El modo “fun” no funciona

Final del verano. La voluptuosa Azucena tiene un cuerpo de vértigo y un matrimonio sumido en la rutina. Pasa unos días en el chalet de sus padres, todo piscina, bikini y molicie. Pero el aire acondicionado se estropea y los manitas que acuden acaban más pendientes de sus curvas que de la avería.

Su madre golpeaba el mando acondicionado.

–El modo “fun” no funciona. Justino, tienes que llamar al técnico.

–Estamos a finales de agosto.

–No voy a pasar todo el verano con un aire sin potencia.

–Pero algo va, mujer.

–Esto no tira, Justino. ¡Tienes que hacer algo

–Ya llamo. Pero va a costar mucho que venga alguien hasta aquí en pleno verano.

Azucena contempló a sus padres. Siempre eran así. Su padre contemporizando, su madre atacada. Habían pasado los años y seguían siendo igual.. Justo hoy, que todo le había salido tan mal, que su marido acababa de irse a trabajar a la ciudad y la había dejado allí, en aquel chalet del Alto del Cadrete, con sus padres, la perrita Tara, una bichón maltés que su hermana dejaba en el chalet para irse ella de vacaciones; y sin nada que hacer. Durante toda la semana había pasado de su marido. Sin embargo, él no había parado de buscarla, de acosarla, de asediarla. No podía culparlo. Siempre había notado ese halo, ese modo en que la vida se hacía fácil a su paso, se abrían las aguas para que ella cruzase. La explicación: estaba más buena que el pan. Azucena se empezó a dar cuenta a los 16 años, cuando de repente, su pechitos se convirtieron, casi de la noche al día, en unas tetazas de impresión. Y los profesores comenzaron a ponerle mejor nota, y los chicos que antes no le hablaban ahora no la dejaban ni a sol ni a sombra, y las visitas de los parientes que ahora,  se fijaban en ella, y le decían “¡Cuánto has crecido”; traducción: “¡Cuánto te han crecido!”. Desde entonces su vida se tornó fácil. Conoció a Emilo, se casaron… Pero cada verano los días que pasaban en casas de sus padres ella caía en una extraña apatía.

Justo la mañana que se fue Emilio, su marido asaltó su cama, su madre les obligaba a dormir en una habitación con dos camas separadas, le subió la escueta camiseta de pijama con la que dormía y empezó a comerle las tetas. Lo pezones se le pusieron duros, pero Azucena cortó por lo sano. Su padre roncaba en la habitación.. pero ni eso le dio seguridad. Al contrario… le cortaba el rollo y ella se lo cortó a su marido en una cadena de insatisfacciones matinales. Y así se fue Emilio y a continuación, como prueba del desajuste, se desajustó el aire acondicionado. Así, en un par de horas, la casa se había calentado al mismo tiempo que ella, como si la lengua de su esposo, metafórica y húmeda, siguiese jugueteando con sus pechos… Y era ahora que no estaba cuando, de manera paradójica, se sentía incapaz de negarse a ningún avance.

Aquella mañana había dado el paseo hasta Cadrete que daban cada mañana. Como cada día pasó al lado de una obra. Pero esta vez lo obreros la vieron sola y empezaron a gritarle obscenidades e inconveniencias. Y ella en vez de ofenderse sacudió más sus caderas al pasar, enfundadas en las mallas negras que se ponía cada mañana para andar un rato y hacer algo de ejercicio.

En el café ese día el camarero estaba un tanto atribulado y por culpa de un pelotazo accidental de unos niños que jugaban en la plaza la leche del café con leche acabó sobre sus piernas. No era leche caliente, pero era mucha leche, casi toda una botella. Se indignó, claro, cuando vio todo aquel desastre. Cruzó la plaza y se entró en la única tienda de ropa abierta. Compraría otras mallas y volvería a casa de sus padres.

–Sólo tengo estas. Lo siento, es que es agosto. En septiembre tendremos más.

No supo negarse. Era como si la marcha de su marido la hubiese dejado sin voluntad.

Eran blancas. Mallas blancas combinadas con un tanga negro que se marcaba como el demonio. Al principio no pensó en ello. Se las puso rápido y pagó cuánto antes. Pero ya nada más salir vio al camarero de la terraza que le miraba con los ojos fuera de las órbitas. Y el guardia urbano que vigilaba las puertas del Ayuntamiento de Cadrete. Siguió como si nada. Pero empezó a ser consciente de que era como ir casi desnuda. Quedaban veinte minutos para llegar a su casa. Volvió. Caminaba rápido pero a más rápido lo hacía más oscilaban sus caderas. Se cruzó con una pareja, una chica con su novio y llegó a ver cómo ella le pegaba a él indignada en el brazo, tal vez porque había dejado de escucharla incapaz de concentrarse en nada que no fuera el bombón que caminaba hacia ellos. Y ya cuando de regreso volvió a pasar por la obra aquello fue un escándalo. Ya eran las diez y estaba todos sentados comiendo el bocadillo. Sería el calor, o las latas de cerveza o todo a la vez. ¡Qué procacidad! ¡Que riqueza de vocabulario! ¡Que gestos! Hizo ver que no se enteraba pero no era verdad.

–Llegas toda sudada, hija… –le espetó su madre.

–Es una manera de decirlo –porque no le iba a decir a su madre en qué parte, precisamente, estaba más mojada.

–Ve a bañarte… antes de que haga más calor.

Era lo que tenía su madre. Seguía comportándose como si tuviese doce años. Metiéndose en todo lo que tenía que hacer o no.

Se puso el bikini rojo con remates dorados de Aubade que le había regalado Emilio. Pensó en hacerse un selfie y mandárselo a su esposo así que se puso unos sandalias veraniegas de cuña alta que también le había regalado él. Le hacían mejor tipo: levantaban todo lo que había que había que levantar. Se sentía espectacular y el agua fría de la piscina haría el resto.

En esto se topó con el tipo. En mono, sin afeitar, barriga un tanto prominente. Caja de herramientas en una mano enorme, tosca. Un tanto peluda.

–Es Gabi. Ha sido tan amable de venir hasta aquí a reparar el aire acondicionado –su padre había surgido detrás de él, con un cigarrillo entre los dedos.

Así era ella de oportuna, con un bikini mínimo, una toalla en el brazo, un libro y el móvil en la mano, las gafas de sol con un patilla metida en el canalillo. Se tapó con la toalla como pudo, sintiéndose traicionada por sus pezones que justo en ese momento había decidido ejercer su libertad de expresión.

Gabi le tendió la mano. Ella, dudó un momento, pero tuvo que dársela.

–Gabi, encantado.

No le extrañaba que estuviese encantado. Al estrecharle la mano la toalla se cayó y su cuerpo espléndido quedó del todo expuesto.

–Ejemm.. sí… Yo, Azucena –llegó a balbucir. Y salió de la casa casi corriendo, un tanto avergonzada.

–Señorita…

Ella se volvió.

–Su toalla.

–Sí, claro.

Ella ya estaba roja como un tomate.

Se alejó hasta la tumbona casi corriendo.

Se puso a leer pero no podía concentrarse. De la selfie para su marido ya ni se acordaba. Sus ojos pasaban sobre las letras de las páginas pero le resultaba imposible concentrarse. Escuchó cómo aquel técnico subía por la escalera exterior hasta la terraza, donde estaba el aparato del aire. Pensó que desde allí tendría un vista fantástica, pero no del jardín sino de ella misma. Desde arriba. Se acordó de la pifia con las mallas blancas, de los gritos de los trabajadores de las construcción. Entonces empezó a pensar que si el dichoso Gabi se ponía de pie podría contemplarla perfectamente tumbaba tan larga era.

