El mirón
Un buen final para una buena noche.
Era de madrugada y Jaime no quería hacer ruido, el vecino del tercero era un tipo bastante gruñón que se quejaba constantemente a la Comunidad sobre cada portazo, cada ladrido y cada crío; y cuando no tenía razón para quejarse, se la inventaba. No le apetecía que a la mañana siguiente subiera a timbrarle en la puerta para discutir. Por la misma razón, se quitó los zapatos y subió por las escaleras. También quería descansar un poco los pies, reventados después de muchas horas de fiesta, e intentar airearse un poco antes de llegar a su puerta, o se pasaría diez minutos intentando acertar en el ojo de la cerradura.
Todas aquellas coincidencias le llevaron a un descubrimiento inesperado. Un ruido que provenía de la última planta del edificio, donde sólo se encontraba el motor del ascensor y puertas que siempre permanecían cerradas. Se detuvo y prestó atención, no tardó en distinguir los gemidos ahogados y rítmicos de un hombre. La curiosidad y la excitación se hicieron hueco en su imaginación con rapidez. Se pegó a la pared y continuó subiendo escaló a escalón con suma lentitud, mientras escuchaba cómo algún gemido aumentaba ligeramente de intensidad. Dejó los zapatos con suavidad frente a su puerta y continuó subiendo tan sigiloso como se sentía capaz, inclinándose sobre los escalones y apoyándose con la mano que le quedaba libre.
La otra mano ya masajeaba el bulto creciente que empezaba a formarse bajo su pantalón, mientras se imaginaba lo que podía estar pasando un par de plantas por encima. Lo primero que se le vino a la cabeza fue que alguno de los chavales del bloque se la estaba machacando, no faltaban modelos en los que inspirar esa fantasía: había un chaval que estaba terminando el instituto, era alto, de cuerpo normalito pero sonrisa sexy, con el peinado moreno pijo de siempre; había rumores de que la tenía como un caballo. También había un joven bombero que vivía en el segundo junto a su novia, que había logrado la plaza apenas unos meses; era un tipo castaño de metro ochenta al que toda la ropa le quedaba tensa, con pectorales amplias, espalda ancha y un culo con órbita propia. También podría ser el chulillo del cuarto, un macarra delgado y fibrado que practicaba workout, rapado por los lados, tatuado y con arandelas en la oreja.
Quién sabe, tal vez no era sólo uno de ellos aliviándose, tal vez era la hija de la del primero con el novio. Se llevaban bastante tiempo y era evidente que a los padres de ella no le hacía ni puta gracia que su niña se juntara con aquel tipo rubio de mandíbula cuadrada, corto de estatura, con unos hombros inmensos y un bulto imposible de disimular. Había visto al tío en cuestión muchas veces, y siempre había pensado en lo dispuesto que estaba a interferir entre él y su novia si se lo pedían.
Le gustó la idea. Seguía subiendo los escalones con una lentitud tremenda, con el temblor emocionado y la sonrisa nerviosa de un crío haciendo una trastada, asegurándose de no emitir el menor ruido. El pulso golpeaba con tanta fuerza que le desconcertaba, pero se dejó llevar por aquella última posibilidad. Se imaginó asomándose por el hueco de la escalera y viendo a la parejita desfogarse allí arriba. Se preguntó si la estaría ensartando contra la pared y podría ver las piernas de la chica rodeando la cadera de su novio, levantándole la camiseta para arañarle aquella espalda enorme y fuerte, mientras él observaba desde la oscuridad como su culazo se contraía y relajaba con el son rítmico de los gemidos de ella y los bufidos de él. Tampoco le importaría pillarla a ella de rodillas deslizando la lengua sobre el rabo presumiblemente enorme de su novio, le encantaría ver al fin aquel trozo de carne enorme que tantas veces había imaginado. Tal vez lo que se iba a encontrar eran las tetas de ella rebotando por encima de la barandilla a la que estaba agarrada, mientras él la empotraba una y otra vez, alcanzando el clímax justo al ser descubiertos por un vecino entrometido. Aunque también le gustó imaginarse a ella de pie y con las piernas abiertas, de espalda al hueco de las escaleras, mientras él, sentado en los escalones, le comía la raja y se agitaba el tronco grueso, largo y venoso con sus atractivas manazas.
