El negro del semáforo (y 2)
... los restos de leche eran como requesón, y me descubrí saboreando aquellas esquirlas pegajosas como si fueran de nata...
El negro del semáforo (y 2)
(Recomiendo leer antes el primer capítulo de este díptico).
Cuando terminé de limpiarle la polla, que ya empezaba a estar morcillona, el chico me sonrió y me dijo: "¿quieres más?". Yo, con la boca entreabierta y los labios pringosos de leche, sólo pude decir un monosílabo: "Sí".
Entonces el chico me sonrió y me dijo, "vamos a un lugar donde vas a poder disfrutar aún más de esto que tanto te gusta". Y me guiñó un ojo.
"Pero para eso tendré que conducir yo, porque está en una zona que tú no conoces", añadió.
Yo hubiera hecho cualquier cosa que me hubiera pedido, así que aquella petición me pareció de lo más normal. De hecho, a buen seguro que el chico vivía en algún barrio marginal en el que yo jamás había entrado.
Asentí mecánicamente, y ambos subimos al vehículo, él en este caso en la zona del piloto y yo en la del copiloto. El chico demostró enseguida que sabía manejar el coche sin problemas, y salimos del área de servicio. Enfilamos la autovía con destino desconocido, al menos para mí, aunque yo seguía con una calentura tremenda. Me fijé entonces de nuevo en su paquete, y creí morir de placer: el tío parece que estaba empalmándose de nuevo, después de la reciente corrida, porque por el pernil derecho volvía a aparecer el glande rosáceo. Me humedecí los labios, pensando con vicio lo que sería mamársela mientras el chico conducía; él me miró en esos momentos, y parece que estaba pensando lo mismo, porque me guiñó un ojo con lascivia. No me lo pensé dos veces: me agaché entre las piernas del negro, mientras este seguía conduciendo a más de 100 kms. por hora, y le abrí la bragueta. La polla del negro, esa polla de caballo en un chico de apenas veinte años, estaba otra vez dura, aún con restos de la corrida tan reciente cuya leche reposaba dentro de mi culo y de mi estómago. Cerré los ojos y me metí aquella maravilla de la naturaleza en la boca; los restos de leche eran como requesón, y me descubrí saboreando aquellas esquirlas pegajosas como si fueran de nata. Enloquecí de placer y seguí chupando como un desesperado, quería más de aquella sustancia en mi boca; me costó un buen rato, porque el chico había tenido una corrida hacía poco, pero por fin noté que el muchacho jadeaba en voz alta y noté en mi lengua como iban saliendo, poco a poco, varios latigazos de leche caliente y espesa, que yo fui paladeando como si me fuera la vida en ello. Seguí chupando la polla, esculcando en el ojete del glande, buscando una última gota, hasta que mis esfuerzos fueron recompensados. Con la boca llena de leche, entre las piernas del negro, mientras este conducía a más de cien por hora por la autovía, empecé a tragarme poco a poco aquel manjar viscoso que me rebosaba la boca, y noté como mi propia polla estaba más dura que nunca.
Poco después el chico me dijo que me pusiera derecho. Lo hice y vi como estábamos entrando en una zona urbana que yo no conocía; el tipo de vivienda me confirmaba que debía ser una barriada de tipo semimarginal. Poco después aparcamos y el chico me hizo seguirle por las calles de aquella zona. En otra circunstancia nunca hubiera bajado del coche allí, pero estaba como hipnotizado y seguí al negro sin prestar atención al peligro que podía suponer para mí, un chico de clase media, estar en un barrio con problemas de delincuencia y droga.
No tardamos mucho en llegar a un bloque de viviendas. El chico pasó delante de mí y me guió por las escaleras. Llegamos ante una puerta y abrió con su llave. Al entrar vi que había allí seis chicos negros, de edades que iban entre los 20 de mi acompañante (y amante) y los 30 años, aproximadamente. Todos se quedaron bastante sorprendidos de mi presencia, pero mi acompañante les dijo algo en su lengua vernácula, y todos sonrieron con una lubricidad que me hizo poner los pelos de punta: así que era eso
Mi acompañante me dijo que me desnudara, y no me lo tuvo que repetir dos veces. Pronto estuve desnudo en una habitación no muy grande, con una mesa de comedor en el centro y con siete tíos negros alrededor. Estos también se desnudaron, y me pude fijar en que ya tenían las pollas, en general bastante grandes, morcillonas, como si fueran previendo el festín que se iban a poder pegar con aquel blanquito maricón.
Mi acompañante me dijo que me tumbara sobre la mesa, boca arriba. Así lo hice, con el corazón saliéndoseme por la boca ante la inminencia de aquel festín. Apenas me había colocado en la posición cuando uno de los negros se acercó y me colocó el nabo en los labios; yo los abrí, y una catarata de carne negra y dura pugnó por hacerse hueco. Empecé a chupar aquella delicia, mientras notaba como alguien me tocaba el agujero del culo, como comprobando cuán elástico era; como quiera que el negro del semáforo me había follado con su enorme instrumento apenas media hora antes, y que el culo estaba aún rezumante de su leche, al tío le debió parecer suficientemente lubricado, porque me puso el glande duro y tieso en la puerta del culo y dio una embestida, encalomándome la mitad del nabo dentro de mi agujero. Debo reconocer que me dolió un poco, pero también que culeé como una puta salida para que siguiera, y el tío no se hizo de rogar. Me metió otro viaje, y me sentí entonces en la gloria: en la boca tenía un gran carajo, con efluvios de macho, que yo chupaba como un desesperado, mientras por el culo me follaba un negro como un armario.
