El monstruo debajo de mi cama I
Hello, it's me -8-
Cuando cumplí 10 años mi mayor sueño era ser corredora, competir en los juegos olímpicos, ser la más rápida de todas. Me veía en la pista con los ojos fijos en el suelo, me veía corriendo como nunca y cruzando la meta con los vítores de las personas en mis tímpanos, tan feliz y más libre que nunca.
A los 12 años mi sueño cambió, deseaba ser piloto de avión, quería entrar al ejército y demostrarles a todos que podía ser lo que yo quisiera.
Al día siguiente de haber cumplido 14 años desperté queriendo ser astronauta, sentía inconformidad con la realidad que pisaban mis pies, quería estar lejos, quería ver más, conocer más.
Dos meses después de haber cumplido 16 años me detectaron cáncer en la sangre, resultado: todos mis sueños rotos en pedazos.
I
En la habitación 416 del hospital oncológico estaba Rou Liddell, traía una bata azul pálido que contrastaba con su piel, su delgadez pronunciaba su clavícula y en sus ojos se notaba un destello de brillo que parecía cansado y a punto de desvanecer. Su cabello negro corto no mostraba signos de la larga melena que le cubría los hombros hace apenas unos meses. Rou miraba por la ventana, su respiración lenta, su mirada perdida en alguna parte lejos de aquel hospital.
– Rou regresa a la cama, es hora del almuerzo – dijo una voz desde la puerta.
Su madre tenía el cabello igual de negro y el mismo color de ojos, a diferencia de su hija, los de ella se notaban más vivos y, a pesar de las preocupaciones, trasnochos y demás, la diferencia era notable. Rou puso cara de asco al ver la bandeja que las enfermeras le traían, pero de inmediato su madre la reprochó con la mirada y, cualquier cosa que pensara decir optó por no hacerlo.
– Gracias – dijo con voz ronca cuando pusieron la bandeja sobre sus piernas, con una leve sonrisa y, en contra de su voluntad, se dispuso a comer lo que sea que le hubiesen servido – ni siquiera se lo qué es – dijo cuando las enfermeras se marcharon – su madre sonrió mientras abría un periódico.
Intentaba con excesivo esfuerzo no mostrarse pesimista frente a su mamá. De por sí, su actitud mostraba una neutralidad innata que solo desaparecía por intervalos cuando hablaba sobre cosas que realmente le interesaban. Trataba en demasía no pensar en todas las metas que, probablemente, nunca cumpliría, porque a pesar del extenuante tratamiento ella se mostraba cada vez más débil, como si supiera el final de todo ese circo que le habían impuesto sin preguntarle nunca su opinión.
– ¿puedo salir un rato? – le preguntó a su mamá luego de haber terminado la horrible comida.
La señora Liddell miró por la ventana. El cielo estaba más azul que nunca y el verde que pintaba los árboles transmitía demasiada vida a causa de la lluvia del día anterior. Ella asintió a la vez que se disponía a sacar algunas prendas de ropa de la maleta.
– Tienes un pésimo gusto para escoger tu ropa – le dijo su mamá – si me dejaras comprarte algo…
– Me vería como una niña de cinco años – dijo Rou completando la frase entre risas.
Rou se quitó la bata y se dejó ayudar a poner una camisa tres tallas más grande que ella y unos pantalones holgados que en su mejor momento de gloria habían sido de un color azul y que ahora relucían un agradable marrón añejado.
– Pensarán que eres una vagabunda – le dijo su madre entre risas.
Rou la ignoró con una sonrisa que afirmaba, efectivamente, que lo parecía, pero no le dio importancia, se puso un gorro y salió ansiosa.
Se dejó tomar la mano, su madre la llenaba de seguridad a cualquier lugar que iba. Probablemente, meses atrás jamás hubiese permitido que su mamá la tomara de la mano al salir a algún sitio, pero en ese momento la necesitaba más que nunca y, al mismo tiempo, lamentaba que su madre tuviera que pasar todo aquello junto a ella.
