El nacimiento de Carla (1/2)

Un aniversario de boda diferente. Mi mujer decidió feminizarme con la ayuda de alguien muy especial.

Quiero compartir con todos vosotros lo que pasó el día de nuestro quinto aniversario de boda.

Era viernes, yo acababa de llegar de la oficina. Había sido un día ajetreado, así que necesitaba desconectar, por lo que me puse a ver la tele sin prestar demasiada atención a lo que estuviera haciendo mi mujer, Mónica.

Al poco rato se me acerco. Se había cambiado de ropa. Llevaba un sujetador negro de cuero, una minifalda de cuero, bajo la cual, supuse, habría un tanga negro de hilo dental (le había visto llevar este conjunto otras veces), y se había pintado las uñas de negro. Pero lo que más me impactó fueron sus zapatos.

Ella sabía que soy fetichista de pies y tacones, por lo que era habitual que me sorprendiera llevando sandalias de tacón de aguja y botas de altos tacones, pero esta vez se había superado. Se había puesto unos zapatos de ballet. De esos en que el tacón mide más de 17 centímetros y los pies se apoyan sólo en la punta de los dedos, como los de una bailarina de ballet.

Me quedé con la boca abierta.

—¿Y esos taconazos? —dije.

—¿No te gustan? —preguntó ella, poniéndose de lado para que pudiera verlos en todo su esplendor.

—Al contrario, me encantan.

—Que sepas que estos tacones miden lo mismo que tu polla en su tamaño máximo.

—Vaya... 18 centímetros de tacón, entonces. Impresionante.

—Carlos, quiero proponerte un juego.

—¿Cuál?

—Para empezar debería ponerte esto. —Me enseñó una especie de bola a la que le salían dos cuerdas por lados opuestos.

—Eso es para amordazarme, ¿no?

—Por supuesto.

—¿Y que querrás hacer luego? —Me estaba empezando a poner caliente—. ¿Me vas a atar también?

—Sí, el resto ya lo irás descubriendo.

—De acuerdo, pero ya sabes que no soy masoquista, espero que no pretendas pegarme ni nada.

Sin molestarse en responderme a eso (cosa que me preocupó un poco) me introdujo suavemente la bola en la boca y ató los dos extremos de la cuerda por detrás de mi nuca. Ahora ya no podía hablar. Mónica me indicó que la siguiera a nuestra habitación.

Una vez allí, me pidió que me desnudara completamente y me tumbara en la cama, y con unas cuerdas que sacó de un cajón empezó a atarme los pies y las manos. Luego, ató las cuatro cuerdas a cada una de las patas de la cama. Estaba totalmente a su merced. Y eso me excitaba.

—Si te he amordazado es porque necesitaba comentarte algo sin darte la oportunidad de responder, al menos al principio. —Me estaba intrigando—. Estuve mirando el historial de tu ordenador y creo que he aprendido algo sobre tus gustos. —Ahora me empecé a preocupar, ya que he de reconocer que mis gustos pornográficos son algo... alternativos.

—Para empezar, he podido verificar tu obsesión por las mamadas. Y por el sexo anal. Y, por supuesto, tu gran pasión por los tacones y los pies. Aunque, todo eso ya lo sabía. Pero uno de los vídeos que revisé me sorprendió: una chica se la estaba chupando... a otra chica, o quizá debería decir a una transexual. —Hubiera querido decirle que, puestos a ver una mamada, mejor cuatro tetas que dos. Pero no podía hablar.

—Pero entonces, la cámara enfocó hacia abajo, y la chica que hacía la mamada... también tenía polla. —Mierda. Si pudiera le diría que en cuanto apareció la segunda polla cerré el vídeo asqueado. Aunque sería mentira.

—También he descubierto vídeos de hombres con transexuales, incluso con travestis. Y travestis haciendo sesenta y nueves. Supongo que te haces a la idea. —Vale, lo reconozco, siempre he sido un poco bicurioso. Ahora debía pensar en como iba a justificar todo eso cuando me quitase la mordaza.

—¿Entiendes porque tenía que amordazarte? —Para castigarme sin que pudiera defenderme, supuse.

—Lo hubieras arruinado. —No la seguía—. Me habrías dado una explicación plausible, y yo me habría visto obligada a creerte, o a hacer ver que te creía. Pero debes saber que no me molesta. De hecho, me alegra que tengas ese tipo de gustos. Igual que a muchos tíos les excita la idea de ver a dos mujeres haciéndolo, así como hacer un trio con dos mujeres, a mi me pone que te gusten estas cosas. —Me acababa de quitar una losa de encima.