Se levantó todavía con las sandalias de cuña puestas y caminó por toda la piscina hasta el trampolín. Llegó hasta allí, se descalzó y se tiró al agua. Nadó un poco y luego subió por la escalerilla a cámara lenta, para que si Gabi estuviese mirando, no se perdiese detalle alguno. Todavía tenía un pie en el escalón que estaba dentro del agua cuando sacudió la cabeza para que todo el agua salpicase por todo su cuerpo.

Su madre vino a interrumpirla:

–Ponte crema protectora, que te lo tengo dicho mil veces.

–Sí, mamá…

Pero no hizo caso. Se volvió a tumbar esta vez de espaldas, consciente que desde la azotea donde se encontraba el aire acondicionado Gabi vería perfectamente como la parte trasera de la braguita de su bikini se hundía entre sus dos cachetes, duros, prietos, tostados por el sol. Pero le dio igual. Se desabrochó la parte de arriba del bikini para que no le quedase marca en la espalda. Se adormiló un tanto hasta que la despertó una voz:

–Su madre tiene razón, señorita. Debería ponerse protección solar.

Giró la cabeza. Era Gabi. El muy descarado del técnico se había plantado allí, mirándola. ¡Vete tu a saber cuánto tiempo llevaba plantado detrás de ella!

–No me puedo untar la espalda yo misma.

–¿Permite?

Estaba pidiendo permiso… el marco mental que había creado su madre… No parecía un tipo agradable pero tampoco peligroso. Con su cuello torsionado a penas pudo encogerse de hombros. El técnico se sentó en el borde de la tumbona. Recogió del suelo el bote de crema y empezó a untársela en la espalda, muy suave. Azucena sintió aquella manaza y de alguna manera la percibió como reconfortante. Pero era su vida. Era aquel verano. Y nada bueno podía durar mucho. De repente sintió que la parte de abajo del bikini se deslizaba y se iba como si tuviese vida propia. Levantó la cabeza y vio que Tara, la perrita, estaba tirando de un lado del sujetador.

–¡No, Tara! ¡No!

Era lo que tenía Tara, guapa pero boba. Tiró del bikini mordiendo con fuerza y salió corriendo. Ella se volvió para con una mano intentar atrapar el bikini, error: la perra fue muy rápida; y con la otra taparse aquellos pechos que ahora quedaba del todo al descubierto para solaz de Gabi, doble error: una sola de sus manitas no hubiera podido tapar aquel par de globos. De hecho, eran tan prominentes que al volverse ella tan rápido toparon con la mano derecha de Gabi, la que no tenía en la espalda de Azucena, la que sostenía el bote de crema. Tal vez sorprendido, el técnico del aire acondicionado apretó el bote y la crema salió a presión, blanca, lechosa sobre sus melones temblorosos.

–¡Perra estúpida! Y usted, ¿qué hace?

Gabi se quedó mirándola. Ciertamente hasta ella se daba cuenta de que se había convertido en algo digno de contemplar, entre sorprendida, sexy y lujuriosa. ¡Dios! ¡Estaba tan caliente y no era por el sol!

–No es tonta, sólo está en celo… la perra, digo.

Pero ella no tuvo tan claro de que estuviese hablase de la perra.

Aquella noche Azucena casi no cenó. Sólo podía pensar en el ardor que sentía en la entrepierna. Mientras, su padre no hacía más que elogiar la labor del técnico.

–Hemos tenido mucha suerte de que venga en pleno agosto. Dice que mañana traerá más personal y que lo arreglarán por fin –apuntaba su padre.

El por fin que buscaba ella era irse a la cama. Buscó en su maleta y encontró el vibrador. Se lo había traído pensando en la ausencia de Emilio, aunque luego cuando estaba su marido no tenía el cuerpo para fandangos. Pensaba que por fin iba a tener lo que necesitaba… pero hacía tanto que no lo usaba que no las pilas estaban agotadas. Mala suerte para ella… ¡otra vez! Y encima con aquel calor casi no pudo pegar ojo en toda la noche.

Día 2

Había desayunado tranquila en apariencia pero por dentro seguía igual de inquieta, con una comezón que la estaba devorando desde las entrañas. Gabi ya había llegado hacía rato. Desde luego, la paz exterior tampoco podía durar estando su madre cerca. Apareció con el café y oyendo la radio a todo trapo.

–¿Qué bikini te vas a poner?

–El rojo. El que me regaló mi marido.

–No te has puesto el bikini que te compré en el mercadillo. Os compro uno para ti y otro para tu hermana y las dos pasáis de mí.

Nadie manejaba la culpa ajena como su madre. Era la Kill Bill del complejo de culpa.

–¡Vale! ¡Ahora lo cojo!

Cuando salió con el bikini puesto ya resultaba evidente que a lo mejor no había sido la mejor idea. Era verde, color que a ella le gustaba. Pero como mínimo era de una talla más pequeña que la suya. Aquellos triángulos apenas podían contener una capacidad pectoral tan rebosante como la suya y la braguita por delante era demasiado baja. Por suerte iba bien depilada porque justo, justo, llegaba al límite del pubis.

Pues nada. Se puso sus zapatos de cuña y se fue a la piscina. Su madre ya estaba en otra cosa. Su capacidad de intervención era mucha, pero también muy dispersa.

No se había bañado todavía y estaba a punto de dormirse en la tumbona cuando volvió a sonar la voz de su madre.

–Súbele a ese hombre esta cerveza fresca, anda…

–Pero, mamá, ¿justo ahora?

–Lleva toda la mañana trabajando bajo el sol. Y no querrás que suba tu padre, que tiene la rodilla como la tiene.

No había duda, había vuelto a sacar la katana.

Azucena bufó. No había manera de librarse.

–Bueno.

Se volvió a poner las sandalias. Sintió que le hacían un tipazo increíble y subió la escalera metálica hasta la azotea. Vio el aparato desmontado, las piezas por el suelo de la azotea.

–Muchas gracias. ¡Fresquita como a mí me gusta!

Lo tenía justo detrás. Antes de que pudiera reaccionar la rodeaba con sus brazos y abría la lata de cerveza que ella llevaba en la mano.

–¡No!

Su madre debía de haber sacudido la lata antes, porque buena parte de la cerveza saltó a presión salpicando sus pechos. No había manera. Cada vez que aquel tipo se le acercaba  le derramaba algo líquido sobre las tetas.

–Lo siento. ¡Que torpe soy!

Azucena no sabía si se refería a haberle derramado la birra en el escote o a como le había restregado el paquete en el trasero. Ella se volvió, le dio la cerveza…

–¡Pero qué hace?

Y es que el bueno de Gabi, o el salido de Gabi o lo que fuese Gabi se había atrevido a tocarle una teta, con la excusa de secarle un poco de cerveza… Le apartó de un manotazo.

–¡Soy una mujer casada!

Y se fue muy ofendida. Lo bastante para sentir la mirada del operario mientas bajaba por la escalera de la que colgaba una verde madreselva hacia la pared del chalet. Y más notaba sus ojos clavados en ella más movía ella las caderas mientras descendía, como si no pudiese evitarlo, como si una personalidad ajena se hubiera apropiado de su voluptuoso cuerpo.

Media hora después, con el sol en todo lo alto, se metió en el agua. El agua estaba fantástica, se mojó hasta el cuello, pero no la cabeza. No quería tener que lavarse el pelo luego. Estaba pensando en sus cosas cuando oyó alguien que entraba. Se giró. Bajando la escalerilla estaba Gabi, con un bañador amarillo que algún día había sido de su padre. En resumen se podría decir que el técnico de aire acondicionado era ese tipo de hombre que gana vestido.

