El negro del semáforo (1)

...fui introduciendo el dedo en aquella zona caliente y erótica; no tardando mucho, el dedo meñique tocó algo que no era muslo ni tela; miré de soslayo y vi que tenía enterrada mi mano casi entera dentro del pernil del exiguo pantalón del chico...

El negro del semáforo (1)

Esta historia me ocurrió este verano pasado y, la verdad, me cambió la vida. Os cuento: me llamo Daniel, tengo 19 años, y vivo en una ciudad del sur de España. Aquel día yo volvía en mi coche de casa de mi novia. Ella estaba sola en casa, porque sus padres se habían ido de fin de semana, pero no había querido que hiciéramos el amor, como yo le propuse ante aquella oportunidad inmejorable, argumentando como siempre que quería llegar virgen al matrimonio; todo lo más accedió a tocarme un poco el paquete, por encima del pantalón, pero lejos de aliviarme lo que hizo fue ponerme todavía más caliente. Insistí, intentando ser lo más persuasivo posible, pero finalmente tuve que desistir, a la vista de que ninguno de mis argumentos la convencía. Total, me marché de su casa, enfadado y con un empalme de nabo considerable, con la polla dura como una piedra.

El caso es que de vuelta a casa me tuve que detener en un semáforo que había de camino a mi hogar. Eran las tres de la tarde de un caluroso día de Agosto (los que conocen el sur de España saben de lo que hablo: el calor es rigurosamente insoportable y a esa hora poca gente osa salir a la calle), y mientras seguía enojado por la tozudez de mi novia, se acercó un chico negro vendiendo pañuelitos de papel. Para aquellos que viven fuera de mi región, aclaro que este tipo de hombres negros vendiendo kleenex en los semáforos es muy habitual desde hace ya bastantes años en mi tierra.

El caso es que, distraídamente, mientras, como es habitual, negaba maquinalmente con la cabeza el ofrecimiento del negro, la mirada se me dirigió a los pantalones que llevaba el chico; eran vaqueros, cortados bastante por encima de la mitad del muslo, por lo que se apreciaba un paquete bastante considerable en aquella escasa superficie de tela. Al principio no me di cuenta, pero la mirada se me fue, casi mecánicamente, hacia aquel paquetón; el chico se giró para volver a su sitio, resguardándose bajo un árbol del fuerte sol, y entonces puede apreciar su culo, firme y duro, apenas recogido en el pantalón vaquero cortado. Empecé a darme cuenta de lo que me estaba pasando, y fui consciente de que, entre mis piernas, mi polla estaba aún más dura que cuando estaba en casa de mi novia.

El chico llegó hasta el árbol y se resguardó de la sombra; se giró, y entonces pude verlo entero y de frente, reparando en que era un muchacho de apenas veinte años, fuerte pero sin exagerar, de color negro pero no demasiado oscuro y de rasgos faciales agraciados. Debió darse cuenta de que no le quitaba ojo de encima, porque me sonrió; yo, sorprendido de que se hubiera percatado de mi mirada, sonreí mecánicamente y arranqué de inmediato, en cuanto el semáforo cambió.

Aceleré, como queriendo escapar de aquella tentación que, inopinadamente, me había asaltado unos momentos antes. Mientras me dirigía hacia casa, me di cuenta de que la visión de aquel paquete y de aquel culo tan precioso me había puesto muy excitado. Pero yo no era un maricón, yo no había tenido nunca ningún tipo de pensamiento erótico con hombres, aquello no podía ser… Y sin embargo, cada vez tenía la polla más dura, y no se me podía quitar de la mente aquel gran bulto de carne apenas oculto por el pantaloncillo cortado del chico negro.

De repente, como movido por un impulso que no pude ni quise reprimir, di un volantazo y cambié de sentido. A aquella hora y en pleno agosto no había ningún coche en los alrededores, y enseguida enfilé el camino del semáforo donde había visto al chico negro. No sabía qué iba a hacer, pero sí que quería volver a ver aquella excitante maravilla de ébano.