—¿Sabes? No recuerdo que hubiera ningún vídeo de lesbianas en tu historial. —Eso era porque cuando miro porno me gusta imaginarme que soy uno de los participantes. Algo difícil si nadie tiene polla.

—Bueno, dicho esto, ya puedo empezar con mi propuesta. Quiero travestirte. Creo que lo estás deseando. Y sabes que yo también. Si me equivoco puedes hacer una señal, digamos, chasquear los dedos. Pero no lo vayas a hacer sólo por vergüenza. Te aseguro que nos lo pasaremos bien. —Dude por un momento, pero decidí dejarla continuar.

—Perfecto. He pensado que me vendría bien un poco de ayuda. Si te parece bien, claro. —Espero unos segundos a que hiciera alguna señal.

—¡Soraya! —gritó.

Al poco rato, entró en la habitación una mujer espectacular. Tenía una cara de chica mala que me puso a mil, una larga melena rizada de color castaño y unos pechos enormes; era delgada, pero sin parecer anoréxica; tenía unas piernas larguísimas que terminaban en unos pies súper sexis, y un poco grandes, aunque nunca he sido un obseso por los pies diminutos. Llevaba las uñas de los pies, así como las de las manos, pintadas de un rojo intenso. Su conjunto también era espectacular, y escaso. Llevaba únicamente un tanga, unas medias de rejilla muy ancha, unas pezoneras en forma de corazón con borla, y unas sandalias tipo mule (que sólo se cogían al pie con una tira por delante) de unos trece centímetros de tacón, sin plataforma. Todo de color rojo.

Realmente parecía una súper modelo, pero era evidente que era una prostituta de lujo. Al parecer, Mónica se había propuesto hacer de esta velada algo muy especial.

Se me empezó a poner dura, cosa que me avergonzó. Se me estaba poniendo dura, por otra mujer, delante de mi esposa.

Soraya había traído una bolsa en la que supuse que habría diversos objetos sexuales. La dejó a un lado de la cama, se acercó a Mónica, y le dijo:

—Tenías razón, parece que le gusta mi conjunto. —Su vez era muy sensual.

—¿Empezamos?

—Por supuesto —respondió.

Soraya sacó un bote, que le entregó a mi mujer. Mónica salió de la habitación con el bote y, una vez solos, Soraya aproximó sus labios rojos a mi polla, y me besó el glande. Justo en aquel instante salía la primera gota de líquido preseminal, que formó un hilito entre mi polla y su labio inferior. Soraya cortó el hilo con un dedo y se lo introdujo en la boca.

—Que quede entre nosotros. —En otras circunstancias me hubiera sentido culpable. Otra mujer me había besado el glande. Pero estar atado y amordazado me liberaba de cualquier culpa.

—Voy a hacerte las cejas —dijo, mientras cogía unas pinzas de la bolsa.

Mientras Soraya me iba arrancando pelitos de las cejas pude oír el microondas. Deduje que el bote sería de cera. No quedaría muy bien un travesti peludo.

Mónica volvió y preguntó a Soraya:

—¿Piernas o pecho?

—Primero las piernas.

Mónica empezó a extenderme cera en la pierna izquierda y Soraya hizo lo propio en la derecha. Hicieron una pequeña cuenta atrás y tiraron las dos a la vez. Me dolió, pero podría aguantarlo. Continuaron. Una vez terminaron con la parte de delante de ambas piernas (la de atrás requería que me pusiera boca abajo), Soraya dijo:

—Sigue tú con el pecho, luego acabamos las piernas.

Mónica procedió a depilarme el pecho (lo que me dolió aún más que las piernas), mientras Soraya, con las pinzas, me arrancó todos los pelitos de mis pies, tanto del empeine como de los dedos. Cuando Soraya terminó con los pies, Mónica, que estaba a punto de empezar con mi vientre, le dijo:

—¿Me ayudas con las axilas?

—Claro, ¿qué necesitas?

—Estírale hacia abajo, para que pueda acceder bien y luego se las depilamos entre las dos.

—Ok.

Soraya me agarró por los tobillos y me estiró, de manera que quedé como si tuviera los brazos levantados (aunque seguía acostado) y las axilas bien accesibles. Me extendieron la cera, hicieron otra cuanta atrás y tiraron con fuerza. Esta vez se me saltaron dos lagrimones; y aún no habían terminado. Hicieron falta cuatro tirones más para dejar mis axilas como las de un bebé. Aún así me sentía feliz; me gustaba lo que estaba viendo. Sólo quedaba mi vientre para verme depilado por la parte de delante. Mónica le pidió a Soraya que siguiera con mi vientre y volvió a salir de la habitación.

