Él. Mi Amo, mi Señor [1]
Como conocí a mi actual Amo. Parte 1
Antes de nada, advertiros que esta será una cuenta doble que utilizaremos mi Amo y yo para contar nuestras historias y vivencias que hemos ido compartiendo durante los años que he estado sirviéndole. Habrá relatos nuestros juntos, que serán veraces (la mayor parte) o historias inventadas, fantasías y demás que queremos dejar por escrito en forma de historia. Por descontado, todos los nombres, lugares, personas y demás serán totalmente ficticios. Además, antes de cada relato siempre advertiremos quien lo narra. Se apreciarán críticas constructivas, ya que es nuestra primera vez haciendo algo como esto. Dicho esto, nos despedimos. Disfrutad.
Esto ocurrió hace ahora unos 3 años y medio, cuando yo aún tenía 20 años y el único hombre con el que había estado era mi novio. Esa mañana era bastante especial para mí ya que empezaba la Universidad. Y la carrera de medicina, nada menos. Me había costado un par de intentos conseguir la nota de Selectividad necesaria para entrar, pero por fin lo había logrado y ahora me encontraba nerviosa y excitada por empezar. Por circunstancias del destino, en esos instantes me encontraba viviendo sola. Recibía dinero de mis padres, en el extranjero y una vez a la semana venía la asistenta que ellos tenían a limpiar en casa, pero por lo demás disfrutaba de una libertad plena y que mis amigas decían desaprovechaba estando únicamente con un tío.
– Con un cuerpo como el tuyo y una casa siempre disponible, yo me habría acostado con la mitad de los tíos de la ciudad. – Me solían decir, entre risas. Y era verdad, no estaba nada mal. Al contrario, era bastante atractiva, pero creía que mis amigas se burlaban de mi, considerándome una santurrona. No me importaba, era feliz con mi chico y, de momento, las cosas nos iban perfectas. En la cama era fantástico y a pesar de llevar ya 5 años juntos solíamos innovar y buscar nuevas experiencias. Aunque, para ser totalmente sincera, sentía que faltaba algo en nuestra relación, era demasiado bueno conmigo y eso, aunque me gustaba, me daba también un sabor agridulce cuando se trataba del sexo. No fueron pocas las veces que me dejó a medias. Y lo peor era que sabía que se esforzaba, por eso me sentía aún mas culpable. Pero en conjunto, eramos bastante felices y no solíamos pelear casi nunca y cuando lo hacíamos era por tonterías, así que en seguida nos reconciliábamos.
Tras una larga ducha de agua caliente que me relajó bastante, salí del baño con apenas una toalla que cubría mi cuerpo y fui hasta mi habitación. Nunca he sido una mujer vanidosa, pero verme en el espejo de cuerpo entero de mi habitación siempre había sido una costumbre después de salir de la ducha. A mis 20 años recién cumplidos de aquel entonces era más que capaz de atraer las miradas de hombres y mujeres por doquier. Midiendo 1,62m, de melena negra y ojos verdes y grandes siempre me han dicho que soy una mujer preciosa. Pero de lo que más orgullosa me sentía era de mi culo. Sencillamente era perfecto. Grande, firme, respingón y bien puesto en su sitio. Sin un arruga o rastro de celulitis o grasa que lo mancillase. Eso, unido a mi piel morena, suave y tersa, le acababan de dar ese aspecto tan apetecible que provocaba suspiros y erecciones por donde iba. De pecho tampoco iba nada mal. Con una talla 90 natural, estos habían sido operados hacía unos mese antes, gracias a un regalo de mi novio por haber conseguido entrar a la Universidad. Al principio me había negado, me gustaban tal y como eran, pero después de ver la ilusión que le hacía acabé por ceder, quedando maravillada con el resultado. Ahora superaban con creces la 115. Por suerte (y gracias al experto cirujano que me trató), estos no han perdido un ápice de firmeza y suavidad, así como tampoco de sensibilidad, siendo más que capaces de mantenerse erguidos y perfectos sin necesidad de ningún tipo de sostén.
