El misterio del sexo con embarazadas, desvelado

Actualización del relato "¿Cómo, qué estás embarazada? Pues vale". Las relaciones sexuales con mujeres embarazadas son una de las fantasías más recurrentes de los hombres. Y si la mujer, además de embarazada, es la de otro, pues mejor que mejor.

Hola a todos/as.

He leído en algún sitio –probablemente en alguna guía científica- que una de las fantasías más recurrentes entre los animales con cierto nivel de raciocinio es la de tener relaciones con mujeres/hembras en avanzado estado de gestación. Habiendo tenido alguna experiencia al respecto, puedo entender -en parte- que en determinados individuos este tipo de práctica pueda alcanzar la categoría de “fantasía”, aunque si he ser sincero, mis experiencias no han resultado ser tan satisfactorias como cabía esperar, lo que probablemente tenga más que ver con mi forma de ser y mi formación cristiano-reprimida, que con la propia pericia de la hembra encinta en cuestión.

Algún avispado lector puede pensar –e incluso afirmar– que las relaciones con mujeres embarazadas son tan normales como la vida misma, y ahí le puedo dar hasta la razón. De hecho, si uno lo piensa un poco, alrededor de un 80% de las mujeres de este planeta quedan encinta al menos una vez a lo largo de su vida –el porcentaje, obviamente me lo acabo de inventar, aunque puede ser ilustrativo–, por lo que es de suponer que un 80% de maridos –y mujeres– se han debido de beneficiar de estas experiencias con sus respectivos cónyuges. Por tanto, fantasía, lo que se dice fantasía, sólo sería para ese 20% de maridos que, al no quedar sus parientas en estado de buena esperanza, sueñan con posturas, roces, cuerpos abultados, y todo lo que uno quiera añadir al respecto, que la fantasía es libre, como el miedo o el amor.

Pero amigos míos, aquí de lo que se trata no es de si uno se monta o no a una mujer embarazada, que eso –como acabo de demostrar científicamente–, es de lo más corriente del mundo y no puede ser considerado como una “fantasía” propiamente dicha: de lo que se trata en realidad es de que uno se monte a la mujer del prójimo, y si está embarazada, mejor que mejor. ¡Ésa es la fantasía, y eso es de lo que estamos hablando aquí! Si alguno de ustedes pensaba que se trataba de otra cosa, le invito a que deje la lectura de este relato ahora mismo, de lo cual, creo, nos beneficiaremos todos los miembros de esta categoría, dado que no hay nada peor que un lector fastidiando cada dos por tres y quejándose de que se le ha engañado, cuando lo cierto es que desde el primer momento hemos dejado claro que este relato va de infidelidades con mujeres embarazadas.

Y ahora que por fin nos hemos desprendido de ese avieso lector, que deja la lectura con rencor, pero la deja, al fin y al cabo, creo llegado el momento de ir entrando directamente en materia.

Y el entrar en materia significa recordar para ustedes con la mayor fidelidad posible lo que me pasó con Rocío, una mujer de armas tomar, y lo que se dice bien buena, que me puso en un serio compromiso durante unas vacaciones en… digamos Mallorca. Rocío era la mujer de un buen amigo mío -y digo era porque creo que ya no lo es- con quienes mi mujer y yo habíamos decidido ir de vacaciones a …esto… Mallorca. Rocío estaba, obviamente, embarazada, y su abultada tripita no era óbice para que quien suscribe esta historia la mirara con ojos de amigo, con ojos protectores ante su estado, pero también libidinosos, porque siempre había sido una mujer esbelta y atractiva, una mujer con la que uno podía fantasear si quería, pero propasarse, jamás.

Desde el primer momento, Rocío me sorprendió con un cambio de actitud radical en su forma de comportarse, no sólo con su marido, sino también hacia mí. Ella siempre se había mostrado muy cariñosa y orgullosa de su Jaime, a quien prodigaba todo tipo de mimos y caricias, y fría y distante hacia cualquiera que no fuera su Jaime que, como habrán adivinado, era su marido. Ahora, sin embargo, parecía que su Jaime era yo, y que él no era su Jaime, sino cualquier otro, por ejemplo, yo, lo que, además de un lío de narices, era un peligro constante para un marido al que, como a mí, resulta fácil engatusar y liar. Digo esto porque desde el instante en que desembarcamos en…. digamos Mallorca, Rocío no paró de echárseme encima a la menor excusa, de acariciarme sin rubor y de rozar con mi cuerpo partes bastante salientes del suyo, como su tripita y su formidable delantera. Mi mujer, y sobre todo yo, nos quedamos bastante sorprendidos por su cambio de actitud, algo que no sucedía con su Jaime, que, no sólo no dio muestras de inquietarse, sino que, de haberlo hecho, se hizo bien el longuis.