Soraya me empezó a depilar el vientre con tiras de cera que extendía horizontalmente, empezando por debajo del pecho y bajando, hasta que llegó a la zona púbica, donde imaginé que pararía. Pero no, me extendió otra tira de cera con la que me arrancó el pelo de medio monte de venus. Supuse que le gustaba apurar la zona, pero entonces agarró mi polla, extendió otra tira hasta que llegó hasta su base y, sin dejar de agarrármela, pegó un tirón que me dejó sin nada de vello púbico. Fue doloroso, a la vez que excitante.

En ese momento apareció mi mujer, que, para mi tranquilidad, no se enfadó por el hecho de que mi polla estuviera rodeada por la mano de Soraya. Por lo visto había ido a buscar mi cuchilla de afeitar.

Se limitó a decir:

—Pensaba que la zona genital sólo se la íbamos a afeitar.

—Me refería a los testículos y a los pelitos que pueda haber por el pene. —Sí, tengo algunos pelitos sueltos, no muchos, en la mitad inferior de mi pene—. El pubis se puede depilar sin problemas.

Fue Mónica la que se ocupó de afeitarme mis genitales. Me tranquilizó, ya que haber tenido a otra mujer usando una cuchilla en mi zona más sensible me hubiera puesto en estado de alerta. Aunque he de reconocer que también me hubiera excitado algo más. Cuando terminó, dijo:

—Ahora queda la parte de atrás. Te vamos a desatar para que puedas girarte, supongo que a estas alturas no será necesario volverte a atar luego. La bola de tu boca te la dejaré un rato más.

Procedieron a desatarme entre las dos. Sin que tuvieran que ordenármelo me puse boca abajo y separé mis extremidades. Continuaron con la depilación de mis piernas; cada una empezando por un tobillo y subiendo, también depilaron mis nalgas, cosa que ya no me sorprendió. Finalmente, Mónica agarró mis nalgas para separarlas. Acto seguido, Soraya me embadurnó de cera la zona anal, mientras decía:

—¿Te creías que esta zona sólo te la íbamos a afeitar? —En realidad, pensaba que no harían ni eso.

—Te vamos a convertir en toda una zorrita —dijo Mónica—. Y una buena zorrita no se puede permitir tener unos pelitos punzantes en esta zona. Sería muy molesto para el sexo anal.

—A nadie le gusta que le pinchen la polla, ¿verdad? —intervino Soraya, mientras colocaba cuidadosamente la tira de papel.

Dicho esto, pegó un tirón que me hizo ver las estrellas.

—Bueno, pues ya hemos terminado —dijo Soraya.

—¿Sabes? Tienes suerte de haberte afeitado hoy. —Tenía la mala costumbre de hacerlo cada dos o tres días—. Si no lo hubieras hecho, te habríamos depilado la barba a la cera.

Mientras yo me alegraba de que hubiesen terminado, de haber decidido afeitarme esta mañana, y, sobretodo, del resultado (me había quedado un cuerpo bastante... femenino), Mónica me limpiaba las gotitas de sangre que habían salido durante la depilación, y Soraya cogía de la bolsa un botecito rosa que resultó ser esmalte de uñas.

Mónica fue la encargada de pintarme las uñas, primero las de los pies, luego las de las manos, y finalmente una segunda capa en cada una. Mientras tanto, Soraya, lo suficientemente alejada como para que pudiera verla de cuerpo entero desde mi posición, me regaló un baile sensual que me la puso dura de nuevo.

Tenía un culo espectacular, las borlas que colgaban de sus pezones se movían hipnóticamente, pero era de sus pies de donde era incapaz de apartar la vista. Unos pies súper sexis, enfundados en sus medias de rejilla, lo suficientemente ancha como para que todos los deditos salieran mostrando su perfecta pedicura roja, y todo ello sobre unos taconazos.

—Te gustan, ¿verdad, pervertido? —dijo Mónica, que ya había acabado con mis uñas, señalando los pies de Soraya.

—¿Y para esto me pongo tacones de ballet? —continuó. Al parecer estaba algo celosa.

—Es normal —intervino Soraya—. Aunque tus tacones sean más altos, mis zapatos muestran más el pie. A ti no se te ven los deditos, sólo el empeine.

—Supongo que tienes razón. En fin, ¿te gustan tus nuevas uñas, Carlos?

