El mirón

Un hombre lleva a su mujer a un viaje de negocio, esperando pasar una segunda luna de miel. Sin embargo, descubre que no todo sale como uno quiere y que, a veces, en la confianza está el peligro.

Prólogo

Entré a la casa, detrás de Bea, sin quitarle la vista. Mi mujer avanzaba con movimientos cansinos, pero sensuales de sus caderas. Sus curvas resaltaban con ese legging negro (que se amoldaba perfectamente a sus caderas y piernas) y que combinaba muy bien con la ajustada y fina blusa de color rojo que hacía resaltar su cuello, hombros y parte de sus senos. La observé mientras dejaba la cartera y la chaqueta en una silla, justo antes de apoyarse en el marco de la puerta para sacar sus sandalias de taco altísimo, que casi siempre solía usar, pues, mi esposa no es alta. Aunque tampoco es baja, debe medir alrededor del metro sesenta y cinco.

Al inclinarse para sacar uno de las sandalias, me fije de inmediato en su sugerente trasero, amoldado en la tela. Sentí mi entrepierna crecer y mi deseo aumentó aún más. Habíamos salido a comer y luego a bailar, pero el alcohol ingerido y un par de situaciones durante nuestra velada pronosticaban una noche caliente.

Me encontré con la mirada de mi mujer y ella notó el deseo en mi rostro. Sonrió con lujuria, ella sabía que pensaba y su mirada decía: “Te gusta lo que ves ¿ah?”

Beatriz dejó las zapatillas a un lado y se apoyó el marco de la puerta observándome, una mano colgaba a un lado y la otra jugueteó en su boca antes de bajar por su mentón hasta sus senos, que asomaban morenos en el escote de la blusa.

Me acerqué a ella y la tomé por la cintura mientras nuestras miradas se encontraban. Nuestro aliento era cálido y resudaba el alcohol ingerido. La besé y ella me acompañó con labios anhelaban que pronto se abrieron para recibir mi lengua. Sus manos estaban prendidas en mi pecho, aferradas de la camisa blanca, mis manos en tanto bajaban de su cintura a la parte superior de sus glúteos, sintiendo aumentar el deseo al contacto de la dureza y suavidad de aquellas curvas.

Entre besos y caricias la llevé al sofá, ella se sacó la blusa sin desabrocharla y me invitó a besar sus carnosos senos, aun ocultos bajo el breve sujetador rojo. Besé y lamí los senos mientras Bea trataba de desabrochar mi camisa, luego me paré, con mirada suplicante.

Beatriz me miró con lujuria mientras arrancaba mi camisa, su negro cabello estaba desordenado, dándole un aire salvaje. Desabrochó lentamente mi pantalón, mientras intercalaba lamidas rápidas a mi pecho y abdomen. Quitó el cinturón y bajó mis pantalones, usando uno de sus pequeños pies para dejarlos en el suelo. Luego me miró con una sonrisa picara y maliciosa, mientras estiró el boxer hacia ella antes de soltar el elástico para que me golpeara. El dolor sólo incentivó mi excitación, que se reflejó notoriamente en el boxer.

La tomé del cabello, con rudeza, pero también con cierto cuidado y me bajé la prenda interior. Dejando mi pene a centímetros de su rostro. Ella intercalaba miradas a mi rostro y a mi miembro con parsimoniosa sensualidad, incitándome a obligarla a que iniciara el acercamiento. Aún no comprendía porque le gustaba siempre ese acercamiento sexual, disfrutando ser sometida. Sin embargo, yo también disfrutaba de aquella forma de sexo.

Puse mi pene en sus labios y se lo refregué por su rostro. Ella no abriría la boca hasta que yo la hubiera excitado de esa manera. Repasé una y otra vez mi miembro por su cara, hasta que ella, atosigada por mi erecto pene, sacó la lengua y lamió mi verga con voracidad. Pronto mi verga estaba entrando y saliendo de su boca, a una velocidad cada vez mayor.

Beatriz estaba poseída con aquel acto y yo disfrutando de su actuar, aunque en un momento me pareció que debía cerrar las cortinas de los amplios ventanales de la sala de estar para darnos mayor privacidad. Sin embargo, mi mujer no hubiera deseado que yo le quite su juguete y yo tampoco quería que ella dejara de hacer lo que hacía tan bien en ese momento.

Caí de espalda en el sofá con mi mujer aún pegada a mi cuerpo. Sentía su respiración agitada mientras se hundía en mi entrepierna. Ella arañaba mis pectorales y abdominales, no lo hacía con fuerza, pero de igual forma mi piel enrojeció en varios surcos.

Me pareció ver una silueta más allá del reflejo en la ventana, una figura en movimiento. Agudicé la vista mientras mi mujer apuraba el ritmo, haciéndome más difícil concentrarme en otra cosa.

Nada. Quizás sólo fuera mi imaginación pensé. Y me dejé arrastrar por el placer.

Beatriz se levantó, me conocía y no quería que me corriera. Se empezó a desnudar, mostrando ese cuerpo escultural, sin noción de grasa o imperfección. Sus pezones apuntaban en la cima de sus pechos. Sus caderas y piernas estaban doradas por los días de sol en la playa. Ella me tomó del brazo y me hizo parar, mientras ella se sentaba en el sofá y abría sus piernas sugerentemente.

“Cómemela” –dijo. Mientras se echaba hacia atrás, acariciando sus pezones.