–Su padre me dijo que podía remojarme antes de comer. Es que allá arriba el calor es espantoso.

–Pero, pero…

–No la molestaré, señorita… quiero decir, señora. ..

–Ya salgo yo –replicó Azucena visiblemente contrariada.

Se levantó y entonces vio la cara de estupor-sorpresa-encantado de Gabi. Y ella temió-entendió-seavergonzó. Miró hacia abajo y, en efecto, el bikini de mercadillo era tan barato por alguna razón: la tela verde se había vuelto transparente con el agua. Se le veían todos los pechos, sus pezones hinchados, sus senos rotundos. No podía sentirse más avergonzada. Corrió hacia la escalerilla de la piscina para salir de su campo visual lo antes posibles pero junto a la escalerilla estaba él, Gabi y a medida que avanzaba el agua estaba más baja y ahora ya era su coñito casi depilado resultaba visible al completo. Ya toda nerviosa salió rápido pero al emerger su cuerpo del agua, el breve sostén cedió y uno de sus pechos quedó todo al descubierto. El pezón rebelde daba la cara por fin. Si excusas. Intentó taparse, Gabi estaba a un palmo de ella pero al intentar subirse la parte superior del bikini con una mano la otra le resbaló de la mojada   escalerilla y cayó de espadas de nuevo en el agua.

–¿Señorita, está bien?

Gabi la había cogido… como si hubiese agua suficiente para ahogarse… Aquel indeseable no perdía ninguna ocasión. Ella jadeaba, pero no era por el agua… era del bochorno que sentía. De repente él la tenía contra la pared, pegado su cuerpo al suyo. Se sentía casi inmovilizada… contra aquel corpachón.

–¿Está bien? –preguntó de nuevo.

Parecía solícito pero su lenguaje corporal no dudaba. Como no lo había hecho arriba. Sabía lo que quería e iba a por ello.

–Sí, sí… déjeme –pero casi lo dijo sin voz.

–Yo creo que no… está usted temblando… ­–Sintió una de sus manos en las caderas, sobre el lacito del bikini. Esa mano no debía estar allí…. Debía apartarse, volver a la escalerilla, a pesar del maldito bikini, a pesar de lo excitada que se sentía… Pero su cuerpo le abandonaba.

–Creo que ya sé lo que le pasa. ¿Saben lo que dicen de los Altos del Cadrete?

–No, no… ¿qué dicen?

–Que no vayas, que si pueden te la meten.

Y en eso la mano se deslizó de su cadera a su pubis y no tardó ni un segundo en correr aquella tela del bikini de saldo. Sintió como sus dedos penetraban sin problema en su más recóndita intimidad… ¿Por qué estaba mojada? ¿Por qué estaba en una piscina? Su respiración se agitó y sus pechos salían y entraban en el agua como impulsados por un mecanismos hidráulico.

–Creo… oh…. Ah… creo que no se refiere a eso, …ahh… Gabi –mientras intentaba separarlo de ellos con sus brazos… pero era un tipo demasiado grande… ¡Dios! ¡Lo que le jodía era que tenía razón! ¡Era justo eso lo que necesitaba! Sentir los dedos de aquel extraño recorriendo su vagina, entrando y saliendo para volver a entrar como Pedro por su coño. Y quería que siguiese… que fuese a más… ¡Dios! Se mordió los labios.

–Tiene razón, señorita: el refrán es “te la meten” y esto es más bien “te los meten”.

De repente se detuvo. El muy ladino la miró con una media sonrisa y preguntó:

–¿Quiere que pare? No querría violentarla.

¡A buenas horas se preocupaba por la cortesía aquel cabronazo! ¡Ahora que estaba ardiendo, que iba a empezar a provocar que el agua de la piscina empezase a hervir!

–¡No! ¡Siga! ¡Siga! –y se mordió el labio invadida del todo por el deseo.

El tipo siguió, como un émbolo diabólico que iba a estar a punto de enviarla al paraíso… o al infierno por culpa de lo que estaba a punto de sentir.

–¡Cariño, a comer!

Era la voz de su madre. ¡No se lo podía creer! El bikini barato, la cerveza, todo había sido culpa de ella y ahora que estaba a punto de llegar al orgasmo, ese orgasmo que llevaba 48 horas buscando como una loca, se le ocurría aparecer.

Lo dos dedos salieron dejando un curioso efecto vacío. Gabi paró. Se separó de ella como si no pasase nada. Y se zambulló en el agua.

Maldito cabrón. Maldita su madre. Maldito su cuerpo. Malditos todos.

Cuando salió de la piscina su madre le dijo apremiándola.

–¡Corre que se van a enfriar las lentejas!

Y Azucena pensó que eso no era lo único que, para su desgracia, se había enfriado.

Día 3

Gabi les había explicado que el problema era más complejo de lo que parecía en un principio y que combinaba diversas fugas en el circuito, un problema en el motor externo y un cambio de filtro por lo que acudió con sus dos ayudantes: un jovencito magrebí, Ouadid; y un rumano malcarado de unos cincuenta años, de aspecto cetrino y mal afeitado, excepto en el bigote, ya entrecano, que lucía poblado, que respondía al nombre de Radu. Con esos mimbres y siendo el cuarto día que se morían de calor, la pobre Azucena sólo podía estar todo el día entrando y saliendo de la piscina para refrescarse ella y calentar a los operarios, más pendientes de su físico que de los problemas mecánicos que en teoría habían venido a resolver. Les habían asegurado a ella y a sus padres que en un día ya lo tendrían, y aunque Justino, con su habitual campechanía lo daba por bueno, Azucena dudaba, dado el aspecto de incompetencia que se daban los tres.

Además esta irritada, tensa. Se sentía mal con ella misma por estar tan salida, por disfrutar sabiéndose observada desde la azotea por los tres haraganes, por no haber aprovechado las múltiples ocasiones en la que su marido le había suplicado por sexo para ahora encontrarse así, al borde de perder el control, como había pasado el día anterior en la piscina con el descarado chapuzas. Pero también enfadada con sus padres. Ella era un profesional de éxito. La acababan de ascender antes del verano en la farmacéutica en la que trabajaba. De jefa ventas a directora de marketing. Joder, en el trabajo ella no era así. Bueno, a veces había coqueteado con una algún cliente para incrementar una venta. Bueno, muchas veces. Pero sin perder el control. Eso nunca. En cambio, en el chalet de sus padres, de repente todo se descontrolaba. Y a juicio de la torturada Azucena era culpa de ellos. Su madre la quería controlar como si tuviera doce años, se metía en todo, opinaba sobre todo, la infantilizaba. Y ambos generaban una falsa sensación de seguridad que luego se volvía todo lo contrario, se desvanecía. En su afán por quedar bien con todo el mundo, en lugar de protegerla la exponían, la dejaban a la intemperie una y otra vez para que cualquier desaprensivo se aprovechase de ella, ya fuese con los ojos, las manos o lo que fuese menester. Ya le había pasado una vez con quince años, justo en ese momento de “Niña, cuánto has crecido”. Su padre y su madre se comprometieron a llevar unos materiales de entrenamiento al equipo de futbol femenino donde ella jugaba con más voluntad que pericia. Al final, el musculoso y atractivo entrenador acabó sentado detrás, junto a ella, con sus padres delante, parloteando.

–Pues a Azucena debería jugar más, siempre la deja de suplente. Debería darle más juego –se entrometió su madre.

