El Negro Barreto

Momentos en la historia de dos jóvenes, Manuel y Eduardo... Quien busque algo con morbo, sexo muy explícito, viagra literario, que me disculpe, hoy no traje...

EL NEGRO BARRETO

por

Eduardo de Altamirano

Proemio

Si lo que pretendéis encontrar en estas páginas, mi estimado Lector, es alguna historia excitante, provocativa, sazonada con bastante morbo, explicitudes sexuales y todos esos aderezos que convierten un conjunto de palabras, bien o mal ordenadas, en un efectivo comprimido de sildenafilo plus (Viagra potenciado), ya mismo podéis ir cerrando este libro, pues nada de ello habréis de encontrar… Aquí solo se cuentan, seguramente con poca gracia, momentos de la historia de dos jóvenes de otra época, Manuel, el Negro Barreto y yo, Eduardo de Altamirano… Momentos que bien podrían ser intrascendentes recuerdos de sobremesa, como para irse a dormir dejando intonso el blíster del Valium…

El Relato

Una cosa es decir, es describir cómo era física y temperamentalmente el Negro Barreto y otra cosa sería verlo en persona, tal como era en aquellos tiempos… Ya sé que esto es imposible; pero, sería bueno poder lograrlo y así  comprobar que todas las pinturas que de él se llegaran a hacer, por excelentes que fuesen, siempre serían mediocres logros frente a la pujante y arrolladora realidad de su figura, de su ser interior y su accionar…

Como para que se den una idea, buscando y rebuscando encontré esta foto de un muchacho que físicamente se le parece bastante, sin llegar a ser todo lo que era el Negro… No sé si interiormente también se le parece… Véanla…

El Negro Barreto no era negro, tiraba más bien a gris con una luminiscencia algo rojiza… La piel tenía la tersura de una rosa… Había algo estatuario en su estampa… Y cuando caminaba, no era un hombre, era un gato… Aunque, por su altura y su peso, lo apropiado sería decir: un tigre… Era la armonía y la elasticidad en movimiento…

Teníamos la misma edad, íbamos al mismo Colegio, vivíamos apenas unas cuadras uno del otro; pero, no éramos amigos… Nos conocíamos, nos hablábamos, nos veíamos más o menos seguido porque la ciudad era tan chica entonces que resultaba medio difícil no conocerse, sobre todo para quienes habitábamos la zona céntrica y pertenecíamos a familias antiguas del lugar…

Dadas nuestras dispares personalidades, era casi natural que no fuéramos amigos… El Negro pertenecía a ese tipo de muchachos  que se identifican como algo sinverguenzones, vagonetas, que quieren pasarla bien y se anotan en todo lo que sea jarana… En cambio, mi perfil, un perfil que yo pacientemente construía por razones de conveniencia, encajaba con el de un joven serio, responsable, inteligente, un joven que –como dicen los franceses- se mantiene “au-dessus du mélange”, por encima de las mezcolanzas… Un perfil que tapaba todo lo que era mi verdadera identidad… Yo no llamaba la atención, pasaba siempre desapercibido… En cambio, el Negro llamaba siempre la atención… No solo por su figura, sino porque se lo encontraba en cuanta alboroto se armara…

En lo personal, debo decir que el Negro me pegaba fuerte… No porque me golpeara, muy lejos estaba de semejante cosa, sino porque como resalté no era un negro cualquiera, sino una especie de emblema de sensualidad que hacía temblar los pilares fundacionales de mi ser… No me derrumbaba porque mis cálculos señalaban que acceder a él tenía la misma probabilidad que la de llegar nadando a Reikiavik, en Islandia... Más razonable era dejarlo pasar y conformarse con las frutas que el destino ponía en mis manos… Y yo siempre he sido muy razonable…

Un día en que salía de mi casa rumbo a la de mis abuelos, el azar quiso que me topara con el Negro, quien caminando se dirigía a su casa, distante a unas pocas cuadras… Así fue como comenzamos a marchar juntos… Esto no habría sido más que un hecho totalmente intrascendente, si no se hubiese producido lo que ocurrió y que a mí me dejo medio perturbado…

En efecto, ni bien empezamos a caminar juntos, el Negro comenzó a hacerme preguntas… Preguntas que no eran cosa de mera circunstancia, sino algo más pesado… El cuidaba la forma, pero no se necesitaba ser demasiado lúcido para ver que el fondo era otro… Se trataba de una verdadera interpelación, orientada a saber cómo era yo, qué era lo que yo hacía, por qué me mantenía alejado de todos… Sin decirlo, parecía preguntarme qué era lo que yo ocultaba… La verdad es que me sentía acorralado, acribillado a preguntas, invadido… Los buenos modales del trato no salvaban su inmisericordia… Con todo, ese feroz fuego de artillería no logro hacerme perder calma y el control de mis actos… Mi argumento central se basaba en que tenía mucho que estudiar y que eso me cortaba la posibilidad de otras acciones, sobre todo si se tenía en cuenta que no era en absoluto de mi agrado terminar el año debiendo materias y obligado a rendir exámenes que muy bien podía evitar… Enfatizaba en que me parecía un desperdicio imperdonable desaprovechar la oportunidad de prepararme sólidamente para entrar en la Universidad…

No era un argumento de mucho peso… Pero no se podía contradecir… El Negro pretendía argüir que se podía compatibilizar un poco el estudio con algo de diversión, en la que él parecía ser y era doctor… Yo me mantenía serenamente en mis trece…

Para mi tranquilidad llegamos a la esquina de la calle donde estaba la casa de mis abuelos y ahí nuestro camino común concluyó… Nos separamos y cada uno siguió por su lado… Yo experimenté un alivio enorme… No tener que soportar sus preguntas era una salvación… Sin embargo, no dejó de rondar mi mente una inquietud: por qué el Negro me había sometido a esa interpelación… Sabría alguna cosa… Sospecharía algo… Tendría simple curiosidad…

Repasando minuciosamente nuestra conversación no encontraba nada en sus dichos que me permitiera dilucidar sin dudas cuál había sido el objetivo de su interrogatorio… Decidí entonces pasarlo por alto y olvidarme de él… Debía continuar con mi estrategia y las tácticas acostumbradas, y no detenerme en cosas que me hicieran perder tiempo inútilmente…

De hecho, el Negro y yo volvimos a vernos en el Colegio y, también, en la calle como había sido siempre… El incidente de la interpelación pasó a ser algo que parecía no haber existido… Acentué un poquito ciertos detalles de actuación, a propósito de que se notara que, en efecto, yo estaba  “au-dessus du mélange”… No creo equivocarme si afirmo que lograba causar esa impresión… No eran pocos quienes me miraban como un bicho raro, como alguien que está en otro mundo, en un plano más elevado que el común de los mortales…

Incesante, el tiempo transcurría empujando las horas y los días, creando nuevas realidades que nos hacían olvidar los hechos vividos y sus vicisitudes… La historia del Negro Barreto y su interrogatorio policial había entrado en una zona gris de la memoria que conduce a la extinción absoluta del recuerdo, cuando de repente sucedió algo que cambiaría el curso de los acontecimientos…

Asi es… En aquel tiempo, tiempo en el cual la televisión era algo incipiente y la radio no saciaba la sed de distracción y entretenimiento de la gente, el cine era el espectáculo público por excelencia, al cual mujeres y hombres de todas las edades acudían en tropel… En el centro de la ciudad había  7 u 8 salas de cine… En las afueras, 3 o 4 barrios contaban con sus salas y sus públicos… En algunos cines y desde hacía unos años se había impuesto una modalidad de exhibición de las películas, “el continuado”, que bajo la propaganda de “servir mejor al espectador”, lo que buscaba era aumentar la recaudación de los dueños de los cines…

Por lo general, los cines presentaban dos funciones diarias (tarde y noche) con dos o tres películas cada una… El espectador compraba entradas para una u otra función y debía ver las pelis en el orden en que se las presentaban… La única libertad que tenía era irse antes de que terminara la función, después de haber visto la primer película, o llegar tarde para ver sólo la última…

A un astuto empresario, se le ocurrió iniciar las proyecciones bien tempranito, dos de la tarde y pasar y volver a pasar las películas hasta la una de la madrugada del día siguiente, pudiendo el público entrar a la hora que quisiese y quedarse todo el tiempo que se le antojara, viendo y volviendo lo mismo si permanecía más horas que el tiempo insumido por la proyección del total de los films.

Para mí, esto era fenomenal, porque podía armarme un horario de función a mi medida… Pero, lamentablemente, como no tenía edad suficiente para ir y volver cuando quisiera, me tenía que quedar con las ganas y hacer lo que indicaba el Código Militar de los González de Altamirano… A las nueve de la noche como máximo se debía estar de vuelta en casa…

Un día, con 17 años y algo mas cumplidos, se me ocurrió hacer una experiencia… En uno de los cines que funcionaban en continuado, proyectaban una película llamada “El Pirata Hidalgo”, con Burt Lancaster, como “plato principal”… De complemento pasaban otra película norteamericana que muy bien no recuerdo (y muy mal tampoco)… La cuestión es que uno de los horarios de proyección de “El Pirata Hidalgo” eran las 19:15 hs. El film duraba cerca de dos horas, por lo tanto terminaba cerca de las nueve de la noche… Mi idea era quedarme también a ver la que iba de complemento y así hice… Como resultado fue que salí del cine cuando ya eran casi las once las once de la noche…

Corría el mes de agosto… Piensen ustedes lo que podían ser las calle de  mi ciudad, iluminadas por miserables farolitos cada sesenta metros, en pleno invierno… Una boca de lobo… Ni los perros andaban por la calle… Con un poco de suerte uno podía cruzarse con un tranvía, o algún auto… Si de casualidad transitaba un peatón, sus pasos podían oírse con absoluta claridad…

Cuando salí del cine y me enfrente con ese cuadro, a pesar de no ser miedoso, no las tenías todas conmigo… Mentalmente me tracé un itinerario para llegar a mi casa y empecé a meterle pata… Las cuadras se sucedían unas a otras, todas vacías… En la oscuridad, era poco lo que podía ver… A mitad de camino, comencé a divisar dos sombras que estaban en la puerta de una casa… Daban la impresión de estar hablando, como si se despidieran… Regulé el paso como para no dar la impresión de que tenía miedo… A medida que me iba acercando me fue posible reconocerlos… Una luz de pasillo emergiendo del edificio me ayudaba… Uno, el que estaba sobre el umbral de la casa era Emilio Bryant, el otro, enfundado en un poderoso sobretodo, con las manos en los bolsillos y meciéndose como oso enjaulado, era el Negro Barreto… Daba la impresión de que jaraneaban y se reían…