Cuando llegué de nuevo al semáforo, el chico se acercó, seguramente sin percatarse de que era el mismo coche que se había detenido allí sólo unos minutos antes; se movía con una gracia natural, y al andar, su paquete se movía a compás con cada paso, grácil, elegantemente. Cuando llegó a mi altura y me ofreció los kleenex, vi en su cara que me reconoció, porque enseguida me enseñó de nuevo su encantadora sonrisa, en la que esta vez me pareció detectar cierta picardía. Tenía el paquete de pañuelitos en la mano, ofreciéndomelo, pero me di cuenta de que, como si fuera un gesto apenas mecánico, se rozaba el paquete con la otra mano; no sé si fue mi imaginación, pero me pareció en ese momento que aquella masa de carne, que a duras penas era contenida por tan menguada porción de tela, se movía. Tragué saliva, sintiendo como si el corazón se me saliera por la boca; para ganar tiempo, porque no sabía muy bien que hacer, cogí veinte euros y se los entregué, como para comprar un paquete. El chico sonrió y me dijo en un español chapurreado que no tenía cambio; mientras decía esto, se volvió a tocar el paquete, ahora no tan disimuladamente, y yo fui consciente en ese momento de hasta qué punto aquella entrepierna era para mi como un imán, no podía quitar la vista de él. Debí farfullar algo así como, "no importa, quédate con el cambio", y el chico volvió a sonreír, ahora francamente, pero con un toque de lascivia que a punto estuvo de volverme loco.

Entonces el muchacho dijo: "es mucho dinero, debo recompensarte de alguna forma". Yo, casi sin pensarlo, le seguí el juego: "¿y cómo piensas hacerlo?", le dije. El muchacho, sonriendo pícaramente, me dijo: "si me llevas contigo, te puedo enseñar un juego que te va a gustar". Yo, a esas alturas, estaba deseando seguirle la corriente, quería no dejar de verle y de tenerle cerca, y de poder seguir mirando aquel paquete hipnotizante. Le hice un gesto maquinal con la cabeza, mientras miraba alrededor: no había ningún coche a la vista, y el chico se montó en el asiento del copiloto.

Arranqué con rapidez, mientras sentía como mi corazón palpitaba como loco en mi pecho. Apenas alcancé a decir, "a dónde vamos". El chico me dijo que continuara por aquella calle. Estábamos cerca de la salida de la ciudad, y pronto embocamos una autovía que llevaba hasta otra localidad. En un momento dado, el chico, que aparte del pantalón cortado por encima de los muslos sólo llevaba una camiseta, me dijo: "si no te importa, me quitaré la camiseta, hace mucho calor". Y sin esperar mi permiso, se despojó de ella; con el rabillo del ojo pude ver entonces el torso musculado, aunque sin exceso, de aquella maravilla negra, con los pectorales bien formados y unos bíceps trabajados pero no precisamente en un gimnasio

Seguimos avanzando y de hito en hito seguía mirándole de reojo; entonces me di cuenta de una novedad en su paquete; quizá por lo caliente que se estaba poniendo el chico, por el pernil derecho empezaba a aparecer algo rosáceo que enseguida reconocí: el glande de su nabo, algo grande y hermoso. Creí morir de excitación; el tío, además, hizo como que se repantigaba en su asiento, poniéndose más cómodo, y de esta forma su pierna izquierda se colocó justo al lado de la palanca de marcha. La verdad, yo no tenía necesidad de cambiar de marcha, pero sin embargo quería, deseaba hacerlo; cambié de cuarta a quinta y en ese movimiento le toqué el muslo. Fue como un calambrazo, sentir la piel caliente y sedosa de aquel macho negro; mantuve allí la mano, como si estuviera encima de la palanca, aunque realmente lo que hacía era tocar el delicioso muslo del chico. El chico se acomodó de nuevo, echándose aún más abajo en el asiento, y mi mano quedó entonces en el mismo borde inferior de su pantaloncillo cortado. Notaba una sensación de calor en aquella zona que no era la mejor forma de luchar contra la tentación que me lanzaba sus tentáculos; veladamente, como si me diera vergüenza hacerlo (y realmente me daba), extendí el dedo meñique entre la tela y la carne, y tuve que contener el aliento: la sensación de tener uno de mis dedos aprisionado por la tela contra la carne sedosa próxima a la entrepierna hizo que casi me faltara la respiración. Pero aquello me estaba gustando tanto que no quería que parara, y poco a poco, fui introduciendo el dedo en aquella zona caliente y erótica; el resto de la mano, lógicamente, le acompañaba, y no tardando mucho el dedo meñique tocó algo que no era muslo ni tela; mientras no dejaba de mirar hacia el frente, miré de soslayo, y vi que tenía enterrada mi mano casi entera dentro del pernil del exiguo pantalón del chico y que, dado que por el otro pernil asomaba el rosado glande, debía estar tocando probablemente la base de su nabo o, tal vez, por los pelos que notaba, sus huevos. Aventuré aún más mi mano dentro de aquella zona inexplorada y deseada, y pronto pude tocar con dos dedos lo que, efectivamente, debía ser un testículo del chico; era grande, bien proporcionado, algo peludo. Mi mano, como si gozara de autonomía, siguió explorando bajo la tela, y poco después tocó algo caliente, duro, sin embargo sedoso, y sentí que me moría: estaba tocando la base del nabo enhiesto del chico. En ese momento el muchacho me dijo, "sal por la próxima salida de la autovía". A los pocos segundos, mientras seguía regodeándome con el tacto de la polla del muchacho, giré el volante para salir de la autovía, como me había dicho; tuve que retirar, tan a mi pesar, la mano de la bragueta del chico, para cambiar de marcha, pero enseguida volví a donde estaba. Ahora, ya sin las vergüenzas previas, metí la mano por la parte de la cintura y pude tomar entre mis dedos la polla del chico; el muchacho, previamente, se había abierto el botón del pantalón y bajado a medias la cremallera, asomando por aquella zona una mata de pelo que auguraba secretos placeres. Liberada esa zona, mi mano pudo tocar con libertad, aún dentro del pantaloncillo, aquella polla negra, dura y sedosa. Me pareció muy grande, casi no podía abarcarla con la mano. Vi entonces, en una de esas miradas de soslayo que intermitentemente dirigía hacia el paquete, que el glande sobresalía ahora imponente por el pernil derecho, quizá diez centímetros, por lo que el resto del vergajo, que aún se mantenía dentro del pantaloncillo, debía ser enorme.

