EL: Muriel, la mejor amiga de mis padres

Un joven es arrastrado por sus padres a pasar las vacaciones en un remoto pueblo. La llegada de Muriel, la mejor amiga de la pareja y la mayor fantasía sexual del chico, animará su estancia y le llevará a realizar sorprendentes descubrimientos sobre su sexualidad.

Somos una pareja de amigos apasionados por el sexo y la literatura. Una reciente revelación en nuestras vidas nos ha convencido de la necesidad de confesarnos nuestras experiencias, morbos y fantasías. Ambos hemos coincidido en que la mejor manera de hacerlo es compartiéndolas en forma de relatos.

Hoy escribe él.

Era tímido, no tonto. Al llegar a la pubertad me había dado cuenta de que las amigas de mi madre habían pasado de decir aquello de “¡Qué niño tan guapo!” mientras me tiraban de los mofletes a exclamar “¡Qué chico tan guapo!” mientras me tomaban medidas con picardía. Así que yo empecé a hacer lo propio con todas ellas. No había un escote, una falda corta o un pantalón ajustado que me pasara desapercibido. Fantaseaba continuamente compañeras de clase, vecinas, profesoras, actrices, modelos y hasta personajes de ficción. Pero sin duda la mayor protagonista de mis primeras pajas fue Muriel.

Estaba obsesionado. Aunque a mí me parecía toda una madura, lo cual despertaba en mí un oscuro deseo, andaba aún lejos de la cuarentena y mantenía un aspecto juvenil que la edad había perfeccionado. Vestía con sensualidad y cierto atrevimiento, como si quisiera mostrar al mundo lo orgullosa que se sentía de su físico. Era simpática, alegre y muy cercana, tanto que insistía a todo el mundo que su reciente divorcio no iba a cambiar su visión positiva de la vida. Con esta actitud al poco de mudarse a nuestro barrio ya había conquistado a mis padres.

Su presencia en mi casa se hizo habitual. Sus visitas eran continuas y yo estaba encantado. Al principio se mostró maternal conmigo, pero cuando pasó el tiempo y se percató de que yo no perdía detalle de su físico mantuvo cierta distancia. No me importó. Seguía tomando nota mental de sus rotundos escotes, de sus largas piernas de piel morena, su sonrisa carnosa y su espectacular culo. Luego, apurado en mis escondites, me masturbaba con fiereza rememorando sus ceñidos vaqueros, sus vertiginosas minifaldas, sus descocados tops repletos de transparencias. Cuánta lefa habré derramado pensando en aquel cuerpo de mujer.

He de reconocer con cierta vergüenza que a pesar de mi continua calentura aún era muy inocente. Pensaba, por ejemplo, que sería capaz de conquistar a las chicas con honorables gestos de galantería, únicos por aquel entonces en mi instituto. Era para mi orgullo el único chico frente al que podían pasar sin temor de que, en un descuido, las sobara el culo, las levantara la falda o las gritara una grosería. Estaba también convencido de que la relación de mis padres con Muriel era de genuina amistad y que sus continuos viajes juntos eran para ver mundo.

Con la llegada del verano mis padres me hicieron saber que me incluirían en su próxima escapada. Aquello ya no era uno de sus típicos viajes rápidos de fin de semana, en los que solían enviarme al cuidado de familiares, sino unas largas vacaciones familiares en compañía de la mejor amiga de la casa. Me mostré entusiasmado. No podía dejar de pensar en el festín visual que me esperaba con una hembra como Muriel desfilando ante mis ojos en sus más ligeras vestimentas. Desafortunadamente mis fantasías de playa quedaron frustradas cuando llegamos al pueblo.

¿Quién demonios pasa el verano en un pueblo abandonado? Hasta era exagerado llamarlo así. Apenas había cinco caserones que casi no se mantenían en pie. El plan era apartarnos del mundo urbano, del ajetreo de la civilización y la masificación de las zonas turísticas. Llevar una vida sencilla por unos días con actividades muy alejadas de lo cotidiano. Allí mis padres buscaban la paz y yo encontré el aburrimiento.

