El milagro.

Obra y milagro de un Santo.

“De mis disparates de juventud, lo que me da más pena no es haberlos cometido, sino no poder volver a cometerlos”.

Benoit, Pierre. (1885-1962).

Novelista francés.

El milagro

El que escribió aquello de “yo me llevé al río creyendo que era mozuela… pero tenía marido”. Bien debía de saber, de estos lances amorosos, porque cerca de aquél pueblo en donde corría un pequeño río o más bien un barranco según los tiempos. Era el sitio preferido para solaparse los amantes del lugar.

Incluso los no amantes, en un resguardo rincón de aquél riachuelo, en pleno verano, se iban a dormir la mona y así nadie se enteraba.

Esto le pasó a un vecino de allí, pero escogió mal el día (claro que este no estaba para escoger nada).

El pobre Gumersindo de no haber sido por la mano milagrosa del Santo del pueblo que lo protegió hubiese perecido. San Roque no era el primer milagro que hacía, ni el último.

El Gumersindo, para sobreponerse a su vejez, soledades y tristezas sólo tenía un remedio, que le traían de Gandesa, y que lo encontraba de buen paladar, de muy buen paladar.

Ho había día que a aquél clarete de casi 14’5°. No le diese caña con su porrón, que de tanto agrandar su salida, al fin convirtiese en un chorro que muchas veces le lavaba la cara.

Para evitar esto, el Gumersindo optó por chupar de aquél chorro que le daba vida, y que le llenaba el alama de dulces recuerdos de su alejadísima juventud.

El más bello de estos fue cuando a aquél rincón del río se llevó a una moza de las pocas que se veían en aquella época, y que tenía más curvas que la carretera de Gandesa. Buena sí lo estaba, y mucho.

La chica había venido a las fiestas del pueblo donde tenía una tía. Entonces Gumersindo tenía 22 años, y la chica 20. Pero despejada la tira. Gumersindo que no había salido del pueblo, no tanto.

Cuando en aquél resguardado rincón logró arremangarle la falda, el pobre Gumersindo quedó sobrecogido. Aquél culo, más que majestuoso, era como el jardín del Edén. Más bien como un trocito de cielo. Mirándolo y acariciándolo, Gumersindo, sintió sensaciones antes nunca vividas. Aquello tenía más sabor que la confitura de cabello de ángel.

Después de besarlo muchísimas veces, la chica apoyándose en el tronco del árbol se lo ofreció, y señalándoselo con la mano le dijo que por allí. Al ver que este dudaba, le dijo: ¡No querrás que me vaya preñada a mi casa!. Entonces Gumersindo comprendió lo inteligente que son las mujeres.

Éste que te tenía un carajo como un mulo tuvo miedo de hacerle daño. La forastera que no tenía pelos en la lengua, le urgió: ¡Venga… venga, métemela de una vez, no creerás que eres el primero!. Desde aquel día que Gumersindo a la forastera la llevaba en su corazón.

El fatídico día que Gumersindo se fue a dormir se fue a dormir la mona a la orilla del río, sólo hacía 48 horas que había enterrado a su mejor amigo, también de su edad.

Gumersindo sabía aquello de “ cuando veas a tu vecino poner la barba a remojar…” aquello fue el detonante que lo llevó a aquél rincón del río y en su hombro colgando una bota de vino de dos litros. Ahí dormiría la mona con toda la tranquilidad sin que lo viesen los vecinos del pueblo dando bandazos.

El riachuelo aquél, que se alimentaba de las lluvias que caían en la montaña, en donde esté nacía, cayó una fuere tormenta (corta, como todas en verano) que hizo que en menos de una hora viajase dirección a Paüls una a avalancha de agua que se llevaba todo por delante. El Gumersindo ni se enteró de que se lo llevaba.

Cuando despertó, el Gumersindo tenía la sensación de que ya estaba en el cielo. De sus alrededores no conocía nada. Después de andar sin rumbo durante horas se encontró con un pueblo.

Al primer vecino que encontró le preguntó dónde estaba, con la ilusión de que hubiera llegado al reino de los justos, pero aquél hombre le devolvió la cruda realidad. -¡Está en Xerta buen hombre!.

El Gumersindo quedose con unos ojos como platos, no entendía nada. Aquél vecino de Xerta al ver lo desorientado que estaba aquél pobre viejo, al saber que era de Paüls, lo llevó encima del mulo hasta allí. Como esto había ocurrido 2 días antes, todos los habitantes del pueblo se fueron a rastrear los entornos por si a este le había ocurrido algo.

Cuando el Gumersindo y aquél vecino de Xerta les contaron lo de aquél extraño caso, nadie se lo podía creer. Pronto comprendieron que se encontraban ante un milagro.

Aquél mismo día, el cura del pueblo ofició una misa a San Roque en agradecimiento de aquél milagro, que salvó de la muerte al vecino de allí Gumersindo Pla.

Tan pronto como aquello llegó a oídos del obispado de Tortosa, su santo obispo se presentó en el pueblo para escuchar en primera persona aquél milagroso suceso, que el Santo obispo no dudó en calificarlo de milagro.

En el próximo domingo, quién ofició una solemne misa fue el obispo. Allí estaban autoridades de toda la comarca, guardia civil con sus trajes de gala, e incluso se balanceó el incienso.

La iglesia estaba abarrotada, muchos comparecientes tuvieron que oír la misa desde la calle. Aquél memorable día Gumersindo sintió el calor. Y la devoción de cuántos lo querían.

Desde su altar, cosa que nadie percibió, a San Roque se le escapó una lágrima.

FINE.