Ya el primer día que fuimos a la playa, Rocío se me insinuó de una forma tan escandalosa que hasta me hizo eyacular. No es que diera muestras de encontrarse en celo, es que estaba propiamente en celo, y uno debía quitársela de encima a empujones si no quería caer en sus redes de arpía. Lo que pasó el primer día fue que, estando los cuatro bañándonos en el mar, en un momento dado en que ambos nos quedamos solos, Rocío se vino nadando hasta donde yo estaba, y pegó su cuerpo a mi espalda y se abrazó a mí con tal fuerza que si no llega a ser porque hacía pie en la arena, seguro que me habría enviado al fondo.

–Estás muy sexy con ese bañador –me dijo al oído, haciendo caso omiso de mis intentos por tomar aire–. Ten cuidado o alguna lagarta se te va a echar encima.

Yo intenté volverme y encararla, pero su abrazo era de lapa y no había forma de revolverse.

–Tu mujer tiene mucha suerte -siguió ella, acariciando mi torso y bajando sus manos peligrosamente hacia el bañador.

–Según se mire –dije yo, por decir algo, porque la verdad es que me la estaba poniendo morcillona–. A lo mejor el afortunado soy yo.

–Seguro que folláis todos los días, seguro que le das todo lo que ella te pide –me susurró al oído, y creo que hasta sentí su lengua cosquillearme el pabellón auditivo.

–A veces sí, y a veces no –dije yo, sin comprometerme porque nunca se sabe quién puede estar escuchando o lo que nos deparará el futuro.

-Seguro que es así –afirmó ella, bajando finalmente la mano y acariciando lo que quería acariciar desde el principio. O sea, mi sexo.

Confieso que no soy ningún supermán, pero claro, cuando a uno le están tocando las pelotas o, más concretamente, sobándole la polla, tiene que reaccionar con una erección contundente so pena de pasar por engreído o por impotente, y eso, lógicamente, no es de buen cristiano. Luego reaccioné como era de esperar y me dejé acariciar el pene, primero sobre el bañador, y al cabo, cuando Rocío comprobó que en mi natural bondadoso la dejaba hacer, también por dentro del bañador.

–Oh, qué buen instrumento tienes, cabronazo –comentó ella, forzando la situación con la mano–. Seguro que le das bien fuerte a tu mujer, ¿eh? Seguro que te la follas a tope, ¿verdad?

No hacía falta decir nada, así que no lo dije. Comenzó a masturbarme con suavidad no exenta de malicia, mientras me susurraba palabras obscenas en el oído. Colgada de mi espalda, debíamos hacer una bonita estampa vistos desde la playa, aunque sus maniobras no pudieran ser apreciadas por nadie. Sus pechos, duros como rocas, se apretaban contra mi carne quemándome la piel mientras su tripita me golpeaba la rabadilla con regularidad de reloj.

-Eso es, esto si que nos gusta, ¿verdad, cariño? Ya verá ese cabrón de Jaime si le pongo los cuernos, ya verá. Vas a tener el privilegio de follarme mientras duren estas vacaciones. Voy a estar dispuesta a todo lo que me pidas, a todo cuando quieras y donde quieras. Sólo tendrás que decirlo.

–¿Pero por qué? Siempre se os ve muy enamorados a Jaime y a ti...

–El muy cerdo no quiere follar conmigo. Cree que eso puede perjudicar al bebé, y eso que el ginecólogo le ha dicho hasta la saciedad que el bebé está bien, que no sufre. Muy al contrario, parece ser que el placer que yo experimento puedo trasmitírselo en parte a él, al igual que si estoy triste o sufro. Pero Jaime dice que no quiere arriesgarse. Lo desea tanto, lo ha perseguido durante tantos años que prefiere dejarme así de salida, expuesta a tirarme sobre la primera polla que me se ponga a tiro, que a darme satisfacción.

–Será mejor que volvamos a la playa –dije yo, intentado separarme de ella.

–¿No quieres correrte ahora, así, suavecito?

–No.

–A mí me encanta masturbar a Jaime. Le hago pajas en cualquier sitio y se me corre como un niño.

-Yo prefiero otras cosas.

-Ya veo, ya. Tú eres un pervertido cabrón. A ti te gusta el metesaca.

Rocío soltó finalmente mi sexo y se apretó aún más.

–No sabes las ganas que tengo de follar, necesito que me la metas bien dentro, y me hagas gozar. Porque si no eres tú, que eres amigo de Jaime, va a ser cualquier otro el que me folle hasta reventar.

Visto así, el chantaje era menos duro. Al fin y al cabo, era un acto de amistad, y el que me tirara a Rocío no quería decir que Jaime no fuera mi amigo; más bien al contrario, demostraba que mi sentido de la amistad está por encima de cualquier otro sentimiento perecedero.

Pero, ¿a quién quiero engañar? Como habréis adivinado, ávidos lectores, lo último que pensaba mientras me la meneaban era en mi amigo Jaime.

–¿Te parece bien, crees que podrás echarme un cable?

–Es posible. Pero habrá que buscar un momento y un lugar.

–Eso déjalo de mi cuenta –dijo ella, poniéndose frente a mí, y restregándome las tetas. Se las tomé con ambas manos por encima del bañador y comprobé lo grandes y duras que las tenía por el embarazo. Daban ganas de apretarlas con fuerza, que fue precisamente lo que hice a continuación, mientras le acercaba la polla a su sexo.

