El nacimiento de Paula

Los nítidos e inequívocos gemidos de placer otorgaban la victoria al viejo, mientras ella se hundía en un extraño abismo de contradictorias emociones.

Desde que Raúl entrara por la puerta lo oía despotricar enojado, hablando solo como un demente. Cuando llegó al salón donde ella estaba, Paula dejó la revista a un lado y lo miró con sonrisa irónica.

Cariño. ¿Te ocurre algo? – preguntó pacientemente, acostumbrada a las protestas en forma de largos monólogos por parte de su marido.

¡Joder! No soporto a ese asqueroso... – respondió el iracundo Raúl - ...ese puto viejo verde... – remachó soltando violentamente la chaqueta contra el sofá, justo al lado de Paula.

La expresión de comprensiva conmiseración se borró del rostro de la joven esposa. No tenía que preguntar a quién se estaba refiriendo su marido. Sabía perfectamente que estaba hablando del portero del inmueble. La sola imagen de aquel depravado ser en su mente la hizo estremecer y una mueca de profunda repulsión asomó a su bello rostro.

¿Qué ha hecho esta vez ese cerdo? – se interesó con precoz indignación.

Me he encontrado a Luisa en el ascensor y me ha sorprendido rompiendo a llorar sin aparente motivo... – comenzó a explicar Raúl - ...Al preguntarle qué le ocurría, me ha contado entre gimoteos que, Pepe, el portero, no deja de acosarla. Que hasta hace poco, tan solo se conformaba con mirarla lascivamente y decirle un sinfín de barbaridades. Pero, al parecer, el otro día se atrevió a meterle mano...

¡Será cabrón...! – protestó Paula enojada – Imagino que Luisa denunciará a ese desgraciado... – inquirió con la esperanza de que, por fin, aquel miserable tendría el castigo merecido.

Eso mismo le dije yo... – admitió Raúl con un desencantado suspiro - ...Sin embargo, no lo va hacer...

¿Por qué? – interrumpió una airada Luisa

Ya sabes que últimamente tiene problemas con su novio y ...

¿Pero eso que tiene que ver? – volvió a cortar la, cada vez, mas enojada joven.

Teme que si su novio se entera de algo semejante, acabe por romper la relación – argumentó Raúl.

Si es así... ¡que le den por el culo! – sentenció Paula.

Probablemente tengas razón, pero es una decisión que debe tomar Luisa – concluyó Raúl dirigiéndose hacia el dormitorio.

No podía creer que su vecina y amiga permitiese al portero salirse de rositas en aquel asunto. Tampoco entendía como ese viejo cerdo, al que todas las mujeres del edificio, sin excepción alguna, odiaban, continuara ejerciendo su puesto de trabajo. Lo ocurrido a Luisa, no era la primera vez que sucedía, aunque Paula nunca había oído una de tales confesiones de primera mano, siempre había sido a través de terceras personas y dentro del ámbito de la rumorología. Por ese motivo decidió que nada más cenase, iría a casa de Luisa para hablar con ella de lo acaecido.

Determinación que estuvo a punto de no cumplir ya que, tras la cena, Raúl y ella se enredaron en una irremisible batalla sexual. A Paula, tan solo le bastaron unos pocos besos y unas ligeras caricias para olvidarse de todo lo que no fuera sus sudorosos y agitados cuerpos desnudos, fundiéndose entre sí.

Siempre ocurría lo mismo. El sexo en su matrimonio no era todo lo abundante que ambos deseaban. Los turnos laborales de Raúl eran demenciales, provocando enormes lagunas entre polvo y polvo, hasta el punto que, Paula, llegaba a sentir que se olvidaba por completo del sexo y que, su libido, no era tan activa como antes. Afortunadamente, se equivocaba en todas las ocasiones. Con el más simple contacto, Raúl acababa poniéndola como una moto y terminaban follando como locos allí mismo donde les alcanzara el arrebato, fuese donde fuese. Motivo por el cual, muchas de sus relaciones sexuales se producían en lugares públicos, en sus propios puestos de trabajo y en los sitios más insospechados. La propia Paula no dejaba de sorprenderse y avergonzarse tras cada uno de esos episodios. No se consideraba una persona exhibicionista. En realidad le horrorizaba la idea de que alguien pudiera sorprenderlos en alguno de tales lances y por eso prefería hacerlo en la intimidad de su casa, como en aquella ocasión.

Pero donde menos lo esperaba se produjo la interrupción. Tumbados sobre la alfombra del salón, a punto de alcanzar el orgasmo, sonó el busca del hospital. Paula intentó retener entre los muslos a su amado, pero éste, como impulsado por un invisible resorte, abandono las jugosas entrañas de la mujer, dando un ágil salto en dirección al inoportuno y maléfico aparato.

Lo... lo siento cariño... – se disculpó Raúl dubitativo y aún jadeante - ... He de irme. Me llaman del hospital.

¡Vete a la mierda! – exclamó la decepcionada esposa, incorporándose inmediatamente para escabullirse dentro del dormitorio, cerrando la puerta tras de sí con un sonoro golpe.

Echada sobre la cama, lo oyó entrar. Raúl repitió su disculpa inclinándose sobre ella para besarla antes de marcharse. Paula volteó la cara, evitando el contacto. El desalentado suspiro precedieron las últimas palabras de despedida del joven médico.

Por favor, cariño... Entiéndelo.

Escuchando los pasos de Raúl alejándose, Paula lloró. Por supuesto que lo entendía. Sabía lo importante que era para él su carrera. Pero en ocasiones como aquella, se revelaba contra la inhumanidad, rayana al esclavismo, con que el hospital trataba a todos sus novatos del MIR.

Mas calmada, Paula recordó lo sucedido con Luisa. Miró el despertador de la mesita de noche. Marcaba las 23 horas. Dudó si ir o no a casa de su amiga. "Luisa suele acostarse tarde", se convenció, mas motivada por la curiosidad que por la consideración hacia la otra persona.