Pasé frente a ellos… Nuestras miradas se cruzaron… Nos saludamos muy formalmente… Seguí mi camino y en la esquina doblé… Quería desaparecer de la escena… Apuré el paso y me perdí en la oscuridad…Hubiese querido no haber visto lo que vi…

¿Qué podía estar haciendo el Negro Barreto, a esa hora de la noche, con Emilio Bryant?... Alguien que no supiera nada de la biología del Negro y del señor Bryant podía muy bien no imaginarse ni sospechar nada… Pero, ese no era mi caso… Yo tenía alguna información y, en base a esa información, podía tejer algunas hipótesis…

Emilio Bryant era un hombre soltero, unos veinte años mayor que yo (y, por ende, que el Negro), de modo que en ese entonces rondaba los 37 años… Su padre, el escribano Tomás Bryant, supo ser amigo de mi padre y de mi abuelo… Emilio trabajaba en Buenos Aires, en algo relacionado con la Aduana… La casa donde vivía era un edificio con 3 departamentos… El ocupaba uno… Los tres eran de su propiedad… Vivía solo y no se lo veía mucho por la ciudad… Cuando se lo veía, llamaba la atención por lo atildado y llamativo de su vestimenta… Las malas lenguas decían que le gustaban los hombres… No era amanerado ni nada de esas cosas…

Si a Emilio Bryant en efecto le gustaban los hombres, era seguro que el Negro Barreto no debía haberle pasado inadvertido, con lo todo lo que el Negro mostraba como macho… Y si no le había pasado inadvertido, era posible que, en algún momento, se hubiese tirado algún lance con él… No se lo iba a tirar conmigo que era una barra de hielo…

La hipótesis de que el Negro le hubiese llevado el apunte a Bryant comenzó a parecerme algo bastante factible, en especial cuando me di en recordar aquella escena que había protagonizado conmigo y a plantearme si todo aquel interrogatorio, aquella interpelación, no había tenido por objeto descubrir si yo tenía o no las mismas inclinaciones que Bryant, más que para saber por saber, para obrar en consecuencia… Yo lo despisté y él se quedó en el rincón… Pero, bien podía ser que el Negro hubiese tenido deseos de surtirme algo de lo que Dios le había dado para tentación de otros hombres…

A esta altura de los acontecimientos, yo tenía la sospecha de que algo groso podía llegar a ocurrir… Con todo, no estaba obsesionado en el asunto… No era persona que no tuviera en que ocuparme… Por el contrario, mi agenda siempre estaba cargadita y, con mi técnica, yo la manejaba como para que todo anduviera sobre rieles… Vieja costumbre que, a pesar de los años, no he perdido…

No tuve que esperar mucho tiempo… La perdiz saltó al día siguiente… Como de costumbre, a la salida del Colegio, volví a mi casa caminando… Las primeras cuadras en compañía de Vicente, un compañero que si vivía en las nubes de Úbeda, un buenudo con quien me entendía muy bien… Para nuestra sorpresa, lo que nunca, se nos sumó el Negro Barreto… No hacía mucho juego con nosotros… El era todo un canchero y nosotros, el gordo Vicente y yo, dos caídos del catre… Cuando Vicente tomó el desvío para su casa, la situación cambió radicalmente… Quedamos solos el Negro y yo, caminando juntos, como aquella otra vez en que me interpeló tan crudamente…

Ni bien avanzamos unos metros, cambió la actitud que traía desde que salimos del Colegio y en forma resuelta, como el jugador de ajedrez que sabe que no hay mejor defensa que un buen ataque, me espetó: “tengo que hablar con vos”… La forma resuelta en que me lo dijo, el tono de voz que empleó hizo que esas palabras sonaran como una orden…

Yo lo escuché sin inmutarme… El Negro podía ser muy buen jugador de ajedrez y atacar magistralmente, pero yo soy de los que creen que no hay mejor ataque que una buena defensa, de modo que me preparé para lo que viniera, fuese lo que fuese… Creo que mi serenidad lo desconcertó un poco; pero siguió su avanzada… Me explicó que tenía que pedirme un gran favor…

Rápidamente deduje lo que quería, pero no demostré nada… Solo le dije que si estaba a mi alcance lo que él necesitaba podía contar conmigo… Sin exagerar, traté de que en ese momento pudiera palparse que yo estaba “au-dessus du mélange” y lo dejé correr… Capté que no le era fácil entrar en materia, pero fingí no darme cuenta… Lo dejé correr para ver cómo se las arreglaba…

Comenzó su arenga derramando elogios sobre mi persona, que, como corresponde, tomé a beneficio de inventario… Según sus palabras, yo era “extraordinariamente inteligente”, “un excelente compañero”, “un leal amigo”, “la discresión personificada”, “alguien en quien se podía confiar”, “amable”, “generoso”, “desinteresado”, “modesto”, etc., etc. Era obvio que, con toda esa batería de encomios lo que quería era pagar por anticipado el favor que tenía que pedirme… Escuché su discurso sin muestras de aceptación ni rechazo… Y así llegamos al momento del pechazo…

Lo que el Negro quería y así me hizo saber era que “no le dijera nada a nadie de que la noche anterior lo había visto en la puerta de la casa de Emilio Bryant conversando con él”…

No me causó ninguna sorpresa el petitorio, pues lo había sospechado de antemano… Cuando dijo que tenía que pedirme un favor, me imaginé que ese favor tenía nombre y apellido: Silencio Absoluto…

Desde luego, nada me costaba decirle que si… Pero el Negro era el Negro y yo no estaba dispuesto a hacerle demasiado barata la cosa… No debía olvidarme del momento que había hecho pasar cuando lo de la interpelación… Entonces no me había dicho que yo era extraordinariamente inteligente ni nada de la sarta de halagos que ahora me deparaba… De hecho, yo no iba a actuar como él, pero me iba a permitir algunas marcaciones, como para demostrarle de qué modo se corta el bacalao…

Como si mi guión no tuviera más parlamento, me quedé callado,  aguardando que él siguiese hablando… Forzado por esa circunstancia agrego algo decididamente fatal… Tratando de justificar su petitorio y medio como disculpándose, desgranó “no es por nada, viste; pero siempre es mejor que no se diga nada… la gente es metida, habla, mete la púa y termina haciendo daño… Si mis viejos se enteran, no sé lo que podría ocurrir”…

Asentí sus palabras con un ligero movimiento afirmativo de mi cabeza, pero no dije una sola palabra… Solo repetí el movimiento varias veces… Y de repente, hallándonos casi en la puerta de mi casa, aceleré un poco el paso y me despedí del Negro diciéndole “mañana, a la salida del Colegio, seguimos hablando, estate tranquilo” y me metí en el zaguán… Apenas tuvo tiempo para decirme “Bueno”…

Debió irse con las manos vacías porque en concreto no le dije nada ni le di ninguna pista de lo que iba a hacer con su petición… Tuvo que aguantarse hasta el día siguiente para saber algo… Mientras tanto, yo podía elaborar cómodamente mis movimientos…

Al otro día, cuando Vicente y yo salimos, él volvió a ponerse a la par nuestra… Cuando Vicente tomo por su camino, volvimos a marchar los dos solos… Como para ocupar el tiempo, yo hablaba de algo del Colegio, carente de importancia… En un punto, el Negro tomó la palabra y volvió sobre el tema del día anterior… Quería una respuesta de mi parte…

Como quien pronuncia un solemne juramento, le dije que podía contar con mi total y absoluto silencio… Casi no me dejó terminar esas palabras… Con cierto tinte de euforia por haber logrado lo que quería, agradeció mi gesto: “Muchas gracias, sos un amigo”…

Correspondía decirle: “No hay de que”… Pero, no se lo dije… En su lugar, sin alterar el estilo seco y frío que a veces utilizo, le manifesté que no, que yo no era su amigo… Mi afirmación lo sorprendió, al parecer, enormemente, porque asombrado me pregunto “¿cómo que no sos mi amigo?,…¿por qué, entonces, me dijiste que si a lo que te pedí?”...

Sin perder tiempo le estampé, muy diplomáticamente, la respuesta: por algo muy sencillo de explicar… Hace unos meses vos me sometiste a una interpelación que me resulto francamente oprobiosa… Como no sabía cuál era la finalidad que perseguías, preferí no decir nada y pasar por alto lo acontecido… Hoy, Manuel (lo llame por su nombre, nadie lo hacía, todos le decían Negro) a la luz de otros acontecimientos, sobre los cuales me pedís que guarde silencio, se me hace claro cuál era tu intención entonces y que objetivo perseguías… No me parecen cosas indignas, pero debiste haber actuado de frente y no lo hiciste… Preferiste el apriete… Y yo no puedo ser amigo de alguien que recurre a estos métodos… Por razones humanitarias y otras mas no tengo inconvenientes en acceder a lo que me solicitaste… No lo hago porque seas mi amigo, ni porque yo sea tu amigo… Lo hago porque es un deber moral mío…

A todo esto, el Negro estaba como si le hubiese descargado un mazazo en la cabeza… Yo continué… Esa actitud tuya me molestó… Consideré que no era la de un amigo… Los amigos, los verdaderos amigos van de frente… Si querías algo de mí, me lo tendrías que haber dicho de frente y listo… ¿Qué podía pasar, qué te dijera que no y que quedarás mal parado?... Mal parado, ¿ante quién?... Ante mí, no… Ya estábamos llegando a mi casa… El Negro seguía mudo… Era notorio que ni remotamente esperaba esa reacción mía…  Para rematar, ya sobre la puerta de casa, le disparé el tiro de gracia: “Para tu conocimiento, si hubieses ido de frente aquella vez, tal vez te hubiera dicho que si”…

No quedamos mirándonos a los ojos unos segundos y cuando ya giraba para entrar, me dijo: “Me mataste”… Volví la cabeza para mirarlo nuevamente y, con una sonrisa, le respondí: “No exageres, Negro, no es para tanto”… Pese a su conmoción, el Negro pudo esbozar una tenue sonrisa para acompañar sus últimas palabras: “Volveremos a hablar”… “Por supuesto”, dije y entré en mi casa…

Después de este episodio que bien puede calificarse como “vibrante”, el Negro y yo, como había ocurrido siempre, volvimos a vernos en el Colegio (estábamos en divisiones distintas), a intercambiar saludos, tal vez a cruzarnos algún día en la calle; pero, a hablar, lo que se dice hablar en el sentido de dialogar, a eso no volvimos… Yo continué atendiendo “mis negocios personales” como de costumbre y fingiendo mi pertenencia a un mundo distante, de números, de palabras, de sonidos musicales… El Negro, presumo, habrá seguido con lo suyo, sus entreveros, sus lances… Lo habrá visitado a Emilio Bryant… Vaya uno a saber las cosas que hizo…

