese. ¿Se acordó de cómo se hace o estaba tan borracho que no sabía ni por dónde empezar?” Mi plan estaba dando resultado. Y empezó a ir mejor a los pocos días, sin yo esperarlo. Leo empezó a enviarme fotos a mi móvil - ¿de dónde lo había conseguido?, daba igual - con el torso desnudo, mordiéndose el labio, mirando fijamente al objetivo de la cámara. Y adjunto a las fotos mensajes tipo: “seguro que cuando follas con él, piensas en mí”. “¿Te gusta lo que ves? Pues no lo vas a tener”, “Seguro que te masturbas mirando mis fotos, no te hagas la digna” Y era cierto, me masturbaba hasta dejarme el clítoris dolorido. Ver su cuerpo semi desnudo me ponía extremadamente caliente. Me imaginaba recorriéndolo con mi lengua. Pasando las yemas de mis dedos por cada centímetro de su piel tostada. Soñaba con follar tan duro que el sudor brotara de su piel como si hubiera recién salido de la ducha. Pero, tranquila, pronto llegaría y rebajaría el tono chulesco a ese engreído.

Después de dos semanas de estar recibiendo sus fotos con mensaje, un viernes por la tarde, le contesté, algo que hasta ese momento no había hecho. No quería forzar mucho más la situación y que terminara aburriéndose. Mi momento había llegado. Le dije que debíamos hablar, que no estaba bien lo que estaba haciendo y que no podíamos seguir así. Lo cité esa misma noche para hablar como dos personas adultas y aclarar todo ese embrollo; quedamos en la casa que mi amiga tenía en las afueras de la ciudad con la excusa de que por cuestiones logísticas, tenía que teletrabajar allí. Me creyó y no tardó en aceptar mi oferta. Todo iba sobre ruedas.

Yo ya llevaba allí varias horas preparando el plan cuando escuché llegar su moto. El corazón me iba a mil por hora. Me notaba la boca seca. La entrepierna me palpitaba y me daba grandes pinchazos por el calentón que tenía encima. Pero debía disimular. Llamó al timbre y tardé un poco en abrir. Me quedé sin respiración cuando lo vi. Venía con vaqueros y una camiseta blanca. El pelo todavía un poco húmedo, suelto, le caía a media espalda, la mirada desafiante, el casco de la moto en la mano izquierda, esa sonrisa de medio lado... Me tuve que controlar para no devorarlo en aquel preciso momento. Lo invité a pasar con una actitud muy fría y distante para que viera que no había lugar a malentendidos. Lo llevé donde supuestamente yo estaba trabajando. Lo dejé que mirara toda la estancia, como si no pasara nada. Le ofrecí beber algo. Una cerveza. Esto está hecho. Bien fría. Nos sentamos e íbamos a comenzar a hablar cada uno sentado en un extremo del sofá. Entonces, después de media cerveza que se bebió de un trago casi, se vino a negro.

Cuando se despertó estaba atado de pies y manos en una cama de matrimonio. Mi amiga había estado escondida esperando mi señal y así ayudarme a llevarlo a la cama y atarlo. Creí que no íbamos a ser capaces de trasladarlo. Un cuerpo de metro ochenta y dos a peso muerto no se mueve fácilmente. Pero lo conseguimos. Mientras yo lo desnudaba, mi amiga le ponía los electrodos en el abdomen, en los muslos y en las nalgas. Ahora sí que aquello iba cogiendo tono. Mirna me pidió quedarse para mirar, pero prefería que aquello quedara entre nosotros dos. Tal vez en otra ocasión le diera el capricho.

Y Leo despertó. Al principio muy confundido. Luego asombrado de verse en esa situación. No entendía nada. Hizo intentos de zafarse, pero no tenía nada que hacer. Allí estaba, expuesto a mí y sin posibilidad de huida. Entonces aparecí con un conjunto de lencería negra transparente. Me preguntó airado qué pretendía. Qué significaba aquello. Me exigió que lo soltara. ¡Me exigió! Todavía no se había dado cuenta de quién tenía el poder ahora. Empezó a soltar demonios por su boca y le di la primera descarga, suave, para ir entrando en calor. No se la esperaba y se le cortaron las palabras de golpe.

  • ¿piensas torturarme? Te denuncio como me hagas algo.

  • Ya veremos si luego sigues pensando lo mismo. De momento vamos a ir poco a poco.

Y mientras le iba haciendo pequeñas descargas, eso sí, cada más frecuentes y dolorosas, yo me iba excitando cada vez de verlo allí para mí. Me ponía muy caliente verlo retorcerse y escucharlo gritar de dolor. Antes o después me pediría que parara. Para darle pequeños descansos, decidí que ya estaba bien de controlar mis impulsos. Mi clítoris estaba llegando a su límite. Entre descarga y descarga le lamía el pecho, le mordía el cuello… parecía que le gustaba, porque enseguida vino una gran erección.