Llegábamos entonces a un área de servicio de la autovía, y el chico me dijo que dejara el coche en el "parking". Yo aparqué en la zona más alejada del restaurante. Había algunos coches por allí, pero no había nadie a la vista; si había gente, debía estar al resguardo del aire acondicionado del restaurante.

En cuanto detuve el coche en el aparcamiento, el chico me miró y se sacó ligeramente la lengua entre los labios; yo sentía el corazón como si se me fuera a salir por la boca; estaba excitadísimo, e imaginaba qué es lo que venía ahora; mi parte de macho me decía que no podía ser, pero algo nuevo dentro de mí me impelía a hacer lo que supuestamente no debía. Ganó esta última, como temía, y me agaché entre las piernas del chico; este liberó el último tramo de la cremallera, se bajó los pantaloncillos hasta mitad del muslo y allí, frente a mí, a sólo unos centímetros, me encontré con una tranca como de caballo, no menos de 25 cm. de carne negra, coronado por un glande rosado, precioso y enorme; desde mi posición con la cabeza inclinada sobre su paquete me llegaba una vaharada de olor indescriptible: olía a macho, por supuesto, pero también a otros olores tal vez inconfesables: a sudor, ligeramente a orín, a polla macerada por el calor

Sentí que perdía la cabeza y, casi mecánicamente, abrí la boca; el chico me acercó el glande y yo, sin pensarlo, le di una chupada. Fue como si hubiera una explosión dentro de mi cabeza; de pronto se me cayeron todos los tabúes, todas mis inhibiciones de machito ibérico, y sólo quise chupar aquel prodigioso instrumento de la naturaleza. Me metí el glande entero en la boca, aunque me costó un poco de trabajo; sabía riquísimo, como un pedazo de carne rezumante de líquidos preseminales y otros oscuros líquidos más indefinidos. El chico dio un golpe de pelvis y una parte de aquella verga se me alojó en la boca; intenté abrirla todo lo que pude, porque quería tener aquella maravilla cuanto más adentro mejor. Pero no había llegado a tragarme ni la mitad de aquel vergajo cuando noté que la punta del glande chocaba contra mi campanilla; el chico insistió con otro golpe de pelvis, quería metérmela aún más; yo, instintivamente, ahuequé la garganta, como había visto hacer en las pelis porno a las actrices guarras que se tragaban enormes vergajos. El chico aún tuvo que dar otras dos embestidas hasta que, en una de estas, mi garganta cedió y el nabo entró limpiamente y se alojó en aquella profunda cavidad al final de mi boca. Me sentía como si tuviera un elefante en la boca, algo tremendamente grande que se asomaba a mi esófago, y me sentí mareado de tanta excitación.