Dada la hora, cubrió su cuerpo con una simple y corta bata de raso, así como unas zapatillas. Miró por la mirilla de la puerta para comprobar que nadie pudiera verla y, con las llaves del piso en una mano, salió al exterior.

Ya ante el piso de Luisa, pensó que sería mejor llamar con los nudillos en vez de utilizar el timbre. Pero cuando fue a golpear la puerta, se percató de que, ésta, tan solo estaba entornada. No muy consciente de estar allanando la intimidad de su amiga, se adentró sigilosamente en la casa. En silencio cruzó el pasillo y el vacío salón. Al otro extremo, en la habitación de Luisa, vio luz y hacia allí se dirigió. Conforme se acercaba, comenzó a escuchar unos reveladores gemidos y jadeos. A cada paso, éstos cobraban mayor nitidez y Paula ya conseguía diferenciar la ronca virilidad de unos y la sensual femineidad de otros. Sonriendo y sintiéndose protegida por la oscuridad que la rodeaba, se atrevió a acercarse hasta la puerta. No estaba cerrada y nerviosa se dispuso a actuar de voyeur, quería ver como Luisa se lo montaba con su novio. El luminosos hueco era lo suficientemente amplio como para permitirle, incluso, el paso al interior de la habitación. Por supuesto, no se atrevió a tanto. Tan solo se plantó en frente y observó.

Desde su posición no podía vislumbrar la cama en que retozaban los amantes, pero un espejo, situado en la pared de en frente, reflejaba buena parte de lo que estaba ocurriendo. Paula contuvo el aliento fascinada ante la imagen.

Veía claramente a Luisa, totalmente desnuda. Su amiga estaba en cuclillas, con las piernas completamente abiertas y separadas. Apoyada sobre sus pies y las palmas de las manos, la joven balanceaba las agitadas caderas, haciendo que una descomunal polla entrara y saliera de su encharcado y brillante sexo.

¡Dios mío! Se estremeció Paula, hipnotizada ante aquella única parte del novio de Luisa que captaba su perturbada mirada. Nunca había visto nada semejante. "¡Quién lo diría!" Sonrió para sus adentros. Nada en Mario hacia suponer que estaba tan superlativamente dotado. No podía dejar de compararlo con esos rústicos y gruesos bastones de entrelazadas nudosidades, con el que, algunos de los viejos aldeanos de su pueblo, se acompañaban en sus vacilantes paseos. Pero, aparte del descubrimiento de la octava maravilla, había algo más que atraía poderosamente la atención de la silenciosa intrusa.

Una corriente eléctrica recorrió la columna vertebral de Paula contemplando el arrebolado rostro de su amiga. Bajo un ceño ligeramente fruncido, unos ojos semicerrados y parpadeantes como alas de mariposa, los abiertos y temblorosos labios de Luisa, no solo dejaban escapar unos inquietantes gemidos, sino que por sus comisuras resbalaban dos hilillos de saliva, mostrando a la atónita espectadora, una tan vivida imagen del intenso placer que experimentaba, que ésta no pudo resistir llevarse una mano a la entrepierna.

Era la primera vez que ejercía de mirona y se sentía culpable, a la vez que avergonzada. Pero también terriblemente excitada. Los dedos de Paula se deslizaron a través de la hendidura que separaba sus hinchados labios vaginales. Estaba empapada y acalorada. Sin pensar, se quitó la bata y, desnuda, se arrodilló ante la puerta, comenzando una frenética masturbación. Sus ojos, abiertos como platos, devoraban la escena. Hasta el punto de llegar a sentir que ella era Luisa. Que los bamboleantes pechos, perlados de sudor e inflamados por la agitada respiración, eran los suyos. Y que aquel mucoso coño, tan gloriosamente relleno, que comenzaba a convulsionarse con los primeros estertores del orgasmo, no era otro que el suyo.

Paula se corrió al mismo tiempo que su amiga, agradeciéndole a ésta la sonoridad de su éxtasis, eso ayudo a que sus apagados gemidos pasaran desapercibidos para la pareja. Tras coger la bata, comenzó a incorporarse para marcharse de la misma manera cómo había entrado, cuando una ronca voz que ella conocía bien resonó en la habitación, dejándola paralizada y helándole la sangre.

¡Joder! ¡Que puta eres!... ¿Ya te has corrido?... – reprochó despectivamente la áspera voz.

Fue entonces cuando Paula vio surgir, de debajo de su amiga, la repugnante figura del portero. El hombre, se puso en pie sobre sus zambas y varicosas piernas, situándose ante la arrodillada y hermosa joven. Sumisa y anhelante, Luisa abrió la boca. Tuvo que aguardar a que su viejo y obeso amante elevase la descolgada panza con una mano, antes de acometer una golosa y espectacular mamada.

Paula no concebía la voluntariedad, entrega y deseo de su amiga hacia aquel esperpéntico ser. Con los músculos bloqueados y en silencio, contempló como Luisa albergaba en su boca, de manera inconcebible, la monstruosa polla del viejo. Y a pesar de la falta de oxigeno que evidenciaban los ojos de la joven, casi fuera de sus órbitas, consiguió que, al poco, el portero comenzara a bufar, eyaculando estrepitosamente en su garganta.

Cuando Luisa se separó del jadeante y caduco semental, la vio sonreír, mostrándole con la boca abierta, el espeso néctar sustraído. Como en una de esas malas películas X, la mujer estiró el cuello, cerro los labios y tragó el lechoso presente.

Paula tuvo que contener un grito de horror, tapándose la boca con la mano; la misma con la que, minutos antes, se había masturbado. El olor de sus propios flujos vaginales la hicieron reaccionar y con toda la velocidad que le permitía el sigilo, huyó hacia la seguridad de su casa.