“Voy a cerrar las cortinas” –respondí. Pero ella se incorporó y me detuvo, cogiéndome de una pierna.

“¡No! –Ordenó- Cómemela ahora” . Y yo me hundí en los pliegues de su pelvis, besando su abdomen y entrepierna. Mi lengua se arrastraba sobre su piel, entregándome su humedad y su fragancia. Ella continuaba acariciando sus senos y pellizcándose sus pezones. Aquello le encantaba.

Ella estaba más habladora que otras noches y gemía en abundancia. Pronto me sorprendió con una pregunta: “Te gustó que ese hombre no dejara de mirarme ¿no?”

“Te quería comer con la vista ese hijo de puta” –le respondí. Aquel había sido uno de los incidentes de aquella noche. Un tipo de unos cuarenta, muy alto y desgarbado que no le había quitado los ojos a Beatriz en la discoteca. Le seguí comiendo con más fruición su clítoris, a la par que la penetraba con un dedo.

“¿Te calentó más eso o mi baile con esos dos muchachos bien jóvenes?” –me preguntó en medio de gemidos y grititos entrecortados. Con unas copas en el cuerpo y aún sentados en una mesa del local, había dejado que mi mujer bailara con un chico de unos 19 ó 20 años que la invitó a bailar. A mi mujer le gustaba la música y yo no soy un tipo celoso, el “problema” fue que después se les unió otro muchacho, al parecer amigo del primero. Estuvieron 3 ó 4 canciones bailando, cada vez más pegados. Incluso noté que le decían cosas al oído a mi mujer, pero ella se reía y se negaba con gestos de su cabeza. Al final mi mujer los dejó y ellos con cara de decepción se marcharon, seguramente en busca de otra “presa”. Mi mujer estuvo muy mimosa conmigo desde aquel momento, y muy atrevida. Quizás para compensar su comportamiento.

“Me calientas tú. Sólo tú. Siempre” –respondí, sin dar a conocer mis verdaderos sentimientos al respecto. No quería que supiera que si me habían excitado ambas situaciones, especialmente la de los muchachos.

“Eres un todo un caballero, amor –dijo, interrumpiéndose un segundo-. Un héroe con una puta caliente como esposa”

Aquel comentario era típico cuando mi esposa estaba borracha y caliente. Usualmente no usaba el lenguaje vulgar, pero caliente era capaz de decir vulgaridades sin asomo de sonrojo.

“Fóllame, Sir cabroncete –dijo, simulando el acento castellano-. Que este muro se derriba sólo con vuestro ariete”

Aquello me causó gracia. Nos miramos y supe que lo nuestro era más que sexo, era amor y entendimiento. La besé sin tapujos y luego la penetré. Sentí como su cuerpo respondía al mío, como su humedad aumentaba a cada embestida. Ella me siguió en cada momento, hasta el final. A nuestros 29 años, fue una segunda luna de miel.

El Mirón.

Me levanté pasado las 10, era un día caluroso en la costa colombiana. Había viajado por trabajo, pero era un viaje largo y a un destino turístico por excelencia, por lo tanto había invitado a mi mujer. Claro, los gastos extras corrían de mi bolsillo.

Ya llevábamos cuatro días en la Península de Barú, aunque estrictamente debería haberme quedado en Cartagena de Indias, ya que ahí tenía mis dos reuniones de trabajo. Pero los tres días en aquel lugar eran impagables. Sin embargo, aquel día era la primera reunión, un día lunes a las 15 horas.

Nos juntaríamos inversionistas de tres países para analizar un proyecto turístico e inmobiliario en la zona y la reunión se prolongaría seguramente hasta entrada la noche, por todos los detalles que había que tratar en sólo ese día, así que había arrendado una habitación de hotel en el que tendría lugar la reunión. Sin duda, me era triste dejar sola a mi mujer casi un día completo, pero al día siguiente se lo compensaría con una cena en un restaurante muy caro de la zona y una salida a bailar.

Me duché y vestí de manera deportiva por el caluroso día, la tenida formal prefería llevarla en una pequeña maleta, junto a un par de cosas y documentos, y usarla limpia y fresca momentos antes de la reunión. Desperté a mi mujer que dormía profundamente y tomamos desayuno mientras ella me contaba sus planes: iría a la playa a broncearse y leer un libro, luego tomaría una larga siesta durante la tarde e iría a comer a un pequeño restaurante vegetariano de la zona antes de acostarse. Terminamos de comer, le di un beso y luego me despedí. Tenía que tomar una lancha a Cartagena de Indias.

El viaje al lugar de abordaje marítimo fue breve, me sentía aún cansado, pero quería terminar aquellos asuntos cuanto antes para continuar disfrutando del lugar con mi esposa. Al llegar a la lancha me encontré con una sorpresa inesperada, sentado en la embarcación estaba el hombre que no le quitaba los ojos a mi mujer la noche anterior. Estaba casi seguro.

Subí al bote y al sentarme, casi enfrente del hombre, éste me reconoció y se puso nervioso, intranquilo. Al final, luego de unos minutos, el cuarentón repentinamente abandonó el bote y no regresó. Así que nos marchamos con un asiento vacío, ya que eran asientos pagados y con reserva.

La reunión en Cartagena fue muy productiva y sobretodo eficiente, los temas fueron abordados con presteza y las decisiones se tomaban rápidamente. Sin duda, los inversionistas colombianos habían adelantado mucho el trabajo. A las 8 de la tarde habíamos cerrado todos los temas planificados.