–No me aprietes mucho, que tengo los pechos muy sensibles y me duelen –dijo ella, clavándome la tripa-.

–Pues se siente –dije yo, que me siempre me ha gustado llevar la contraria.

–Me estás poniendo a cien… como sigas así vas a tener que follarme aquí mismo.

Yo negué con la cabeza porque había un niño con gafas de bucear por los alrededor que no paraba de mirarnos bajo el agua. Ella entonces tomó aire y se sumergió en el agua. Pronto puede sentir cómo liberaba mi sexo y se aplicaba a chupármelo y succionarlo a una velocidad vertiginosa. Medio minuto más tarde sacó la cabeza para respirar y volvió a las andadas, sin cuidarse de quién pudiera estar mirando.

-Córrete en mi boca, córrete como anticipo de lo que te voy a hacer después –me pidió, cuando volvió a emerger a tomar aire.

–No creo que sea prudente –contesté yo, intranquilo porque el niño de las gafas de buzo zascandileaba cerca de nosotros con cada vez más evidente curiosidad.

–¡A la mierda con la prudencia! –se irritó ella, mandando al niño, de paso, también a la mierda–. Bastante he tenido ya de eso en estos meses.

Volvió a sumergirse y se tragó mi polla hasta la raíz, lo que prueba lo salida que estaba la tía. No se paró a acariciar mi sexo con la lengua, a besarme o a frotarlo, como haría alguien que quiere que su pareja disfrute de una buena y prolongada felación: lo suyo fue mamarla a las bravas, moviendo la cabeza hacia delante y hacia atrás sin titubeos, yendo directamente a por el rabo sin florituras ni adornos sensuales. Dios, cómo me la estaba chupando. Era evidente que le gustaba el morbo, y que la situación la había puesto tan cachonda que en esos momentos podía tragarse cualquier cosa que tuviera una forma, tamaño y grosor característicos.

Yo hacía esfuerzos por mantener el equilibro y no evidenciar con suspiros lo que allende estaba haciendo Rocío bajo la suave acometida de las olas. Finalmente, aunque antes de decir amén, no pude aguantar la respiración tanto como ella y me corrí en su boca cayendo hacia atrás, tal fue el gusto que me dio liberarme de la presión del semen. Ella cayó sobre mí, reacia a abandonar mi leche en el mar, y fue absorbiendo todo lo que salió de la punta de mi nabo, agua salada incluida, lo que, además de una guarrada –todos sabemos cómo están de sucios los litorales de nuestro amado país– debió darle bastante sed.

El niño miraba ahora tan absorto que hasta se le empañaron las gafas de buzo. De haberle tenido cerca, le habría arreado una colleja.

–Ahora ya podemos volver a la playa –convino Rocío, dándome un manotazo en el culo–. Y no olvides lo que me has prometido.

Una promesa es una promesa, al final y al cabo, y uno, el que suscribe, es hombre de palabra y cumple cuando puede. Nuestros encuentros, sin embargo, no fueron fáciles. Tanto Jaime como mi mujer parecían haberse confabulado para no dejarnos ni un segundo a solas, y claro, en esta tesitura, echarle un polvo a una amiga no es tarea fácil. La primera ocasión en que tuvimos un serio contacto fue al día siguiente, a la hora de la siesta. Antes de dirigirnos cada uno a nuestras respectivas habitaciones, Rocío me había guiñado un ojo, lo que constituía una señal impepinable de que quería tomate inmediato. Una hora después salí de mi habitación con no sé qué excusa sobre el calor y la falta de sueño. Rocío me esperaba en la salón común del hotel, tirada en un sofá, con las piernas cruzadas con fuerza y la mirada perdida en una lámpara de pie, tal era el ansia que tenía de sexo. Nos miramos y nos dirigimos a los servicios más próximos a todo correr. Rocío entró en el de señoras y luego salió y, cogiéndome del brazo, me empujo adentro con precipitación de domador asustado. Entramos corriendo en uno de los apartados y antes de cerrar la puerta, ya tenía a Rocío arrodillada delante de mi sexo.

–Dámela, dámela –exigió con los ojos desencajados y en un tono de voz que me puso el vello de punta.

A duras penas me eché hacia atrás mientas ella revolvía en mis pantalones y me sacaba el instrumento de marras, ya erguido y preparado para cualquier envite. Rocío se lo metió en la boca sin darme tiempo si quiera a acomodarme, y le dio unas cuantas lengüetadas antes deglutirlo con fruición y ritmo vertiginoso, metiéndolo y sacándolo de la boca que daba mareo verla. Bueno, también daba gustito.

–Para o te vas a quedar con la miel en los labios –dije yo, jugando con las palabras.

–Ni se te ocurra –amenazó ella, soltando el rabo y arrinconándome con la panza contra la pared-. De aquí tú no te vas sin metérmela hasta la empuñadura.

¿Qué podía hacer yo, atrapado como estaba por una mujer y su feto? Me obligó a sentarme sobre el retrete y luego ella se colocó sobre mí, tan abierta de piernas como un tendedero para, a continuación ir bajando lentamente, mientras con una mano sujetaba mi sexo para que no se bamboleara y la penetrara más a su gusto y acomodo.