Pero, en nuestro sinos estaba que, cada tanto, nuestros caminos debía alinearse por un tiempo finito y breve… Cierto día de principios del mes de febrero del año siguiente, regresaba a casa después de un paseo en bicicleta, y me encontré con la noticia de que el Negro había estado por ahí, preguntando por mi… Nadie supo decirme qué quería; me repetían que había dejado dicho que volvería… Intrigado por esa inesperada aparición y para enterarme sin demoras qué era lo que pasaba, opté por llamarlo telefónicamente…

Busqué su número en la guía y lo llamé… Me atendió él… No tuve que decir nada más que “hola”… Enseguida reconoció mi voz… No saludamos y de inmediato pasó a contarme lo que le pasaba… Algo que explicaba por qué me andaba buscando…

La cuestión era esta… El Negro se había llevado a examen de marzo Matemática y Química… Su papá, hombre de campo, de muy buenos modales, le había dicho que, si no rendía bien esas materia, “lo iba a degollar”… El Negro sabía que su padre era muy cumplidor y, por eso, andaba, como suele decirse, “con el culo a dos manos”… Como anticipo de lo que iba a hacer, el papá lo había dejado sin vacaciones, por supuesto para que estudiara, y condenado a la vigilancia de su abuela,  que dentro de todo era lo menos grave que le podía pasar… Para salir del brete, entre otras cosas, necesitaba la carpeta con los trabajos y ejercicios de Matemática… La había buscado sin éxito entre sus compañeros de división y, viéndose acorralado, pensó en mi “como su tabla de salvación”…

Del Negro podía decirse cualquier cosa, menos que no tenía olfato para salir de apuros… No estábamos en la misma división y seguramente los contenidos de nuestras carpetas no eran los mismos; pero, mis Carpetas, no solo de Matemática, sino de todas las materias, gozaban de un prestigio incuestionable… Cualquier estudiante, en ese caso de cuarto año, podía estudiar con ellas, fuera de la división que fuese…

Una vez enterado de cuál había sido el motivo de su visita, le prometí que buscaría la carpeta y al día siguiente se la acercaría la casa… Tras mi promesa, me cambió de categoría: “Sos un campeón” me dijo y nos despedimos…

Al día siguiente, con la carpeta bajo el brazo, apenas pasadas las diez de la mañana, me presenté en la casa del Negro, un chalet de aquellos, que denunciaba que sus dueños no pedían limosna… Apenas toqué el timbre me abrió la puerta… Como hacía calor, estaba muy ligero de ropas… Tan ligero, que bastaba que se quitara el breve shortcito que llevaba puesto para quedar totalmente desnudo… Verlo así fue un impacto un poco fuerte para mi sensibilidad; pero supe guardar las formas… Estaba solo en la casa, me invitó a pasar parque donde, junto a una piscina de regulares dimensiones, tomaba sol, como si necesitara tostarse más de lo que lo había tostado Dios…

Allí volvió a contarme las desventuras que estaba viviendo con su padre, con las matemáticas y con la química… Yo lo escuchaba con paciencia, desdramatizando para mis adentros todo lo que me decía… El Negro, por lo que se podía apreciar, no era un negado; todo lo contrario, se advertía que era un tipo capaz… Por lo tanto, si se había ido a examen en esas materia, no era por otra razón que la de no haber estudiado como debía haberlo hecho durante todo el año…

Esta íntima convicción me llevó a decirle, una vez que le hube entregado la carpeta y explicado todo lo que ella contenía, que, si le dedicaba 4 horas diarias, desde este momento hasta la fecha del examen, podía aprender todo lo que había que saber de matemáticas de 4to. y más también para aprobar sin problemas… Le quedaban otras 4 horas para estudiar química y algo de tiempo para distraerse, porque no todo es estudiar… Con estas palabras, daba por concluida mi misión e inicié mi retirada… Nuevamente de pie, apunté a donde había venido… Mi relativa baja estatura y mi atuendo: pantalón blanco de hilo, camisa blanca de manga corta, zapatos mocasín y cinturón de cuero color suela contrastaba con la monumentalidad del Negro, casi desnudo… Comenzamos a caminar hacia la puerta de calle… El Negro aprovecho esos instantes finales para advertirme que, si llegaba a necesitar ayuda, sobre todo con las cosas de matemáticas, volvería a molestarme…

Cuando solo faltaba que lo saludara y traspusiera la puerta, el Negro agrego algo que, sospecho, lo tenía reservado… Me dijo: “además, nos debemos una charla, ¿te acordás?”… “Si, me acuerdo… Cuando me necesites, no tenés mas que llamarme… Chau”, fue mi respuesta y partí…

Ese día, además de llevarle la carpeta al Negro, tenía unas cuantas cosas que hacer… Me habían dado piedra libre para reestructurar mi dormitorio y debía concretar, rápidamente, algunas diligencias… No fuera cosa de que se arrepintieran y empezaran con los sainetes del conservar el estilo y todas esas manías que siempre habían deambulado, como fantasmas, por mi casa… Con todo eso, la visita a lo del Negro pasó a un segundo plano y recién por la noche, cuando me acosté, tarde, el episodio volvió a mi mente…

La verdad es que el Negro, pese a las diferencias que habíamos tenido, me seguía conmoviendo… Sobre cuándo como por la mañana tuve la oportunidad de verlo con todas sus portentosidades al aire… Era un macho espectacular… Un macho que no dudaba de su condición de macho… La naturalidad de su machismo lo hacía cien por ciento seductor… No era fácil sustraerse a su magnetismo…

No tenía ninguna certeza de que me volviera a llamar; pero, ciertos indicios, muy tenues, me hacían pensar cosas raras… Podía ser… Y, si podía ser, lo único que cabía era esperar los acontecimientos y mantenerse ágil para lo que se presentara…

Como venía ocurriendo con el Negro, no tuve que esperar mucho… Siete u ocho días después de ese encuentro, me llamó por teléfono… Cuando lo atendí, creyendo que era Juan José, estuve a punto de decirle algo pesado… Por suerte, el Negro se me adelantó y pude contenerme… De no ser así, hubiera metido la pata hasta el cuadril y no sé cómo me las habría arreglado para sacarla…

El Negro se disculpó porque tenía que molestarme nuevamente… ¿Qué sucedía?... Había comenzado a ver los temas de trigonometría y se encontraba mas perdido que tuco en la neblina… Frente a esa situación, le pregunté qué era lo que quería que hiciéramos… “No sé, ¿podés darme una mano?”... Si, cómo no voy a poder… Mañana a las 8 de la mañana estoy en tu casa y te doy esa manito… Es fácil…

Al día siguiente, puntualmente, estuve en su casa… No me recibió casi desnudo… Esta vez tenía puestos un bermudas y una chomba… Nos instalamos en el comedor principal, frente a una mesa enorme… Por las dudas, había llevado hojas en blanco y mi fiel lápiz automático, que aún conservo… Mis conocimientos provenían de un libro de trigonometría del Ing° Cataldi, editado seguramente antes de 1930… Permanecen en mi memoria algunas imágenes explicativas de las aplicaciones de los conocimientos trigonométricos… Un chico calculando la altura de un árbol y un árabe haciendo lo propio con una pirámide…

No voy a cansarlos repitiendo esa primera clase de trigonometría que le di al Negro… Lo importante fue que logré interesarlo en algo que antes le había pasado desapercibido… Las horas se nos pasaron volando… Cuando quisimos acordarnos, eran las once de la mañana… El tenía que ir donde su abuela a rendir cuentas de lo que había estado haciendo y a comer… La casa seguía estando sola… Sus padres y hermanos estaban en el campo…

Cuando interrumpimos el estudio, con la promesa de retomarlo a la mañana siguiente, el Negro, como al pasar, dejó caer una bomba… Me dijo que sentía vergüenza por ser tan burro, que no dejaba de asombrarse de todo lo que yo sabía y algo que parecía que le costaba decirlo, pero al fin lo dijo, y fue que no sabía cómo reparar lo mal que había estado conmigo…

Yo tenía por seguro que el Negro no era ningún burro, al menos en el plano intelectual, él exageraba al autocalificarse de ese modo y también exageraba cuando ensalzaba mis conocimientos, yo sabía y sé lo que cualquier persona medianamente estudiosa sabe… En cuanto a eso de que “él no sabía cómo reparar… … …” tuve la sensación, el palpito de que era sincero, de que no se trataba de un agachada… De todos modos, no dejaba de ser bueno corroborar sus intenciones antes de pronunciarme sobre el particular… Por eso, rápido de reflejos, propuse la apertura de un compás de espera… “¿Qué te parece, Negro, si ahora nos aplicamos a estudiar trigonometría, que es mucho lo que falta aprender, y dejamos para otro momento cualquier otra cosa?... No está en mi ánimo remover viejas historias”…

“Si te parece”, dijo el Negro…

Me retiré de su casa convencido de que algo sustancial había cambiado… El Negro ya no era el mismo Negro… Una semana larga le estuve enseñando trigonometría y también algunas otras cosas de matemática y de química… A medida que iba entrando en carrera, su entendimiento crecía en forma exponencial…

A mediados de marzo estaba listo para rendir los exámenes… En esos días no pude asistirlo muy bien, porque tenía que atender “un expediente” que tenía con un soldado de mi amistad y lo que menos me quedaba era tiempo libre… Con todo, pude darle algunos aventones…

La cuestión es que, entre el 20 y el 21 de marzo, liquidó exitosamente sus dos exámenes y la sombra de la guillotina paterna se esfumo como aire en el aire… El alma le volvió al cuerpo al Negro… Por unos días no volvimos a comunicarnos… El, seguramente, estuvo recuperando algo de todo cuanto le había hecho perder el estudiar a conciencia, mientras mi soldadito y yo librábamos las últimos reyertas de una linda guerra que, por supuesto, se libró silenciosamente y a oscuras, en mullidas horizontalidades y otros escenarios bélicos apropiados…

Las clases del último año de nuestro bachillerato comenzaron en los primeros días de abril… El Negro y yo volvimos a vernos en el Colegio, tal como nos habíamos visto siempre: un poco a la distancia… No conversábamos, porque, como dije, cada uno formaba parte de un grupos diferentes… Nuestro comportamiento gestual, sin embargo, se había tornado un poco más amable y eso se notaba, al menos yo lo notaba…

Cuando aún no habían transcurrido dos semanas de iniciadas las clases, el Negro y yo nos cruzamos al entrar… Se me acercó para avisarme que tenía algo para decirme… Los dos andábamos con poco tiempo, de modo que lo que tenía para decirme debió esperar una hora, hasta el primer recreo… Me preguntaba qué sería lo que tenía que decirme… Pensaba que la cosa podía estar vinculada a esa conversación que, en definitiva, nunca habíamos mantenido… Pero no, nada que ver… Cuando nos encontramos en el patio, me explicó que al mediodía del día domingo (tres días después), en su casa, se haría un asado y el padre le había ordenado que me invitara, quería conocerme… A estar por las palabras del Negro, su padre, que conocía mucho a mi abuelo y a mi tío Adolfo, no me ubicaba bien y me confundía con José, mi primo… El Negro le había hablado de todo lo que lo había ayudado y por ahí venía la mano…