Esa noche no consiguió conciliar el sueño y a la mañana siguiente, en la oficina, no podía concentrarse en el trabajo. Como una película, las escenas entre Luisa y el portero, desfilaban por su mente. No llegaba a entender como una mujer de veinticinco años, guapa, sexy y sofisticada, como era el caso, había acabado en brazos de un ex guardia civil jubilado, obscenamente vulgar, ruin y espantosamente feo. Precisamente, recordaba ciertas charlas con Luisa en las que habían hablado de aquel sujeto y ambas coincidían en el asco que le producía la lasciva forma que tenía de mirarlas, desnudándolas con aquellos repugnantes ojos de sapo, saltones y permanentemente acuosos. En más de una ocasión lo habían sorprendido saliendo de su garita para agacharse al pie de los escalones que separaban el portal del ascensor, mirando bajo las faldas de cualquier vecina que pasara. También les horrorizaba sus procaces piropos, siempre soeces y vejatorios; así como la forma que tenía de expresarlos, aprovechando un despiste para acercarse por detrás de la susodicha en cuestión y, rozando su repugnante fisonomía contra la espalda de la mujer, susurrárselos roncamente al oído.

En el edificio, todas las mujeres jóvenes y guapas habían experimentado semejantes abusos. E incluso corrían rumores de cosas peores. Se había llegado a hablar hasta de una violación, pero este cotilleo era demasiado fuerte como para darle crédito. Algo así habría acabado viendo la luz y aquel tipo, de ser cierto, estaría actualmente en la cárcel, pensaba Paula.

Con todas aquellas imágenes e ideas en la cabeza, la joven entró en el portal. Ascendió los ocho escalones y pulsó el botón del ascensor.

Cada día estás más buena – Paula dio un asustado respingo.

¡Déjeme en paz! – respondió, encarándose a su interlocutor.

¡Vamos guapa! ¿Por qué eres tan arisca conmigo? Podríamos ser muy buenos amigos... – Paula reculó espantada ante la velada insinuación, mientras el hombre le sonreía maliciosamente, mostrando una rala y ennegrecida dentadura.

¡Usted es... es... un cerdo! – tartamudeó de rabia

Así es – admitió el portero con una carcajada – Pero me parece que a ti te encantan los cerdos.- afirmó el viejo acercándose nuevamente a la joven, la cual, en su retroceso, acabo por chocar contra la puerta del ascensor.

¡Usted que coño sabe de mí! – respondió ella empezando a perder el control.

Se lo que hiciste anoche – ronroneó el hombre evidentemente divertido, a la vez que apretujaba su obesa panza contra la inquilina.

No... no se... de que me está ha... hablando- logró articular Paula, que sentía como si un martillo pilón acabara de machacarle los sesos.

Lo sabes muy bien preciosa – respondió el viejo, echado literalmente sobre la joven, rozando con sus labios la oreja de ella – Por cierto – continuó diciendo, oprimiendo aún mas el cuerpo de Paula - Tienes unas tetas soberbias.

Se quedó helada ante tales palabras, pero mucho mas al sentir las manos del viejo sobre su cuerpo. Mientras con una, le estrujaba toscamente el pecho, con la otra, le acariciaba el culo bajo la falda. Los labios de Paula se movían descontroladamente sin poder articular palabra, todos los insultos del mundo se agolpaban y se atascaban en su garganta, formando un nudo en la boca del estómago. Su cuerpo, rígido y tembloroso, parecía haber quedado desconectado de su furioso cerebro. Los latidos de su corazón se aceleraron, notando como los gruesos y ásperos dedos del hombre se introducían bajo la goma del tanga, empezando a rozar su sexo.

El timbre que anunciaba la llegada del ascensor, sonó. E igual que un boxeador ante la campana de un nuevo asalto, por fin Paula, consiguió reaccionar. Empujando con todas sus fuerzas al sucio cerdo, lo aparto de sí, para, a continuación, introducirse velozmente en el ascensor y pulsar el botón número cinco.

Las llaves temblaban entre sus dedos, incapaces de incrustarlas en la ranura de la cerradura. Paula estaba empezando a dar crédito a todas aquellas habladurías sobre el portero, que ella, hasta la fecha, había considerado como tan solo, eso, cotilleos de vecinas ofendidas. Por su parte, no estaba dispuesta a contar a nadie nada de lo ocurrido y mucho menos a su esposo. Si por la misma lógica, las demás mujeres del edificio, reaccionaban de forma similar, Paula tenía la respuesta de por qué ninguna lo había denunciado a la policía. Finalmente las llaves se le cayeron al suelo.

Hola Paula... ¿problemas? – una sonriente Luisa la miraba desde la puerta de su piso.

No... no... – balbuceó Paula, sonrojada como un tomate – Tan solo... un mal día de trabajo.

Entonces, tal vez te apetezca una copa – invitó la mujer.

Tras un par de copas mas de la cuenta en la acogedora comodidad del salón de Luisa, Paula no sabía como habían llegado hasta aquel punto, pero se mantenía silenciosamente inmóvil, temerosa de que su amiga interrumpiese su relato. Le acababa de contar, entre lágrimas y sollozos, todo lo ocurrido con el portero. Como una noche de juerga con unos amigos había concluido en una monumental borrachera y al final de la fiesta, la metían en un taxi, dándole al chofer los únicos datos que recordaban, la calle y el portal. Como el taxista la bajó del vehículo, casi a rastras, e incapaz de sonsacarle el piso en que vivía, optó finalmente por pulsar el botón del portero electrónico en que se especificaba "portería". El siguiente recuerdo de Luisa era ya en su casa, echada sobre la cama, gritando insultos hacia el hombre que se reía mientras la desnudaba. Nada mas, hasta la mañana siguiente, que se despertó con una resaca de órdago. Tras comprobar que estaba totalmente desnuda, le sobrevino la imagen del portero desnudándola y eso la encolerizó, pero pensó que aquel cabrón se habría limitado a manosearla durante un rato, tal vez haciéndose una paja y se habría marchado. Sin embargo, tras ducharse y tomar una aspirina, encontró una cinta de video con una nota pegada. "Ponlo" era todo el contenido de la escueta misiva. Con el pulso acelerado y un nudo en el estómago, la joven visualizó dicha cinta, así como lo sucedido realmente aquella noche. El hijo de puta no se había conformado con una simple paja. ¿Por qué hacerlo si la tenía completamente a su merced?. Luisa no especificó el contenido de la película, tan solo que, tras haberla usado todo cuanto y como quiso, acercándose a la cámara, orgullosamente sonriente, la avisaba de su próxima visita a la noche siguiente y de que, en caso de negarse, entregaría otra copia de la película al novio de Luisa.