Fui al hotel, pagué y retiré mi equipaje. Tuve suerte y abordé una lancha con un asiento disponible, por lo que estaría junto a mi mujer esa misma noche. Le daría una gran sorpresa. Eran pasadas las 9 de la noche.

Abrí la puerta de la casa que arrendábamos y llamé a mi mujer, pero no respondió. Revisé la casa y al no encontrarla, me preocupé. Maldije no haber arrendado o comprado un teléfono móvil para ella. Esperé un rato, tal vez hubiera ido a comer a algún lado o a caminar por la playa, pero pasó una hora y ella no regresó.

Entonces, asustado, decidí salir a buscar a Beatriz por los alrededores.

Ya era pasada la media noche e iba muy asustado y desanimado por la playa a la casa, que se encontraba a unos 100 metros, tenía la esperanza de encontrarla en casa, pero no se veía luz al interior. De pronto, un taxi se detuvo frente a ésta y luego de un momento se bajaron dos figuras. Una mujer, que se bajó con movimientos zigzagueantes e imprecisos, acompañada de tres figuras.  Un hombre se quedó brevemente conversando con el taxista mientras los otros dos hombres alcanzaban a la mujer. Al final, todos se dirigieron directamente a la casa que arrendábamos con mi mujer, mientras el taxi se alejó.

Corrí al lugar, con el corazón acelerado y con sentimientos encontrados. Quería que mi mujer apareciera, pero esperaba que aquel grupo no fuera lo que poco a poco mi instinto me sugería. Rodeé la casa y me asomé por el ventanal.

Observé a mi mujer entrar a la sala de estar, estaba vestida con un minivestidos rojo, muy escotado y que resaltaba en demasía sus curvas, acompañaba el conjunto un calzado de taco muy alto del mismo color. Estaba visiblemente borracha y con el maquillaje desparramado en parte por su rostro, como si hubiera llorado en algún minuto y como si le hubieran desparramado parte del lápiz labial por una de las comisuras de sus labios. Sin embargo, su expresión se alejaba de la inseguridad o la angustia, pues, entró riéndose y bailando muy coqueta mientras dos jóvenes, de unos 17 ó 18 años, la observaban desde la entrada de la sala de estar.

Pero mi sorpresa fue aún mayor cuando apareció el hombre de la lancha, el mirón del día anterior. El cuarentón tenía una cámara en su mano y empezó a filmar de inmediato a mi mujer, haciendo breves cameos a los dos jovencitos, que se veían visiblemente excitados y no sabían qué hacer con sus manos, pues, se las pasaban por las camisetas y los pantalones anchos que usaban.

El tipo mayor en tanto tendría unos cuarenta y cinco, estaba vestido con una polera de cuello alto gris, un pantalón negro y una chaqueta marrón. Parecía tranquilo, dominador de la situación se sentó en un sillón. Lo observé mejor, tenía un rostro de rasgos resaltados por pómulos prominentes y mandíbula cuadrada, que en conjunto le daban una expresión fría y calculadora, pero de ojos negros y brillantes que transmitían deseo. De un pequeño bolso sacó otra cámara que pasó a uno de los muchachos y con la que éste comenzó a filmar también a mi mujer.

Beatriz parecía disfrutar de las cámaras y las miradas de aquellos tres hombres. Seguía moviéndose cadenciosamente, pero empezaba a acariciar sus caderas, su abdomen, pasando a acariciar por los lados sus senos para alcanzar su esbelto cuello y juguetear con su cabello o su boca. Los tres hombres permanecían hipnotizados en su sitio y yo también, quizás paralizado por la angustia de las horas anteriores y el shock de aquella revelación de mi mujer.

Las voces se escuchaban amortiguadas por el vidrio del ventanal, pero se entendía bien porque había una ventana que yo mismo había abierto antes de salir. Seguramente el reflejo de la habitación y el visillo a medio cerrar les impedía darse cuenta de mi presencia y me permitía ser un testigo más privilegiado de lo que ocurría adentro. No sé si para mi favor o mi desgracia.

“Te dije que terminarías divirtiéndote” –le dijo el tipo, mientras se acercaba a la radio para acompañar los movimientos de mi mujer por una sonata cadente, con una solista colombiana en la voz– “Seguro que ya te has olvidado del llanto ¿no?”

Mi mujer le miró y luego de estar sin moverse unos segundos nuevamente comenzó a contonear su cuerpo lentamente al ritmo de la canción.

“Aún no me dices lo que tú quieres” –la desafió, con el lente de la cámara cada vez cerca. El tipo la rodeaba sin tocarla, mientras ella giraba y bailaba con la imprecisión de quien esta ya muy borracha.

“Quiero bailar con alguien” –le dijo mi mimosa mujer, con voz barrosa.

“Eso no es lo que quería oír, pero debemos cumplir ese primer deseo” –le dijo el hombre, mientras le indicaba al muchacho sin cámara que se uniera a Beatriz en el baile. Este nervioso se acercó a mi mujer, y empezó a bailar muy cerca de ella, pero sin dar nunca con el ritmo. Era un pésimo bailarín, pero eso no le importó a Bea.