Me comprometí a ir siempre y cuando mi familia no tuviera reservado otro compromiso para mi ese día… En aquel entonces las cosas eran así, los padres se cortaban solos y decidían por los hijos… Y los hijos, para quejarse, tenían que ir al Muro de los Lamentos o a la tumba de Carlitos Gardel…

Por suerte, el domingo lo tuve libre y pude ir… Yo creía que el asado se hacía para festejar que el Negro se había salvado del degüello; pero no, el asado era parte de los festejos por el cumpleaños de la abuela… Una señora que para ser un sargento de caballería lo único que le faltaba era el matungo… De sentada, porque pesaba más de cien kilos, hacía valer su autoridad sobre el que se le cruzara… Con todo, no era torpe… Sabía bien con quien se metía… A mí me saludó muy cortésmente y se recordó que hacía muchos años había bailado valses con mi abuelo Alejo…

El comedor principal, que tenía capacidad para más de veinte personas, quedó chico y los más jóvenes fuimos relegados al pie del asador… No fue tan así, porque armaron una mesa… El papá del Negro que oficiaba de maestro de ceremonias, se entretuvo buen rato charlando conmigo; más bien dicho, “monologando” conmigo… Había sido compañero de mi tío Adolfo, que era como quince años menor que mi padre… Por eso no lo tenía muy presente y a mí me confundía con Josengo…

El asado estuvo muy lindo, tanto por la comida, como por lo entretenidos que eran los comensales… Entre los invitados estuvieron unas cuantas primas del Negro, más o menos de nuestra edad… Aunque no era mi especialidad alternar con niñas, creo que  lo hice quedar bien, solo observaron que no era muy alto, que es lo mismo que decir que era petizo…

En un momento en que el Negro y yo nos quedamos solos, me volvió a plantear su propósito de hablar seriamente conmigo… Le manifesté que yo no tenía ningún inconveniente y que lo único que teníamos que fijar era lugar y fecha…

Justamente ese era el quid de la cuestión: fijar lugar y fecha… No tanto la fecha como el lugar… Le sugerí que lo pensara… Aceptó…

Unos días después, volviendo del Colegio, me dijo que no se le ocurría ningún lugar discreto donde reunirnos… Era claro que debíamos actuar en forma reservada… El vernos juntos podía llegar a llamar la atención, no de la gente grande, sino de jóvenes como nosotros y amigos… ¿Qué explicación convincente podríamos dar?...

En hecho de no poder resolver el dilema medio como que lo apesadumbraba al Negro… Para sacarlo de ese estado, le dije que el asunto tenía muy fácil solución… Le señalé que, si cada uno por su lado iba la estación de FF.CC., en una hora temprana de la tarde de un día previamente acordado, sacaba un pasaje de ida y vuelta a Constitución, podíamos encontrarnos allí, buscar un sitio y conversar todo cuanto se nos diera la gana, sin riesgo de ser vistos…

Al Negro le pareció genial mi idea y ahí nomas acordamos que el viernes siguiente la pondríamos en práctica, a las dos de la tarde, y así se hizo… Cada uno por separado fue a la Estación, tomó el tren y cuando fueron casi las tres y media nos encontramos en un mostrador bajo el tablero de los horarios del hall de la estación… De ahí nos fuimos caminando por la avenida 9 de julio rumbo al centro y cuando estuvimos cerca del Obelisco, nos metimos en un bar que nos pareció apropiado para charlar tranquilamente… Nos ubicamos en un rinconcito, junto a una ventana…

El Negro tomó la palabra… Repitió aquello de que no dejaba de sentir vergüenza por haberme tratado mal y de que sentía la necesidad de reparar el daño que me había causado… Después atacó con los elogios y poniendo de relieve había sido un ciego al no ver lo que yo valía…

Después de dejarlo hablar todo lo que él quiso, sin formularle la más mínima objeción, y de evaluar sus dichos, todo lo mas objetivamente que me era posible, llegué a la conclusión de que el Negro era sincero en sus manifestaciones… Pero, también concluí que en eso de “reparar daños” yo veía o creía ver que había algo mas… Para mí él pretendía: “Reparar daños y pasarla bien”… Claro, quería eso, pero no sabía cómo empalmar las cosas; asi como no supo hallar un lugar donde conversar tranquilos… El Negro era pícaro, arriesgado, pero no muy imaginativo… Puede ser que practicando llegara a adquirir alguna destreza, pero había que practicar y eso era cosa del futuro… De momento, en imaginación: aplazado… Para imaginar estaba yo, quien no por otra razón que la necesidad, me había visto siempre obligado a regar el árbol de los rebusques y cosechar sus frutos para subsistir…

Cuando el Negro concluyó su discursito, tomé la palabra… Anticipé que yo no era una persona fría, pero que, cuando las circunstancias aconsejaban actuar fríamente, actuaba con frialdad cercana al 0 °K (- 273 °C)… Describí la situación que se había planteado, reconocí mis preferencias sexuales y resalté que no todos los que teníamos esas inclinaciones éramos iguales… Los había quienes no le hacían asco a nada con tal de satisfacer sus apetitos y, también, quienes –como yo- respetábamos algunos principios que hacían a la integridad de nuestra dignidad, que no era diferente a la de cualquier otra persona…

Puse énfasis en destacar que yo no me llevaba por delante ni trataba de someter ni me aprovechaba de ninguna persona y que no admitía que alguien pretendiera hacer alguna de esas cosas conmigo… Sin cargar tintas, observé que cuando él me interpeló buscando datos de mi vida privada, su accionar no fue de mi agrado. Como no estaba en mi ánimo armar escándalo, limité mis acciones a neutralizar toda intromisión y punto… No pretendía que se reparar nada mío, porque de últimas, el gaño no superó el grado de tentativa…

Con palabras precisas rescaté que hechos posteriores, ajenos a mi voluntad, revivieron este episodio; pero, mi esperanza era que buenamente todo se olvidara… “Podemos coexistir pacíficamente, sin rencores” dije en el final de la exposición de mi pensamiento…

El Negro se quedó mirándome fijamente… Nunca me había mirado así… Parecía estar diciéndome “sos increíble”… Guardaba silencio… Yo ya había terminado mi discurso… Si alguien tenía que hablar, ese alguien era él… Yo ya no tenía más nada que decir… Pero el Negro no hablaba… No daba la impresión de ser alguien que había quedado mudo, sino la de alguien que no consigue convencerse de que lo que tiene frente a si es algo real, algo que existe…

No sé cuánto tiempo nos mantuvimos en esa postura… Aunque yo no lo exteriorizaba, esa situación me hacía sentir muy incómodo… Me preguntaba qué estaría pasando en la cabeza del Negro… Algo presumía o intuía, sin saber qué… Tenía la sensación de que él y yo estábamos librando un combate, y que ninguno de los dos quería dejarse vencer… No era un combate donde todo valía, sino una especie de fair play , de juego limpio, donde los combatientes no eran enemigos, ni se odiaban… Si bien en un principio supo haber algo turbio, esa turbiedad se había disipado y ahora quienes se enfrentaban eran dos caballeros…

Yo ya no le podía achacar al Negro ninguna actitud desdorosa… Por el contrario, todos sus gestos eran sumamente correctos y amables… Amable quiere decir que se pueden amar, que se deben amar…

¿Qué había sucedido?... ¿Yo había, de algún modo, perdido altura?... No, bien mirada que sea la cosa, lo ocurrido era que el Negro había crecido y en estábamos a la par… Obviamente, yo debía tomar nota de esta circunstancia, porque no era un dato menor… Siempre hay que estar atento a los cambios, ya que nuestra conducta debe adaptarse a ellos, si es que no se quieren cometer errores irremediables… Estas reflexiones rondaban mi cabeza mientras aguardaba que el Negro retornara la palabra…

Pero, el Negro se mantenía en silencio y no dejaba de mirarme con una ligera dulzura… Quienes por naturaleza somos manejadores, y yo lo soy, nada me cuesta confesarlo, no nos llevamos bien con la inacción… Por eso, como esta situación se prolongaba demasiado, decidí ejercer una suerte de sutil presión para obligarlo a hablar…

Siempre los ataques oblicuos son los que menos temores despiertan… Sobre todo cuando son sorpresivos y se los viste con un ropaje ingenuo… De repente le pregunté al Negro qué le parecía si pedíamos otro café… Esa pregunta lo saco del estado contemplativo en que estaba… De hecho prestó su conformidad y el encuentro recobró así cierta actividad… La necesaria como para hacerlo evolucionar…

Como algo sin mayor importancia, le observé que parecía haberse desconectado… La palabra “desconectado” me nació impensadamente o, más bien, naturalmente, no fue que la anduve buscando, y fue, de casualidad, una palabra mágica, ya que le bastó oírla para reaccionar en forma instantánea… Instantánea y bien… “No, para nada desconectado –dijo y continuó-, nunca creo haber estado más conectado y despierto que en este momento… Yo siempre fui medio tarambana y vos con tu labia y con tus modos me has pegado un sacudón infernal… Me has hecho ver la realidad… Ni mi viejo, que nos tiene al trote a todos, consiguió lo que vos has conseguido… Me refiero a esto de hacerme pensar en serio, a no actuar impulsivamente… La verdad es que sos un tipo muy especial y me parece que me quedo recontracorto cuando digo esto… Vos sos mas que especial”…

En este punto lo interrumpí… “Si seguís así me vas a hacer creer que soy Superman y no es así”… “En mi opinión –dije- en todos los casos y todas las cuestiones hay infinidad de personas técnica y moralmente capacitadas para realizar una determinada acción; el hecho de que una de ellas la realice en un lugar y en un momento particulares, no convierte a esa persona en un ser extraordinario… La notoriedad la dan las circunstancias, no los individuos… Manuel (volví a llamarlo por su nombre) yo no soy mejor que vos... Nuestras diferencias, en todo caso, están dadas porque yo me reprimo más que vos… Y reprimirse no es bueno, simplemente es necesario para vivir en sociedad, en esta sociedad”…

Sin pensarlo, sin quererlo, le dí el pie, la ayuda que el Negro necesita para continuar… Después de haber dicho lo que dije, guardé silencio… El hizo lo mismo… El mío era un silencio expectativo, el suyo era un silencio pensativo… Me miraba… No como hiciera anteriormente, incrédulo y desconcertado… Su mirada era firme… Algo había renacido en él… El tigre que siempre había sido, el tigre que no podía dejar de ser… Yo me sentía como guardavallas que aguarda el disparo penal, tratando de adivinar hacía dónde irá la pelota… Trataba de no perder la postura de persona impertérrita… Y, saz, con sagacidad del tigre, de repente, lanzó el zarpazo… Fue una pregunta clara, directa y concisa…