Ayudaba a mi padre en unas reparaciones en las que se había empecinado y a mi madre a redecorar el interior, esfuerzos que apuntaban a que esa no sería nuestra última estancia en aquel infierno del tedio. En los ratos libres no tenía otra opción que vagar por los alrededores. Caminaba perdido en mi desesperación por los otros caserones, los bosques circundantes o la orilla de una charca a la que mis padres, voluntariosos, llamaban lago.

Todo muy bonito, sí, ¿pero qué podía hacer un chaval de mi edad en un lugar como ese? Ni la llegada de Muriel me animó. Cierto era que no había espectáculo en el mundo comparable a las curvas de aquella mujer embutidas en un breve top y unos minúsculos shorts, pero la compañía constante de adultos me impedía aliviarme con tranquilidad. Primero me mostré nervioso, luego irritado y finalmente mi cabreo era visible para todo el mundo. Anticipándose a una explosión, Muriel me ofreció una pequeña aventura.

Salimos de paseo bien de mañana. Aunque hacía fresco a aquella hora Muriel se presentó con sus habituales shorts y una camisa que había anudado a la cintura. Su abdomen, que parecía esculpido en mármol, quedaba completamente a la vista. Caminamos durante un buen rato, compartiendo una charla animada sobre el hermoso paisaje que atravesábamos. Pero a mí ni el más bucólico lugar me hacía apartar la vista de mi diosa. Me rezagué en varias ocasiones sólo para tener una vista privilegiada de su contoneo al caminar.

-Eres un picaruelo, ¿eh? –Comentó divertida al girarse y pillarme con los ojos clavados en su culo.

Me ruboricé y apreté el paso hasta ponerme a su lado.

-¿No tienes novia?

-No –Respondí con timidez.

-¿No te gusta ninguna chica?

Alguien más osado habría respondido “Me gustas tú”. Yo guardé un cobarde silencio.

-Yo creo que a ti te gustan todas. Pero bueno ¡estás en la edad!

-¿Y a ti quién te gusta? –Espeté, lo juro, solo por seguir la conversación.

-A mí me gustan todos también. –Y me guiñó un ojo.

Pensé que obviamente estaba siendo vacilado por alguien con más experiencia que yo, pero me sorprendió tanta naturalidad. Supuse que me lo merecía por mi descaro y seguí caminando comportándome como un auténtico caballero. Pasaron las horas, el calor se hizo casi insoportable y paramos a comer. Atacamos los bocadillos con una voracidad provocada por el camino pero ni todo el agua que llevábamos logró saciar mi sed. Por suerte, como enviado por los dioses, cerca había un manantial. Llevado de nuevo por mi caballerosidad, espíritu aventurero y unas ganas insanas de mostrar mi hombría llené las cantimploras y di un buen trago.

-¡Está buena! –Grité con toda la virilidad que pude reunir.

-No sé yo si será muy sensato beber eso…

Me encogí de hombros y di otro trago largo. Era todo un malote. Ella, en cambio, se mostró prudente y tan solo la usó para refrescarse. Impregnó de agua su cuello y las gotas se deslizaron por su pecho, humedeciendo la camisa y transparentando lo que ocultaba. Yo estaba casi ensimismado pero me esforcé esa vez por apartar la mirada. No sé si ella se dio cuenta o no, pero en ese momento empezó a desabotonarse la camisa. Mi corazón se detuvo unos momentos cuando se la quitó dejando a la vista el sujetador de bikini que llevaba debajo. Yo reuní toda mi fuerza de voluntad para que no notara mi reacción, pero mi polla palpitaba bajo mis shorts y mi rubor era más que evidente. Ella rio.

-Venga hombre, no te cortes.

-¿Qu… qué? –Acerté a decir.

-Que eches un buen vistazo. Si lo estás deseando y total, es de lo más normal.