–Y tiene buenas piernas –terciaba su padre al volante.

–Sí, sí que las tiene –replicaba el joven entrenador, que aspiraba a jugar en segunda pero que nunca llegó a nada por su afición a la fiesta. Y mientras decía eso miraba a Azucena, sentada a su lado, con unos pantalones cortos, demasiado cortos y demasiado ceñidos, inútilmente ella le había intentado explicar a su madre que eran de voley y no de fútbol pero:

–Para un entrenamiento da igual –había zanjado su progenitora.

–Y corre mucho más que antes…

–No sé si se corre mucho, tendría que comprobarlo –y al decirlo el entrenador empezó a tocar su muslo y a bajar pasando de lo que sería el área de penalty del muslo al área de meta de su entrepierna.

–Usted exíjale a fondo y ella le responderá –seguía su madre, con la vista fija en la calzada y del todo ausente de lo que estaba pasando en ese momento a medio metro de su nuca.

–Lo haré, lo haré.. la llevaré hasta el límite.

–Mamá, no se si debe… –intentaba protegerse Azucena desde el asiento de atrás.

–¡Tu calla, nena! ¡Y haz caso a tu entrenador que estás en buenas manos!

Y en ese momento no las manos, que buenas en lo suyo sí que eran, pero los dedos estaban apartando el finísimo pantalón, sorteando las braguitas y entrando hasta el fondo de la red, mientras la pobre Azucena no sabía si chillar, gozar o ahogar el orgasmo que estaba a punto de sacudirla, con aquellos pechos que acababan de rebelarse y tensaban una camiseta blanca que había encogido porque su madre se había equivocado de programa de lavado.

Durante años, esa experiencia erótica en el monovolumen de sus padres fue la mayor de su vida hasta que la desvirgó su primer novio. Y ahora, tantos años después, se sentía igual, entregada a unos extraños por la inconsciencia de sus padres, que se habían instalado, de manera permanente, en la puta parra.

Ese día, como todos, después de comer, lavó los platos. Cuando acabó su padre y su madre ya estaban ambos roncando en cada uno de los dos sofás. La hora de la siesta era sagrada en esa casa y con aquel calor más todavía. Se fue a su habitación, apenas separada del salón por un breve pasillo. La persiana ya estaba bajada, lo habría hecho su madre y Azucena en la oscuridad se abrió el vestido camisero, se quedó en unas diminutas braguitas y se deslizó en su cama…

–Pero.. pero… ¿qué hace usted aquí?

–Su madre me dijo que podía dormir la siesta.

En medio de la penumbra, y ahora que sus ojos se habían habituado a la oscuridad, reconoció al joven Ouadid, sus rasgos armoniosos, su pelo rizado, su piel morena, metido en su cama y tan sorprendido como ella.

–Su madre me dijo que podía echarme aquí un rato.

¡Ya estaba! ¡Su madre liándolo todo! ¡Siempre tan progre! ¡Siempre ayudando a todo el mundo! ¿Se habría olvidado de avisarla? ¡Era tan despistada! ¿O se habría confundido el morito y se había colado en su cuarto en lugar de el de invitados, que estaba justo al lado? Ahora era tarde. Por suerte sus padres estaban durmiendo, nadie se había dado cuenta de nada.

–Ouadid, tienes que irte.

–Sí, sí… lo siento –la verdad es que hablaba un castellano impecable.

Pero no se movía… Ella fue a retirarse pero él la sujetó del brazo.

–Señorita, no se lo diga a Gabi. Él me despediría por esto.

–No, no. ¡Tranquila! ¡Pero sal, que no quiero un escándalo!

–Yo saldría pero… no puedo. No así.

En la penumbra ella no podía ver. Entonces Ouadid le cogió la mano y se la puso encima de la sábana. ¡Cielos! ¿Aquello era una polla? ¡Ahora entendía porque se había perdido la batalla de Guadalete! ¡Vaya punta de lanza!

–Pero, Ouadid, ¿esto es por mí?

Y en ese momento cayó en que estaba semidesnuda, con un par de pechos que asemejaban los cántaros de rica miel del Cantar de los cantares. En un arrebato de timidez, tomó un borde de la sábana y se los cubrió. Al hacerlo tapó lo suyo pero destapó lo del moro, que, en verdad en verdad os digo, era digno de ser contemplado.

–¡Pero, Ouadid, por Dios!

–No es mi culpa, señorita. Pero es que no estoy acostumbrado a las mujeres –cuchicheó para que los oyesen los dueños de la casa–. En la mezquita el imán siempre nos dice que nos mantengamos castos. Y eso que no sabes qué significa mi nombre.

–¿Qué significa?

–En árabe, Ouadid quiere decir “amoroso”, “cariñoso”, también algo así como “el que cuida”. Pero el imán sólo está obsesionado, con que no vayamos a fiesta, no veamos chicas, no bebamos…

Ouadid, le dio mucha pena. No sólo por la presente situación de su instrumento, sin duda alguna incómoda de cojones, nunca mejor dicho. Sino por aquel pobre chico, en un país extraño, rodeado de una comunidad que no le dejaba gozar de lo bueno de una sociedad como la occidental y que sólo le permitía centrarse en lo malo…

–Pero, Ouadid, hay muchas chicas a las que les encantaría un chico como tú.

–No sé crea, señora. Hay mucho racismo. Y el imán nos tiene muy controlados. No nos deja ni tocarnos…

–Ni, ni… Bueno, Ouadid… esto me parece información demasiado personal… Deberías salir… Es mi cuarto…

–Pero, señora, si su madre me ve así…

Eso era verdad. Si su madre veía al chico, magrebí para más escarnio salir de su cuarto y avanzar por el pasillo de esa guisa... Porque aquello parecía imposible de ocultar.

–Pero guárdatelo, chico.

Ouadid hizo ademán de intentar enfundar el pistolón, pero tal vez le pudo la falta de convencimiento. Azucena tragó saliva. ¿Se iba a atrever?

–Deja, ya te ayudo.

Intentó agarrar el toro más por el rabo que por los cuernos, pero claro aquello no había manera ni de guardarlo ni de doblegarlo.

–Pues no sé yo…

–Creo que me lo ha puesto peor, señorita.

Sí, a lo mejor había sido culpa suya pues al intentar hacer de manipuladora de material sensible la sábana que tapaba sus pechos se había caído y sus pezones habían quedado señalando uno a La Meca y el otro a Medina. Así no había manera de achicar una carnalidad tan vigorosa.

Ambos se quedaron mirando. Después de aquel rato la oscuridad parecía mas tenue y casi se veían perfectamente. Estaba claro que ninguno de los dos estaba cómodo pero que tampoco ninguno quería o sabía como romper aquella situación.

–Yo no entiendo mucho, señora o señorita o lo que sea. Pero dicen que a veces una mujer puede ayudar a un hombre a pasar esta situación.

–¿Pero qué dices? ¡Eso nunca! –y Azucena se llevó mano a la boca escandalizada por la ocurrencia.

–Sería sólo con la mano. En el Corán dicen que así no es pecado aunque el imán tampoco nos deja.

–Ya pero ese no es el caso.. Yo no voy…

–Por favor… ¡Me duele mucho!

Ella le tocó el miembro con un dedo, tímido. Osciló como un junco, flexible pero duro al mismo tiempo.

–¿Aquí?

–Y más abajo. ¿No ve que el imán también nos prohíbe tocarnos? Sólo podemos memorizar el Corán y ver vídeos de la Yihad en YouTube.