  • ¿Hasta cuándo me vas a seguir castigando? ¿No has tenido ya suficiente? Ya te has reído de mí lo que has querido

  • Todavía no hemos llegado ni a la mitad, aún tienes que pagar la humillación que me hiciste.

  • Cuando me sueltes te vas a enterar. Me estoy cabreando mucho, esto no me está gustando nada.

  • ¿Y así muestras tú el cabreo? Yo diría que no.

Entonces agarré su gran tronco y empecé a pajearlo. Suave al principio, más rápido después. Él se quería resistir, pero estaba sometido a mí. No podía escapar aunque lo intentaba con todas sus fuerzas. Para hacerle entender quién mandaba, le di una descarga larga y dolorosa. Sus gemidos de dolor me volvían loca, verlo sufrir así era una maravilla. Sin pensarlo me metí su polla semi flácida en la boca y empecé a jugar con mi lengua haciéndola crecer, él no se había repuesto del calambrazo cuando sus gemidos cambiaron por otros más pausados y placenteros. Y ahora sí, llegaba la hora de combinar descargas fuertes con lamidas profundas y sabrosas. Me pidió entre jadeos que no parara de chupar, de lamer, de succionar… pero le dije que para ello antes iba una descarga, era el precio a parar. Volvió a enfadarse, aún más que antes. Volvieron las amenazas y yo de escucharlo me iba excitando más.

  • Cuando me sueltes te vas a enterar de lo que es un hombre enfadado. Me vas a pedir que pare porque no vas a ser capaz de aguantarme. Te voy a follar tan duro como nunca lo han hecho para que sepas quién soy yo. Te voy a abrir el coño como nunca te lo han abierto.

Entonces me subí encima de él y me penetré hasta el fondo con aquel miembro carnoso y caliente. Ya estaba donde quería, por fin lo tenía dentro de mí haciéndose hueco en mi cavidad. Empecé a moverme arriba y abajo. No podía parar de jadear como una loca. Me acariciaba y pellizcaba los pezones, me azotaba las tetas, me iba a correr en breve.

  • ¿Esto era lo que has querido siempre, verdad, zorrita? Suéltame y vas a ver lo rico que te follo. ¿Te gustan los polvos encabronados?, porque tú me has puesto muy caliente y de muy mala leche. ¡Suéltame, yo también me quiero correr!

Después de mi primer orgasmo, lo solté. De un salto me cogió y me tiró sobre la cama, se puso encima de mí y me penetró muy duro - ¿Esto es lo que quieres? ¿Así quieres que te folle? -, me mordía los labios como si los quisiera arrancar, me agarraba los pechos y me los azotaba para castigar el daño que le había hecho pasar pocos minutos antes – Ahí llevas, bien duro, dándote tu merecido por la puta descarga que me has metido, zorra -. Cuando iba a correrme lo atrapé del pelo, esa melena larguísima y mirándolo a los ojos, como tantas veces había soñado, me abandoné al orgasmo.

Me puso entonces a cuatro patas, me penetró completamente. No quedó milímetro de mi cavidad que no estuviera rozada y castigada por sus embestidas. Me azotó las nalgas, me las puso hirviendo – esto por cada calambrazo que me has dado. ¿Te gusta el dolor? ¿Te duelen mis azotes? Yo diría que sí, escúchate cómo gimes, perra -.

Me agarraba del pelo y me decía si quería más. Tenía que pedírselo o paraba en seco. Grité, gemí, jadeé que me follara duro, que no parara, que estaba extremadamente caliente. Me tiró al suelo, me arrinconó de pie contra la pared, me volvió a la cama y él seguía follando duro y sin correrse. Mi cavidad hervía, mi clítoris ya estaba llegando al punto de la insensibilidad, mis pezones de sus mordiscos y estirones ya estaban doloridos, pero yo quería más. Otra una corrida más. Y siempre me la daba. Era una locura. Hasta que ya no pudo aguantar más y se corrió. Me echó todo su semen en mi vientre y entre mis tetas. Y los dos nos dejamos caer al suelo, exhaustos.

  • Bueno, por fin has tenido lo que querías.

  • Ha estado muy bien. Fíjate lo que te estabas perdiendo mientras hacías el gilipollas con esas chicas

  • ¿Quieres que te diga que ha sido el mejor polvo de mi vida? Pues sí. Las otras chicas son muy sosas, pero tú sabes perfectamente lo que quieres. Podría follar así todos los días.

  • Tú tampoco has estado mal.

  • ¿Cuándo repetimos? Tenemos que repetir. ¿Quedamos mañana otra vez?

  • Me lo pensaré. Ahora vete, quiero dormir. Mañana tengo que madrugar.