Así continuaron unos minutos más, cuando de pronto sentí un vehículo detenerse frente a la casa. Era nuevamente el taxi, por un momento pensé que el tipo se iría, pero lejos de esto el taxista se bajó con una bolsa en la mano. La oscuridad y la prisa del hombre evitaron que me viera. Tocó la puerta y el tipo entró. Era un hombre un mestizo de rasgos atractivos, muy delgado, pero con una barriga prominente. El taxista sacó cuatro botellas de cerveza y un par de vodka o algo parecido y luego se quedó de pié, observando a mi mujer que en ese momento pegaba lentamente su espalda a la pelvis del muchacho. Ella, sin un poco de vergüenza, miró a la cámara y luego al moreno, es sus ojos se percibía el brillo de la lujuria.

Yo estaba espantado y paralizado. No sabía qué hacer o Cómo reaccionar.

El muchacho se pegó a su espalda, nervioso le acariciaba el abdomen mientras sonreía estúpidamente. Parecía que ambos muchachos eran bastante imberbes, quizás no tuvieran más de 18 años. Mi mujer respondió tomando ambas manos y llevándolas a los senos, ayudándolo a acariciarlas y a romper el hielo.

Bea echaba su culo para atrás y lo movía vigorosamente en la entrepierna de su acompañante, cosa que volvió loco al adolescente que ya no tenía que ser guiado por mi mujer en sus caricias por sus senos. El otro chico no aguanto más y le pasó la cámara al taxista, que no perdía detalle de lo que pasaba con mi mujer. El nuevo bailarín se acercó y abordó a mi mujer por el frente, ella no se lo pensó y lo atrajo hacia ella por la cintura con un movimiento decidido con una mano, mientras la otra se enganchaba del cuello, para atraerlo hacia su boca.

Lo besó largamente. No fue un beso suave ni tierno, sino salvaje desde el inicio. Sus labios se abrieron apenas un par de segundos después del primer contacto y se confabularon en una orgía de labios y lenguas. El mocetón a las espaldas de mi mujer no quería ser menos y besó la parte posterior del cuello, ella no bailaba ya, por lo que bajó besando la espalda de Bea y levantó su falda para besar y lamer el carnoso y firme trasero.

Las cámaras no perdían detalles, el mirón se acercó y filmaba muy de cerca esos besos, sin perder detalle de lo que hacía el muchacho bajo sus faldas. Mi mujer dejó de besar al muchacho y miró a la cámara, justo en ese instante un pulgar se adentró en su boca y ella lo chupó sin perder de vista la filmación. Parecía caliente más allá de cualquier otro momento en su vida.

“Ahora me lo dirás ¿no? –preguntó el cuarentón, con el enfoque en el rostro mientras el taxista tomaba un plano general de la escena- ¿En qué quieres transformarte esta noche?”

Mi mujer lo miró desafiante. El pulgar seguía entrando y saliendo de su boca, mientras ella sacaba su lengua tratando de chuparlo y lamerlo. El muchacho trataba de besarla, pero ella contestaba sus besos, pero aún demasiado pendiente del camarógrafo y la pregunta.

“Hijo de puta… -le dijo con voz sesgada por el alcohol seguramente, cediendo al dominio de aquel hombre-. Ya no tengo voluntad para negarme. Quiero que me transformen en una puta exhibicionista. Quiero que me  follen y que me miren mientras me rompen mi coñito”

El hombre sonrió encantado.

“Yo adiviné esa fantasía secreta anoche –explicó el mirón-. He observado a muchas mujeres y he aprendido a leerlas. Y anoche supe que eras una mujer coqueta y deseosa de sexo, y por sobre todo supe, por como coqueteaste con esos dos muchachos anoche mientras tu marido y yo te observábamos, que fantaseabas con ser admirada y observada. Supe que eras una mujer caliente y exhibicionista. Claro, no siempre acierto, pero ayer parece que di justo en el clavo”

Pero mi mujer no contestó a eso, estaba demasiado ocupado comiendo la boca de uno de los muchachos a la vez que le trataba de arrancar a base de fuerza su camiseta. Luego de forcejeos y movimientos confusos, ya que los muchachos estaban tan nerviosos y excitados que no atinaban a hacer las cosas como mi mujer quería.

Al final ellos se pusieron de pie frente a ella, mientras ella quedaba de rodillas tratando con premura de desatar los cinturones y bajar los anchos pantalones. Cuando logró bajar el primero se lanzó a “encuerar” al adolescente, que con la ropa interior en el suelo mostraba un larguirucho pene erecto y que mi mujer no esperó por ponerse entre sus labios.

Beatriz comenzó a chupar de aquel escuálido pene del muchacho mientras su amigo se apresuraba a sacarse la ropa, dejando entrever un miembro corto, pero más grueso, que mi mujer tuvo que probar tras las insistencias del novel amante.

Ella continuó comiéndole las erectas pollas, las repasaba con su lengua y se las tragaba enteras, alternándolas a su placer, se atragantaba con ellas, las sacaba, se las metía, de cuando en cuando lamía el tronco de uno o los huevos de otro y, otra vez, golosamente se las volvía a comer. Bea estaba disfrutando, se le notaba. Aquellos cerdos estaban en la gloria, con los ojos cerrados y las trancas a reventar. Mi mujer se la chupaba como si le hubieran pagado para ello y como si las cámaras fueran sólo un incentivo en su perversa actuación, que traicionaba todo lo que representaba nuestro matrimonio.