No fue, empero, con discreción como empezó ella a moverse y a saborear las delicias del sexo. De hecho, no paró de jadear y decir barbaridades desde el momento mismo de la penetración. Que la diera con fuerza, que la ensartara como a una aceituna, que le atravesara de parte a parte y se la sacara por la boca, y otras cuantas lindezas semejantes con las que fue espolvoreando mi oído mientras se abrazaba a mi cabeza con fuerza o buscaba con los brazos en cruz el apoyo de las paredes para sostenerse. Su tripa dificultaba un tanto nuestros movimientos, pero teníamos ganas y le dábamos al tema con alegría y desenfreno; yo con más alegría, ella con peligroso desenfreno.

Mientras Rocío se concentraba en las labores de ascensor, y subía y bajada sobre mi sexo, o hacía un ligero molinete en plan variante apoyando las piernas en el suelo, yo me entretuve en sacarle los pechos del bañador y en intentar chuparle los pezones, grandes y apetitosos, que no paraban de bambolearse de un lado a otro, hipnotizándome. Sus tetas se veían bien gordas, duras y llenas, y eran un añadido de morbo a la situación en la que nos encontrábamos. Yo no sé si entró alguien al servicio mientras estuvimos en él, o si alguien desde fuera o desde el servicio de caballeros pudo escuchar nuestros jadeos y sus comentarios soeces, y a estas alturas tampoco tengo muy claro si pasó algo de esto, pero el caso es que durante los treinta minutos que estuvimos dentro del excusado, no tuve conciencia del ruido que hacíamos y del peligro al que estábamos expuestos si a alguna mujer bien intencionada le entraban ganas de. hacer pipí. Estábamos follando sin tomar precauciones, y eso fue quizá lo más excitante de nuestro encuentro, más incluso del hecho que ella estuviera embarazada y hambrienta de sexo.

Que lo estaba.

He dicho que estuvimos treinta minutos y ése fue en efecto el tiempo que estuvimos dándonos el filete, y no porque invirtiéramos mucho tiempo en el polvo, que fue más bien breve, sino porque Rocío se empeñó en que le comiera el sexo, y así estuve dándole al clítoris y a sus labios mayores y menores durante un tiempo que me pareció corto, y que efectivamente fue corto, pero en el intervalo –corto, como ya he dicho– a ella le dio tiempo a correrse un par de veces, y no quiso liberar mi cabeza hasta que no hube terminado de sacarle brillo a sus partes pudendas.

-Esto no ha estado mal –dijo, y me dejó un tanto chafado, porque pensé que me había portado como un toro. Y ahí tenía la lengua hecha unos zorros para demostrarlo.

La siguiente vez que provocamos la situación fue en una visita que hicimos por el interior de esto… Mallorca. Habíamos alquilado un automóvil y habíamos estado visitando varios pueblos del interior, recreándonos con el paisaje y visitando los lugares más pintorescos del lugar. Íbamos paseando por un camino en dirección a unas ruinas que nos parecieron prehistóricas, cuando noté que Rocío me tomaba del brazo y caminaba más despacio, tras mi mujer y su marido. Ante sus voces de apremio, Rocío comentó que estaba cansada, que no se preocuparan por ella porque iría más despacio, pero que les alcanzaríamos más pronto que tarde. Ellos estuvieron de acuerdo, y yo pues también. Llevábamos caminando unos cien metros cuando perdimos de vista a Jaime y a mi mujer.

–Ven conmigo –me dijo ella, dando un trotecillo hacia unos pedruscos que estaban a nuestra izquierda, a unos diez metros del camino–. Corre, vamos a aprovechar la ocasión.

Eché a correr detrás de ella, que se agarraba la tripa para correr mejor y no logré alcanzarla hasta que se detuvo detrás de las piedras. En cuanto estuve a su altura tiró para abajo con fuerza de mis bermudas y se llevo por delante el slip. Ni qué decir tiene que se amorró a mi sexo antes de que pudiera reaccionar.

–Súbete a aquí –me indicó al cabo, señalando un saliente-. Así te la chupo mejor.

No esperé a que me lo repitiera, y efectivamente, al elevarme unos centímetros sobre el nivel del suelo, la altura de su boca quedaba más en línea recta con el nabo, y la felación era, además de más natural y cómoda, más placentera para quien suscribe. La voracidad de sus labios y lengua dejaron en mal lugar a mi miembro, que aguantó como pudo las embestidas de su boca hasta capitular en ella.

-Encantador –dijo ella, tragándose la herencia de los pobres con una sonrisa glotona.

Iba a subirme el slip cuando ella negó con la cabeza y me señaló.

-Me debes un polvo.

-No creo que pueda tan seguido.

-Verás como sí.