Su amiga acabó revelándole que llevaba dos meses compartiendo su propia cama con el portero, siempre que este quería, que era la mayoría de los días.

Paula no sabía como, pero necesitaba hacerle una pregunta. En toda la narración, Luisa era una victima, arrastrada a la infamia por una desafortunada confluencia de casualidades y la vileza de un sujeto. En todo eso, no encajaba la Luisa que ella había visto; sonriente, con la boca llena de esperma, tragándoselo golosamente,. Finalmente decidió sincerarse con su amiga, contándole a su vez, como había entrado en la casa y todo lo que vio, reservándose, tan solo, lo tocante a su propia excitación y la paja que se hizo mientras los vigilaba.

Durante unos eternos segundos pareció que Luisa le iba a lanzar una sarta de reproches, pero su enojado rostro se transformó en los llorosos pucheros de una niña, pillada en fragante travesura.

No... no lo entenderías... – exclamó

¿El qué no entendería? – insistió Paula envalentonada - ¿Qué eres una puta? – Toda su indignación desapareció nada más pronunciar semejantes palabras – Lo... lo siento... – se excusó arrepentida – No tengo derecho a decirte...

No. No lo tienes – Luisa estaba seria, pero sin fuerzas para mostrarse enojada – Aunque, si. Tienes razón. Soy una puta. Su puta.

¡Joder! ¿Qué dices? ¿Estas loca o qué te pasa? – recriminó Paula – Ni que estuvieras enamorada de ese monstruo – exclamó riéndose cínicamente, para añadir inmediatamente – Porque no es así ¿verdad?

No. No es eso. Lo odio y lo mataría... – Paula suspiró aliviada - ...si pudiera

¿Entonces? – preguntó Paula volviendo a la carga – Explícame lo que vi.

La mujer que viste no era yo. No... no... déjame terminar – solicitó Luisa adelantándose a las protestas de su amiga – Como te he dicho, odio a ese... ese puerco – escupió con inusitada rabia - ...me repugna y me... excita... – reveló con un débil hilo de voz que delataba su profunda vergüenza y provocaban en su oyente un grito de espanto - ...cada vez que se me acerca, le clavaría un cuchillo en su negro y sucio corazón, pero es como... si me absorbiese el cerebro...cuando me toca... una especie de maligno ser se apodera de mí y mi mano... en lugar de blandir el cuchillo salvador se... se cierra en torno a su descomunal y poderosa polla... Esa enorme masa de ardiente carne palpitante se... se convierte en la única cosa a la que me puedo aferrar... como un naufrago se agarra con todas sus fuerzas al tronco salvador, intentando eludir el negro abismo que amenaza con tragárselo... En esos instantes, dejo de ser yo... convirtiéndome en lo que él quiere que sea... Me debo a él... ¿No lo entiendes?... – gritó angustiada - ...Es mi salvador... mi amo y esa... esa otra mujer en la que me transformo hace todo lo que él pida... sumisa... obediente... con abnegada y total entrega ... esperando como un perro la recompensa por su lealtad... el premio final... el más sucio, degradante, pero a la vez, extraordinariamente intenso placer experimentado jamás... Después... después, vuelvo a ser yo, vuelvo a desear fervientemente su muerte y... al mismo tiempo, anhelo desesperadamente que vuelva a poseerme... ¡Dios mío!...¡Voy a volverme loca!... – concluyó Luisa echándose a los brazos de Paula, envuelta en un mar de lágrimas.

Cuando entró en su casa, rendida y agotada por las emociones del día, vio a Raúl vestido como si se preparara a salir. Una maleta de viaje descansaba a su lado.

¡Vaya!¡Menos mal que has llegado! – comentó impaciente – Estaba a punto de dejarte una nota. Mi vuelo sale dentro de una hora.

¿Vuelo?¿Qué vuelo? – preguntó Paula desconcertada, sin saber de que puñetas estaba hablando.

¡Joder! El doctor Villaseca me ha escogido a mi entre todos los residentes para que lo ayude en la próxima exposición que tiene que hacer en uno de los congresos de neurocirugía mas importantes del mundo... – explicó excitado- Es la oportunidad que estaba esperando – sonrió triunfalmente.

¡Vaya! Que... que bien... – alcanzó la joven a decir, sintiéndose culpable por no compartir el legítimo entusiasmo de su marido - ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera?

Dos o tres semanas, depende como se desarrollen las diferentes exposiciones... Pero no te preocupes cariño... – añadió percatándose del incipiente mohín de disgusto en su mujer - ...intentaré llamarte todos los días.

Un fugaz beso, una rápida carrera y un portazo bastaron para que Paula se sintiera la mujer mas abandonada del mundo. Desolada, se duchó y acostó, sin tan siquiera cenar.

Fue una noche inquieta y agitada. Con sueños de naufragas que escapaban del ensordecedor oleaje abrazándose a enormes pollas flotantes, Paula entre ellas.

La mañana la sorprendió con todo un fin de semana por delante, sin plan alguno. Todos los que tenía habían huido en un vuelo dirección a Vancouver. Aunque le entristeció la ausencia de Raúl, también lograron calmar la angustia de sus pesadillas nocturnas.

Tras vagabundear por la casa sin saber que hacer, se embutió un holgado y viejo chándal del que nunca se decidía en deshacerse. Bajó a la calle y compró la prensa. Afortunadamente, ni a la salida ni a su regreso, se tropezó con el maldito portero. Recordó no haber recogido la correspondencia en toda la semana, por lo que revisó el buzón. Extrañada, observó el grueso sobre allí depositado. No tenia matasellos ni dirección alguna. No obstante, lo envolvió con la prensa del día y subió hasta su piso.