No me podía creer lo que decía. Estaba tan cortado que solo acerté a mirar aquella obra maestra de la naturaleza de reojo.

-Jaja, bueno, lo decía porque así tienes algo de inspiración para después. Pero que sepas que lo he hecho porque me muero de calor y no por ti, eh picarón. ¿Vamos ya?

Regresamos con ella de esta guisa y sus masivos pechos sumidos en un constante bamboleo ante mi mirada. El verano parecía haber entrado en mi interior. No estaba acalorado, ni cachondo: estaba febril. Mi polla había permanecido erecta todo el camino y mis sudores podrían haber formado ríos enteros. Al llegar a casa, saludé a mis padres, vomité hasta la hostia de mi primera comunión y caí al suelo.

De aquellos días recuerdo las visitas preocupadas de mis progenitores, el martilleo constante de las reparaciones en el caserón y los recuerdos vívidos de los pechos de Muriel, nada más. Mi diosa compartía sueños febriles con razonamientos extrañamente lúcidos sobre la importancia de las plantas potabilizadoras para el consumo seguro de agua. Todo lo que entraba por mi boca o bien salía por ella o lo hacía por otro orificio menos presentable. Al tercer día, supongo, me despertó un terrible estruendo.

Me levanté tambaleándome sin tener muy claro si la casa temblaba de verdad o eran solo mis rodillas y bajé al piso inferior. Allí una enorme viga desprendida del piso superior había aterrizado sobre la mesa del comedor destrozándola por completo. El sitio era un caos pero por suerte no había nadie. Maldije a mi padre, un comercial tan ingenuo como para creer que la física estructural era algo en él innato y salí de la casa en busca de algún adulto responsable, aun sabiendo que tendría que conformarme con mis progenitores. Vagué con paso trémulo por los alrededores hasta que escuché voces que venían de la charca.

Me encontraba débil y adormilado, pero lo que vi me concedió un impulso de adrenalina que me despejó por completo.

Mi madre y Muriel estaban completamente desnudas, tendidas en toallas sobre la hierba. Charlaban animadamente, con total naturalidad. Desde mi posición, oculto por la vegetación, apenas podía oír sus palabras.

-A mí me gusta más venir de noche. –Dijo mi madre.

-No sé, de noche no ves por dónde pisas y ya viste cómo venían los mosquitos a las linternas.

-El otro día con la luna llena estaba precioso.

-Ah, eso sí. Tiene su encanto…

Llegado un momento, Muriel se revolvió incómoda y se levantó para acomodar su toalla. Aquel fue el momento definitorio de mi joven vida. Sus pechos se mostraban enormes y firmes en libertad, coronados por unos coquetos pezones morenos que combinaban con su piel lisa. Su pubis estaba completamente rasurado y su coño se adivinaba delicioso. Empezando en su muslo descubrí el tatuaje de un colibrí que consumía el néctar de una vistosa flor que adornaba su abdomen. En aquel instante tenía tanta sangre desplazada a mi erección que estuve a punto de desmayarme.

Me sobresalté cuando de la charca surgió mi padre. Estaba completamente desnudo y, calmado, se deshizo de una redecilla con la que habría intentado capturar alguna criatura para abrazar por la espalda el escultural cuerpo de Muriel. Supongo que ante aquella imagen un chico normal habría gritado de pavor, huido escandalizado, perdido la consciencia o echado a correr en busca de la penitencia del primer cura que se cruzara en su camino. Todos aquellos escenarios terminaban en horas de terapia intentando superar tal trauma. Así que elegí no ser un chico normal. Elegí la senda de la perversión.

Me bajé los shorts y liberé mi polla. No estaba en el mejor de los escenarios, rodeado de alta vegetación silvestre, pero la vista merecía tal sacrificio. Mi padre amasó los perfectos pechos de Muriel y esta contoneó sus caderas contra su incipiente erección. Yo tenía mucho que procesar mientras me masturbaba con una fiereza inusual.