Transmitía tanta seguridad que no supe negarme y de haberlo hecho, no habría servido de mucho. Rocío tomó entonces mi sexo exangüe y se dedicó a acariciarlo con los dedos y luego con la mano. Contra toda lógica o, para ser más exactos, contra la lógica que venía rigiendo mis relaciones sexuales en los últimos tiempos, las manipulaciones de Rocío actuaron cual flauta mágica, y aunque no apareció por allí Mozart para certificar el éxito de la ópera, mi sexo se elevó como una cobra atada al sortilegio del faquir de turno, transformado en la mano, los labios y finalmente la lengua de Rocío.

–Y ahora –dijo ella, en claro ejemplo de economía del verbo que debería ponerse como modelo de oratoria en todos los colegios de España– me la metes hasta el fondo y sin parar.

Decirlo fue cosa breve pero llevarla a cabo ya fue otro cantar. Para empezar Rocío se puso a cuatro patas y me ofreció su sexo con un movimiento estudiado de ancas que me puso a cien. La penetré de rodillas con suavidad y acomodé el ritmo de las embestidas a sus susurros de ánimo primero y a sus amenazas después, pero tras darle que te pego con ahínco y buenos bríos durante unos minutos Rocío comenzó a quejarse de dolor en las rodillas y las muñecas y a protestar por mi falta de dedicación, lo que no dejó de fastidiarme un poco, ya que tenía todos mis sentidos volcados en ella. Cambiamos de postura y entonces ella se subió a horcajadas sobre mí y se la metió voluntariamente hasta el fondo. El movimiento de subir y bajar a ritmo de samba sacó chispas a mi miembro, aunque el peso de ella y el añadido de su tripa, constituían un elemento morboso indudable aunque arduo de sostener con elegancia sin protestar. En un instante me cagué en su marido, y luego en sus muelas, pero seguí dándole a la penetración. Resultaba agobiante soportar el peso de tanta carne y al mismo tiempo no poder echarle un tiento a los melones de sus pechos, que tan ricos se ofrecían a la boca, con sus pezones bien de punta y regalados para cualquier samaritano con sed. Le dije que quería chupárselos, y ella me los ofreció rauda, aunque al agacharse más sobre mí, manteníamos un equilibrio precario, y soportaba aún más su peso en mis doloridas espaldas.

Estuvimos así un buen rato, dándole al asunto cada vez más rápido y sin dejar de morderle las tetas, pero aún así, no terminábamos de encontrar el punto álgido. Volvimos a cambiar de postura, esta vez en plan misionero, con ella debajo y yo sobre su hijo, y al cabo de un buen metesaca me corrí con rabia dentro de ella, mientras Rocío me dedicaba epítetos poco elegantes que rehúso consignar aquí porque al fin y al cabo sigo siendo el protagonista de la historia y no puedo quedar mal. Aún así confesó haberse corrido dos veces con mi bamboleo, con lo que terminó por enfadarme de verdad. La mandé a paseo varias veces, pero ella se limitó a enseñarme la lengua y a imitar el gesto de una mamada con todas las de la ley.

Estuvimos separados el uno del otro el resto de la tarde y dedicados a acompañar a nuestros respectivos cónyuges en la jodida visita cultural. Cuando regresamos, me senté en la parte de atrás del automóvil y antes de que me diera cuenta Rocío se las arregló para sentarse junto a mí. Durante el viaje de regreso se dedicó a intentar conjugar mi mal humor y a hacer las paces, pero yo no estaba por la labor. Sólo cuando metió la mano dentro de mis bermudas amparada en la oscuridad de la noche que empezaba a echarse encima y comenzó a hacerme una paja suave y cariñosa, sólo entonces hicimos las paces, y más cuando recogió en su mano en forma de cuchara el escaso semen que salió de mi verga y se lo llevó a la boca en claro síntoma reconciliación post obra et, ad maioren dei glory. Y entonces fue y se lo tragó.

Esta mujer era tremenda.

En los días que siguieron a penas si tuvimos oportunidad de darnos un achuchón. Rocío intentó chupármela en un par de ocasiones pero no fue posible y estuvimos a punto de ser sorprendidos por nuestros/as respectivos/as mientras intentaba derrarme dentro de su boca golosa. A ella le gustaba la felación casi más que a mí, aunque en mi candidez pensaba que era yo quien se llevaba la mejor parte. En otra ocasión la monté en la playa al amparo de las aguas y conseguí que ella se corriera, aunque yo no pude pasar de un calentón desasosegante y bastante salado a juzgar por la cantidad de agua que tragué.

Unos días antes de terminar nuestras vacaciones se presentó una oportunidad única. Resulta que nos habíamos apuntado a una excursión a esto… Menorca, que le hacía mucha ilusión a mi mujer, y cuando estábamos la noche de antes preparándonos para marchar comencé a sentirme mal, me subió una fiebre de casi cuarenta grados acompañada de vómitos y malestar general, y tuve que quedarme en cama. Mi mujer decidió suspender la excursión pero ante mi insistencia, pues sabía con cuántas ganas había esperado ella esta excursión, decidió ir con Rocío y Jaime. Mientras acordábamos estas medidas, Rocío me guiñó un ojo, pero me sentía tan mal que apenas si la respondí con una mueca de fastidiada sorpresa.