Ese día decidí arreglarme. Era el primer día de la Universidad y quería causar una muy buena primera impresión entre mis compañeros y profesores. Elegí una blusa blanca con un poco de escote y algo ceñida a mi torso, lo que dejaba un buen canalillo entre mis pechos, y una minifalda de tubo negra, bastante elegante. Iba como me gustaba ir a mí, provocativa pero formal, sin parecer una puta cualquiera. Todo eso lo acompañé de un conjunto de lencería de encaje blanca consistente en un sujetador y en un escueto tanga, rematándolo todo con unos tacones de infarto de aproximadamente 8 cm. Estaba espectacular, y lo sabía. Me recogí el cabello en un moño y, tras desayunar un café, salí de casa nerviosa.
Era bastante temprano, por lo que el metro estaba lleno de gente, pero sin rebosar. No me costó encontrar un vagón algo más vacío que el resto para poder sentarme en él. Dentro habían otros estudiantes, así como hombres y mujeres trajeados que, seguramente, irían al trabajo. Noté las miradas de varios pasajeros clavadas en mí. Realmente ese día estaba arrebatadora y sexy, por lo que, decidida a subir un poco mi moral, me agaché inocentemente para acariciar mi tobillo, fingiendo que me dolía y dándoles una mejor visión de mi escote. Desde el aumento de pecho me había vuelto más desinhibida y me gustaba mostrar algo más mis pechos a desconocidos. Solo mostrar. Estaba muy feliz con mi novio y no tenía intención alguna de ponerle los cuernos. Lo que no me di cuenta hasta más tarde era que, al hacer aquello también había abierto ligeramente mis piernas, mostrando al que estaba en frente mía una buena visión de mi tanga. Las cerré de inmediato, avergonzada, y miré hacia delante, paralizándome de inmediato ante lo que vi. Ahí estaba Él.
Definirlo como “atractivo” sería un insulto para él. Era alto, moreno, arrebatadoramente guapo. Era un adonis, un dios griego esculpido por las mejores manos el que me estaba clavando su penetrante mirada celeste justo en mis ojos, como si pudiese ver a través de ellos. Al menos así me lo pareció. Trajeado y con un maletín a su lado, se limitó a esbozar una traviesa y misteriosa sonrisa cuando lo miré. Con esa sonrisa creo que mi corazón se saltó un par de latidos. Estaba acostumbrada a las miradas de los demás, es más, me gustaban de hecho, me encantaba saberme deseaba (a que mujer no le gusta) y a menudo fantaseaba con ser la protagonista de algunas de sus pajas. Pero esas miradas siempre iban dirigidas hacia mi culo, mis tetas o mis piernas. Ver como aquel apuesto desconocido me miraba directamente a los ojos me encendió como ninguna palabra o caricia la había encendido jamás.
Estaba segura de había visto mi tanga y, quizás, incluso se habría fijado en como los labios de mi coño se marcaban en el mismo. Era obvio por la forma en la que me miraba. Pero no estaba turbado ni sorprendido. Al contrario, parecía divertido con aquella situación. La rojez de mis mejillas debió ser más que patente. Quería apartar la mirada de él, pero no podía. Simplemente no podía hacerlo. Era demasiado seductora, demasiado atrayente. Dios, me estaba mojando solo por que aquel hombre me mirase Él. ¿Qué clase de persona era? No podría creerlo, jamás me había pasado algo igual. Pero quería más, necesitaba más. Hechizada por aquel señor me quedé embobada mirándolo en silencio, sin saber que hacer o decir. ¿Me estaba tentando a que me volviese a abrir de piernas? Sí, eso parecía. Mordiéndose el labio inferior de aquella forma... ¿acaso quería que me diese un infarto? Estaba a punto de hacerlo, a pesar de repetirme una y mil veces que era una locura. Estaba a punto de abrirme de piernas y mostrarle la humedad de mi coñito y a exigirle que se hiciese cargo de él. Pero la señal del metro me despertó de aquel trance. Nerviosa, me levanté de forma torpe, cogiendo mi bolso y salí del vagón. Aunque una voz calmada, masculina y sensual hizo que toda la piel de mi espalda se erizase sin remedio: – Hasta mañana, mi querida puta...