Resultaba que mis padres eran humanos normales, con vidas propias más allá de ser mis simples proveedores de techo, comida y cuidados. Estaban además en plena forma, luciendo unos cuerpos cuidados y trabajados. Tenían deseos sexuales, una mentalidad liberal y muy pocos celos, como corroboraba el hecho de que mi madre se hubiera alzado para darse un épico morreo con Muriel. Aparte, esta se había confirmado como una auténtica divinidad desnuda, superando todas mis elucubraciones adolescentes por amplio margen.

Cuando las manos de mi madre y mi padre coincidieron en una caricia al coño de Muriel no pude aguantar más y me corrí regando por completo las hojas de mi escondite arbóreo. Un trueno lejano los sacó de su fervor y me hizo pensar en mi propia seguridad.

-Buf, la que va a caer. –Dijo mi madre.

-A mí no me importa mojarme. –Dijo mi padre.

-A mí menos, que ya estoy mojada. –Repuso Muriel con picardía.

Rieron los tres pero mi madre insistió.

-Vamos, que el nene está malito. Y así dejamos algo para esta noche, que si no llueve habrá que repetir.

Empezaron a recoger y yo corrí como alma que lleva el diablo. Pasada la excitación la debilidad volvió a apoderarse de mí. Me alejé un par de centenares de metros y me detuve para recuperar el resuello. Minutos después, caminé lentamente hacia la charca fingiendo que venía de casa hasta encontrármelos. Sofocado les alerté sobre el desastre de la viga y el destrozo causado en la casa. Aceleraron el paso preocupados. Me sorprendió su conducta: era completamente normal, como si lo que hubieran hecho minutos antes no hubiera supuesto para ellos impacto alguno, al contrario que para mí.

Al llegar a la casa los tres se echaron las manos a la cabeza y comenzaron a calibrar la situación. Subimos al piso superior y mi padre inspeccionó el desastre intentando comprender lo que había ocurrido. Se acercó al borde del terrible agujero, observó el vacío, colocó los brazos en jarras y se dispuso a comunicarnos su conclusión.

-Bueno, pues yo creo… -Acertó a decir antes de que el suelo se abriera bajo sus pies y le arrastrara a la oscuridad.

Mi madre gritó. Muriel gritó. Yo me quedé alucinado. Corrimos los tres escaleras abajo para encontrar a mi padre desparramado sobre el escombro y la maldita viga, con una sonrisa en la boca sangrante y moviendo un brazo para tranquilizarnos, ya que del otro asomaba un hueso por una herida grotesca.

-Dranquilos que no ha pafado nada. –Dijo.

Y mi madre gritó. Muriel gritó. Yo seguí en shock. A continuación mi madre se transformó en un torbellino que arrastró a mi padre al coche mientras gritaba instrucciones a Muriel. En lo que me parecieron menos de diez segundos el vehículo se alejaba por las calles del poblacho a un ritmo envidiable hasta para un conductor profesional de rally. Muriel y yo nos quedamos plantados allí, a la entrada del caserón, intentando recuperar el resuello hasta que desaparecieron de nuestra vista y la tormenta apareció sobre nosotros.

He de decir que los dos días siguientes fueron extraños. Me sentía preocupado por mi padre y Muriel también se mostraba inquieta y triste, revelando un cariño genuino por mis progenitores más allá del mero sexo. La enésima llamada de mi madre, anunciando que mi padre estaba ya en casa y en buena forma, nos animó a los dos y resucitó en mi mente mi habitual calentura.

Estaba solo con Muriel en lo que parecía el lugar más remoto de la Tierra. Ni en mis mejores sueños había contemplado aquel escenario. Aunque desestimamos todo intento de seguir con las reparaciones sí que estuvimos dedicados a limpiar el abundante escombro. Aquel trabajo rutinario y pesado se convirtió para mí en una bendición, ya que me permitía observar a Muriel a placer. No podía quitar ojo de la firmeza que adquiría su escultural culo cuando se inclinaba a recoger algo, ni del baile de sus extraordinarias tetas al más mínimo movimiento. Al terminar la labor obtuve mi recompensa.