Y es que al día siguiente, cuando se preparaban para marchar, Rocío pretexto sentirse indispuesta, lo que era normal dada su condición, y convenció a todos de que no iba a poder resistir una excursión en ferry y un día de visitas turísticas. Lo dijo tan convencida que casi me convenció a mí también hasta que recordé el guiño que me había dedicado la noche anterior. Se mostró tan sincera y compungida que persuadió a Jaime y a mi mujer para que marcharan juntos mientras los enfermos nos hacíamos mutua compañía. Estuvieron de acuerdo, pero yo, no sé por qué, sentí que me temblaban las canillas cuando Rocío se inclinó sobre mí y rozó mi sexo como por casualidad.

No habían hecho más que coger el autobús que los llevaba al puerto y ya tenía a Rocío desnudándose delante de mi cama. La miré de malhumor. Estaba enfermo y sentía un dolor intenso en todos los huesos y músculos de mi cuerpo, pero ella solo pensaba en follar, en que se la metiera bien dentro y le diera al triqui triqui hasta que gritara que no podía más. Nada más lejos de mis expectativas, que se limitan a que me dejara dormir en paz.

Se sacó toda la ropa y me miró con una sonrisilla de niña traviesa. Bien, podía soportar eso. Tenía un aspecto extraño, con su cara lasciva, su enorme tripa y sus bamboleantes senos, grandes como tinajas y tan temblorosos como flanes de vainilla flambeados. Sus piernas, sin embargo, conservaban la lozanía, lo que contrastaba con su figura deformada, pero deseable para cualquier tipo con dos testículos simétricos en el cuerpo. Solo que yo estaba hecho polvo y no quería echar un polvo.

Era la primera vez que la venía en cueros y me impresionó por el erotismo que transmitía. Era una mujer cañón. Estaba salida y quería guerra. Dios, cómo hubiera deseado encontrarme en plenitud de facultades.

--No te preocupes por nada –dijo, acercándose a mí con la mirada henchida de deseo–. Voy a hacer que te sientas como un rey. Piensa que, durante todo el día de hoy, eres mío, sólo mío. Y voy a hacerte gozar como nunca lo has sentido.

Lo dijo en un tono que, lejos de hacerme batir palmas, me asustó como una pesadilla mal digerida.

Para empezar, Rocío me destapó y buscó mi sexo. Aunque me encontraba sin fuerza, se dedicó a chupármela con tanto deleite que pronto me la puso como un garrote. Recorría mi sexo con la lengua, se detenía en el glande, lo absorbía y luego lo soltaba con fuerza, imitando el sonido que haría el corcho de una botella de champán al saltar por los aires. Luego volvía a recorrerla, la hacia oscilar de un lado a otro mientras la vigilaba con tanta atención que creí se iba a quedar hipnotizada, y volvía a empaparla en saliva y a descorcharla. No tenía compasión por el enfermo que era yo. Sentía escalofríos por la espalda cada vez que se la metía en la boca y la paladeaba, o cuando la mordisqueaba y la hacía aparecer como un bulto sospechoso en el interior de su mejilla, como un caramelo.

De encontrarme en mi estado natural, todas estas actividades habrían acabado por hacerme eyacular en un instante, pero enfermo y débil como estaba, tardé un rato largo en claudicar, lo que ella se tomó más como un reto que como un problema insalvable. Me vertí dentro de ella y tuve que tirar con fuerza de la polla para poder sacarla de su boca voraz.

Mientras me recuperaba se subió sobre mí y me puso su sexo en la cara. Estaba claro lo que quería que la hiciera, y para evitar negativas por mi parte me puso las rodillas sobre los brazos, haciéndome su prisionero por partida doble. No me quedaba más remedio que comerle el coño, dicho en plata y sin ganas de ofender, que fue a lo que me empleé en lugar de guardar reposo.

Estuve dándole a la lengua, chupando y mordisqueando su clítoris durante un tiempo que se me hizo eterno. Nunca he sido hombre de convicciones religiosas, pero en aquellos momento renegué del deseo universal de vivir eternamente, tal era la sensación de agobio, malestar y cansancio que embargaba mi espíritu. Sentía como arañazos en el alma y hematomas en el corazón. Rocío, por su parte, no paraba de decir barbaridades, de marcar el ritmo con sus subidas y bajadas, y de sujetarme las manos para evitar que la abofeteara.

Terminó cuando quiso, es decir, luego de varios orgasmos que se cuidó de enumerar, y entonces liberó mi cara de su prisión y pude regresar a la superficie a respirar. Sentir el aire en la piel me hizo recuperar un tanto el ánimo y la confianza en las bondades de la vida eterna, aunque desde entonces tengo pánico a la oscuridad. Rocío, echada a mi lado, retozaba como una niña juguetona o una cría de delfín. No duró mucho su descanso, empero, porque luego de unos momentos de sosiego, en los que incluso me llegué a quedar dormido, y posiblemente a roncar, volvió a sus acometidas contra mi sexo, masturbándome primero y absorbiéndome después, hasta que mi miembro alcanzó las cotas apetecidas por su lascivia.

Y el día no había hecho más que empezar.