Era evidente que no iba a responder, aún no podía. Pero me encantaba el resultado. Me había pintado las uñas de rosa fucsia. En el caso de las de las manos no me llamaba demasiado la atención (no soy fetichista de manos, a fin de cuentas), pero las de los pies las encontré súper sexis. De hecho, ahora tenía los pies más sexis que muchas chicas.

—Bueno, ahora toca la ropa —dijo Mónica.

Soraya sacó unas prendas de color blanco y me las ofreció.

—Ponte esto —dijo.

Yo me levanté y fui a buscar lo que me estaba ofreciendo. Era un conjunto de ropa interior: tanga, medias y sujetador. Decidí empezar con las medias. Realmente no era la primera vez que me probaba unas medias, pero sí la primera en que lo hacía sin pelo; además, esta vez se transparentaban mis uñas fucsia.

Luego me puse el tanga. Por delante era bastante ancho (para ser un tanga), eso permitió que cupieran mis genitales, aunque bastante apretados; por detrás se estrechaba hasta quedarse en un minúsculo hilo. Qué mal hubiera quedado eso si no me hubieran depilado la zona anal, pensé. La sensación de tener el hilito entre mis nalgas me resultó extraña.

El sujetador me costó algo más. Tras varios intentos, Mónica me ayudó, atándomelo por detrás. Sentí admiración por todas las mujeres que se lo ponen ellas mismas.

Cuando terminé, Mónica sacó del cajón de su ropa interior dos pares de pantimedias de color carne, se acercó a mí y rellenó cuidadosamente cada una de las copas del sujetador.

—No son como unas de verdad, pero visualmente dan el pego.

Soraya volvió a acercarse a la bolsa y sacó una minifalda rosa y un pequeño top blanco. No hizo falta que dijera nada, me acerqué a cogerlos por iniciativa propia y me los puse. Cuando terminé, Soraya me señaló unas sandalias que había dejado en el suelo para mí.

Eran unas sandalias blancas de finas tiras, sin plataforma, con unos diez centímetros de tacón. No muy altas para el estándar actual de la habitación, pero supuse que sería lo adecuado, debido a mi falta de experiencia en la materia. Me deleité poniéndomelas. Me sentía muy sexy.

—Ahora sólo falta el maquillaje —dijo Mónica—. Para ello te vamos a quitar la mordaza de la boca. Pero eso no te da derecho a hablar.

—A no ser que te preguntemos algo, claro.

Me hicieron sentar en una silla, y, por fin, me quitaron la mordaza. ¡Que descanso! Fue Soraya quien me maquilló. Se le daba bien. Habían escogido sombra de ojos lila y un pintalabios fucsia, a juego con mi color de uñas. Tenía ganas de ver el resultado. Cuando ya creía que habían acabado, Mónica se acercó con una peluca negra (para que no se viese diferente a mi pelo, supuse) y me la colocó cuidadosamente.

—Ve a mirarte —dijo.

Me acerqué al espejo y me quedé alucinado del resultado. Era una especie de fusión entre animadora y putita adolescente. Me ponía caliente a mí mismo. La primera en hablar fue Soraya:

—¿Te gusta?, Carlos, perdón, Carla.

—¡Me encanta! —afirmé, sin dar importancia a mi cambio de nombre—. Parezco una zorrita.

—Perfecto, porque en eso te vas a convertir.

—A mí me has puesto caliente —intervino Mónica—. Y alguien lo tiene que remediar. ¿Te ocupas tú?, Soraya.

Me sorprendió que no me lo pidiera a mí. Pero eso significaba que iba a presenciar una escena lésbica en directo.

Mónica se puso a cuatro patas en la cama, ofreciendo su culito. Soraya se acercó y le levantó la minifalda, revelando el tanga de hilo dental. Se lo quitó. Me agradó ver que Mónica también se había depilado completamente la zona (normalmente se limitaba a afeitarse la parte superior del pubis y recortaba el resto). Tras esto, se tumbó boca arriba y se abrió de piernas.

Fue Soraya, entonces, la que se puso a cuatro patas en el borde de la cama. Enseguida bajó la cabeza y empezó a lamer coño como una gatita cariñosa. Era todo un espectáculo. No sabía qué me excitaba más, si la cara de placer de mi mujer abierta de piernas o Soraya a cuatro patas con el culo en pompa, o sus pies entaconados.

Mónica me sacó del trance.

—No te quedes ahí mirando, Carla. Los pies de Soraya también necesitan que alguien los lama.

—Y mis sandalias —añadió ella.

—Seguro que te mueres de ganas, no has dejado de mirarle los pies en todo el rato.