Entonces escuchó un segundo susurro acompañando los gemidos:
—¿Te gusta?
—Sí… sigue…
Se quedó quieto mientras un hormigueo sacudía sus piernas temblorosas y amenazaba con reventar sus calzoncillos. Eran dos voces masculinas. No las reconoció, pero al menos uno de los dos tenía que ser del bloque; no sabía que tenía vecinos tan interesantes.
Continuó avanzando hacia los ruidos de la última planta, apenas audibles, y se asomó con lentitud al hueco.
Allí estaban. El hueco era pequeño y se refugiaban en la oscuridad, pegados a la pared y lejos de la baranda. Uno estaba de cara al muro, con la cabeza apoyada entre los brazos cruzados. Los gemidos los ahogaba la mano de su pareja, que en aquel momento deslizaba la lengua por su oreja. El primero tenía la espalda encorvada hacia abajo, las piernas abiertas y el trasero en pompa, tragando una estaca de tamaño común que emitía un sonido rítimico provocado por el golpeteo de unos huevos gordos y peludos. Su pareja lo tenía bien sujeto con una mano que le masturbaba a un ritmo tan frenético que Jaime temió correrse con sólo verlo. Ambos seguían vestidos de cintura para arriba, y la siluetas de sus piernas desnudas se contorneaban en la oscuridad, pudiendo distinguir a ratos un capullo inflamado que subía y bajaba describiendo amplios círculos, al son del golpeteo de su compañero.
Jaime se sentó en los escalones y contuvo el aliento, observando cómo uno le partía el culo al otro, sin lograr reconocer las caras ocultas en la noche ni las voces susurrantes. Se saltó el botón del pantalón y se sacó el miembro sin pensárselo. La tenía dura y húmeda, sentía que iba a reventar y le temblaba el pulso. Se tuvo que aflojar los primeros botones de la camisa porque de repente el cuerpo le ardía, mientras se agarraba la polla con fuerza y se la meneaba, asombrado y excitado ante aquel espectáculo. Aguardó unos minutos, sacudiéndose mientras observaba cómo aquel culo anónimo se tragaba aquel rabo frenético que lo embestía sin compasión.
Jaime estaba seguro de que ellos estaban tan cachondos como él y continuaban ignorando que él les estaba observando. El espectáculo era mejor que cualquier vídeo porno que hubiera visto en las últimas semanas. Y se le ocurrió algo.
Se echó la mano al bolsillo y sacó el móvil, encendió la cámara asegurándose de que no se encendía el flash y apuntó en aquella dirección. Por desgracia para Jaime, estaba demasiado oscuro para que el móvil pudiera grabar nada. Pero le dio igual, estaba lo suficientemente contentillo y de sobra cachondo para preocuparse por aquello. Siguió grabándoles mientras uno enculaba al otro, alternándolo con el vaivén frenético de su propio miembro, pensando que sólo grabar aquellos gemidos ya merecía la pena.
Sintió la tensión y su cabeza amodorrada sólo tuvo tiempo para contener el gemido de placer y evitar ser descubierto. Un trallazo denso y abundante le empapó el pecho de la camisa y le salpicó la barbilla mientras la pareja, allí arriba, se separaba. Jaime intentó controlar la respiración y se quedó muy quieto, como si de ese modo fuera menos visible, mientras intentaba recuperar algo de compostura para huir de allí antes que le pillaran, contemplando cómo el que había estado recibiendo se ponía de espaldas contra la pared, con el rabo enhiesto en la dirección de Jaime. Su compañero se agachó entre sus piernas durante unos minutos, no pudo ver para qué. Jaime deslizó la mirada desde aquel rabo, pasando por el vientre plano y los pectorales definidos hasta una cara madura poblada de barba castaña. El desconocido se mordía los labios y sonreía mientras su cadera avanzaba y retrocedía contra la cabeza agarrada de su pareja.
Jaime se quedó paralizado, preguntándose si podría verle. Con movimientos lentos, apagó el móvil y emprendió la huida deslizando el culo escalón tras escalón hasta que hubo perdido de vista a la pareja.
Para cuando se hubo tumbado en la cama, sonreía con una satisfacción enorme, la camisa empapada en semen esperaba una lavadora urgente y sus zapatos permanecían sobre el felpudo de la entrada.