Rocío se arrodilló en la cama, sin soltar mi sexo, y me fue dando besos por todo el cuerpo. Yo, la verdad, no tenía fuerza ni para aprisionar sus tetas, que tan golosas aparecían ante mis ojos, así que dejé que fuera ella quien hiciera y deshiciera a su antojo, que era, de todos modos, lo que estaba haciendo, y dejé que pasara el tiempo pensando que hasta dios tuvo que descansar al séptimo día. Cuando Rocío llegó a mis labios me miró con fijeza y aprovechó el momento que me puse tierno para dar un tremendo tirón a mi pene.

–Pórtate bien o te la arranco –dijo, y me mordió el labio inferior.

Dije que sí con la cabeza y ella pareció satisfecha con la respuesta. No dejó la polla, si embargo, y la estuvo acariciando unos instantes, como calibrando su grosor.

–Ahora quiero que me la metas por el culo –dijo-. Quiero sentirla abriéndose paso hasta mi interior, y que te corras dentro.

Debí poner cara de sorpresa; seguramente la puse, porque a continuación Rocío me preguntó si tenía algún prejuicio acerca de la penetración anal. Le dije la verdad, que a mi mujer no le gustaba y que en consecuencia no la había practicado desde los tiempos de la lejana adolescencia, con una novia que tuve y a la que le pirraba que la dieran más por saco que por delante. Confieso que la perspectiva de darla por el culo hizo que me subiera algo el deseo por sus carnes, un deseo al que no era ajena la idea de dominación que conlleva poseerla por detrás y la posibilidad de vengarme y de hacerla daño.

Así que olvidé por un momento mi debilidad y la dije que me parecía estupendo y que si las fuerzas me acompañaban, iba a metérsela por la puerta de atrás y a empotrarla contra la cabecera de la cama. Entonces me pidió que la estimulara y comenzara a frotarle el ano suavemente con un dedo y luego se lo metí cuidándome de que entrara hasta la última falange. Seguí sus instrucciones al pie de letra, metiendo y sacando el dedo, removiéndolo y haciendo el molinillo hasta que ella dijo estar a punto para recibirme. Entonces Rocío se echó en la cama y se colocó en posición fetal. Me cogí el sexo y lo acerqué a su puerta, que se abrió para recibirme con todo el cariño que puede ofrecer un ojete ajeno pero entregado

-Empuja ahora, despacio… muy despacio.

Lo hice como ella quería, aunque a lo mejor fui un poco rudo. Empecé a empujar y luego de un rato de rondar su ano sentí que entraba la punta del glande y poco después, el glande entero. El agujero no se había dilatado lo suficiente y sentí una presión inesperada en mi pene, como si me lo estuviera mordiendo una vieja desdentada. Rocío se quejó. Le dolía horrores, dijo, mientras buscaba con las caderas la posición más factible para la penetración. Estuvimos así un buen rato, tanteando la entrada y metiendo y sacando la punta como si fuera la cabeza de una tortuga asustada. Poco a poco fui aumentado la presión y ganando milímetro a milímetro a su recto. Me dolía la punta del nabo y sentía que actuaba a ciegas, así que me dejé conducir por sus gruñidos y relajé el empuje sobre ella en la convicción de que ella lo estaba pasando francamente mal. Solté mi sexo y me entretuve en acariciarle la espalda. Ella se removió y de improviso sentí que la presión disminuía y que el glande entraba con facilidad y abría un espacio infinito sobre el que explayarse. Pues me explayé. Apreté un poquito más y conseguí introducir la mitad del rabo. El grito con que Rocío acompañó la embestida me indicó que iba por el buen camino y que a poco que pudiera alentar el deseo en ella podría entrar y salir como Pedro por su casa o caminar como Moisés entre las aguas del Mar Rojo.

Su recto estaba cada vez más lubricado y la penetración era más ágil y placentera. La presión de su ano sobre mi sexo había disminuido y ahora sólo pensaba en el placer que me proporcionaba entrar y salir de su culo y sentir sus estremecimientos y oír sus bufidos.

–Vas a partirme el culo, cacho cabrón –suspiraba ella, sin dejar de mover las caderas y acompañar así el suave vaivén de la penetración.

De improviso sentí que la fiebre había desaparecido. Me encontraba empapado en sudor y agotado pero dueño de mis actos y de mi cimbel. Alargué una mano, le cogí un pecho y se lo apreté con fuerza. Con la otra alcancé a tomarla por el pelo y tiré con fuerza de su coleta. Se quejó, pero me importó un pito. Ahora el dueño era yo.

El pecho estaba bien lleno, duro como una piedra. Apenas si podía abarcarlo con la mano, pero lo intenté y lo amasé con fiereza. No se quejó y seguí apretando. Sentí que en esa situación me habría gustado chuparle las tetas mientras se las mantenía apretadas con ambas manos, jugueteando con sus pezones, también mordiéndolos. Me encantaba chuparle los senos porque entonces parecía que el vínculo entre ambos se estrechaba, y que éramos dos cuerpos en uno, o un cuerpo sólo que regresaba a la infancia y le daba por mamar.