“¿Qué me contestas si te digo que quiero acostarme con vos?”… Pese a la crudeza de nuestro diálogo, había un línea, una frontera, un límite que ninguno de los dos, quizás por cierto pudor, había traspasado… Con esa pregunta, el Negro demostró que estaba dispuesto a no respetar ningún dique de contención… En ese momento se me hizo obvio que yo no podía andarme con vaguedades; debía ser tan claro, directo y conciso como él… Respondí: “¿por qué, cuándo y dónde?”…

Mi respuesta, que en realidad era una contrapregunta, le arrancó una sonrisa…  Era toda una señal de que había comprendido cabalmente que lo estaba desafiando a que me convenciera… Debía, entonces, esmerarse en ser convincente y, además, cuidarse de no usar engañifas, cosas que formaban parte de su arsenal de “Negro pícaro”… Conmigo, eso no iba… Si quería ganarme tenía que ser auténtico…

Calculé mal… Pensé que iba a demorar en responderme… Pero, arrancó rápido y demostrando que todo lo que yo había hablado durante nuestro encuentro y otras cosas mas de otros momentos estaban presentes y frescas en su memoria… “Dijiste que era bueno llamar a las cosas por su nombre, yo las llame, pregunté qué pasaba si decía que quería acostarme con vos y me pediste un por qué… No hay un solo porque, sé que hay más y que no los puedo explicar así, hablando; pero si sé que hay algo que puede considerarse el por qué quiero acostarme con vos y es cortito: quiero hacerte feliz”…

Ahí se interrumpió como para medir el impacto de sus palabras… Yo tenía casi la certeza de que argumentaría algo de peso; no sabía qué, pero lo que fuera no sería una pavada… Nunca lo imaginé diciéndome que quería hacerme feliz… ¡El Negro Barreiro quería hacerme feliz a mí!... Algo debe haber cambiado en mi expresión, porque el Negro retomó la palabra sin titubeos trasuntando en su rostro el sentir de que pisaba tierra bien firme… Se sabía seguro y quería avanzar…

Una cosa que siempre reconocí en mí ha sido que no pocas veces presentí, adiviné lo que iba a suceder… En ese momento, tuve la premonición de que el Negro fundamentaría por qué él quería hacerme feliz… Sus palabras confirmaron mi sospecha… Dijo…

“La verdad es que para mí, aunque me lo discutas, vos sos una persona especial… Única, diría… Te habrás dado cuenta que yo no soy un tipo de llevarle el apunte a la gente; siempre hice, mal o bien, lo que se me cantó… Con vos, me sucede todo lo contrario… Desde ese día en que, según vos, te interpelé ,  yo siento que algo cambió en mi… No podría decirte qué fue lo que cambió, pero yo me siento distinto… Te soy sincero, creí que vos ibas a ser algo fácil para mí y me encontré con que eras dificilísimo, inabordable… No había forma de agarrarte… Sin decírtelo, me di por vencido… Después vino eso de que me enganchaste hablando con Bryant… Bryant no es un mal tipo, tiene eso de que le gusta y bueno, me encontró a mí que me prendo en todas… Pero, te repito, no es mala persona, es divertido, medio caradura… Yo le dí bola, pero no quería que me vieran con él, porque es un incendio… Y justo vos fuiste a engancharme… En ningún momento pensé que me pudieras a mandar al frente; pero, cuando se tiene cola de paja, es mejor estar seguro y por eso te pedí que no dijeras nada de lo que habías visto… Me la jugaba que podía contar con vos… Y así fue… Con lo que no contaba era con el martillazo que me diste cuando te dije que eras un amigo… Ahí fue cuando aterricé y se produjo un trac en mi cabeza… Tenías razón; pero no toda la razón… En ese momento me dejaste knoct out y no entendía nada; pero la cosa me siguió dando vueltas bastante tiempo… Vos podías y podés no sentirte amigo mío, no querer ser amigo mío; pero, en los hechos te comportás como un amigo, no como un amigo cualquiera, sino como un gran amigo… Un amigo único… Por eso, para mí, independientemente de lo que vos sientas o quieras, sos un amigo… Si hay alguien aquí que no siempre se comportó como amigo, ese alguien soy yo… ¿Cómo limpio ese manchón?... La verdad es que es todo un problema… Un problema que me ha hecho pensar… Porque la cosa no se arregla pidiendo perdón… Vos podés perdonarme, pero, ¿cómo me perdono yo?... Me tengo que cortar los huevos por pelotudo… Por mucho que le daba vueltas al asunto, no le encontraba solución, hasta que un día se me dio por pensar en algo muy sencillo, algo que, aunque parezca imposible, me dijiste vos… No sé si te acordás que, cuando me explicaste eso de equilibrar ecuaciones químicas, como yo no acertaba una, vos me señalaste que las cosas había que hacerlas con amor … Bueno, yo no escuché eso como oír llover, me lo guardé para masticarlo bien, como muchas otras cosas más que vos me has dicho… Ahora, pensado en lo que podía hacer para borrar el cagadón patria que me mandé con vos, se me ocurrió que debía ser algo que yo pudiera hacer con amor y, además, que tuviera la completa seguridad de que lo iba a hacer muy bien… Tenía una idea, una sospecha de lo que podía hacer, pero debía estar seguro de no meter otra vez la pata… Vos me dijiste que si yo te encaraba de frente en una de esas me decías que si… Por eso justamente insistí en que habláramos… Y acá estamos, hablando… Bien, de frente… Sin vueltas ni agachadas… Hace un rato aclaraste que a la hora de tener sexo preferías tenerlo con hombres… Eso es lo que yo necesitaba escucharte decir, porque a mí, a la hora de tener sexo, no elijo, puedo hacerlo con hombres o con mujeres… Las mujeres me atraen un poco más, pero, hay hombres que me atraen más que muchas mujeres, porque no cualquier mujer me gusta… Tampoco cualquier hombre me gusta… Tengo gustos muy amplios, pero, no dejo de tener algunos límites… Mi experiencia con hombres no es muy grande… Además de Bryant, conocí un par mas de chicos y ahí concluye la historia… Con todos la pasé bien… Como no soy tonto, no se me pasó por alto que para todos ellos yo no fui más que un juguete, un objeto sexual… No me molestó porque, de últimas, lo único que yo pretendía era pasarla bien… No me iba a poner de novio con ninguno… Ahora bien, a mí se me ha hecho claro, después de hablar con vos, de escuchar y tratar de entender tus razonamientos, que en una relación con un hombre yo puedo dar mucho más de lo que he dado… No digo en el sentido de formar pareja, ni desafiar al mundo, porque ahí –soy sincero- arrugo… Pero si, en el sentido de algo lindo, bueno y reconfortante para quien se acueste conmigo, en tanto no me considere una cosa, un objeto… Por eso te dije que me gustaría acostarme con vos… Si me suelto como quisiera soltarme, estoy seguro que te haría muy feliz, te haría perder el juicio; pienso que no te vendría mal enloquecerte un rato de vez en cuando… ¿Qué me decís?”...

El Negro me había bombardeado por los cuatro costados… Mientras hacía tronar su artillería, el embrujo de su figura se ensañaba conmigo y derribaba  todas mis defensas, todas mis tontas defensas… Cuando me exigió una decisión, no me restaba otra cosa que declararme convencido… Y eso hice, claro está, a mi manera…

Lo primero que le señalé fue que él no era el Negro que yo había conocido, el que me interpeló (esta palabra le gustaba), era otro Negro, un Negro amable con quien se podía dialogar amistosamente, confiadamente… Remarqué que había experimentado un cambio y que me alegraba mucho de que hubiera ocurrido eso, porque entendía que lo iba a beneficiar muchísimo como persona, le iba a permitir ser mas dueño de si mismo, más libre…

Luego, yendo a lo puntual, le di mi conformidad con un requerimiento: “decime dónde y cuándo, y que sea lo que Dios quiera”… Mi respuesta hizo que el rostro del Negro se iluminara con una sonrisa de satisfacción… Se sentía triunfador… Sin embargo, yo sabía que esa satisfacción, al menos con tal grado de intensidad, no podía durar mucho, porque encontrar un sitio donde concretar la íntima ceremonia no era cosa que se pudiera resolverse en dos patadas; por el contrario tenía sus serias dificultades, especialmente si se quería hacer con arreglo a cierta categoría, a cierto estilo… Si no se tenían pretensiones, claro está, las comodidades de cualquier terreno baldío o de cualquier yuyal alejado eran más que suficiente; peso ese tipo de soluciones no iban bien ni con el Negro, ni conmigo… Debíamos guardar ciertas formalidades…

El Negro zanjó la cuestión diciendo: “voy a encontrar el lugar apropiado y cuando lo encuentre, te aviso”… Eso, en términos prácticos,  significaba que la decisión de acostarnos juntos se posponía a desiderátum; es decir, entraba en la categoría de cosas deseadas… Como no era mi intención agravar la situación, le resté importancia al asunto e hice pública mi confianza de que se superaría pronto la limitación…

Casi sin intervalo pasamos de estas cosas capitales a otras de menor trascendencia, como para llenar el tiempo, hasta que de común acuerdo decidimos retornar a nuestra ciudad… Viajamos juntos en el tren y en la estación de llegada nos separamos… El Negro, seguramente, volvió a sus cosas, que vaya uno a saber cuáles eran, además de estudiar, y yo volví a las mías, que eran bastante moviditas… Si algún lector recuerda mis relatos de esa época, tendrá presente que en mi “consultorio sentimental” , en 1958, atendía algunos pacientes con afecciones crónicas: Carlos Alberto, Juan José, mi primo Chiqui (muy pocas veces) y algún que otro enfermito… Yo siempre tenía la Sala de Guardia con la puertita abierta… Más, sin embargo, era el tiempo que le dedicaba al estudio y a otras faenas…

Así las cosas, se fueron pasando los meses hasta que a fines del mes de septiembre, en nuestro Colegio y gran numero de instituciones educacionales del país, se declaró una huelga estudiantil en defensa de la enseñanza pública, laica y gratuita… La huelga era por tiempo indeterminado… En el Congreso de la Nación, con un proyecto avalado por el Presidente Frondizi, se propiciaba institucionalizar la enseñaza libre, como una alternativa a la enseñanza oficial… La huelga hizo que el Negro y yo dejaramos de vernos diariamente como lo veníamos haciendo y que nuestros encuentros quedaran sujetos al azar… La verdad es que el hecho de no vernos no era algo que me preocupara demasiado…