Así estuvo un buen rato, haciéndose la coqueta con uno y luego con otro, haciéndolos competir por complacerla, hasta que ella misma notó que el primero iba a “entrar en erupción”. Alzó la vista para ver como disfrutaba el fulano, dejando el miembro del muchacho en su boca mientras continuaba con la mamada, seguramente quería ver la cara de gusto del púber cuando se corriera, y de repente abrió los ojos, señal innegable de que estaba recibiendo la descarga en la boca. Les sonrío, el taxista también estaba ahí, había tomado confianza y filmaba de cerca la boca mancillada de mi infiel esposa, en tanto ésta masturbaba al satisfecho muchacho, dándole las últimas sacudidas y, al hacerlo, por las comisuras de los labios empezó a correrle un hilillo de leche. La muy zorra estaba muy caliente, porque eso de recoger la corrida en la boca a mí solo me lo hizo un par de veces durante nuestro noviazgo y matrimonio.

El cuarentón miraba sentado desde una silla que había acercado, con la cámara capturando todo en video. Su cara era la de un director pervertido e insatisfecho aún.

Luego, mi mujer se dedico en exclusiva del muchacho de la verga corta y gruesa. Lo masturbaba con malicia, dándole lamidas y chupando con deseo los testículos. El tipo estaba aguantando, pero pronto se vio superado por el “buen trabajo” hecho por mi mujer, pues, eyaculó súbitamente, primero sobre las tetas y después en la cara de Beatriz. Ella le sonrió tontamente y dejó que el muchacho terminara de descargar sobre su cuerpo, en seguida se la limpió bien al muchacho, la relamió toda la verga como yo le había pedido un montón de veces y no me había consentido. Le dio un par de chupaditas más para sacarle las últimas sacudidas de placer mientras le masajeaba los huevos antes de incorporarse y darle un morreo salvaje e intenso para que compartiera su propia leche con ella. Sacaba un poco de leche con la lengua y se la restregaba por sus labios y los de él. Al pobre muchacho aquél se le doblaban las piernas de la flojera, y a mi mujer se le notaba la humedad del coño a través de las bragas cuando al sobarle el culo, durante el morreo, le subía el corto vestido.

Beatriz se separó del chico y avanzó hacia el mirón, sentado aún en la silla, se iba a sentar en sus piernas, pero este la detuvo.

“Tranquila muchacha –le dijo, ejerciendo absoluto control sobre Bea-. Que no te has ganado aún mi participación. Primero sácate ese vestido, pero hazlo con sensualidad. Demuestra que no eres una puta cualquiera”

Mi mujer se alejó un poco y el mirón se levantó y en la radio sintonizó una nueva estación donde cantaba se escuchaba una cadenciosa interpretada por la difunta Amy Winehouse. Mi mujer lo observó acercarse a ella, pero en lugar de sentarse en la silla, le indicó al taxista que se sentara en su lugar. El moreno le pasó la cámara al chico que aún continuaba en pie (el otro  estaba tirado sobre el sofá) y ocupó la silla. Mi mujer miró al cuarentón, pero este le amonestó a que comenzara a sacarse vestido.

Ella empezó a moverse al ritmo de la música, parecía insegura al principio, pero poco a poco fue tomando confianza. El mirón le dejó una botella abierta y llena de vodka en medio de sus piernas. Beatriz continuó bailando, ahora al lento compás de la voz de Lily Allen, rodeaba la botella y acariciaba sus curvas mirando al taxista. Se levantaba brevemente el minivestido rojo para que este o cualquiera de los otros observadores pudieran apreciar un instante la pequeña y sensual tanguita roja.

Lentamente y con sensualidad Beatriz sacó un tirante del vestido rojo y luego el otro, cuando la canción dio paso a otra, esta vez interpretada por Corinne Bailey Rae, en una sesión de rezumada sensualidad. El taxista observó como mi mujer bajaba, con la botella entre las piernas, acercando la punta de ésta al triángulo de su entrepierna. Esto lo repitió un par de veces, la segunda vez mi mujer había bajado su vestido hasta la cintura, ahora estaba con el torso desnudo salvo los senos, cubiertos por el pequeño sujetador sin tirantes que luchaba con dificultad para retener la carne de esos sensuales pechos. La tercera vez que repitió el erótico bailecito, mi mujer había dejado caer la sensual prenda al suelo, que ahora rodeaba a la botella en el suelo, y dejaba ver su precioso cuerpo enfundado sólo con la pequeña lencería roja y su calzado carmesí de larguísimo taco.

En ese momento Beatriz dejó de bailar y tomó la botella, caminó sensualmente hasta el taxista y le pasó la botella. Este bebió con una mano mientras con la otra acariciaba el interior del muslo de mi mujer, que en ese momento desabrochaba su brassier y dejaba al aire su voluptuosa anatomía. El moreno conductor se atragantó y tuvo que dejar de beber, momento que mi mujer aprovechó para arrebatarle la botella, beber un poco y luego, para sorpresa de todos, dejar caer chorros del licor sobre sus pechos.

Aquello arrancó al taxista del sopor, con desesperación atrajo mi mujer y comenzó a chupar y lamer los senos de Beatriz que parecía satisfecha de lo hecho y se dejaba manipular por el moreno hombre, dedicándose a beber sorbos de la botella o rociar parte del contenido de ésta, desde la botella o desde su boca, sobre su cuerpo o la cara del taxista. Cosa que ponía cada vez más caliente al hombre, que aprovechaba de acariciar el culo o las tetas de mi mujer.