Su dedo recorrió aquel cimborrio y llegó a los testículos, hinchados y duros como pelotas de tenis. Debía ser verdad que en la mezquita no les dejaban tocarse. Era un milagro que no explotase…

Menudo cabrón, el imán ese. En realidad le tentaba. No por lujuria, quería creer la pobre Azucena, sino para dar una lección al reaccionario del imán y que uno de sus pupilos gozase de los placeres de Occidente, de la democracia, de la libertad.

–¿Haría eso por mí, señora?

Azucena pensó que después de todo era casi un deber cívico. Un imán como aquel, un torturador de mentes… Así aquel chico no iría por el mal camino. Incluso a lo mejor corría el rumor y el grupo de jóvenes que iban con él se disgregaba, integrándose en la sociedad, gracias a ella, a una anónima ciudadana que lo habría dado todo en el momento justo. Bueno, todo, no. Sólo un poco. Pero lo suficiente para imponer la razón, para salvar alguna vida. Si hasta el Gobierno debería condecorarla…

Azucena cortó sus desvaríos mentales y volvió a tragar saliva.

–Bueno, sólo un poco y con la mano nada más. Y me avisas si te vas a correr, que no quiero mancharme.

Empezó a sacudírsela con la derecha, casi sin mirar. Como retraída. A los cinco minutos le dolía el brazo y aquello estaba más duro que antes pero nada.

–Es que, claro, con la represión del grupo de la mezquita, pues me cuesta.. Pero a lo mejor  si lo hiciera con las dos manos… Vamos, digo yo…

–Buff.

Bueno, total, aquella mano suya tan pequeña apenas podía abarcar aquella barra de acero trenzado así que se puso a la labor con ambas manos. Sólo que ahora ya no era posible no mirarle. Estaba haciéndole un pajote a un chico diez años más joven y que gozaba de un instrumento de viento de primera. Tras otros cinco minutos no sólo estaba sudando, sino que además tenía toda la entrepierna mojada, mucho más excitada de lo que le hubiera gustado reconocer.

–¡Chico, no hay manera! ¡Que comedura de tarro te hacen con eso de la religión! –se quejó ella, a punto de abandonar.

–¡No, no! ¡No lo deje ahora! Sólo por ayudar. Una vez, un compañero me enseñó un vídeo de internet donde una mujer hacía esto mismo con sus pechos. Y con los que usted tiene… Seguro que funcionaría…

–¡Qué? ¿Con mis pechos? ¡De ninguna manera! ¡Si eso no se lo hago ni a mi marido! –era mentira, a su marido le encantaban las cubanas que ella le hacía. Lo que pasaba es que eso sí… como la relación se habría enfriado hacía meses, por culpa de ella, por cierto, ahora la pillaba un tanto falta de práctica.

–Lo siento, no quería ofenderla –y fue él el que se separó. De repente sus manitas se quedaron colgando del vacío, y era un vacío muy grande. Vio en el chico su cara de decepción, de dolor, de frustración, de nuevo fracasaba al relacionarse con Occidente. No podía permitirlo.

–Anda, ven… Pero avísame, ¿eh?

Se tendió sobre él y encajonó aquel pollón entre sus magníficos pechos. Ciertamente no desmerecían. Pocas jovencitas podrían hacerle lo que ella le estaba haciendo con un material tan de primera, aunque estuviese mal que ella lo pensase. Así que empezó a recorrer aquel cipote de arriba a abajo, de arriba a abajo, una y otra vez, como los camiones entre Zaragoza y Madrid. Ida y vuelta con todo el cargamento. Y, oh, cada vez estaba más y más cachonda, estaba a punto de correrse, ella sola, con su vulva pegada a la cama… Sentía temblar sus pechos rodeando aquel pedazo de vitalidad cimbreándose, como si tuviese vida propia. La pobre Azucena nunca había sentido nada igual.

–¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! ­–gritó él mientras salía un espumarajo blanco, espeso y abundante, en fuertes sacudidas. Ella intentó apartarse pero habían sido demasiados meses de represión religiosa. Aquello se había desbordado como la presa del Nilo.

–¡No grites! ¡Despertarás a mis padres! ¡Y qué desastre! ¡Mira como me has puesto! –porque efectivamente tenía todas las tetas llenas de aquel semen como fermentado, casi burbujeante. Y eso que no se veía el pelo y la cara, que también se habían visto afectados por el derrame seminal.

–¡Suerte que me ibas a avisar!

–Lo siento, es que yo… es la primera vez, mi falta de experiencia. Oh, que vergüenza.

Y el chico se fue corriendo.

Tras ducharse ella salió y vio a su madre en el sofá viendo los programas de basura política de Cuatro:

–¿Te han despertado los gritos del morito, no hija? ¿Qué le habrá pasado?

–Creo que ha sido Tara, mamá. Ya sabes como es. Esa perra no es muy lista se le ha metido en la cama y le ha dado un susto de muerte con sus lametazos.

Su madre se rió:

–Bueno, así casi mejor, que trabaje un poco.

Al final de la tarde lo vio irse. El aire acondicionado ya volvía a funcionar. Gabi estaba rezagado y ella no pudo evitar comentarle.

–Si puede, que no vaya tanto a la mezquita. Parece un buen chico y sería mejor que no lo malograsen las malas compañías.

–¿La mezquita? ¿Ouadid? Si no va casi nunca. Tiene novia española y creo que se casa en tres meses para lograr los papeles. Ya sabe como son estos magrebíes, llegan a España y todo es ponerse morados de follar con la primera española que pillan.

A Azucena le hubiera gustado decir algo pero se quedó con la boca abierta. De asombro, de rabia, de humillación, de preguntarse si era adoptada o de cómo podía haber sido tan boba, ella una mujer tan de mundo y que acababan de ascender. ¡Una medalla, había fabulado! ¡Una medalla a la estupidez, eso es lo que le iban a dar! ¡Y encima ella no había llegado al clímax mientras que aquel picaruelo se habia corrido como un cerdo!

Ofendida, odiándose a misma por haber sido tan candorosa, entró en la casa hecha un basilisco.

–¡Me voy a caminar! ¡Hasta la capilla!

–¡No vayas! ¡Amenaza tormenta! –le advirtió su madre.

–¡Qué me marcho! –ahora le quería avisar de la lluvia cuando hacía unas horas le había metido un abusador en su cama. ¡Lo que tenía que aguantar!

Salía del chalet y ya se veían rayos a lo lejos rompiendo el cielo oscurecido. Llegó a la capilla, cuando el sacristán la estaba cerrando. Vio su cara y se arrepintió de haberse puesto aquel vestido blanco ibicenco. Era largo pero el cierzo hacía que se le pegase a la piel y mucho se temía que el gesto de estupor se debía a que sus braguitas negras, las mismas que llevaba cuando se encontró a Ouadid como Caperucita al lobo –en la cama que debía de haber sido sólo para ella–. Unas braguitas que ahora se transparentaban demasiado.

Camino de regreso empezaron a caer los primeros goterones, pesados, como si lloviese mercurio. Cuando cruzó la puerta del jardín de su chalet ya estaba calada del todo. Absolutamente empapada por una lluvia torrencial. Por suerte, ya no se encontró a nadie por la desierta urbanización porque sin sujetador el vestido hacía que se le transparentara todo su opulento busto, con sus pezones convertidos en auténticos sensores de lluvia, zahoríes inhiestos y felices al fin de haber sentido el agua.

–¡Ves como te has puesto!

El reproche de su madre lo esperaba. Lo que fue una sorpresa fue ver al rumano Radu en el sofá entre su madre y su padre, con la perra Tara a los pies.