Un día de principios de octubre, para mi sorpresa, me llamó a casa por teléfono para decirme que tenía una invitación para hacerme y que quería hablar conmigo personalmente… Arreglamos en que por la tarde iría a su casa… ¿Cuál sería la invitación que quería hacerme?... Lo único que se me ocurrió fue que había encontrado lugar para lo que teníamos pendiente… No voy a negar que la sola idea de que algo pudiera ocurrir movilizó un poco… El Negro era un bocado por demás apetecible… Por la tarde, cuando fui a su casa, me desengañé… Lo que el Negro quería era invitarme para ir al Luna Park, en Buenos Aires, donde se corría la “Prueba de los Seis Días en Bicicleta”… Como sin la obligación de ir al Colegio, yo estaba regalado, acepté el convite… El se encargaría de comprar las localidades…

Así fue como unos días después, tempranito, el Negro y yo partimos para la Capital a ver la ronda final de la competencia… Antes de mandarnos para el Luna Park, teníamos que pasar por la casa de la otra abuela del Negro, la madre de la madre, por una historia que él me explicó sin mucho detalle y yo no entendí… La señora vivía en una casa de departamentos antigua, sobre la calle Tucumán… El departamento estaba en el primer piso… En ese entonces no había porteros eléctricos, las puertas siempre estaban abiertas y se entraba a cualquier parte como perico por su casa… Como íbamos al primer piso, subimos por la escalera… Ya en el primer piso, el Negro sacó una llave, abrió la puerta de la entrada de servicio y pasamos… No había nadie… La abuela no estaba, se había ido de viaje y por bastante tiempo no volvería… La historia que me había contado de que tenía algo que hacer ahí: era cuento… También era cuento lo de “La Carrera de los 6 Días”… Le gustaba el ciclismo, pero prefería otras cosas… Me llevó engañado para darme una sorpresa… ¡Y vaya si me la dio!... Yo no salía de mi asombro… El departamento estaba a nuestra entera disposición… Después, todo fue una vorágine, un vértigo, una locura… Me llevó al dormitorio de la abuela… Una habitación inmensa, con una cama enorme… No abrió las ventanas, encendió los veladores y apago la luz de la araña… Todo cobró un aspecto irreal… Una descomunal ropero de tres lunas, replicaba los muebles, las luces y las sombras… El Negro se quitó el saco que traía puesto y se vino donde yo estaba parado, observando todo… Me pasó una mano sobre los hombros y me apretó contra su cuerpo… “¿Te gusta?”, preguntó… “Es espectacular”, respondí… Fue lo único que se me ocurrió decir… De reojo me vi en el espejo… Yo nunca llegué a medir un metro setenta y, en ese entonces, debía andar por los 66 kilos… Al lado del Negro, con su metro ochenta y tantos y su peso, mi figura era la de un alfeñique…

No sé cómo, el Negro consiguió arrastrarme hasta el borde la cama y allí me derribó, para tirarse luego encima de mi pobre cuerpito… La fiera que llevaba encerrada se había soltado… Empezó a hacerme de todo y todo al mismo tiempo… Mientras me besaba, me mordía, me apretaba hasta hacerme crujir los huesos, se quitaba la ropa, urgido de estar absolutamente desnudo… Se quitaba su ropa y me quitaba la ropa, porque también lo urgía que yo estuviese tan desnudo como él…

Luego vinieron las locas vueltas y revueltas… La cama se convirtió en una coctelera infernal, un torbellino que apenas me dejaba respirar… Mi sensación era que el Negro me quería comer, me quería devorar… Se comportaba como una fiera hambrienta, desesperadamente hambrienta… Sus manos y sus brazos eran garras que ora me sujetaban, ora me zamarreaban, ora me arrojaban como si fuera un guiñapo, siempre sujeto a su omnipotente voluntad… Desconcertaba que su boca buscara mi boca para besarme con un apetito voraz de placer… Era la misma boca que segundos después me mordía en cuello o los pechos…

Por momentos que no sé cuánto duraban no me daba cuenta de nada, todo yo era un manojo de turbulentas percepciones… Cuando volvía en mi, ahí lo tenía al Negro, ahogándome como una terrible ola que todo lo cubre…

En una de esas reacciones mías, me encontré boca arriba en la cama, con las piernas ligeramente separadas, y el Negro entre ellas, con su enhiesta virilidad en ristre, tratando de perforar, a fuerza de ciegos embates, mi entrepiernas… Los golpes se sucedían unos a otros con obcecada, instintiva y feroz tenacidad… Me producían dolor, pero también un placer inimaginable… Eran increíbles aciertos en un punto donde se dan cita todos los sensores del más profundo y extenso de los goces… Todo mi cuerpo respondía a esas lúbricas y demoledoras embestidas con estremecimientos de tal calibre que parecían anunciar el mas fatal de los finales…

Al afán posesivo de su vara, el Negro sumaba todas las potencialidades de sus manos y de su boca… En ningún momento cesó de besarme y de morderme ardientemente y de sujetarme como presa a quien se le cercena toda libertad… En un momento dado, la acción pareció detenerse… Quedé de espaldas sobre la cama, con los brazos en cruz… Las manos del Negro sujetaban enérgicamente mis muñecas, sus brazos extendidos lo alzaban y separaban de mi cuerpo… Lo suyo, con todo el rigor de su enormidad y su dureza continuaba oprimiendo el sensible rincón de mi entrepierna… En sus ojos, hermosos y amenazantes, se leía un advertencia que parecía decir: “Preparate porque vas a morir”…

Mi respuesta no se hizo esperar… En ese instante supremo, yo había vuelto a ser yo y, sin titubeos, reaccioné como quien soy, alguien que muere peleando… A pesar de las limitaciones, comencé a mover mi cintura a propósito de molestar, de provocar a su enhiesto y orgulloso atributo… Inmediatamente el Negro reinició su fuego a discreción, y la cama volvió a convertirse en un campo de Agramante…

Tal vez nuestros designios apuntaran a convertir esa batalla en una confrontación eterna… No buscaban lo mismo nuestros cuerpos que, en secreto, tramaron la finalización de la contienda… El desenfreno llevo los hechos a un punto culminante en que ya nada mas era posibles; los dos, casi al unísono, estallamos en una lluvia desigual de esperma… La del Negro fue una catarata con terribles remesones… Hasta mi cara llegaron las salvajes escupidas… El restriego final mezclo sémenes y sudores… Agotados, los dos caímos en un verdadero estado de inconsciencia… Y así permanecimos hasta que la incansable rueda de la vida nos invitó a reanudar el camino… Estábamos extenuados… El Negro me sorprendió con una afirmación tan insólita como incomprensible… Sentado en el borde de la cama, como buscando fuerzas para poder incorporarse, sentenció: “me robaste todo, Eduardo”… ¿Qué lo llevó a decirme eso?... Tan grande fue mi desconcierto que preferí pasar por alto lo que había escuchado… Ya vendría el momento de aclararlo…

Tan pronto como nos fue posible nos duchamos y recompusimos para poder salir a comer y tomar algo… Eran las siete de la tarde… El fresco primaveral de la calle nos reconfortó… Por una transversal fuimos hasta Corrientes y empezamos a recorrerla en el sentido ascendente de la numeración… Yo me sentía contento… Nunca antes había vivido una experiencia asi, tan sorpresiva, tan intensa y tan particular… El Negro también estaba contento; pero, lo que quería era comer… Las siete de la tarde es una hora impropia para cenar… Nos metimos en un bar de Corrientes y Maipú, el Bar Suarez, que hoy ya no existe… Pedimos sándwiches de jamón crudo y queso en pan francés y cerveza… El Negro no comía, devoraba… Hablamos de todo, nos contamos historias… Cuando nuestros estómagos se calmaron volvimos a la calle y seguimos caminando… Mirando el espectáculo que es Buenos Aires un día sábado, cuando recién comienza la noche… Una maravilla… Las luces sobre todo… Nos metimos en un par de librerías… En una, el Negro encontró una obrita que, en aquel entonces, era “lo más”, en materia de literatura pornográfica: “Memorias de una Princesa Rusa”, de autor anónimo… Hoy sería material pedagógico para jardines de infantes… La Caja de la Librería era atendida por una señora… Este detalle lo inhibía al Negro para concretar la compra… Era descarado, pero no tanto… Yo, con mi seriedad y circunspección hice la adquisición por él…

Aunque nada habíamos dicho al respecto, se presuponía o, al menos, lo presuponía yo, que después del paseo por el centro de Buenos Aires, regresaríamos a nuestra ciudad… En función de esta idea, cuando ya nos alejábamos demasiado del centro-centro, inocentemente pregunté, “¿Bueno, qué hacemos, nos volvemos al barrio?”... Con una sonrisa que de inocente no tenía nada, el Negro me espetó: “Si…, pero antes…, antes yo volvería otro ratito al departamento de mi abuela,… me quedó algo por hacer”… Su mirada era un ruego para que le dijera que si… Mi mente no lo podía creer… En menos de tres horas le habían vuelto las ganas de seguir luchando… Yo estaba para acostarme a dormir; de todos modos le dije que sí… El placer de estar en sus brazos, de sentirme poseído con semejante pasión, seguía avivando el fuego de mis deseos…

Apuramos el paso y en unos minutos estuvimos nuevamente entrando al edificio donde nos aguardaba el bendito departamento de la abuela… No eran las diez de la noche, la puerta de entrada continuaba abierta… Fuimos directo al dormitorio… Esta vez, el Negro encendió un velador para iluminarse; después abrió los batientes de la ventana que daba al balcón para que la luz exterior se filtrara en la habitación… Apagó el velador y, a pesar de ello, el cuarto seguía iluminado por los destellos del enorme cartel luminoso de la esquina, donde el neón jugueteaba incesantemente…

Lentamente, como con cierto desgano, el Negro comenzó a quitarse sus ropas, sus movimientos encerraban una perversa voluptuosidad… Perversa porque parecían perseguir el propósito de desquiciarme… El Negro sabía perfectamente bien el imán irresistible que encerraba su figura, absolutamente esbelta, absolutamente imponente… ¿Quién podía resistirse a semejante tentación?... El Negro lo sabía y lo explotaba arteramente… Por mucho que yo fingiera no verme afectado por los disparos de su sádico erotismo, no dejaba de ser vulnerable ni de tener conciencia de que, en algún punto, yo estaba a merced de su influjo… Un punto que me era desconocido y, por lo tanto, no podía controlar… Un punto hacia el cual el Negro dirigía brutalmente, íntegramente, la carga devastadora de su colosal artillería…

El ambiente que muy sabiamente el Negro había creado al abrir las persianas y apagar las luces interiores, dejando que la intermitencia de un cartel luminoso poblara y despoblara el aire tenso del cuarto con sombras y reflejos que parecían empujarnos irremediablemente hacía un abismo… Un abismo que podía ser el Cielo o el Infierno, o ambas cosas yuxtapuestas…