Después de desayunar tranquilamente, ojeando las páginas de repetidas noticias, Paula abrió el sobre. Dentro halló una cinta de video y una nota.

"Querida Paula, te dejo la cinta de que te hablé. No se si servirá de algo, pero necesito compartirla con alguien. Seguramente no debería pedirte la contemplación de tales imágenes y lo dejo a tu libre elección. No obstante, si así lo decidieras, agradecería este favor.

Un beso. Tu amiga Luisa"

Paula miró la cinta, girándola entre sus dedos, una y otra vez, incapaz de decidirse. Finalmente, introduciéndola dentro de la ranura del aparato de video, pulsó el play del mando a distancia, acomodándose en el sofá, frente al televisor.

Las primeras imágenes eran movidas. Tan solo se veían las palmas de unas manos aplastadas contra el objetivo de la cámara. De pronto, el enfoque se estabilizó y vio un primer plano de la cara de Pepe, el portero. Este sonreía, enseñando su putrefacta dentadura a la cámara.

Mario voy a enseñarte lo puta que es tu novia – dijo apartándose hacia un lado y dejando la imagen de Lucía tendida sobre la cama.

Borracha, como le había contado Luisa. Pero ni Paula ni cualquier otro que viera aquellas imágenes podrían ver más que una mujer aparentemente dormida. Hubo un corte y las nuevas imágenes ya eran de una Luisa desnuda. El objetivo volvía a ser vacilante, moviéndose para mostrar toda la espectacular desnudez de la joven. El cámara, Pepe, sin lugar a dudas, manejaba el zoom para mostrar los más íntimos recovecos de la mujer, a la vez que se escuchaba su voz, soltando un sinfín de procacidades sobre lo buena que estaba su victima. Otro corte, nuevamente la cámara fija, dejó paso a una escena en la que, Pepe, igualmente desnudo e inmerso entre las abiertas piernas de la joven, se la follaba sin dejar de mirar hacia el objetivo, explicando a Mario, entre jadeos, las sucias sensaciones que experimentaba al tirarse a su novia. Corte. Ahora, otra vez cámara en ristre, el portero mantenía un primer plano de su propia polla, entrando y saliendo del coño de Luisa, mientras calificaba a Luisa de puta, remarcando tanto con palabras como con el objetivo, lo húmeda que ésta estaba y lo mucho que estaba disfrutando. El zoom aproximó inverosímilmente la imagen al ocupado sexo de la mujer, mostrando la profusión de espesos jugos vaginales que desbordaba. Después, alejándose lentamente, enfocó por completo a Luisa. Por primera vez se veía la cara de la joven.

Paula creía la historia que Luisa le había contado, pero el enorme placer que reflejaba el rostro de su amiga en aquellas imágenes, le hacían dudar sobre la parte en que ella decía no acordarse de nada de aquello. Gimiente y jadeante, con el coño encharcado, se la veía al borde del orgasmo; el cual alcanzó pocos fotogramas después. Pepe continuó follándosela durante unos minutos mas, antes de efectuar una ágil retirada para un hombre de su edad y fisonomía, situándose de rodillas junto a la cabeza de Luisa y eyaculando sobre su semblante.

La imagen desapareció de la pantalla del televisor, dejando tan solo la luminosa "nieve" que indicaba la falta de señal en el receptor.

Ni por un segundo Paula había apartado la mirada de la pantalla. Era por eso que ahora se asombraba viéndose a sí misma, con una mano dentro del pantalón del chándal y con los dedos ungidos con sus propios flujos.

¡Dios mío! Se avergonzó, retirando rápidamente el pecaminosa miembro. ¿Cómo era capaz de masturbarse viendo aquellas sucias imágenes? No queriendo conocer la respuesta inició una frenética actividad de ama de casa. Lavó los platos acumulados durante la semana que estaban en el fregadero de la cocina, quitó el polvo del salón y, tras barrer y fregar los suelos de todas las habitaciones, puso una lavadora. Terminada ésta, echó la ropa limpia en un cubo, se dirigió a la cocina y extrajo una cerveza fría de la nevera, para antes de salir con todo ello del piso, hacer una parada en su habitación, cogiendo una pequeña bolsita guardada en el cajón de su mesita de noche.

Subió en ascensor hasta el último piso y allí, finalmente, ascendió unos pocos escalones hasta la puerta metálica que conducía a la azotea del edificio.

Paula cerró los ojos, saboreando la dulce sensación que le otorgaban los rayos solares sobre su hermoso rostro. Hacía un día espléndido y desde allí arriba poseía una espectacular panorámica de toda la ciudad. Ese era el motivo, al contrario que el resto de sus vecinas, por el que ella, prefería tender la ropa en la azotea, en vez de usar secadora ó tendederos interiores.

Dejó el cubo de la ropa en el suelo, aproximándose a la balaustrada de protección que rodeaba todo el terrado. Le abría gustado apoyarse sobre la barandilla de hierro, mientras la ligera brisa mesaba sus cabellos; pero, estaba tan oxidada que no lo hizo. Aún tenía que tender la ropa y no quería mancharse las manos. Así que, abriendo la cerveza que portaba, se conformó con sentarse sobre el pequeño murete de medio metro en el que se encastraba la baranda. Sacó de un bolsillo la pequeña bolsa de plástico recogida en la habitación y olisqueó su interior. Aquella "maría" tenía tanto tiempo que debía estar bastante seca. Aún así, seguía poseyendo parte de su fragancia. El aroma la transportó a su época de estudiante. Con una melancólica sonrisa en el rostro comenzó a fabricarse un porro, interrumpiendo la labor de vez en cuando, para dar largos tragos del botellín de cerveza. Tras encenderlo y darle las primeras caladas, comprobó que estaba mejor de lo que creía. Hacía tanto tiempo que no la probaba que, de hecho, los efectos de la hierba tardaron poco en hacer efecto, incrementando la sensación de sofocante calor que el sol le producía.

El chándal de Paula estaba confeccionado con un paño bastante grueso, por lo que decidió quitarse la parte de arriba, aún a sabiendas de que no llevaba ropa interior alguna.