Se giró de inmediato, queriendo abofetearle por haberla llamado así. Pero allí no había nadie. Estaba sola, en el andén, mientras el metro se marchaba. Puta. Nadie la había llamado nadie así nunca. Ni siquiera su novio cuando lo estaban haciendo más sucio. Nadie. “¿Quién se creía que era? Un cerdo, eso es lo que era.” Me repetía una y otra vez, tratando de convencerme. ¿Entonces, por que mi coño segregaba aún más flujo que antes? Desde ese primer instante supe la verdad, aunque me negué a verla hasta más adelante. Haría lo que aquel hombre me pidiese, sin dudas, sin reservas. Solo por aquella forma de llamarme “puta”, tan armoniosa, tan suave, como si fuera el mayor de los halagos y el más tierno piropo. “Mi querida puta”, resonó de nuevo en mi cabeza. Entonces, y sin remedio, me corrí.
No fue un orgasmo especialmente intenso o devastador. Ni siquiera fui consciente hasta unos segundos más tarde, cuando noté como los fluidos caían por mi entrepierna como en una cascada. Roja de vergüenza me olvidé por unos segundos de todo y fue corriendo hasta el baño, donde me limpié lo mejor que pude, aunque la mancha en mi tanguita era bastante evidente. Allí estaba yo, totalmente abierta de piernas, limpiando los restos de una corrida producida por unas palabras. Su rostro enigmático y hermoso volvió a aparecer en mi mente. Sin poderlo evitar, llevé mi mano hasta mi coño, empezando a acariciármelo despacio, con ternura. Como imaginaba que él me lo haría. Separé los labios vaginales con un par de dedos mientras con mi pulgar torturaba mi botoncito y metía el dedo corazón en mi rajita tan profundo como podía. Estuve así durante varios minutos, primero lo hice despacio, provocando agradables sensaciones que recorrían toda mi espalda en escalofríos pero pronto me sentí insatisfecha con solo aquello, metiendo dos dedos en mi interior y, después, un tercero. Jamás había sentido tal necesidad de masturbarme. Los suspiros pronto se convirtieron en jadeos y estos, en gemidos fuertes que intentaba inútilmente ahogar mordiendo mi propio labio. Cualquiera podría oírme allí metida, en el baño del metro, y con casi toda mi mano dentro del coño, masturbándomelo con intensidad. Esa sensación de peligro y mi mente imaginando que aquellos dedos eran los del hombre provocaron lo inevitable,gimiendo de placer, volví a correrme, ahora mucho más fuerte. El calentón seguía allí, quería y necesitaba más pero no podía permitirme llegar tarde a mi primer día en la Universidad. Me arreglé la blusa como pude, comprobando con horror como mis pequeños pezones se marcaban a la perfección contra la blusa, a pesar de llevar puesto el sujetador, suspiré, tratando de calmarme mientras me colocaba la tanga y después la minifalda. Me retoqué un poco el cabello y, cuando la hinchazón de mis pezones hubo disminuido, salí, apresurándome a llegar a clase lo antes posible. Por suerte, el edificio de medicina era uno de los primeros, por lo que tenía tiempo de sobra.
Todo el camino hasta mi clase estuve pensando en aquel hombre. Tendría como unos 30 y pocos años, barba afeitada, ojos azules y cabello corto castaño. Bajo su traje se intuía a alguien fibroso y cuidado. Bastante fuerte. En definitiva, estaba bueno. Muy, muy bueno. Era el hombre más atractivo que había visto jamás. Pero aquello no podía volver a repetirse. Lo achaqué a que llevaba un par de semanas sin sexo. Mi novio había estado enfermo y me había prohibido ir a verle para que no me contagiase nada, a pesar de mis muchas insistencias para hacerlo. De hecho, seguía enfermo y aquella tarde había planeado ir a verle sin avisar, a pesar de su prohibición.