–¿Pero él que hace aquí?

–Es que el Steaua de Bucarest jugaba un amistoso con el Huesca y tu padre le ha ofrecido quedarse porque él no tiene tele de pago. Pero no cambies de tema. ¡Mira como te has puesto!

–¡Atchuuus! –y el estornudo hizo temblar la lámpara del salón.

–¿Lo ves? ¡Ya te has constipado! ¡Si hicieras caso a tu madre!

–No es nada.

Para su estupor, Radu, con su barba macilenta se levantó y se plantó en medio del salón. Cualquiera diría que estaba más interesado por sus pechos que por las subidas por la banda de Valentín Cretu.

–Tu madre tener razón.

–¡Mira, ves, ya no soy yo sola!

–¿Quién le ha nombrado autoridad de nada? ¡Sólo ha venido a reparar el aire acondicionado, por Dios!

–Aquí reparar aire. Pero en mi país ser doctor… Médico familia, como decir aquí.

Su madre se levantó encantada.

–¡Mira, nena! ¡Un doctor en casa! ¡Debería echarte un ojo!

No salía de su asombro. Azucena no se lo podía creer. Pero para su mala suerte otro estornudo sacudió su cuerpo, cebándose sobre todo en sus prominentes pectorales. Intentó ahogarlo, pero fue casi peor.

–¡Confirmado, hija mía! ¡Has pillado un enfriamiento de caballo! ¿Doctor podría hacerle una revisión!

–No sé. No tener instrumental…

–Pero así contaremos con su punto de vista profesional.

–A mí me parece lo mejor –terció su padre, que se había sumado al grupo olvidándose también del fútbol.

¿Pero qué les pasaba a todos? ¿Por qué estaban siempre tan locos por buscar aceptación de cualquiera?

–Además, Rumanía es un país muy avanzado. Yo fui hace 30 años, cuando estaba en el partido comunista y eran todos muy competentes.

–¡Mamá, tus historias de la Transición, no!

Ya estaba su madre, con su buenismo, su izquierdismo de chalet y su añoranza de revoluciones que nunca llegaron. Y su padre, que entre despiste y despiste le daba siempre la razón.

Prácticamente la llevaron a empujones a la habitación y la dejaron allí con Radu…

–Cerramos la puerta, doctor, que es muy vergonzosa. Y tampoco nos queremos meter.

¡Que no se quería meter! ¡Si no habían hecho otra cosa en todo el verano!

–Tendrá que desnudarse.

La voz de Radu parecía imperativa, marcial, como si surgiese del mismísimo corazón del ejército rumano.

–No sé, no me parece…

–No ser tímida. Yo médico. Tengo que ver…

–Pero si se me ve casi todo –no dejaba de pensar en lo transparente que había quedado el blanco vestido ibicenco tras la tromba de agua.

Radu perdió la paciencia y casi sin tocarla pero con inusitada firmeza le bajó los tirantes. El vestido, pesado al estar empapado de agua, se deslizó hasta sus pies, calzados en la sandalias de cuña alta que tan buen tipo le hacían. Así que sólo tenía las sandalias, las diminutos braguitas negras y unos pechos desnudos que desafiaban la gravedad. Ella permaneció firme, con las piernas muy juntas pero sin taparse. No quería parecer más pava de lo que ya había aparentado ser. La perra, Tara, empezó a arañar la puerta del dormitorio, como ansiosa de que pasase algo..

–Doctor, siempre ha sido propensa a tener cogido el pecho… –gritaba su madre al otro lado de la jamba.

–Ya ver… ya ver… –y empezó a manosearle las tetas, como con vicio…

–¡Pero Radu! –murmuró ella, no quería que su madre la oyese. Y dio un paso atrás.

–Yo avisar… no tener instrumental. Habrá que entregarse a técnicas naturales.

–Hombre, esto, natural, natural no es…

–Tu callar. Yo ser médico –y Radu pegaba ahora la cara a sus pechos, como si quisiera escuchar algo– Respire…

–Pero si me aprieta tanto las tetas que casi no puedo… –la pobre Azucena había retrocedido hasta topar con la pared.

–Me hace daño.

–Culpa tu país, no dejar ser médico. Si no, yo tener instrumental moderno. Como no tener, manos deben tocar. Diga 33.

–Lo que le voy a decir es que es usted un jeta.

–Mi no tener instrumental. Tener que constatar qué siente cuerpo tuyo.

–Cabreo, cabreo es lo que siente… –e intentaba apartarlo con las manos. Pero era más fuerte que ella o es que ya estaba tan agotada que no podía más. Y encima mentía. Porque además de enfado estaba sintiendo otra cosa difícil de reconocer.

–Respira fuerte, más.. Tose…

Ella no hacía nada de eso. Seguro que ni siquiera era médico. Sus padres eran el colmo de confiados.

–¡Y también sufre de la garganta! ¡Cuando se constipa le cuesta tragar! –seguía gritando su madre, que seguro se arrepentía de haberse quedado fuera, sin poder ver nada.

–Mucho gracias. ¡Ahora comprobar eso!

Y dicho y hecho la empujó sobre la cama y sentada como estaba desenfundó una morcilla del Danubio inesperadamente grande.

–¡Pero… pero…!

–Tu chupar.

–¡Ni lo sueñes! ¡No pienso…! –pero el tipo aprovechó sus palabras para metérsela sin contemplaciones. Lo peor es que la calentura con la que la había dejado Ouadid ahora volvía, como una pleamar tardía que inundaba la playa por sorpresa. Cada arañazo de la perra en la puerta era como la inesperada banda sonora de la cachondez.

–¡No le haga caso doctor! ¡Si se resiste muestre firmeza! –su madre cada vez la hundía más. Y justo eso estaba haciendo el desaprensivo de Radu, se la estaba metiendo en la boca sujetándole firmemente la cabeza…

–Uhmmmfff, grafff…

–¡No te entiendo, hija! ¡Intenta vocalizar! ¡Es que no abres bien la boca! ¡Si se queja no le haga caso, doctor!

–¡No lo hago, señora! ¡Pero usted no preocupar! ¡Su hija tragar bien!

–Dele un buen repaso, doctor. No se centre solo en la boca.

Su madre, ya no era su madre, era un teleñeco diabólico doblado por un adicto al sexo. Pero toda la situación la estaba excitando tanto que ya no le importaba: ni el aspecto desaseado del rumano, ni su rudeza… Sólo quería que acabase ya.

–¡Ella necesitar friegas! ¡ Si no enfriar!

–¡Cuánto sabe, doctor! ¡Me lo ha quitado de la boca! ¡Cuando coge fiebre se pone muy caliente! –gritaba su madre al otro lado de la puerta.

–Sí, ella estar caliente ahora.

¡Qué hijo de puta! ¡Si era él el que la estaba calentando! Le había sacado la polla de la boca y ahora la tenía tendida sobre la cama, acariciándola por todo el cuerpo, bajándole las braguitas mientras ella pataleaba intentando evitarlo.

–¡No, las bragas no! –no pudo evitar chillar.

–Tu estar mojada. Bragas lejos mejor.

Y sí, si lo estaba, pero no sólo por el agua, por las sugerencias inoportunas de su madre, por la pata de la perra arañando la puerta cerrada, por las bruscas maniobras del rumano.

–¡Desnúdate, no seas niña! ¡El buen doctor sabe lo que hace! ¡Y tú no me digas que no me meta. ¡Soy su madre!

–Estar tensa.

–¡A veces a la niña le dan tirones musculares!

–¡Tendrá que abrirse a… cómo dice… ¿a tope?