"Total, los demás edificios están bastante lejos y aquí nunca sube nadie" pensó, comenzando a desprenderse de la prenda "Claro que, siempre puede haber uno de esos mirones con prismáticos en cualquiera de todos esos bloques. ¡Bueno! Si es así mejor para él" rió divertida ante esa idea y... porque no, también un tanto excitada.

Las mangas parecían resistirse a salir, atascándoseles en ambas muñecas. La risa de Paula ya eran carcajadas, consciente de su propia torpeza. Tras apurar las últimas caladas del porro que había mantenido durante ese tiempo entre los labios, lo escupió lejos e, incorporándose, consiguió desprenderse definitivamente de la sudadera. No obstante, la rapidez al levantarse del pétreo asiento, sumada a la cerveza y la marihuana le provocó un mareo que, a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio.

"¡Joder!¡Que ciego tengo!" se dijo para si, mientras continuaba riéndose tontamente, agarrada a la barandilla que había impedido su caída. Pero la visión de la sudadera, colgando del extremo de un canal de desagüe, ondeando a merced del viento unos palmos bajo ella, borró la sonrisa de su cara. Tras varios intentos de rescate, extendiendo el brazo a través de los barrotes, sin ningún resultado, advirtió que uno de ellos cedía bajo su peso. El oxido lo había deteriorado hasta el punto que, paula solo tuvo que tirar de él para acabar de arrancarlo. Aunque un tanto estrecho, el hueco existente ahora, resultaba lo suficientemente amplio para colar gran parte de su cuerpo. Lo intentó de lado. En ese momento, se lamento por tener unos pechos grandes y firmes que se resistían a pasar entre los barrotes. Enfadada consigo misma, por lo ridículo de todo aquello, empujó furiosamente, consiguiendo que sus abultadas carnosidades traspasaran finalmente la apertura. Ahora, tan solo necesitaba girar su torso hacia abajo, extender el brazo y recuperar, de una vez por todas, la maldita sudadera.

Ya la tenía entre los dedos, cuando sintió que perdía pie y caía hacia el vació. Inconscientemente, dobló las rodillas, dejando que sus rodillas tocaran el suelo, al mismo que impulsaba todo su cuerpo hacia atrás.

¡Mierda! – gritó dolorida ante la súbita compresión del cuerpo entre los dos barrotes.

Con la maldita prenda en la mano y pensando que todo había concluido, intentó ponerse en pie. Desafortunadamente, había quedado atrapada. Por mucho que lo intentara, lo único que conseguía era redoblar el dolor de sus costillas. Estaba atascada y nada de lo que hacía parecía dar resultado.

Para colmo, Paula escuchó el chirriante sonido de la mal engrasada puerta de la azotea. Estaba claro que aquel no era su día, se dijo mientras tapaba pudorosamente los pechos con la rescatada prenda. Aunque pensado de otra manera, fuera quien fuese, podría a ayudarla a salir del atolladero.

¡Hola!...¿Hola?...Aquí...Por favor, ¿podría echarme una mano?...- gritó la encajada joven, oyendo unos pesados pasos acercándose hacia donde estaba.

Viéndote en esa postura... Una mano no. ¡Las dos! – con la sonora carcajada del portero resonando en sus oídos, Paula estaba convencida de que Dios, definitivamente, la había abandonado.

Déjese de gilipolleces y ayúdeme a salir de aquí – replicó conteniendo los insultos que brotaban de su cabeza.

¡Vale!¡Vale!... Tranquilízate preciosa – respondió Pepe evidentemente divertido – A ver... – dijo posando su grandes manazas en los desnudos costados de Paula para tironear infructuosamente de ella -...Creo que hay que aplicar algún tipo de grasa ó... algo similar- sentenció muy profesionalmente.

¿A que está esperando? ¡Vaya por ello! – exclamó ella enojada, rectificando inmediatamente a continuación, consciente que necesitaba la ayuda de aquel maldito viejo – Disculpe, Pepe... estoy un poco nerviosa... sería tan amable de buscar en su casa algo que pueda servir para sacarme de aquí... Por favor...

Voy a ver... – fue la desganada respuesta del sujeto antes de alejarse.

Calcular el tiempo que aguardó el regreso del portero, le era imposible en aquella situación, aunque le resultó una eternidad. Por fin, oyó el peculiar chirrido de la puerta y los pasos del hombre. Paula se extraño que se detuvieran a cierta distancia, dejando pasar el tiempo, como si el hombre estuviera ocupado con otra cosa mas importante.

¿Pepe?...¿es usted?... – preguntó finalmente

Un segundo cariño. Ya voy – respondió el aludido, aumentando la ira de la joven, pensando que si volvía a utilizar ese "cariño" con ella, no podría contener por más tiempo el visceral odio que sentía hacia aquel maldito sujeto.

He traído una botella de aceite – explicó Pepe, acercándose definitivamente a la atrapada mujer – Voy a tener que untártelo por todo el cuerpo – añadió con notable lascivia en su ronca voz.

¡Maldito puerco! – estalló Paula finalmente – ¡Ni lo sueñe! – gritó estirando un brazo hacia la voz, mientras mantenía la sudadera pegada al pecho con su otra mano – Ya lo hago yo. ¡Deme la botella!

Paula... Paula... – repitió Pepe con tono conmiserativo y terriblemente gélido - ...Veo que no tienes nada de respeto hacia los demás. Y ya que el estúpido de tu maridito parece que no te ha enseñado a comportarte... voy a tener que hacerlo yo – la piel que recubría la columna de Paula se erizó, como la de un gato oliendo el peligro.

Pero... ¡Qué coño está diciendo! – protestó furibunda y asustada - ¡Deme el aceite de una puta vez! – la pretendida orden, firme y contundente, fue mas bien una lastimera súplica.