Las palabras me resultan flaco recurso para revivir las tensiones que rodearon el inicio de este segundo acto… Porque, aun cuando yo estaba lejos de ser un novato en estas lides, una cosa es que debiera interpretar a Shakespeare y otra a Juancito de Morondanga… Este último era el autor a quien yo había representado en todas mis anteriores actuaciones… Ahora, quien me daba letra era nada más y nada menos que el Cisne de Stratford-upon-Avon, un hombre que podía ser todos los hombres… Para que se imaginen cual podía ser mi estado de ánimo en esos momentos, he buscado un retrato donde se apreciara, más o menos, lo que en ese momento se presentaba ante mis ojos, los ojos de un muchacho a quien los hombres le gustaban a rabiar, y de ahí calcular por simple proporcionalidad la naturaleza y dimensión de mi estado psico-físico… El retrato que encontré es este…

No contento con exponer a mi tentación las exuberancias de su cuerpo, el Negro me invitaba a imitarlo… Mi resistencia fue como la de la Línea Maginot… Se pensaba que habría de impedir la invasión alemana y no detuvo ni a los mosquitos… Tan pronto como el Negro quedó tal como Dios lo había traído al mundo, todas mis resistencias se desplomaron vertiginosamente… En un abrir y cerrar de ojos mi cuerpo, tal cual él lo quería, estuvo a su entera disposición… Siempre fui de tomar iniciativas, pero en esa ocasión dejé que las iniciativas las tomase él… No era un novato ni un despistado; todo indicaba que poseía un saber ancestral, olfato, instinto, como diría el filósofo: “una participación cognoscitiva en la esencia de la cosa”… Su campo de batalla era la cama… Después de prodigarme unos besos que encendieron en mi la ya encendida llama del deseo, con suaves aventones me condujo hasta el lecho, hasta la enorme cama de la abuela, donde las sábanas conservaban los desordenados pliegues de la anterior batalla… Tal vez solo fuese una sugestión mía, pero creí advertir en los movimientos y toqueteos del Negro un cierto detenimiento en mis posaderas, como si quisiera sopesarlas o deleitarse con ellas… Los besos no cesaban, eran la sal de su cocina… Los mezclaba con sus incontenibles mordiscos… No se lo notaba tan avasallante, pero si más envolvente… Eso de hacer mil cosas a la vez desconcertaba y le permitía imponer su voluntad, sus impulsos… Yo opté por seguirlo en sus evoluciones con la precisión, el ajuste y la identificación de un partenaire experimentado… Mientras me sofocaba con sus besos, su mano se hizo dueña de mi mano, para arrastrarla hasta los bajos profundos de su vientre… Algo fenomenalmente excitado había allí… Y allí la depositó como quien libera una presa para que haga su voluntad… No era necesario que me diera orden alguna, yo sabía muy bien lo que tenía hacer… Acepté, entonces, el desafío, prometiéndome hacerle vibrar hasta la más recóndita de sus fibras… ¡Y lo logré!... Parafraseando la canción española, consagrada al genial matador don Pedro Romero, “el Negro fue un juguete y olé, fue donde quise yo, que primor”… Ganas tuve de besar eso que era su mayor orgullo, pero me contuve… ¡Qué el Negro continuara comandando la nave del fornicio!, era mi sentir... El Negro no necesitaba contramaestre… Solito podía vérselas con el timón y las velas, proa al puerto de su fijación…

La cama, hecha mar, nos deparaba incesantes olas de gozo y placer que conmovían nuestros cuerpos y narcotizaban nuestras seseras… Abandonado a sus designios, consentía cada uno y todos los giros de la fogosa coreografía con que el Negro me hacía el amor…

Así fue como, tras una andanada de besos y mordiscos, caricias y apretones, quedé en situación de ser penetrado por la soberbia virilidad del Negro… Sin pensarlo y como pude, ante la inminencia de la devastadora carga, arrime una poca de humedad al surco de mi ansioso ojal… Los movimientos preliminares del Negro, que solo podía presumir, pues estaba de espaldas, me señalaban que él hizo lo propio con orgulloso arcabuz… De inmediato sentí su punzante osadía…

Felizmente, a esa altura de mi vida, la virginidad era cosa del pasado, un recuerdo que lasciva terquedad se empecinaba en borrar… De no haber sido así, mi sufrimiento habría sido atroz, ya que al punto de haber ahondado su estaca en mis entrañas, el Negro cayó en un descontrol total y se convirtió en un potro desbocado buscando externar las furias encerradas en la muchedumbre de músculos y nervios de su cuerpo macho… Solo macho… Muy macho…

Me hacía sentir una rama azotada por todas los vientos, por todas las tormentas… Los hechos podían confundirse con una saña asesina, de no ser que en el fondo de esa sonora sinfonía de vientos, rayos y centellas, reverbera el eco de un propósito sublime: el Negro quería arrancarme de mi asiento y alzarme en alas de su locura a las máximas alturas del placer y de la dicha… En esos momentos, el Negro quería hacerme feliz, como solo puede hacerlo un hombre que ama…

Nunca nadie antes había logrado conmoverme tan profundamente, tan hondamente… El Negro era un amante perfecto… Sabía hacer el amor con la íntima convicción que esa gloriosa faena reclama del imperio absoluto de todas las brutalidades…

Cuando descargó en mi el néctar de su virilidad, se desplomó extenuado… Segundos antes, en sus postreras arremetidas, había promovido mi canto final… Juntos permanecíamos en la cama, exánimes, ya sin nada más que dar… Al menos por un muy buen rato…

En esos instantes inmediatamente posteriores a la feroz conmoción que había sufrido a manos del Negro asesino, del Gran Amante,  aunque en efecto lo que me conmocionó precisamente no fueron sus manos, sino otras partes, yo me sentía absolutamente vacío, como si dentro de mi ser no existiera nada… Una situación, un estado que sin dudas emulaba a la muerte… Esa circunstancia tan particular quedó registrada en mi mente por el propio peso de su incuestionable razonabilidad… Tanto que, después, ese dato me sirvió para entender cabalmente por qué el Negro me había dicho que “le había robado todo”…

Sin dudas él experimentó las mismas sensaciones que experimentaba yo; hasta es posible que lo suyo haya tenido mayor intensidad, y por eso, al sentirse vacío, como no podía decirme que “lo había matado” porque los muertos no hablan (a pesar del 48), escogió otra figura por asimilación, la del robo… Necesitaba echarle la culpa a alguien por su estado… Ya una vez me había dicho “me mataste”… Es que él se metía en las cosas con alma y vida, como suele decirse “hasta el cuadril” y cuando salía de ellas se sentía desollado… Nadie me quita de la cabeza el convencimiento de que en cada función amorosa, sus actos, conscientes y no conscientes, buscaban la muerte en ese punto culminante enajenante del orgasmo que nos sonsaca completamente de nuestro ser… No se muere, se limpia a muerte el cáliz del amor…

Pero estas son disquisiciones mías que no sé hasta dónde deben ser tenidas en cuenta… Lo que vale es recordar que, después de semejante función amorosa, no nos fuimos a la tumba… El Negro fue al baño a ducharse… Yo me ocupé de acondicionar la cama para que no quedaran huellas de nuestro paso por ahí (tarea de experto y honesto encubridor) y cuando todo estuvo en orden, emprendimos el regreso… Tomamos el tren de las 0:10 hs del día domingo 19 de octubre de 1958…

No fue un viaje aburrido, pero tampoco muy interesante… Habíamos disfrutado a pleno de nuestro encuentro íntimo, pero no sabíamos como continuar la cosa… El no disponer de un lugar apropiado constituía un impedimento insalvable para repetir la función… Los dos pensábamos lo mismo, “ya veríamos como nos arreglábamos”… ¿Tendríamos que esperar?... Posiblemente, si; pero en algún momento, mas tarde o más temprano, repetiríamos eso que nos había acercado tanto… El Negro no cesaba de decir que se sentía feliz… Yo no lo decía, pero también me sentía feliz…

Al llegar nos separamos y por vías separadas volvimos a nuestras casas, casi vecinas… Después empezaron a correr los días y cada uno siguió con sus cosas de siempre… Volvimos a vernos en el Colegio cuando se levantó la huelga, a fines de octubre… Nos saludamos, intercambiábamos algunas palabras, nos hacíamos señas y guiños, pero no dejábamos de mantener una distancia lo suficientemente prudencial como para alejar toda posibilidad de comentarios perniciosos… El miedo no es sonso…

Siguiendo esta tónica, finalizamos nuestros estudios secundarios… Durante los festejos de la colación de grados tuvimos un mayor acercamiento, se habían borrado las fronteras de las divisiones, pero no fue gran cosa… Además, yo lo tenía detrás de mí a Carlos Alberto exigiéndome atenciones especiales y quien le decía que no a sus 22,3 cm de duras razones… Carlos Alberto, no daba para amante, pero era un enfermero que sabía calmar los nervios…

Así las cosas, un día de febrero de 1959, un rayo de luz iluminó mi mente… Frente a los problemas, no es infrecuente que las personas busquen soluciones donde seguramente no las hay e ignoren remedios que tienen a su alcance … Digo esto porque el Negro y yo teníamos el irresoluble problema de no poder acceder a un sitio donde hacer el amor sin correr el riego de ser descubiertos… Pues bien, el sitio lo teníamos, había estado siempre a metros nuestro y una tota ceguera, no sé si intelectual o qué, nos impedía verlo y aprovecharlo, hasta que un día la Divina Providencia despejó mi obnubilado entendimiento y vi lo que antes, teniéndolo ante mis ojos, no veía…

En efecto, mi casa de entonces era una construcción casi fundacional, databa del año 1910… Había sido construida sin regateos, con lo mejor de su época… Baste decir que tenía dos plantas, tres baños, seis habitaciones y varios comedores, salas y algunas dependencias mas… Lo que originariamente no tuvo fue garaje para automóvil, porque en ese tiempo el automóvil no era artículo de uso familiar… Al automóvil lo sustituía una berlina tirada por caballos que mi tío abuelo Rafael, médico, uso hasta los años ’30… La berlina se guardaba al fondo de la casa,  en un cobertizo con salida a una calle lateral… A principios de los ’30 se compró un automóvil, se dejó de usar la berlina y el cobertizo se convirtió en un amplio garaje, una cochera, donde se guardaban dos autos: el Buick del tío Rafael y un Ford seda 4P que mi padre compro en 1938, antes de que yo naciera… Hasta principios de los años ’60 los autos estuvieron allí… Prácticamente no se usaban… En especial el Buick, ya que el tío Rafael dejó de manejar cuando cumplió los 75 años y se jubiló… Toda esta historia sirve para aclarar que el garaje era un lugar ideal para perpetrar todas las acciones secretas que a uno se le antojaran… Entre las 10 y las 11 de la noche, todo el mundo en la casa se iba a dormir y se dormía… A la cochera no se acercaba nadie… De la casa se podía salir al fondo sin que nadie se enterara… Bastaba concertar los detalles y con toda comodidad podían celebrarse encantadores festejos… No había cama, pero el Buick podía hacer sus veces… Mi padre había hecho construir un pequeño baño para cuando se llegaba a la casa con cierto apuro… Así que no faltaba nada…