–Dame fuerte ahora, dame fuerte ahora –pidió Rocío, y fue como si despertara de un sueño de siglos. La di fuerte, con ganas, con vesania, con intención de romperla el culo, de atravesarla y desgarrar su panza. Ella gritaba y maldecía en voz baja mientras retorcía su cuerpo para gozar más con la penetración. La estaba dando por culo. Yo. Podía haber pasado por una fantasía adolescente, pero allí estaba dándola por el culo, gozándola y buscando su estremecimiento y también su placer. La buena de Rocío, la inaccesible Rocío, la muy zorra de Rocío.

Sentí que ella alcanzaba un orgasmo. De no habérmela chupado previamente a esas alturas mi sexo ya habría escupido dentro de ella hasta vaciarse, pero era el caso que me encontraba en plenitud de forma, dueño de mi miembro y del ritmo de las embestidas y no tenía deseos de eyacular. Tampoco tenía prisa, así que apuré bien la penetración y forcé los ángulos de su ano, sacándole alaridos de placer. Ahora la tenía bien metida y podía recorrer su recto a satisfacción de ambos.

Su culo era menos acogedor que su sexo, más estrecho y duro. Era una maravillosa novedad sentir que mis acometidas mancillaban su cuerpo de embarazada, que la sodomizaba, que la daba por saco, y que a ella le gustaba y pedía más y más fuerte. El anillo de su ano abrazaba mi sexo, lo ceñía y acunaba, plegándose y desplegándose sobre él como las alas de una mariposa. En realidad no era tan poético, porque a esas alturas debía tener el miembro más rojo que un chorizo, morcillón y dolorido. Me sentí próximo a eyacular y la cogí con ambas manos de las caderas para sentirla más próxima a mí y para acelerar el ritmo. Rocío entendió mis intenciones y se abrió aún más para recibirme en su ano, suspirando y pidiéndome más candela.

Me vacié sobre ella y me quedé inmóvil, agotado. La rigidez de mi miembro comenzó a ceder y pronto no fue más que un elemento dócil en su culo que se escurría hacia una vía de escape fácil. Lo saqué y ella se volvió entonces hacia mí. Tenía la cara crispada y aún se adivinaba en su mirada una pátina de su lujuria inicial. Me quedé tumbado junto a ella y me dormí.

El resto del día lo pasamos echados sobre la cama, sin fuerzas para bajar a almorzar al comedor del hotel. Rocío volvió a hacerme una felación, y yo aproveché para chuparle las tetas a mi gusto, mordisqueándola los pezones y mezclando mi saliva con el tibio sudor de su piel. Al final de la tarde hasta me vi con fuerzas para echarla un polvo a la vieja usanza, polvo que disfrutamos mientras reíamos y hablábamos de cosas que nada tenían que ver con lo que estábamos haciendo. En estas circunstancias, el coito duró una eternidad, con sus pausas para descansar y retomar el agradable vaivén, hasta que se nos echó la noche encima.

Mi mujer y Jaime se habían ido demasiado tarde y regresaron demasiado pronto para nuestro gusto. Afortunadamente ambos pasamos por enfermos y nuestros agotamiento fue un síntoma claro para ellos de nuestra enfermedad. Pese a que aún quedaban dos días para acabar nuestras vacaciones en común, no volvimos a tener ninguna otra oportunidad para satisfacer nuestros instintos. Y tampoco las buscamos.

Regresamos a Madrid y nos despedimos formalmente en el aeropuerto. Rocío me besó en la mejilla y se despidió con un “ya nos veremos tú y yo un día de éstos”, aunque lo cierto es que no la he vuelto a ver en los tres años que han pasado desde nuestro último encuentro. Supe que había dado a luz a una niña y que se había separado durante unos meses de su marido y luego se habían reconciliado. No sé el motivo, pero sospecho que nuestros encuentros en Mallorca estuvieron en el origen de sus problemas ya que nuestra relación, que hasta entonces era bastante estrecha, se enfrió hasta casi desaparecer tras nuestro regreso.

Y hete aquí por qué decía al principio de esta narración que mis experiencias con mujeres embarazadas no han dejado de ser relaciones un tanto insatisfactorias. Desde esta realidad, debo rechazar su encasillamiento como fantasía sexual, y reivindico no sólo el derecho sino la obligación de todo hombre a montar a cualquier mujer embarazada que se ponga a tiro porque no hay nada más satisfactorio que cubrir los deseos de una hembra en situación de apetencia sexual no correspondida. Y si es la mujer del otro, mejor que mejor. Y si le gusta que le den por saco, pues estupendo.

Espero que hayan disfrutado algo de este relato y que hayan mantenido las manos bien a la vista y sobre todo quietas, aunque soy consciente de que las secciones de esta página web contienen muchos relatos que se leen con una sola mano, como decía el bueno de Luis García Berlanga. En todo caso les emplazo a un futuro próximo en el que intentaré capturar su curiosidad y ofrecerles un relato que pueda satisfacer sus apetitos sexuales o sus ganas de aprender.

Ale, hasta otra.