Caminamos aquella tarde juntos hasta la charca. Allí, a la orilla del agua, nos tumbamos sobre las toallas. Muchas imágenes cruzaron por mi cabeza al tenerla allí tan cerca. Rememoré sus eróticas actividades con mis padres, su cuerpo desnudo, su apetecible escote durante aquel paseo que parecía ya tan lejano. Estábamos en silencio y no sabía cómo hacer avanzar la situación ni tampoco, para mí desgracia, si realmente estaba preparado para intentar algo así.

-Menudo calor… -Dije mientras la mirada se me perdía en su pecho, aún cubierto por su top.

-Sí, buf, llevo una sudada… Pero confiesa… ¡Tú lo que quieres es que me quite la camiseta como aquel día!

Me ruboricé porque tenía razón. ¿Qué iba a decir? Me quedé callado y noté cómo una gran tensión atenazaba mi cuerpo.

-Pero bueno, ¿te sirvió de inspiración?

¿Estaba Muriel preguntando lo que yo creía?

-¿Qué?

-Que si verme así, con sólo el bikini, te inspiró muchas pajas.

No respondí. Aún no estaba seguro si aquello estaba pasando de verdad o era solo producto de mi imaginación.

-Porque te harás pajas, ¿no? Dime.

-Sí. –Respondí con un susurro. Ella rio.

-Claro, si ya lo sabía yo. Yo creo que si por ti fuera no pararías de hacértelas ni un minuto.

Quería seguir con su juego. Quería ser el chico descarado que se aprovechara de esa situación respondiéndola en sus mismos términos. Pero por algún motivo estaba terriblemente incómodo. Ella lo percibió y echó el freno.

-Oye perdona, -dijo- es que me aburro aquí sin tus padres y se me va la olla. ¿Nos bañamos?

Yo me quedé paralizado y ella, decepcionada, tomo la iniciativa… por su cuenta. Se despojó del top dejando de nuevo a mi vista aquellos pechos soñados únicamente cubiertos por el sujetador del bikini y a continuación se quitó los shorts. Debajo solo había un minúsculo tanga que potenciaba las curvas de su culo y dejaba expuesta la casi totalidad de su atrevido tatuaje. Posó ante mi mirada ojoplática unos instantes y desilusionada por mi actitud se lanzó al agua. Tras unos minutos de alegre jugueteo en la poza resurgió totalmente mojada, con toda su figura sugerida bajo la ínfima tela. Contempló mi expresión, mi rubor y mi durísimo bulto bajo mis shorts y espetó.

-Pero cuidado que eres tontito.

Recogimos y volvimos a la casa para evitar la ya típica tormenta veraniega de todas las tardes. No dije ni una sola palabra mientras cenábamos y me fui a la cama sin romper mi voto de silencio. Estaba enfadado conmigo mismo. ¿Qué más quería? Todas mis fantasías habían sido superadas aquella tarde y yo no había estado a la altura. Simplemente haber seguido con aquella conversación habría sido la experiencia sexual más morbosa de toda mi vida y sin embargo me había quedado paralizado como un estúpido. Ni siquiera tenía ganas de masturbarme entre las sábanas húmedas rememorando la figura de Muriel bajo aquel sugerente bikini. Sentía que ni tan siquiera merecía aquel premio de consolación. Era un perdedor sin remisión. Cerré los ojos y me esforcé por dormir.

Desperté horas después. La noche estaba calmada y una luz blanquecina se colaba en mi habitación. Me sobresalté al ver una silueta al pie de mi cama.