El supuesto médico jadeaba mientras le separaba las piernas… Ella se resistía… pero cada vez menos… por mucho que se esforzara en el fondo lo estaba deseando.

–¡Revísela a fondo, doctor! ¡No escatime esfuerzos!

–¡No, a fondo no! –chilló la desvalida Azucena.

–¡Al fondo sí! –murmuró el maldito impostor. Y la penetró con aquel pollón sin contemplación alguna… ¡Dios, cómo estaba entrando aquello! ¡No era humano!

–¡Joder! ¡Joder!

–¡Niña, no seas mal hablada! ¡Deja hacer al doctor, que sabe lo que se lleva entre manos!

–Y entre la piernas –farfulló ella.

–No te oigo, nena.

–¡Qué te pierdas, mamá!

–¡Qué desagradecida eres! ¡Qué va a pensar el doctor! ¿Qué rechazas a un pobre inmigrante sólo porque no es de nuestro país?

–Más, más… –el rumano ya estaba enfrascado en un violento metesaca que sólo dejaba para apoyarse en sus tetas, sin consideraciones.

–¡Uy! ¡Me hace daño!

–¡Aguanta hija! ¡Que el doctor ya acaba!

–No sé, mamá, parece muy concienzudo.

–¿Cipotudo? Hija, no digas eso… ¿Qué va a pensar? ¿Suerte que no domina bien nuestra lengua.

La nuestra no, pensó Azucena. ¡Pero la suya! ¡Cómo le comía las tetas! ¡Qué pericia teniendo en cuenta que a la vez se la estaba clavando una y otra vez! ¡La verdad es que ponía tanto empeño que iba que tener que perdonarle el descaro mostrado! Ya con su cuerpo abandonado a la riada de placer, todo le daba igual, el ridículo de su madre, el evidente abuso al que estaba siendo sometida. De repente el mundo, su mundo, comenzaba y acababa en ese pepinaco de carne que entraba en su vagina en arranques que luego sólo servían para que retrocediese y unos después volviese a invadir sus íntimos territorios como si fuese la primera vez.

Fap, fap fap... fap, fap, fap… Una y otra vez una y otra vez mientras ella intentaba ahogar sus quejidos.

–Uuoohh! ¡Más! ¡Por favor! ¡Por favor!

Fap, fap fap… fap, fap, fap… Fap, fap fap… fap, fap, fap…

­–¿Qué es ese ruido? ¿Palmadas en la espalda?

–¡Sí! ¡Sí! ¡Oh, sí! ¡Eso! ¡Eso mismo! ¡Palmadas de ánimo, mámá! ¡Cómo me anima!

Fap, fap fap… fap, fap, fap… Fap, fap fap… fap, fap, fap…

–Lo ves, si al final te gustará. ¡Tú relájate! –su madre transmutada en cheerleader del sexo al otro lado de la puerta. Ya lo dice el refrán: ojos que no ven, progenitora que mete la pata.

Y llegó, por fin. El orgasmo que tantos días había estado esperando irrumpió por fin. Como un torrente, como una descarga eléctrica, como una lata de refresco al abrirse. Fue liberador.

–¡Síiiiiiiii! ¡Dios, síiiiiii!

Minutos después Radu salió del cuarto y ella oyó como le decía a su madre.

–Chica estar bien. Sólo leve congestión. Mejor hacer cama noche entera. Toda.

No sería médico pero al fin y al cabo había clavado el diagnóstico. Bueno, el diagnóstico y lo que no lo era. Pero lo había clavado, al fin y al cabo.

Una semana después

Una semana después todo parecía olvidado. El verano se acababa. Emilio volvía al día siguiente y de manera milagrosa sus padres esa noche no estaban, habían acudido a una reunión con unos familiares y al final ésta se había alargado y habían decidido por sorpresa dormir en Zaragoza. Azucena volvía de pasear a Tara, caía la noche. Iba con un vestido azul, muy corto, y las sandalias en cuña resaltaban como siempre su piernas largas y torneadas.

Justo estaba entrando en el chalet cuando una mano empujó la puerta con fuerza.

–¡Mira quién tenemos aquí! ¡La niñita de papá!

Era Gabi. Era la manaza de Gabi. Detrás, esta Ouadid, que ya no sonreía. Como Gabi, serio y ceñudo.

–Hace una semana que reparamos el aire y todavía no hemos cobrado.

Azucena entró en el jardín. Pero ellos la siguieron sin pedir permiso. Aquello no pintaba bien.

–Yo, yo… yo no sé nada… Mi padre…

–Tu padre no se pone al teléfono, guapita. ¡Y estamos perdiendo la paciencia! ¡Porque si yo no cobro, este de aquí tampoco cobra! –Ouadid asentía, con gesto grave.

–Esperad, llamo a mi padre y esto se aclara…

Sacó su móvil del bolso y marcó el número paterno.

–Papá ¿has pagado a los obreros por lo del aire?

–¡Será falsa! ¡Ahora se hace la santa! ¡Estuvo todos los días provocándonos y ahora quiere hacer ver que nos ayuda.

La estaban acorralando, ella iba retrocediendo hasta que tropezó con unas de las tumbonas junto a la piscina. Se cayó de culo… Si no le habían visto las bragas antes, con aquel vestido tan corto y un poco de cierzo que había soplado justo cuando habría la puerta ahora no había dudas… Eran blancas y de encaje.

–¿Qué pasa hija? ¿Por qué te preocupa?

–No, por nada… pero…

–La factura la tenía que abonar mi gestor, pero ya sabes, es agosto y que si unas cosas, que si otras…

–Pero si tu gestor tiene 80 años, papá.

–Ya pero confío mucho en él. Es que los jóvenes no entendéis la fidelidad –los dos hombres la había levantado en volandas, la colocaron sobre la tumbona–- A veces hay que ser fiel, hija.

–Ya, pero puede haberse equivocado de cuenta. O haberse olvidado.

–Oyes, esas excusas, chico. Claro, esta  casa, estos lujos a costa de no pagar a los curritos como nosotros.

–No, no es eso –intentaba tapar el auricular para que no oyese las frases amenazantes de los dos intrusos –Vamos a pagar.

–Siempre dicen lo mismo –Gabi parecía harto y sus ojos brillaban de rabia–. Pero sí, vamos a cobrar, vamos a cobrarnos un adelanto.

–¿Nena, estás bien?

–Sí, papá, sí…

–Oigo ladrar a la perra.

–Ya sabes, a veces se pone nerviosa –Ouadid le dio una patada y el animal salió corriendo.

–Mira, mejor te dejo en espera y llamo con el móvil de tu madre a Pedro, el gestor. Y me soluciona las dudas… que veo que te preocupa.

–No, no… papá, no me dejes.

Ouadid desde arriba le estaba subiendo el vestido. Gabi desde abajo le había arrancado las bragas. El joven magrebí le quitó el móvil no sin antes forcejear con ella y lo lanzó sin preocuparse. Pensó que iba a romperse, era un iPhone, pero el impacto lo paró la hamaca de al lado donde cayó en blando y contra un cojín. Al menos algo había salido bien…

–Radu nos ha explicado lo zorrita que eres, como te gusta que te la metan… Así que seguro que no te costará entregarnos un anticipo.

–No, no… no… Eso no… –y pateaba y forcejeaba pero como con el rumano, las primeras sombras del anochecer que caían sobre el jardín, el olor de la madreselva… Todo la estaba poniendo infinitamente cachonda. Sólo que no quería que se diesen cuenta. Debía evitar a toda costa que fuesen conscientes de que estaba perdiendo el control. De que la excitación iba a apoderarse de todo. De lo golfa que se estaba volviendo aquel verano.