El miedo de Paula se transformó en terror cuando, de un rápido y certero tirón, el viejo le bajó los pantalones del chándal hasta las postradas rodillas. En un instintivo gesto de pudor, la joven estiró sus manos hacia la descendida prenda, pero su aprisionamiento impidió que alcanzara el objetivo, consiguiendo, tan sólo, la perdida definitiva de la sudadera, la cual vio caer, piso tras piso, con la angustiosa sensación de que ella también caía junto con la prenda.

¡Menudo culazo! – bufó Pepe admirativamente

¡Hijo de puta!...¡Déjame en paz!...

Los gritos de protesta de Paula, se transformaron en agudos aullidos de dolor. Con rabia inaudita, el viejo había comenzado a azotar el desnudo y desprotegido trasero de la joven, imprimiendo en su palma abierta toda la violencia que era capaz.

Así aprenderás... ¡Zorra!... – gritaba mientras la golpeaba

¡Para!... ¡Para!...¡Cabrón!... – se retorcía su victima, furiosa y humillada. Las lagrimas brotaron de los ojos de Paula, abrasándole las mejillas de vergüenza.

¡Eso es!... ¡Sigue moviendo así tu culo de puta!... – rió el viejo ante las inútiles contorsiones de ella por eludir el castigo.

¡Por favor!... – suplicó Paula, incapaz de resistir por más tiempo el doloroso fuego de sus enrojecidos e irritados glúteos - ...¡Deje de pegarme!... – gimoteó llorando como una niña, rindiéndose definitivamente a su agresor.

Eso está mejor – comentó Pepe serenamente al comprobar el cambio de actitud en ella – No te preocupes cariño... – la tranquilizó con simulado tono paternal - ...ya ha pasado todo... Ahora voy a sacarte de ahí, pero antes hay que curar tu lindo culito... ¡Uuuf!... – resopló – ...el pobre está en carne viva... El mismo aceite servirá – dictaminó, vertiendo un chorro de oleoso producto en el cuenco de la mano.

El inusitado cinismo con el que Pepe se comportaba, convenció a Paula de que, aquel sexagenario ex guardia civil, era algo más que un simple viejo verde. También era alguien sumamente peligroso, capaz de todo con tal de conseguir lo que quería. Por ese motivo se mordió la lengua, metafórica y literalmente, ante el contacto de la aceitada mano. No quería contrariarlo más de lo necesario. Si quería defenderse, antes requería escapar de su encierro.

El viejo se tomaba su tiempo, aplicando las friegas muy lentamente. Extendiendo el pringoso ungüento por los glúteos y muslos de la inmóvil mujer, deleitándose ante el suave tacto de la morena y exquisita piel, mientras ronroneaba de satisfacción.

Eso es preciosa... así... quietecita... seguro que te está sentando muy bien...-Paula tuvo que admitir para sus adentros que el hombre tenía razón. El efecto balsámico del aceite actuó de inmediato y mientras el portero la sobaba, no pudo evitar un suspiro de alivio - ...buena chica... relájate... – disimuladamente, fue trasladando los masajes hacía el interior de ambos glúteos y, casi imperceptiblemente, deslizó el dedo índice hacía el depilado sexo de la joven, rozando apenas el contorno de los labios vaginales - ...que bien... ¿no es así?... menudo alivio... ¿verdad?... - El dolor había desaparecido por completo. En su lugar, Paula sentía un gratificante y relajante sopor. Las palabras de Pepe parecían venir de muy lejos - ...te gusta ...¿si?...muy bien encanto... disfruta... – avanzando en sus sutiles caricias, el viejo oprimió suavemente la yema del dedo entre los íntimos pliegues de la chica, admirando jadeante, como éstos se separaban humedecidamente, dejando al descubierto una rosada grieta de sedosas orillas, en cuyo interior, la abertura de una oscura gruta, palpitaba intermitentemente, dilatándose y contrayéndose, como una pequeña boquita en busca de aire.

Arrodillándose, Pepe aproximó el encendido semblante a la entrepierna de la joven, aspirando con delectación el dulce aroma a hembra que manaba del orificio. Cual mariposa sobre una flor, extendió la lengua, dispuesto a libar de tan exquisito manjar. Suave y lentamente, lamió la excitante hendidura, recorriéndola hasta alcanzar la pequeña protuberancia final, sobre la que giró la punta de su apéndice, masajeándolo circularmente al principio, para acabar con latigueantes y salivosos lengüetazos.

Paula era consciente de los abusivos avances del portero. Por eso, no acababa de comprender aquella especie de abandonado letargo en el que su mente parecía querer refugiarse, arrastrando consigo la voluntad de la joven, como un secuestrador maniatando a su rehén. Solo encontraba una explicación plausible y, en esta, la responsabilidad de aquel dislocado estado, únicamente podía recaer en la marihuana. Y alarmada, recordó su época de progre universitaria, en la que aquella droga había estado irrevocablemente unida al sexo. La "maría" siempre había actuado en ella como una especie de potenciador sensorial, multiplicando las emociones y elevando su líbido hasta límites insospechados.

Corroborando aquel pensamiento, Paula se percató de la agitada respiración que hacía bambolear sus pechos ante sus atónitos ojos, viendo como los pezones se endurecían y aumentaban de tamaño.

Con un último vestigio de resistencia, se mordió los trémulos labios, con la esperanza de que el dolor atajara aquellos delatores síntomas, así como los incipientes gemidos que pugnaban por escapar de su garganta.

Lo sabía... – oyó exclamar al portero - ... sabía que te gustaría... – repitió éste, antes de hundir la lengua en la dilatada oquedad y conseguir de ese modo, la definitiva rendición de Paula.

Los nítidos e inequívocos gemidos de placer otorgaban la victoria al viejo, mientras ella se hundía en un extraño abismo de contradictorias emociones, en las que; el odio, el asco y la humillación, daban la mano a un galopante y enloquecedor deseo que comenzaba abrasarle las entrañas. Eran como dos ruedas unidas por un mismo eje: si una giraba, la otra también lo hacía.

