El merecido castigo (versión humor)
Soy un tipo normal, no me gustan los juegos de rol, los disfraces, ni siquiera me excitan los uniformes, sé de sobra que debajo te puedes encontrar personas encantadoras o auténticos gilipollas... Versión interrupta de otro relato
Soy un tipo normal, no me gustan los juegos de rol, los disfraces, ni siquiera me excitan los uniformes, sé de sobra que debajo te puedes encontrar personas encantadoras o auténticos gilipollas. Cuando me acuesto con una persona es porque me gusta cómo es, no le pido que cambie, y tampoco me gusta que me pidan que cambie yo. Por eso me extrañó cuando Maribel, una mujer con la que comenzaba a mantener una relación que podía ir más allá de lo sexual, me llamó diciendo que tenía una sorpresa para mí. Estábamos conociéndonos, todavía podía ignorar mi poca afición a las sorpresas, así que le di el beneficio de la duda y acudí a su casa, dónde me había citado. Al llegar la encontré como siempre, un tanto nerviosa quizás. Enseguida se excusó, marchó a su cuarto con el pretexto de terminar de prepararse “para la sorpresa” y yo me quedé solo en el salón. Supuse una cena, quizás una salida a bailar, tal vez algo que nos hiciera pasar la noche fuera. Si hubiéramos tenido una familiaridad que todavía no existía entre nosotros, tal vez hubiese encendido el televisor y me hubiera sentado a esperarla zapeando con los pies encima de la mesa baja, pero me limité a dar una vuelta por el salón y aguardarla de pie. Sobre la mesa, una bolsa de golosinas que me hizo pensar que esa era la sorpresa, que había descubierto mi único vicio en esta vida al margen del sexo. Pero no.
Unos minutos después Maribel irrumpía en el salón vestida de colegiala. Negando con la cabeza sonreí, y ella malinterpretó mi gesto. Seguramente a otros hombres, quizás cuando yo tuve la edad de gustarme las colegialas, pero no entonces, no Maribel. Rondaría los cuarenta y cinco, un cuerpo al que le sobraban algunos, pocos, kilos y un rostro al que, cuando más acostumbraba a mirarlo, esto es, después de la jornada de trabajo o después de follar, se le apreciaba el cansancio. Con una camisa blanca, el cuello levantado, los primeros botones desabrochados y los bajos atados con un nudo a la altura de su ombligo y una faldita roja con cuadros blancos que apenas si tapaba su incipiente piel de naranja. Cuando, caminando hacia mí, dio un giro demasiado teatral, el vuelo de su falda me permitió ver que sus bragas eran blancas y de algodón, detalle que no puedo asegurar si pertenecía al uniforme escogido.
- ¿Colegiala? - pregunté retóricamente.
-Colegiala traviesa - precisó ella. Con una palabra habíamos pasado de la categoría de disfraces, a la de juego, porque aquello era un juego, cuando rozando mi hombro con su dedo pasó junto a mí diciendo yo soy una niña mala y tu eres mi profesor, ¿me vas a castigar? , no quedaban dudas. Claro que Maribel no sabía que yo no sé jugar…
Agarrando la bolsa de golosinas se colocó frente a mí, al otro lado de la mesa, separados por poco más de un metro. Sacó una gominola, nube, siempre la he llamado yo, un cilindro blanco y rosa de azúcar y vaya usted a saber qué, y se lo llevó a la boca. Lo apresó entre sus dientes por uno de los extremos, mientras por el otro lo sujetaba en la mano. Con el movimiento de su cabeza buscaba alargarlo, darle una impresión de algo más contundente que llevarse a la boca, hasta que, irremediablemente, la chuchería no resistía más la tensión y una porción moría entre sus fauces. Repitió la operación varias veces bajo mi atenta mirada, hasta que se terminó el dulce.
- Me he portado mal- susurró ella. Realmente se merecía un castigo por su comportamiento.
- Dame eso, sabes que no se pueden comer chucherías en clase- dije extendiendo la mano hacia su posición. Ella sonrió creyendo que había entrado en su juego, más aún cuando volví a insistir: que me lo des . Finalmente me tendió la mano, con una expresión entre tímida y asustada. Cuando tuve las gominolas en mi poder me senté a comérmelas tranquilamente ajeno a su presencia a dos metros de mí.