—Pero ni se te ocurra usar las manos.

Me dirigí a los pies de la cama, por donde sobresalían los pies de Soraya. Me arrodillé. Tenía una vista espléndida de su culo en tanga; se le intuía un chochito bastante carnoso, pero era de los pies de lo que me tenía que ocupar, y de los zapatos. Por su postura, era la suela de sus sandalias lo que tenía ante mí. Como me daba algo de reparo lamer la suela (estaba claro que esos zapatos no habían pisado las calles, pero aún así había algo de polvo), me decidí por empezar a chupar el tacón.

—¿Has visto? Parece que le gusta chupar.

—Es toda una zorrita —dijo Soraya levantando un momento la cabeza.

—Quiero que se los chupes enteritos, hasta la base, que sólo son trece centímetros.

—Yo misma he chupado cosas mayores —añadió Soraya.

Hice lo que me pedían, empecé a hacer una felación a esos fantásticos tacones. En mi posición no me los podía introducir del todo en la boca, ya que mi barbilla chocaba contra la suela, así que, tras haber dedicado varias chupadas a cada uno, me desplacé un poco, para intentar chupar el tacón derecho desde el lado. Lo hice, y noté como la punta del tacón tocaba mi garganta. Era mi límite, pero había cumplido la tarea.

Soraya se acordó de mí.

—Ya sabemos que te gusta chupar, pero mi suela también necesita una limpieza.

Por un momento había pensado que me podría librar de hacer eso, pero no. Me centré, saqué la lengua y recorrí con ella toda la extensión de la suela de la sandalia izquierda y luego le di una lamida igual a la suela derecha.

Mónica se apiadó de mí.

—Si quieres puedes quitarle ya los zapatos —dijo—. Siempre y cuando lo hagas sin usar las manos.

Pensé unos segundos como hacerlo y enseguida se me ocurrió. Eran unos mules, por lo que no estaban atados de ninguna forma, sólo debía deslizarlos hacia fuera. Introduje de nuevo el tacón izquierdo en mi boca y lo apreté con los labios (no quería dejarle marcas de dientes), luego me alejé poco a poco, descubriendo un maravilloso pie. Fui gateando hacia el lateral de la cama y deposité con la boca la primera sandalia, de forma que Mónica y Soraya pudieran verla.

—Muy bien, ahora también eres una perra —me felicitó Mónica.

Regresé a por la siguiente. Repetí la operación con el tacón derecho y llevé la sandalia al lado de la anterior.

Sin que tuvieran que decir nada, volví a por esos pies. Primero los observé unos segundos, al parecer estaban un poco sudados, pero no era algo que me molestase. De hecho, me excitan más así. No me malinterpretéis. No es que me apetezca chupar unos pies malolientes tras una sesión de gimnasio, pero el sudor que se genera bailando unas horas en zapatos de tacón me excita. No sé si será por la diferencia de materiales (calcetines y bambas en el primer caso contra zapatos de tacón en el segundo) o si será algo psicológico. También prefiero los pies que han sudado con unos tacones sin haber llevado medias. Están más mojaditos. Las medias (así como los calcetines) absorben un poco la humedad, aunque no por ello quitan el olor. Además, cuando mi mujer me masturba con los pies, el sudor actúa de lubricante natural.

Aunque Soraya llevaba medias, éstas eran de una rejilla tan ancha, que era como si estuviera descalza. Me acerqué a oler. Tenían un olor algo más fuerte que los de Mónica. Lejos de molestarme, noté como mi polla crecía aún más. Mi tanga me estaba cada vez más apretado.

Tras deleitarme con ese aroma, no pude contenerme más. Empecé a lamer las plantas de los pies, a chupar todos y cada uno de los deditos, y a pasar la lengua entre los dedos. Prácticamente le devoraba los pies. Mientras, Mónica jadeaba cada vez con más intensidad. Tanto Soraya como yo incrementamos el ritmo de nuestras chupadas, ella al coño de mi mujer, yo a los pies de Soraya. Mónica gritó de placer, se estaba corriendo. Yo la tenía dura como una piedra. Cuando Mónica se calmó, Soraya levantó la cabeza y dijo:

—Es suficiente, Carla. —Dejé de chupar.

Soraya se sentó en la cama y continuó:

—¿Me devuelves mis zapatos? —los fui a buscar, esta vez con las manos, y se los di.

Los examinó durante un rato y preguntó:

—¿Qué opinas Mónica? ¿Le premiamos por un trabajo bien hecho?

Continuará...