El tipo estaba muy deseoso, porque hizo sentar en su regazo a mi mujer con las piernas a los lados de su cintura. En algún momento se había sacado la verga afuera, que colgaba oscura y erecta, mostrándose mucho más apetecible que la de los imberbes muchachos. El moreno amante movió la última prenda que aún protegía su sexo a un lado, la pequeña y roja ahora dejaba entrever el depilado coño de labios bien definidos, que en ese momento brillaba con intensidad gracias a lo mojado que estaba. El taxista tanteo con los dedos el coño, recorriendo la entrepierna como queriendo aprenderse bien el camino, Beatriz en tanto comenzaba a gemir y con buscó con avidez la boca de su amante, entregándose por completo. El tipo sabía lo que tenía que hacer, lo deseaba hace largos minutos, tomó su pene y lo guió por entre las piernas de mi mujer, acercándolo a los labios vaginales, donde descansó unos segundos antes de proseguir por la vulva, atravesando un húmedo cérvix hasta encontrar la matriz.

Bea lanzó un largo gemido, dispuesta a satisfacer su deseo y el de aquel hombre. Bajó lentamente para acomodar el miembro masculino en su cuerpo, en aquel instante una cámara filmaba por delante y otra por detrás la maniobra, sin embargo, mi mujer apenas se daba por enterada. Beatriz comenzó a moverse, arriba y luego abajo, sobre el pene de aquel negro, que la sometía de la cintura mientras le lamía uno u otra teta, chupando con lujuria los pezones.

Mi mujer empezó a saltar cada vez más rápido y fuera de sí, se tiraba hacia atrás y sólo los brazos en tensión del moreno evitaban que se fuera de espaldas. El muchacho que filmaba sostenía la cámara con una mano, pues, con la otra se masturbaba al igual que su joven compañero. El viejo en tanto seguía filmando, en su pantalón se notaba que el espectáculo había hecho al final mella en su fría postura, y su rostro mostraba con mayor intensidad esa fría perversión.

“Ah ah ah… ¡oh!” –salían los gemidos y gritos de boca de mi mujer. Era obvio que cada vez estaba más desatada. Mi mujer observó a los muchachos y los llamó. Le dio la espalda al taxista y se inclinó para volver a chupar alternativamente el pene de un muchacho y luego el del otro.

Aquello no podía durar mucho más y pronto el taxista se corrió, atrayendo a mi mujer contra él para besarla y acariciarla, privando a los muchachos de sus atenciones, que tuvieron que terminar por cuenta propia, aunque no desaprovecharon para eyacular sobre el abdomen y pelvis de Beatriz.

Mi mujer descansó un momento abrazada de aquel moreno. Luego escuché hablar cuarentón, que ordenó a los muchachos vestirse mientras dejaba las cámaras en un librero.

“Basta de mozalbetes e invitados –les dijo con autoridad-. Esta fiesta es mía y yo los invité aquí. Ahora lárguense y tu también” –anunció también al taxista mientras le tomaba de la camisa y lo levantaba de la silla.

Aquello espantó a los dos jóvenes que salieron de inmediato, pero el taxista se resistió.

El mirón no dudo y de su chaqueta sacó una pistola, con la que apuntó al moreno hombre.

“Te vas entero o con un agujero en la cabeza” –fue la única advertencia. El tipo se largó y la habitación quedó vacía, salvo Beatriz y el mirón.

Mi mujer seguía ahí, semidesnuda y con una cerveza en la mano. No entendía porque no había mostrado sorpresa con el arma. Aquello asustaría a cualquier mujer.

“O sea que no soy la única con quien ocupas la pistola y la frasecita” –dijo mi borracha esposa.

“Pero ahora estás más mujercita y no te asustas o lloras –sonrió el cuarentón, se acercó a ella y la miró desde lo alto. Le llevaba unos 15 ó 20 centímetros de altura-. Seguro que al final te ha gustado lo que te he obligado hacer hoy. Lo disfrutaste desde el principio hasta el fin ¿no?

“No lo sé –respondió mi mujer, dándole sorbos cortos a la cerveza y haciéndose la interesante-. Pero ahora debo decir que estoy más cachonda que perra en celo”

Mi mujer acompañó esa última frase, dejando la botella a un lado y adelantándose hacia el tipo, pellizcando sus pezones con ambas manos. Parecía una puta cualquiera, tratando de excitar a su macho de turno.

“Vamos a terminar lo que empezaste” –anunció mi esposa, acercándose aún más y llevando ambos brazos alrededor de su cuello. El mirón parecía algo descompuesto, quizás un poco fuera de su terreno, pero aquello no amilanó a mi mujer que lo atrajo hacia ella y le plantó un beso tras otro, hasta que el cuarentón la tomó de la cintura y empezaron un largo y lascivo morreo.

Con la mano libre (la otra sostenía aún la pistola), el tipo manoseaba el culo de mi mujer, gracias al largo brazo bajó el calzón hasta los muslos y se adentró en la entrepierna de mi mujer para comenzó a entretenerse con su clítoris. Beatriz estaba nuevamente muy caliente y también quería jugar en la entrepierna de aquel tipo, primero manoseo el prominente miembro por encima del pantalón, a veces aprovechando de introducir una mano por el cierre abierto y juguetear un poco. El mirón empezó a pasear el arma por los senos de Beatriz, que parecía excitada con el peligroso juego, el arma iba de un pezón a otro, arrastrándose por la piel bronceada. El hombre bajó de la misma forma el arma por el abdomen y la pelvis hasta el clítoris, con el que empezó a jugar a vista y paciencia de Bea, que movía las caderas al encuentro del frío metal, visiblemente más excitada.