-Voy a la charca. –Susurró Muriel a pesar de que éramos las dos únicas personas en kilómetros a la redonda- Me apetece…

Una vez más me quedé helado en la cama y la dejé marchar sin ni siquiera pronunciar un “Pues pásalo bien”. “¡Eres tonto, tío!” me gritaba una voz en mi interior probablemente procedente de la entrepierna y no de mi cerebro. Ese espíritu de la perversión me sedujo con una lógica aplastante: temía la reacción de Muriel, haber malinterpretado su actitud y que todo fuera producto de un exceso de imaginación adolescente. ¿Cómo podía una hembra así estar tentándome con sus numerosos encantos? ¿Qué ganaba seduciendo a un alfeñique como yo? Tal vez mis hormonas se habían apoderado de mi razón y lo único que quería aquella mujer era romper el hielo y hablar conmigo de tú a tú, tratándome por fin como a un adulto y no como a un pobre niño desvalido. Abrir una era de confianza, sinceridad y cercanía con su nuevo amigo. ¿Y qué tenía de malo aquello? ¿Qué podía perder por seguir su juego? En el peor de los casos tendría a una confidente madura de la que poder aprender mucho. En el mejor…

Me puse únicamente unos shorts y salí a la carrera. Cuando llegué a la charca ella ya estaba tumbada. Señaló una toalla que había dispuesto junto a la suya. Me esperaba.

-¿Vienes?

Me tumbé a su lado y contemplamos el cielo. Un rayo lejano transformó por un momento la noche en día.

-Hace buenísimo… -Dije. Me sentía más tranquilo y confiado que horas antes. Ella sonrió.

-Oye… antes no quería que te sintieras incómodo. Creía que podíamos hablar de estas cosas pero entiendo que te cortes. Si me he pasado pues oye, perdona.

-Es que… no me lo esperaba. Nada más.

-Normal. Supongo que no hablas de estos temas con nadie y menos de mi edad. Pero mira, a mí el sexo me parece algo normal de lo que hay que disfrutar. Y creo que es normal que a tu edad pues mires y… experimentes.

-Ya. Eso sí. –Estaba más calmado pero mi retórica seguía sin ser un prodigio.

-No es nada de lo que te tengas que avergonzar. Además, bueno, yo he notado cómo me miras y cómo te pones conmigo y ya ves que no te he dicho nunca nada.

-Gracias.

-A ti. Porque, a ver, una tiene su orgullo y que chavales de tu edad me vean atractiva… pues oye, levanta el ánimo.

Sus ojos brillaban de una forma única y especial. Su actitud era nueva para mí. Compartir con ella un instante tan íntimo había provocado algo en mí más allá de la mera excitación sexual.

-Yo te veo muy atractiva.

-¿Sí? ¿Desde cuándo?

-Desde siempre.

-¿Fui la primera que te “inspiró”?

-La que más.

Rio un instante.

-¿Qué pasa, que me dedicas muchas?

-Buff. –Acerté a decir. No controlaba ni mi lenguaje ni mis reacciones.

-¿Y qué imaginas cuando te pajeas pensando en mí?

-Todo.

-Jaja. ¿Todo, todo? ¿Verme desnuda?

-Ya… ya te digo.

-¿Así?

Mi mundo colapsó. Pareció reducirse a un recuadro pequeño en el que solo cabía una imagen. Muriel se llevó las manos a la espalda y con habilidad desató el sujetador de su bikini. La tela cayó ronroneado juguetona por su piel, escalando sus pezones, hasta desprenderse por completo. Ahí, ante mis ojos, estaban sus perfectos pechos. Nada tuvo que ver aquel momento con el de días atrás, cuando la vi con mis padres mientras la espiaba. Aquel momento era mío. Lo había hecho por mí.

-¿Te gustan?

-Bufff. Bufff.

-Jaja. ¿Habías visto algo así antes?

-Ni por la tele.

-Se pueden tocar eh. ¿Quieres?

Alargué mi mano temeroso, como quien siente que al tocar una brillante estrella quedará calcinado. Las yemas de mis dedos tocaron su piel. Estaba caliente y palpitaba bajo mi tacto.

-¿Qué te parece?