El que metía la polla en la boca comenzó a jadear con grandes alaridos, e intuí que pronto obtendría la recompensa que tanto esperaba; en efecto, enseguida empezó a salir de aquella manga negra una catarata de leche, como si el tío hiciera semanas que no se corría. Aquella lefa espesa, caliente y viscosa, se mezclaba con los restos de requesón de la anterior comida de leche que había experimentado, y la mixtura era muy morbosa. Seguí chupándole la polla para que terminara de descargar todo el zumo de sus cojones en mi boca, paladeando aquel néctar exquisito y tragándomelo poco a poco, como un raro caviar del Volga. Mientras hacía esto noté como el negro que me follaba el culo jadeaba con mayor vehemencia y el calor líquido que enseguida me mojó las entrañas me confirmó que el negro se estaba corriendo en mis entrañas.
Su lugar lo tomó enseguida otro chico negro, con la polla ya enhiesta; la encalomó en mi agujero sin más protocolos, entrando sin problemas por la dilatación de los dos vergajos que me habían follado y por la espesa leche que el último me acababa de depositar en mi agujero. Era un buen rabo, aunque a estas alturas mi esfínter ya permitía entradas de cacharros bien grandes.
Pronto hubo otro voluntario para ocupar mi boca, y otro negro me metió con prisas la verga entre mis labios. Este debía estar muy excitado, porque a los pocos segundos se corrió en mi lengua, una larga corrida que me bebí con delectación. Su lugar fue tomado enseguida por el quinto negro, con buena tranca, que se mantuvo un buen rato, para mi placer, dentro de mi boca.
Por el culo el sexto negro me acometía ya, metiéndome un buen mandoble, que entró como una seda entre tanta leche acumulada en aquel recóndito agujero. Cuando finalmente terminó de eyacular en mi culo, se salió de allí y fue a meterme la polla en la boca; quizá pensó que aquello me iba a desagradar, sin saber que era lo que me estaba faltando en aquellos minutos de placer absoluto. Atrapé su hermosa polla negra en mi boca, y los restos de su leche pasaron a engrosar los de las pollas anteriores; este, además, tenía efluvios de mi propio culo, y noté como mi polla estaba dura como el diamante.
Cuando le dejé limpia la polla a este último negro, el que me llevó hasta allí me dijo que me pusiera la ropa que teníamos que volver. Me vestí de mala gana, pensando si no tendrían aquellos jóvenes de ébano una segunda ración que darme. El negro, quizá intuyendo mi pensamiento, me dijo, "si quieres, puedes volver por aquí otras veces, seguro que todos tendremos una buena ración para ti". Se me alegró la cara ante tal perspectiva; de todas formas, estaba claro que allí, aquel día, no había más que rascar.
El negro que me llevó hasta allí me dijo que nos teníamos que ir. Ya estaba vestido, aunque sentía como el boxer y el pantalón, en la zona del culo, se estaba humedeciendo a marchas forzadas, por la gran cantidad de semen que estaba saliendo de mi agujero; la verdad, no me importaba gran cosa: seguía aún como en estado de shock.
Le seguí hasta el coche y allí me dijo que me pusiera al volante, que él me guiaría para salir del barrio. Me extrañó aquello, porque podríamos haber vuelto igual que habíamos venido, conduciendo él, pero no dije nada. Pronto estuvimos en la autovía, de vuelta al lugar donde lo había recogido, y entonces entendí lo que pasaba. Me dijo, "no quiero que te vayas a tu casa con ese empalme de campeonato, después del placer que nos has dado; no podía hacer esto que voy a hacer allí en mi casa, porque tengo fama de machito, pero aquí si puedo". Y ni corto ni perezoso, se inclinó entre mis piernas, me abrió la bragueta y empezó a chuparme la polla, que estaba dura como una piedra. Yo seguía conduciendo a más de 100 por hora, mientras el negro me chupaba la polla como un experto; no era el primer nabo que comía aquel maricón, ni seguramente sería el último. Estaba tan excitado que no tardé en correrme; le avisé con un murmullo, aunque albergaba la secreta esperanza de que no hiciera caso: así fue, y conforme la leche iba saliendo de mi polla, el negro se la iba tragando con gula, con glotonería, con auténtica lujuria.
Cuando llegamos al semáforo donde lo había recogido, antes de bajarse, el chico me dio un beso en la boca; su lengua aún estaba pringosa de mi leche, como la mía lo estaba de las distintas corridas de las que había gozado. Y durante aquel beso, el único que había recibido en toda la maratón de sexo, tuve la certidumbre de lo que quería que fuera, sexualmente hablando, mi vida: sexo con hombres, cuantos más mejor, y aún mejor si eran negros y bien dotados.
Mientras me alejaba, miré por el retrovisor y lo vi allí, con sus pantaloncitos cortos, tan erótico, que me entraron ganas de dar la vuelta. Pero ya era suficiente por aquel día.
Claro que, a partir de entonces, mi novia dejó de preocuparse por mi insistencia en querer hacer el amor, porque ya no se lo pedía nunca. A cambio, cuando volvía de su casa, siempre compraba un paquete de pañuelitos en el mismo semáforo. Y es que todos los días, unos minutos más tarde, me hacían falta siempre algunos pañuelos para limpiarme