“¿Te gusta, puta?” –le preguntó el hombre. Mi mujer asintió con los labios entreabiertos y respiración entrecortada, mientras asía el arma con una mano para ayudarse a darse más placer.

“Hoy, por la mañana, me pedías que alejara esa arma de ti ¿Ahora quieres que la aleje?” –preguntó aquel corrupto hombre.

“No. Mantenla así. Se siente extraño, pero me calienta” –respondió mi mujer, ahora con las dos manos sobre el arma y la mano de su amante. Tratando de masturbarse con la pistola.

“Está bien” –dijo el tipo, retomando el control perdido en un minuto. Así estuvieron un par de minutos, hasta que el hombre decidió dar por terminado el juego.

Beatriz lo miró con mirada caliente y necesitada. Se notaba que estaba dispuesta a todo y hacía largo rato que no recordaba que estaba casada y había hecho una promesa de lealtad y fidelidad.

“Dame tu tanga, puta” –le ordenó. Ella lo hizo con dificultad, pues, estaba demasiado bebida. Él notó su estado y al final le ayudó, ella le entregó el pequeño calzón, quedando sólo con aquellas estilizadas sandalias de taco alto. Se veía hermosa y sensual, su senos y cuerpo bronceados, su cola parada aún más por el calzado, su delicados hombros y su cuello que conducía a aquel bello rostro enmarcado en aquella cabellera negra.

El tomó el tanga y con él acarició el rostro de Beatriz, dejando la tela en contacto con la entrepierna en la nariz un momento para que sintiera el olor de sus fluidos. Luego puso la tela sobre sus labios.

“Abre la boca, puta” –le comandó. Y Bea lo hizo y dejó que metiera el calzón en la boca.

“Ahora, vamos a la habitación. Te quiero hacer mía en la cama que anoche compartiste con el marica de tu esposo” –le dijo, tirándola del brazo. Pero ella se negó a avanzar.

El la miró con reprobación, pero Bea sólo quería recoger la botella de cerveza.

“A Propósito del marica de tu esposo –prosiguió mientras veía a mi mujer avanzar hacia él con notorios signos de estar muy borracha-. ¿Cuándo regresa el cornudo?

Ella lo miró un tanto confusa, como tratando de recordar.

“El cornudo llega mañana en la mañana” –respondió mi mujer, haciendo que mi corazón latiera muy rápido y recordándome que yo estaba ahí, paralizado.

“Dime, puta. ¿Es la primera vez que le pones los cuernos a tu cornudo esposo?” –siguió con el juego de preguntas el mirón, mientras acariciaba con el arma el culo de Beatriz, que le observaba con mirada algo perdida.

“La primera después de casados –respondió ella con voz distorsionada por el alcohol, pero no había terminado-. Pero antes de casarnos, mientras éramos novios, le puse los cuernos dos veces, con mi ex novio una vez y en mi despedida de soltera otra” .

“Ven aquí –le dijo el mirón, y la hizo girarse para enseñarle el lugar donde había dejado las cámaras, sobre un librero vacío-. Ves las cámaras, imagina que le estás hablando al cornudo y marica de tu marido. Dile algo”

“No sé. No quiero –respondió mi mujer y trató de besar al tipo-. Vamos, quiero que me folles. Estoy muy caliente”

“Mira, puta –le advirtió el tipejo-. Si quieres que te folle. Quiero que le digas a tu esposo a través de la cámara lo bien que lo has pasado hoy en mi compañía. Lo bien que te sienta ser una puta y lo cornudo que es tu marido”

Mi mujer entonces se giró lentamente a la cámara y luego tomo aire.

“Amor, mi vida –empezó, estaba desnuda y se apoyaba en el brazo de su amante-. Hoy me lo he pasado genial con mi nuevo macho. Me ha hecho hacer toples en la playa frente a varios tipos, pero lejos de molestarme me calenté. Luego me llevó a un restaurante donde me obligó a coquetear con el mesero y terminé masturbándome en los baños mientras me filmaba. Y en la tarde, -continuó con su confesión frente a la cámara- ya borracha, pues, me ha obligado a beber durante todo el día, me ha llevado en un bote de lujo por la costa, haciéndome tomar sol desnuda y dejando que un tipo me pusiera protector así como estaba. Lo cual fue tan excitante que terminé dejándolo masturbarme y yo haciéndole lo mismo a él. Sé que me he portado mal, mi vida, pero es que a esa hora no podía aguantar la calentura. Incluso fue idea mía ir a una discoteca y coquetear con varios tipos. Ahí la cosa se desmadró y terminé con un treintón follando en el excusado del local, eso fue antes de conocer a Juan y Antonio, que nos acompañaron de vuelta a casa, donde finalmente se nos unió el taxista que nos traía. Lo siento amor, pero tu esposa es una puta exhibicionista e insaciable. Tan insaciable que ahora me voy a follar al mirón que descubrió a la puta que ahora te habla y que fue tu fiel esposa”

“Así me gusta” –aprobó el tipo y se besaron con pasión.