El aire tibio las recibió de forma muy agradable y ambas caminaron despacio por el camino de piedra que cruzaba todo el enorme jardín. Se sentaron en un banco frente a un lago donde los patos se refrescaban.
– Parecen felices – dijo Rou.
– Lo están – dijo su madre – tienen derecho a estarlo, igual que todos.
– ¿Tú eres feliz? – preguntó.
Su madre la miró con una sonrisa.
– Estás viva, claro que lo soy – respondió.
Rou apretó los labios y dejó de mirar hacia el lago.
– Y voy a seguir siendo feliz – agregó la señora Liddell.
Rou no supo descifrar si su mamá se refería a que seguiría siendo feliz aun si pasaba lo peor o si seguiría siendo feliz porque ganaría su lucha. No quiso preguntar, ni tampoco demostrar la punzada de dolor que atravesó su rostro. Su cuerpo se inclinó hacia adelante y perdió el conocimiento.
Unos ojos verdes la miraban desde la oscuridad, sintió el calor del aliento pegando en su cara – ¡Regresa! – le pidió.
Abrió los ojos con el sonido de la máquina en su oído, irritante, que le permitía saber que su corazón aún seguía latiendo. El sol empezaba a ocultarse y la habitación 416 se iba quedando a oscuras con cada minuto. Su mamá dormía en el sillón al lado de su cama, con el rostro brillante de lágrimas secas. Y decidió compartirlas. Lloró hasta quedarse dormida de nuevo.
¿Cuántas veces nos hemos hecho preguntas que no tienen respuesta alguna? ¿Por qué insistimos tanto en la tortura propia de saber las razones detrás de los hechos? Nos lamentamos una y otra vez, nos auto consolamos, nos damos lástima, creyéndonos víctimas de situaciones que nos conciernen totalmente. Rou lamentaba a diario su insuficiencia de fantasear, no era capaz de correr, ni de volar en sus sueños. Su realidad había sobrepasado límites infinitos, no había muerto aún, pero se sentía muerta ya.
La habitación estaba completamente oscura, salvo por la luz que se escapaba por los bordes de la única puerta que había allí. Por el desorden en el sillón donde su mamá pasaba gran parte de su día, supuso que estaba en el baño. Levantó la mitad de su cuerpo como pudo y se sentó al borde la cama mientras miraba sus pies.
– No vuelvas a irte – escuchó decir como un susurro.
Rou levantó la vista con rapidez y miró a su alrededor, mientras su corazón latía con fuerza y la irritante máquina lo anunciaba.
– ¿Quién anda ahí? – preguntó con la voz ronca y temblorosa palpando la pared a su lado, intentando encender la luz.
Una sombra con los ojos más verdes que nadie haya podido ver jamás se asomó a la luz que entraba por la ventana.
– Te he visto – dijo Rou – ¿Quién eres? – preguntó con más fuerza.
– Blink – dijo.
– ¿Qué estás haciendo aquí? – preguntó una vez más poniéndose de pie.
– Asegurándome de que no vuelvas a irte – respondió.
Rou aún no podía distinguir la silueta de quien le hablaba, solo podía mirar con claridad los ojos que la miraban fijamente.
– No me he ido a ningún lado – dijo Rou confundida.
– Te has desmayado en el jardín.
– ¿Estabas ahí?
– Algo así.
Rou entrecerró los ojos – ¿Eres una especie de vampiro o algo así? – preguntó divertida.
– Claro que no – respondió – no soy nada que conozcas – optó por decir luego de un breve silencio.
– Dejame verte – le pidió, pero en ese instante la puerta de la habitación se abrió de par en par. Rou giró a mirar quién había entrado y al devolver la mirada hacia la ventana solo pudo ver la silueta de ojos verdes alejarse entre la oscuridad.
– ¿Estás bien? – preguntó la señora Liddell acercándose a ella preocupada.
Estaba un poco aturdida, la miró sin mirarla realmente – sí – fue lo único que dijo al reaccionar – estoy bien.
No dejó de mirar hacia la ventana, hasta que el sueño logró vencerla.
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