-Madre mía.

-A ver esto.

Tiró del tirante que anudaba el tanga a sus caderas y lo apartó, desvelando su firme abdomen, su hermoso tatuaje y su suculento coño.

-Mira, toca aquí. –Dijo llevando mi mano a su entrepierna.

Percibí de inmediato su ardor y su humedad. Mis sienes estrecharon mi cráneo. Muriel, mi diosa, estaba excitada. Por mí.

-¿Te atreves a besarlo?

No esperó mi respuesta. Separó sus piernas y se recostó en la toalla mientras, agarrando mi pelo, dirigía mi boca a su coñito. Instintivamente hundí mi lengua en él. Comprendí en aquel instante la metáfora del colibrí y la flor que tan cerca de mí adornaba su piel. No tenía ni idea de si mis esfuerzos funcionaban o si estaba haciendo el ridículo, pero al capturar entre mis labios el obstáculo que suponía su clítoris supe que había acertado. Muriel se convulsionó unos momentos y me hizo parar. ¿Había conseguido que se corriera?

Me sonrió y me besó en la boca.

-Qué rico sabes, eh. A ver cómo estás tú.

Tiró de mis shorts hasta despojármelos y mi polla saltó como un resorte.

-Madre mía cómo estás, nene. ¿Te he puesto yo así?

-Así me pones siempre.

-Pobre, no me extraña que te mates a pajas entonces. Esto no hay quien lo aguante, ¿a que no? ¿Te las haces así?

Me cogió con sus delicadas manos la polla y empezó a masajearla. Nunca había sentido nada igual. Mis briosas fricciones no tenían nada que ver con sus sensuales caricias. Estaba en el paraíso. En el cielo el fulgor de un nuevo rayo coincidió con un impacto de placer que explotó en mis huevos y se derramó por la mano de Muriel y todo mi abdomen.

-Qué corrida, qué barbaridad. Con esto ahí guardado no podrías ni pensar.

Comenzaron a caer las primeras gotas sobre nosotros. El golpeteo del agua sobre su cuerpo desnudo no parecía importarla. Siguió jugueteando con mi polla y todo el semen derramado. Mi erección no disminuía.

-Uy, esto parece que quiere más. ¿Tú quieres más?

Era una pregunta retórica. Se incorporó y a continuación hizo descender su cuerpo hacia mi polla. Con un movimiento de cadera acomodó mi capullo a la entrada de su coño y me hizo entrar poco a poco. La tormenta nos alcanzó derramando sobre nosotros su furia. Las gotas de lluvia golpeaban el cuerpo de Muriel mientras me cabalgaba con soltura. Se contoneaba sobre mí como una bailarina poseída por un espíritu ancestral. Tronó de nuevo y un rayo me permitió ver sus pezones erizados, coronados por gotas que descendían de ellos por su abdomen, su pubis y la unión entre nuestros dos cuerpos. Me corrí con un gemido hasta vaciarme por completo en su interior. Ella, insaciable, continuó aprovechando la dureza de mi erección hasta acabar en un éxtasis que culminó con la galerna. Recostó su pelo mojado contra mi torso y quedamos allí unos minutos, agotados.

A la mañana siguiente desperté en mi cama sin tan siquiera recordar cómo había llegado a ella. No podía creer lo que había pasado. ¿Había sido producto de mi imaginación, un espejismo fruto de la calentura? Mi cuerpo dolorido se recuperaba aún de una dura batalla. Me vestí y bajé las escaleras. En el piso de abajo las maletas ya estaban hechas y Muriel esperaba impaciente. Me miró con una sonrisa.

-¿Listo para volver a casa?

Pensé en decirla que, por mí, pasaría el resto de mi vida en aquel pueblo abandonado a cambio de otra noche como la anterior. Pero en su actitud adiviné que, como yo, también había cumplido una fantasía oculta y prohibida y que en el futuro sería para ambos algo tan remoto e improbable como un sueño apasionado de juventud.