Desde esa posición intenté chupetear el nabo alojado en mi boca, aunque era difícil, porque el vergajo lo ocupaba todo. Me di cuenta de lo eróticos que eran los huevos, y me saque la polla para dedicarme a los testículos: eran grandes, aunque con la erección del nabo se habían replegado. Me metí uno en la boca: sabía riquísimo, era como tener una pelota de carne en la boca, con una ligera pelusilla que lo envolvía; después le chupé el otro huevo, y finalmente me metí los dos en la boca.

El chico me dijo, "vamos fuera, quiero enseñarte otra parte del juego". Yo estaba totalmente salido y hubiera hecho cualquier cosa que me hubiera pedido, así que me bajé del coche.

El muchacho me pidió que me desnudara, y yo lo hice. La verdad, fue una temeridad, porque a apenas veinte metros estaba el restaurante y alguien podía salir de allí, pero yo sólo pensaba en el juego erótico que estaba disfrutando y pronto me quité el pantalón corto, los boxers y la camiseta que llevaba. Me dijo entonces que me apoyara en el capó del coche, y así lo hice; entonces el chico se puso detrás de mí y apoyó el glande del nabo entre mis cachas. Entonces me di cuenta de que, si aquello entraba en mi culo, me partiría en dos, y le dije: "no, no quiero que me folles, me vas a reventar". El chico me contestó, "no te preocupes, no te follaré, sólo quiero refregar mi polla por tu culito para correrme". Más tranquilo, me abrí más de piernas para que pudiera llegar con más facilidad hasta la zona más íntima de mi anatomía. Entonces el chico hizo algo que no me esperaba: enterró su cara entre mis cachas y empezó a chuparme el agujero del culo. El primer lengüetazo fue como un zurriagazo: aquel pedazo de carne de su lengua inspeccionando mi más recóndito secreto, me hizo descubrir que tenía zonas erógenas que desconocía. El chico manejaba la lengua con maestría, introduciéndola muy adentro en mi culo, y yo me sentía morir de placer. Estuvo así un ratito, para después acomodar el glande en la puerta de mi agujerito, como dijo que iba a hacer. Empezó a refregarse por allí, y aquella masa de carne me estaba produciendo un placer indescriptible.

De repente, sin que pudiera hacer nada, el chico dio un golpe de pelvis y me enterró la mitad de su carajo en mi culo. Aquel embate me pilló por sorpresa y chillé de dolor. "Qué haces", le dije, "me prometiste que no me follarías". "No te preocupes, putito, sólo duele al principio, después te va a gustar". Y no había terminado de decir esto cuando pegó otro empellón y me alojó el resto de su tremenda polla dentro del culo. Yo vi las estrellas, con aquel ropero de dos puertas empotrado en mi pequeño agujerito. El tío comenzó un metisaca y, debo reconocerlo, el dolor fue dejando paso paulatinamente a un placer sordo, cada vez más explícito, mientras el nabo entraba y salía de mi culo cada vez con más facilidad, una vez adaptado mi esfínter a aquel armario ropero que se había alojado en mi agujero más oculto.

El chico empezó a jadear con más fuerza, y yo me sentía cada vez más como una puta, culeando sin vergüenza alguna para que aquel vergajo me entrara cuanto más mejor.

De buenas a primeras, el chico me agarró con más fuerza y sentí dentro de mi culo como si se meara dentro, aunque el líquido parecía más caliente y viscoso que la orina. Cuando terminó, sacó el nabo chorreante de semen de mi culo y me dio la vuelta; me empujó con las manos encima de los hombros y quedé de cuclillas delante de su nabo: estaba aún erecto, y restos de la leche que me había inyectado en el culo embadurnaban aquel monumento negro; entendí lo que quería y, a esas alturas, hice lo que tenía que hacer: abrí la boca y cerré los ojos, sacando la lengua. Toqué el glande viscoso y el sabor me electrizó: era extraño, pero muy sensual. Rechupeteé con glotonería, rebañando aquellos restos de lefa y tragándomelos sin pudor, pareciéndome un elixir de raro, erótico sabor.

Cuando terminé de limpiarle la polla, que ya empezaba a estar morcillona, el chico me sonrió y me dijo: "¿quieres más?". Yo, con la boca entreabierta y los labios pringosos de leche, sólo pude decir un monosílabo: "Sí".

(CONTINUARÁ)