Cuando barajé esta alternativa me comuniqué con el Negro… Lo puse más o menos al tanto de la cuestión y con el pretexto de devolverme un libro (que nunca le había prestado) el Negro se apareció por casa… Lo llevé a la cochera y le expliqué cómo funcionaba todo… Espléndido…  Trazamos un plan de acción… Tipo 12 de la noche, cuando todos en casa estuvieran durmiendo a pata suelta, yo me escurriría hasta la cochera… Le quitaría la llave al portón de entrada y aguardaría la llegada del Negro… A las 12 y media llegaría el Negro y en una operación relámpago se metería en la cochera… Nadie, hasta las 7 y media andaría por ahí… Tiempo más que suficiente para celebrar “una buena misa con música de órgano y todo”…

El Negro no necesitaba mucho para entusiasmarse… Quería que esa misma noche arrancáramos… Pero no podía ser… Esa noche se celebraba el cumpleaños de la tía Irine y el ambiente no estaba para misas… El encuentro lo diferimos para tres días después… Tal como lo habíamos pactado, a las 0:05 hs, yo ya estuve en la cochera, aguardando al Negro… Llevaba puesto solo una bata y las pantuflas… Para que el lugar no fuera una oscuridad total, conecté un portalámparas portátil con una lamparita azul de 25 W al tomacorrientes del bañito… Con la puerta algo entornada, irradiaba luz suficiente como para poder moverse con seguridad, sin que desde el exterior se advirtiera nada… Unos minutos antes de las 0:30 hs., llegó el Negro… De inmediato nos instalamos en el asiento trasero del cascarudo (así llamábamos al Buick, pues parecía un gigantesco coleóptero negro)… Una fracción de segundo necesito para quitarse todas sus ropas… Yo, menos… Ya dije que solo tenía la bata y unas pantuflas…

El Negro no tenía sangre, tenía fuego en las venas y un arte innato y maravilloso para transformar la realidad de buenas a primeras, de algo descolorido e insulso a algo vehementemente vistoso y apasionado… Cuando arrancó con sus consabidos besos, yo dejé de ser yo y me convertí en un instrumento al servicio de la magia de sus dedos, de sus labios, de todos sus recursos amatorios… Como la vez anterior, mi boca sentía la apetencia del recorrer a besos la sólida robustez de su mayor orgullo… Su mayor orgullo, algo que le era propio, pero a la vez parecía tener una cierta autonomía, una misteriosa autoridad, la que ejercía tiránicamente sobre ese vasto continente del deseo que era la persona toda del Negro, obligándolo a hacer lo que el Algo quería… Parece ser que el Algo, sin saber de mis deseos, quiso al propio tiempo recibir los halagos de mi habilidosa boca y el Negro, fiel a sus designios, se las compuso para confrontarme con mi querido enemigo… Como por arte de magia, de repente, me vi volcado sobre el bajo vientre del Negro, enfrentado al monumento de su hombría, rindiéndole honores a su plenipotencia bienhechora…

Ese fue el quiebre, el punto de inflexión en nuestra relación… A partir de esa fracción infinitesimal de tiempo, el Negro y yo dejamos de ser dos seres independientes y pasamos a ser dos cómplices de una aventura cuyo epicentro era el juego del amor homosexual, del amor prohibido… Entre nosotros, todo estaba permitido, con una sola condición, con un reglamento de un solo artículo: con amor, todo: sin amor, nada… Un amor que no nos inscribía en ningún camino, en ninguna carrera; un amor que era solo eso: amor… El Negro me poseía porque amaba poseerme y yo me rendía a sus posesión porque amaba que me poseyera…

Para el Negro, el descubrimiento de los servicios que podía prestar la cochera de mi casa fue “el hallazgo del siglo”, la solución de sus impenitentes urgencias, porque al Negro las urgencias lo perseguían, no lo dejaban tranquilo… Le volvían siempre y cada vez más seguido y con mayores ganas… De no haber sabido imponer mi voluntad, hubiese tenido que trasladar mi dormitorio al garaje y atenderlo como si allí funcionara una Sala de Guardia… Pero, yo supe ponerle cotos y él supo aceptarlos… Nada en excesos, decían los griegos… Además, yo tenía otros alumnos que atender, que no tenían la brillantez intelectual del Negro, pero si el derecho de ser asistidos por un docente de mis quilates, modestia aparte…

La cochera funcionó a full un buen tiempo… Después vino algo mejor… En 1959, el Negro inicio la carrera de Contador Público Nacional… Ponderando su desempeño como estudiante secundario, pudo haberse presumido que la carrera universitaria sería un desastre, pero no, fue todo un éxito… La llevo siempre en ascenso… Comenzó, como suele decirse, a sentar cabeza… En realidad, lo que sucedió fue que, en lugar de anotarse en todas, comenzó a  anotarse solo en las que le reportaban provecho y no le arruinaban la vida…

En 1962, cuando comenzó el tercer año de la Facultad (el año 61 lo había perdido con el Servicio Militar), me llamó una tarde… Supuse que lo que quería era comprometerme para la noche… Me equivoqué… Me dio una dirección y me pidió que fuera a verlo allí el día siguiente, después de las siete de la tarde… La verdad era que yo no entendía nada, pero le tenía confianza y fui… El lugar era un edificio de oficinas próximo a los Tribunales y a mi casa… El sitio preciso, el sexto piso, “Estudio Jurídico de los Des. Arnaldo & Juan Pe…”, hermanos entre si y hermanos de la mama del Negro… Como los tíos tenían proyectos expansivos, lo emplearon al Negro para que fuera conociendo “el Negocio”… No sé si le pagaban algo; pero, el Negro no necesitaba… Más le convenía organizarse para el futuro… Como después de las cinco/seis de la tarde el Estudio quedaba solo y el edificio prácticamente vacío, el Negro aprovechaba la circunstancia y que quedaba allí, donde reinaba el silencio, “para estudiar a fondo, las materias que tenía en carpeta o entre manos”… Como yo, el Negro no se perdía por las diagonales…

No les cuento lo que fue ese Estudio, entre 1962 y 1965, para nuestros afanes contables y científicos… Cambridge, Oxford, La Sorbona y Harvard todas junto quedaban a varios cuerpos del Templo de Saber que construimos ahí… Con todo, no recuerdo una sola vez en que nos hayamos apartado del principio helénico: “No exagerar”…

En 1965, comenzó el ocaso de nuestra historia… El remate lo dio mi viaje a Europa… Para mí era una oportunidad que no podía desperdiciar… Financieramente mi familia no estaba bien y remontar la pendiente nos iba a llevar tiempo y algunos sacrificios… En Europa, además de estudiar, no la iba a pasar mal, sobre todo yo que puedo vivir sin tomar agua…

Cuando regresé de Europa, las cosas para Manuel iban cada vez mejor… Juzgue acertado no hacerme ver… Buena parte de mis actividades estaban en Buenos Aires y eso ayudaba a mantenerme alejado… La época de estudiantes había muerto y era de cuerdos aceptar la realidad…

Volví a verlo, no una sino muchas veces, en distintas oportunidades y circunstancias… Siempre me trato en forma exquisita… Algo de mi refinamiento (que es más fama que otra cosa) se le había contagiado… Sabía convertir un coloquio en un diálogo y decir cosas sin decirlas… Sirva de muestra la siguiente anécdota… Cierto día, en el foyer de un cine, como quien no quiere la cosa, frente a varios señores amigos (de esos que sirven para hacer bulto), comentó que: “en un tiempo yo guardaba mi auto en la cochera de la casa Dr. de Altamirano, que tenía la gentileza de prestármela gratuitamente; allí ocurrió y se repitió casi sin solución de continuidad un fenómeno que me llevo a pensar que allí vivía un duende bienhechor, pues siempre, al día siguiente de haberlo guardado allí, lo encontraba como nuevo, lavado y en hoja”… Como no me iba a quedar atrás, acoté para su deleite: “Téngalo por seguro, Contador, en esa casa había fantasmas; estaba embrujada… Sucedían cosas increíbles allí … Le cuento que, alguien a quien le tengo mucha confianza como si fuera yo mismo, me contó por las noches aterrizaba también en la zona de las cocheras un extraño pajarraco, parecido al ruiseñor de Teócrito y cantaba hasta que la voz se le enronquecía, entonces parecía expectorar y se callaba, como si se hubiera muerto; ninguna de las veces que lo buscaron con las luces del día lo hallaron, pero al anochecer del otro día o algunos días después reaparecía, tan tenorino como siempre… Para mí era un pájaro de buen agüero”…

En la actualidad se que vive y que está muy bien… Su casa donde reside colinda con la casa de una prima mía a quien veo en velorios y otros entretenimientos fúnebres, y no se priva de hablarme de él… Una vez, cuando me lo mencionó, le pregunté si era el Cr. Manuel Barreto… Como en efecto era él, ahora, mi prima, cada vez que me ve, se considera obligada a pasarme un parte sobre su estado de situación…

El año pasado tuve que firmar una escritura en una Escribanía que no conocía… La titular era la Escribana Lucía B. de Vignes… La escritura correspondía a unos terrenos que se vendieron en 1992 y no se había escriturado… Lo que teníamos que hacer era un formalismo… En la Escribanía nos atendió un joven de unos veintipico de años que me dejó helado… Era el Negro en persona… Yo estaba con mi Contador,  quien llevaba la voz cantante de mi parte… Yo: mus… Lo único que tenía que hacer era firmar… El joven le dio una tarjeta personal a mi Contador no sé para qué… Se la pedí y la leí: Manuel Vignes Barreto… Era el nieto del Negro… Dicen que las similitudes saltan una generación… Mas parecido: imposible…

Parecido, si; igual, no… Delante nuestro quiso traficarle unos pesos a los compadores de los lotes, buena gente, que pagaban la escrituración y habían elegido la Escribanía… Le falto la clase del Negro… El Negro rompía y hacía feliz todo al mismo tiempo… Bueno, hay que admitir que ciertas cosas no se heredan…

Hasta pronto mis amigos,

Eduardo de Altamirano

Como siempre digo, si alguien quiere escribirme, que lo haga a mi dirección electrónica: decubitoventral@yahoo.com.ar , será un gusto recibir su comentario.