– Llegas tarde. – Se quejó mi mejor amiga nada más verme aparecer. Se acercó a mí en un pequeño y grácil trote y me sonriócomo le sonríes a una hermana. Ella era única e irrepetible por mí y no la abandonaría por nada. Se llamaba Katherine, aunque yo siempre la había conocido como Kath, o Kathie. Tenía un año menos que yo, lo que no había impedido que se formase entre nosotras una sólida amistad desde primaria, donde nos conocimos. Rubia natural, de pechos amplios y firmes y trasero respingón la mujer era toda una delicia. Estaba convencida de que, si me fuesen las mujeres, me habría enamorado perdidamente de ella. Por desgracia no era así, por lo que jamás había pasado nada entre nosotras. Salvo en una ocasión que me quedé a dormir en su casa. Teníamos 14 y 13 años, respectivamente, y ambas eramos totalmente inocentes con respecto a temas sexuales. Después de ver una película en su habitación (algo románticona, la verdad) me confesó que un compañero de clase se le había declarado esa misma tarde. Pero que por miedo había salido riendo. Yo me reí y le dije que la primera vez que se me declararon casi me pongo a gritar de los nervios. Justo después ambas nos reímos. Kath se acercó a mí y susurrando me dijo: – Me pidió un beso, pero... nunca he besado a nadie. – Sonrojada, agachó la mirada. Ya desde joven era una preciosidad por lo que actué por instinto, la cogí entre mis manos y le estampé un torpe beso en sus labios. Ella, sorprendida, intentó zafarse en un primer momento, pero pronto se abandonó, continuándolo con crecientes ganas. Cuando nos apartamos, ambas estábamos incómodas. Jamás volvimos a hablar de ello.
– Lo siento, Kath. Me entretuve en el metro... – Le contesté, desviando un poco la mirada hacia el suelo mientras reía apagadamente. No sabía si contarle lo que me había sucedido en ese lugar hacía escasos 15 minutos. Siempre se lo había contado todo, pero me daba reparo en aquella ocasión. Al final me decidí y acabé contándoselo todo. Seguro que ella me animaría un poco, o eso pensé. – Tengo algo que contarte... – Tomó aire un par de veces en el metro. – Me he encontrado en el metro hoy con un hombre que... buf. Me ha puesto a mil. Era algo mayor, unos 30, pero joder... Estaba buenísimo. Me ha mirado de una forma que parecía que quería follarme ahí mismo, te lo juro. – Soltó, sin disimulo ninguno. Estar con ella, tan liberal, siempre hacía que ella misma no se cortase. – No se cuanto hacía que no me sentía así... Dios, creo que jamás me había sentido así. Después he tenido que ir al baño a... ya sabes, aliviarme. – Confesó con una sonrisa avergonzada.
– Vaya, vaya... – Los ojos de Kath brillaban divertidos y excitados ante la idea de ese hombre que había logrado poner así a su amiga, la “mojigata”. Ni corta ni perezosa, aprovechando que todos estaban ya dentro del edificio se pegó a mí y llevó con rapidez una mano a mi coñito, acariciándolo por debajo del tanga, notando la humedad del mismo contra sus dedos. – ¡K-Kath! – Grité sorprendida, después de un pequeño gemido que no pasó desaparercibida a la otra, intentando apartarme de inmediato de su mano. Kath, por su parte, se llevó la mano a la boca y lamiendo sus dedos, canturreó: – Deliciosa. Y estás de suerte, bombón. Creo que sé quien es ese hombre y, si no me equivoco, es profesor aquí. Quién sabe, quizás te encontrarás más pronto de lo que crees con “tu hombre”.
– N-No es mi hombre. Además, aunque de verdad sea ese, no va a pasar nada. Tengo novio, ¿recuerdas? – Dije airada, apartándome de ella para empezar a caminar hacia la clase. Sin embargo la boba sonrisa que se me quedó en el rostro me delataba por completo. Estaba encantada de volver a verlo y ya fantaseaba con la posibilidad de que fuese mi profesor o mejor aún, mi tutor. Aunque sabía que había pocas posibilidades de ello. La decepción fue tangible en mi rostro cuando, al entrar a clase a quien vi no fue a mi adonis perfecto si no a una mujer mayor con cara avinagrada y expresión de asco constante. El resto de la mañana fue tranquila, bastante aburrida. Mis nervios iniciales pronto fueron sustituidos por ese tono amuermado que adquirían las clases de esa mujer siempre, según me enteré después, junto con varios de sus apodos que no mencionaré por respeto. En la clase abundaba la población masculina, pero no le di mayor importancia. No estaba allí para ligar.