Se dirigieron lentamente a la habitación matrimonial que hasta esta mañana habíamos compartido. El la manoseaba sin reparos y ella se entregaba por completo.

La confesión de todo lo hecho me tenía sorprendido y angustiado, pero ese sentimiento poco a poco me había sacado de la inamovilidad en que me encontraba. Me di cuenta que llevaba mucho tiempo sin moverme y mi cuerpo estaba helado, con dolor avancé hacia la playa, pero pronto entré en razón y volví. La puerta estaba abierta, el taxista no se había molestado en cerrarla en su huida.

Entré, observé la sala de estar y en mi mente se agolparon los dolorosos recuerdos de la traición. Avancé por el pasillo a la habitación mientras a mis oídos llegaban la voz entrecortada de mi mujer y los cansinos susurros del siniestro individuo que me la había arrebatado.

“Vamos, puta. Muévete” –le decía.

“Así… mmmmmm… ah ah ah ah ah ah” –ella respondía entre gemidos y gritos.

Cuando llegué a la puerta de la habitación vi a mi esposa sobre él, dándole la espalda a él y a mí también. Ambos estaban completamente desnudos, salvo aquel calzado carmesí de mi mujer, que aún enfundaba sus delicados pies. Ella se movía cadenciosamente, introduciendo y retirando el pene grueso y largo de aquel tipo. El en tanto tenía las manos en las caderas de mi mujer y estaba de espaldas a la cama, completamente estirado sobre ésta.

“Vamos, puta. Levántate un poco, que quiero follarte de perrito” –le ordenó y mi mujer rápidamente se colocó en posición, apoyada en sus cuatro extremidades y con el trasero respingón levantado para recibir a su macho.

El tipo se la clavó sin preámbulos y empezó a follar a mi mujer sin ninguna suavidad. Su pene era muy grueso y largo, más que el mío. Además, no estaban usando ningún preservativo o protección. Los gemidos y balbuceo de mi mujer me tenían al borde de un ataque.

“Ah más… aha ah aha mmmmmm…mmmmmássss… ah ah ah” –era parte de lo que mi mujer decía.

“¿Te gusta?” –el continuaba tratando de excitarla.

“Me encanta, está riquísima…” -contestó la muy puta, mientras acompasaba sus movimientos con los de aquel tipo.

“Esto es mejor que lo que había planeado –dijo él, mientras estiraba una mano para acariciar el pezón y el seno del lado derecho-. Quiero que mañana inventes una excusa para encontrarnos. Quiero follarte de nuevo ¿y Tú?”

“Si… ah… Donde quieras y cuando quieras… ah ah ah… ahmmmm -gritaba Bea, mientras al parecer llegaba al orgasmo.

“¡Yo también me corro, puta!” –exclamó, mientras la tomaba por las caderas y la atraía hacia él, dándole pequeñas envestidas.

“Que rico polvo, amor” –dijo mi mujer, mientras ambos caían hacia un lado y quedaban inmóviles en la cama.

Poco a poco el silencio fue llegando a la habitación. Un silencio en que sólo escuchaba mi corazón, mis pensamientos comenzaron a tener mayor claridad y con ellos un sentimiento de venganza empezó a apoderarse de mi.

Epílogo.

Los observé un instante en la cama, me sentía confundido y angustiado. La ropa estaba repartida en el suelo y sólo una lámpara sobre uno de los veladores estaba encendida, entregando una luz roja e tenue. Reparé entonces que sobre la cómoda que se hallaba junto a la puerta, a sólo un metro de distancia, descansaba la pistola. En aquel momento supe lo que debía hacer.

Avancé un par de pasos y la tomé. Era pesada y estaba fría al tacto, pero eso no era lo más extraño. Lo más extraño era que mi mano temblaba con el arma en mi mano.

La levanté y la miré con detenimiento. Era real. En ese momento pensé que era una ironía que fuera el padre de Beatriz quien me hubiera enseñado a disparar un arma, a penas meses después de que nos casáramos. Le quité el seguro e inspiré un largo aliento, antes de decidir qué haría.

Los dos amantes no se habían percatado de mi presencia y eso sólo me sirvió para reafirmar mi decisión. Avancé hacia ellos, fueron los dos pasos más largos de mi vida y levanté el arma, apuntado en dirección a los dos cuerpos desnudos. En ese minuto el tipo se dio cuenta y giró para verme. En su rostro adiviné el miedo y la sorpresa mezclado, o había un solo rastro de aquella seguridad y dominio que había utilizado para dominar a mi esposa.

“Por la puta que me pario…” –chillo el mirón, tratando de incorporarse y cubrirse a la vez, pero no lo dejé.

“No te muevas, hijo de puta” –le grite. El arma temblaba en mi mano mientras le apuntaba.

El me miró, y en sus ojos vi el miedo. Mi mujer en tanto esta con los ojos muy abiertos y una mano en la boca, mientras trataba de cubrirse con una sábana. Parecía que la borrachera se le había pasado al verme. No me esperaba, la muy hija de puta.

“Ahora,  ¿Qué creen? ¿Van a salir de la habitación enteros o con un agujero en la cabeza y el culo, par de hijos de puta?” –dije con voz distorsionada por la locura, mientras un par de dedos de mi temblorosa mano se cerraba contra el gatillo.

De ahí no sé lo que pasó.

Sólo sé que escuché un ¡BANG!

EL FIN o THE END