¡Vaya!¡vaya!... – repitió Pepe, retirando el exaltado rostro del sexo de la mujer y observar, con amplia sonrisa, la espesa mucosidad que manaba de entre los aleteantes labios vaginales - ...¿quién iba a decir que la inaccesible y estirada mujer del mediquito del quinto, no es mas que una zorrita cachonda?...¿Y tú, Paula?... ¿Lo sabías ó no?... – preguntó maliciosamente, a la vez que descendía la cremallera de la bragueta de los pantalones que, tras desabotonarlos, cayeron al suelo, inertes entre sus rodillas - ... ¡Claro que tu sabes lo puta que eres!... – rió bajándose los calzoncillos, liberando así una descomunal erección - ...¡Si!¡No intentes negarlo!... – afirmó burlándose ante los negativos movimientos de cabeza de la atormentada mujer - ...Y como la puta que realmente eres... vas a pedirme que te folle... – aseguró, al mismo tiempo que guiaba el rígido miembro con su mano, situándolo a la entrada del encharcado coño

Todos los músculos de Paula se tensaron, previendo la inevitable acometida. Pero esta no se produjo. El hombre se limitó a dejar pasar los segundos, mientras mantenía el ardiente glande, inmóvil y latente, sosteniendo, tan solo, un breve contacto con la babeante apertura de la mujer.

¡Pídelo! – rugió excitado – Se que lo deseas... ¡Pídemelo! – Paula volvía a agitar nerviosamente la cabeza.

Se negaba en declarar de viva voz su derrota. Sabía que de hacerlo toda su vida cambiaría, haciendo peligrar su propia cordura. Y, a pesar de ello, era incapaz de retener los desesperados intentos reculantes de su desobediente cuerpo, ansioso por empalarse, como un mártir en defensa de una noble causa.

Cabeceando con cada latido del acelerado y negro corazón del viejo, el roce de la polla sobre su vulva, resultaba enloquecedor. Incapaz de soportar por más tiempo semejante tortura, Paula, como una asombrada espectadora de sí misma, se escuchó decir las fatídicas palabras.

Fóllame... – su voz, apenas audible, sonó como un implorante lamento.

No te oigo zorra... – mintió el viejo, conteniéndose en sus locas ganas por hundir su ansioso miembro en el codiciado y joven coño - ...Tienes que pedirlo como Dios manda y... quiero oirlo – remarcó, azotando nuevamente el maltratado trasero de la mujer.

¡Fóllame! – gritó esta vez Paula, dolorida y enrabietada de deseo - ¡Por favor!...Te lo ruego... – añadió suplicante, amortajando la poca dignidad que podía conservar.

Con un seco golpe de las orondas caderas, el portero sepultó su erecta exaltación en las profundidades de la bella plañidera, provocando en ésta, una exagerada expresión de súbita estupefacción, al mismo tiempo que parecía que todo el aire del mundo escapaba de sus pulmones. De hecho, Paula, tuvo que recordarse a si misma que debía recuperar parte de dicho oxígeno. Su cerebro, arrasado por una feroz lujuria, parecía incapaz de mandar las más mínimas y vitales ordenes al resto del cuerpo; el cual vibraba, entregado, al compás de la imperiosa y firme batuta del invasor.

Paula no podía verla, pero si sentir con intensidad sobrenatural cada uno de los muchos centímetros de férrea y ardiente verga. Todo su ser se había predispuesto al dolor de ser penetrado por semejante enormidad. Sin embargo y a pesar de la brusca embestida del viejo, la polla se deslizó suave y fácilmente a través de su útero, para comenzar el frenético bombeo con el que Pepe la estaba follando.

Mientras tanto, las embadurnadas manos del hombre se deslizaban sobre su piel, lubricándola con la oleaginosa sustancia, otorgando una especial atención a los tersos y firmes pechos, masajeándolos y estrujándolos con gran delectación. El fuerte y simultaneo pellizco sobre sus pezones hizo que Paula volviese a gritar, incapaz de discernir entre dolor y placer. Ambos conceptos se fundían en su alterada mente, dando paso a una nueva y única sensación de desmedido éxtasis.

...eso es... así... continua moviendo tu culo de puta... muy bien... – oía jadear a Pepe sobre ella - ...¡Joder!... estás tan chorreante que... podríamos habernos ahorrado el aceite...- exclamó con asombrado deleite - ...¿Qué pasa Paulita?...¿ acaso el "pichacorta" de tu marido no te da todo lo que necesitas?...

Las degradantes palabras del viejo obtuvieron una inesperada recompensa. Con los ojos cegados y fuera de sí, Paula, gimió y gritó, mientras su espalda se arqueaba. Toda ella se convulsionó espasmódicamente, presa de un atroz y devastador orgasmo, cuya culminación se prolongó hasta la extenuación, gracias a la unísona e inacabable eyaculación del hombre.

Un par de segundos, un par de minutos ó dos horas, Paula no pudo calcular el transcurso, durante el cual, el viejo se mantuvo recostado sobre ella, abrazándola y jugueteando descuidadamente con sus pechos, mientras recuperaba, gradualmente, el normal ritmo de su respiración. En ese tiempo, la joven fue advirtiendo como la polla del portero disminuía de tamaño y consistencia, aflojando la presión sobre las paredes de su útero, donde aún permanecía alojado, ofreciendo a la posadera, los últimos alardes de virilidad, en forma de, cada vez, más espaciadas convulsiones en las que, por momentos, parecía recuperar toda su majestuosidad.

Te has portado bien, preciosa – le susurró Pepe al oído – Ahora tengo que irme, pero no te preocupes. Habrá más. – se despidió, incorporándose pesada y desganadamente.

Cuando la polla del viejo abandonó definitivamente su cuerpo, Paula experimentó una desoladora y gélida sensación de vacío. Como un bebé, recién separado del cordón umbilical, lloró acongojadamente, atemorizada ante el nacimiento de la nueva Paula, una desconocida con la que tendría que convivir de allí en adelante.

Con los ojos arrasados por las lágrimas, se giró para contemplar como se alejaba el hombre que acababa de parirla, sin tan siquiera percatarse de la libertad recuperada.