Era el descanso para comer y había quedado con Kath en vernos en la cafetería para comer juntas. Imagínate la cara que se me quedó cuando, toda excitada, vino diciendo que le había tocado de tutor a aquel cañón que tenía por profesor. Definitivamente, el mundo no era justo. – He preguntado y.. adivina que. Puedes pedir un cambio de clase durante esta semana. – Dijo animada, guiñándome el ojo. Esa misma tarde lo solicité, diciéndome a mí misma que era solamente para estar en la misma clase que Kath, que aquel profesor no tenía nada que ver con ello.
Al volver a casa me cambié de ropa, poniéndome un short y una camiseta de tirantes sin nada debajo y me tumbé en la cama con el portátil, navegando por internet. Más por aburrimiento que por otra cosa, entré en la página web de la Universidad e, inconscientemente, fue a ver el listado de profesores. Estuvo mirando varios rostros comunes hasta que lo encontró. Allí estaba él, tan arrebatador como siempre, aún plasmado en una pequeña foto de carné. Irremediablemente, sus palabras volvieron a su cabeza: “Hasta mañana, mi querida puta.” La humedad en su coño fue inmediata, era increíble lo que aquel hombre provocaba en mí. Me fijé en su nombre, Dante. Parecía italiano y, por sus apellidos, dedujo que debía serlo. Si acaso aquello aún le dio más morbo a la situación. – Dante... – Me repetí a mi misma, en voz alta, buscando oír como sonaba en mis labios, imaginando como sería gritar su nombre mientras me follaba con rudeza, reventando mi coñito como nadie lo había hecho jamás.
Inconscientemente empecé a buscarle algún defecto, no podía existir alguien tan perfecto, era imposible e injusto. Compararlo con su novio solo lograba cabrearla aún más, eran como el día y la noche, lo cual m molestaba. Necesitaba algún punto en el que mi chico ganase a aquel hombre si no quería enloquecer por completo. Pero no lo hallé. Ni siquiera cuando exclamé para mí misma que sería malo en la cama. No me lo creía ni yo. Ese hombre había hecho que me corriera con un par de palabras, no me lo podía imaginar follando mal. Bufé, me revolví en la cama como una niña pequeña y me acosté. Aún era temprano, pero mi cabeza no daba para más el día de hoy.
Soñé, como no podía ser de otra forma, con él. No sabía donde me encontraba, quizás la que me imaginaba sería su casa, pero si sé como me encontraba yo. Atada de manos por detrás de mis rodillas, obligándome a poner mi mejilla contra su cama, aplastando mis grandes tetas contra la misma. Recuerdo soñar como, mágicamente, me deshacía de la ropa con solo un chasquido de dedos, mostrando un depilado coño de gruesos labios al hombre que se encontraba detrás mía, totalmente vestido aún y con una correa en la mano. Lo miré tanto como pude, repasando su sombreada figura con los ojos, admirándome de su belleza. Con mi culo en pompa, totalmente abierto y mostrando cada parte de mi intimidad, el hombre solo tenía que alargar la mano para hacer lo que quisiera con el mismo. Mis manos me inmovilizaban cualquier tipo de movimiento, por lo que me supe totalmente indefensa, desprotegida y vulnerable. Y me encantó. Me volvió loca, mi coño chorreaba por doquier mientras tímidamente, decía: – A-Amo, por favor, hágalo ya... – No me podía creer que esas palabras acabaran de salir de mi boca. Pero el hombre no se movía, al contrario, permanecía inmóvil en aquella posición. Me vi tentada a excitarle, a provocarle hasta que sus instintos lo abandonasen y tuviese que ceder. Empecé a menear mi culo de lado a lado, provocativamente, notando el vaiven de mis nalgas y su mirada clavada en estas. – Mi zorra tiene ganas de jugar, ¿eh? – Susurró divertido con aquella voz que yo recordaba tan bien. – Muy bien. Juguemos.
En ese momento, la alarma del móvil sonó, despertándome. Te juro que estuve a punto de estrellarlo contra la pared, furiosa. Miré hacia abajo y comprobé que la cama estaba llena de mi flujo. Aquel hombre me había vuelto adicta a él y eso me aterraba y excitaba a partes iguales.