Gabi le separaba la piernas, el chico árabe le magreaba las tetas desde arriba. Ella intentaba apartarle las manos pero no había manera. Él volvía una y otra vez, como una mosca encelada con un tarro de miel. Ocupada con el frente norte, Gabi avanzaba casi sin oposición en el frente sur, abiertas las piernas, indefenso su recato. El técnico no sólo había sacado su rencor, también su rabo, de buen tamaño, aunque no podía competir con el del norteafricano en ninguno de los terrenos.

Ya la sentía, dentro ya estaba empezando a gozar cuando oyó el móvil…

–¿Azucena? ¿Eres tú?

La pobre chica quiso que se la tragase la tierra. En su estira y afloja con Ouadid por el terminal debía haberse activado la video llamada. En la pantalla había la cara de un abuelete entrañable.

–Sí, sí… oh, sí… soy, soy… ah… soy yo.

–No sabía que era una vídeo llamada. Soy el tío Luis. ¿Te acuerdas? Cuando eras pequeña te gustaba jugar al caballito sobre mis rodillas.

–Hola… oh,, ¡no tan fuerte, no!…. No… así oh…. Hola, tío Luis.

Azucena no podía saber lo que veía su querido tío desde aquella distancia. ¿Su cara desencajada? ¿Su cuerpo desnudo recorrido por unas manos morenas y ávidas? Por fortuna ya no había mucha luz, con un poco de suerte apenas la distinguiría.

–Tu padre me ha pedido que le lleve el móvil al salón, que ya hablado con su gestor.

–¡¡Noooo!! ¡¡¡Nooooo!!! No se lo lleves, no… que… no… uooohh, no… no quiero molestar al resto de la familia.

–Pues a las tías y todos los demás les encantaría saludarte…

–No, …. No…. Sigue, sigue… no… digo… no les molestes, tío Luis. Además, la tecnología es tan, tan… ahhhh, ay, tan fría, quiero decir. Ya sabes que a mí me gusta sobre todo el contacto personal.

Gabi estaba bombeando de lo lindo, sin descanso. Ciertamente su herramienta no era muy grande pero pongo a Dios como testigo que sabía utilizarla con verdadera malicia. Y Ouadid no daba descanso a sus castigados pezones, pellizcándolos, hundiéndolos, tirando de ellos, como si fuesen los timbres secretos de su puerta del deseo.

–Sobrina, te veo un tanto alterada… ¿Te encuentras bien?

–Sí,,, sí… sí… oh, sí… bien, bien… ¡¡¡¡Rebien!!! Perfecta. Como nunca. Es que he venido de pasear a la perra y hemos venido corriendo para que…. Oh… Dios.. oh, dios…. Cómo puede… oh…. para que… ¡joder! ¡Cómo empuja!... para que haga algo de deporte… Y claro… pasa lo que pasa, tiíto.

–Es que estás jadeando, no puedes ni respirar…

–Ya sabe como somos los Monzón…. Cuando damos… lo… ¡ay! ¡¡¡Joder!!! Cuando damos… lo damos todo…

–Y cuando nos dan, nos dan por el culo –y el tio Luis se echó a reír.

–Bueno tío… te dejo que estoy… estoy… estoy a punto… a punto… estoy un poco liada… y además con tan poca luz… casi no me verás.

–No, no, hija. Si tu móvil debe de ser buenísimo. Se te ve perfectamente. Porque, perdona que te pregunte ¿eso que tienes junto a la cara… es una polla?

El cabrón de Ouadid había escogido el peor momento para su instrumento a colación. Y sí… le estaba restregando aquel miembro tamaño XXL por la cara… mientras ella intentaba parecer algo digna ante su pariente. Intentó apartarla, taparla con su pelo pero resulta harto difícil aquel salchichón no ibérico pudiese pasar por caja sin llamar poderosamente la atención…

Azucena cambió de estrategia. Intentó alargar la otra mano para apagar el móvil. Pero cada vez que estaba a punto de tocar con el dedo corazón en la pantalla el botón de colgar un nuevo embate del Gabi, que estaba como poseído la alejaba de su noble objetivo… Incluso en una ocasión falló y pese a que logró rozar el terminal, sólo consiguió que el móvil se alejase un poquito más. Si el tío Luis necesitaba un plano más general de la tórrida escena ahora ya lo tenía.  Mientras, su venerable pariente ya no decía nada, sólo tragaba saliva y ponía los ojos en blanco.

–Tío, cuelga, por Dios, cuelga.

A lo mejor si sujetaba aquella polla con la mano conseguía que la cosa no fuera a mayores, a mayores con reparos.

–Tío Luis… –y mientras pajeaba al joven magrebí intentando tapar aquel pollón inocultable con su pelo– Tío Luis… ¿no te estarás masturbando?

–No, Azucena, no… ¡Dios, cómo me has puesto!... Digo… ¿cómo puedes pensar eso, niña? ¡Qué soy tu tío!

–Pues cuelga, cuelga, que yo… no llego… no… sí llego… sí… pero no alcanzo… a…

No pudo decir más. De repente tenía en la boca aquel nabo descomunal y ahora… Dios, qué morbo, qué gozada, qué… corrida… y parecía que se acababa y seguía y seguía… Follada de arriba abajo y de abajo arriba por dos hombres que apenas conocía, que la usaban sin contemplaciones, descubriéndole instintos que apenas ahora le afloraban por cada poro de su piel.

–Ya sabes que soy un poco torpe con la tecnología, sobrina… Me gustaría colgar pero no se cómo… –y seguía como babeando, echando la cabeza hacia atrás… Sin duda alguna su pobre tío también estaba sufriendo al verse obligado verla así: indefensa, a merced de aquellos desaprensivos que la follaban como animales y que se corrieron sin contemplaciones. O eso en vez de tres corridas en aquel anochecer hubo cuatro sólo, que la cuarta a doce kilómetros. A lo mejor, al fin y al cabo, la tecnología no resultaba tan fría como ella creía.

Al día siguiente

Emilio conducía. Volvía a casa. Ella iba a su lado con la falda subida a posta, para que le dieran el sol en sus espléndidas piernas durante el viaje.

–Cariño, va a hacer felices a todos los camioneros que adelantemos.

–¡Qué disfruten! ¡Y que se mueran de envidia de la mujercita que tu tienes y ellos no podrán tener!

–¡Qué descarada vuelves a casa al final del verano, Azucena! Al final veo que las cosas no han ido tan mal. Tu padre incluso me ha dicho que la final le han cobrado por la reparación del aire acondicionado la mitad de lo que pensaba que iba a ser el precio.

–Eso es por lo buena que estoy –y echó la cabeza hacia atrás riéndose.

–No te reconozco, querida.

–Pues menos me vas reconocer cuando veas el camisón negro que me he comprado para ver esta noche la serie contigo. ¡Pero he sido tan tonta que el camisón es muy, muy transparente! ¡Y si eres bueno incluso me olvido de quitarme los tacones y me los dejo puestos– y mientras le tocó el paquete para ver si, además de a la carretera su maridito prestaba atención a sus palabras. En efecto, la tenía dura como una piedra.

–¿Y tu pijama?

–¡Uy, creo que se me ha olvidado en el chalet de mis padres! ¡Voy a tener que ponerse ese camisón, tan y tan corto, todas las noches!

–De verdad ¿qué has hecho con mi mujer?

–¿Yo? ¡Nada! ¡Sólo que el modo ‘fun’ vuelve a funcionar!