El mercado de esclavos
Dos mujeres acuden a un mercado de esclavos para adquirir nuevas propiedades masculinas.
Tiempo después de la Gran Revuelta que había invertido el orden mundial, convirtiendo a los hombres en esclavos de las mujeres, y a éstas en diosas supremas y dueñas de todo, los hombres no eran más que juguetes en sus manos. Ningún hombre se atrevía a desafiar la autoridad de una mujer. La superioridad intelectual de ellas resultaba abrumadora. Además, las mujeres eran más numerosas, y tenían todo el control de las armas, por lo que era imposible oponerse a su dominio.
Los hombres vivían al servicio de las mujeres. Eran sus esclavos, sus criados, limpiadores, cocineros, amantes, todo lo que una mujer exigiera. Vivían en total humillación y temor, y cuando alguno osaba lanzar una mirara que desagradara lo más mínimo a una mujer, ésta le castigaba de manera ejemplar, generalmente con la pérdida de su miembro, para que los otros conocieran realmente cuál era la posición. Los hombres vivían en las grandes y lujosas casas que las mujeres se habían hecho construir con trabajo masculino. Cada mujer tenía un verdadero palacio para su residencia, y éste era atendido por el servicio que los esclavos prestaban a base de látigo y fusta.
Las mujeres podían hacer lo quisieran, mientras que los hombres debían someterse a sus órdenes. Con objeto de causarles la mayor humillación, y alegrar la mirada de las dueñas, los hombres debían ir siempre completamente desnudos. No se permitía una sola prenda que cubriera su cuerpo. Especialmente, sus testículos y nalgas debían quedara la vista de las mujeres en todo momento. Esto avergonzaba profundamente a los hombres, pero nada podían hacer más que obedecer y someterse sumisamente a sus dueñas.
Delante de una mujer, un hombre debía arrodillarse y poner las manos detrás de la cabeza. Esto se hacía así aunque el esclavo no fuera propiedad de la mujer ante quien se encontrara. Se consideraba que el hombre era un bien general, por lo que, aparte de lo que se hiciera en cada casa, cada mujer podía hacer con el hombre que encontrara lo que deseara. Por esto, era frecuente contemplar cómo mujeres manoseaban a hombres en la calle o en establecimientos públicos, mientras se escuchaban grandes risas y burlas que avergonzaban, aún más, a los sometidos esclavos.
Los hombres habían sido capturados tras la Gran Revuelta y recluidos en centros de formación. Allí se les enseñaba a obedecer y las consecuencias de no hacerlo, que aprendían con gran dolor. También eran obligados a transformar sus cuerpos, sometiéndose a un riguroso ejercicio que les convertía en hombres musculosos y agradables a las mujeres. Cuando el esclavo había alcanzado el nivel deseado, era llevado, de inmediato, a uno de los mercados que las mujeres tenían por todo el mundo, y que era el lugar donde una mujer podía proveerse de material masculino.
Elena, de 45 años, y Natalia, de 19, eran madre e hija. Vivían en una gran villa que tenía unas excelentes vistas a los terrenos cercanos, que también eran de su propiedad. Disfrutaban mucho con la nueva situación, y se divertían castigando a los diversos esclavos que atendían las tareas de su mansión. Les gustaba comentar acerca de los cuerpos de los hombres, y, a menudo, disponían del mismo esclavo para sus juegos, que veía cómo cuatro manos recorrían su cuerpo desnudo sin que pudiera hacer nada.
Las dos mujeres llegaron al mediodía al mercado. Ya se encontraba lleno, y mujeres venidas de todas las regiones se acercaban a contemplar a los ejemplares en venta.
Los hombres eran exhibidos en un podio elevado, a la vista de todos, cubiertos con un taparrabos y las manos encadenadas a un poste sobre sus cabezas. Esto era así para despertar la expectación entre las compradoras, que imaginaban qué escondería aquella diminuta prenda; pero, a menudo, el calzón no duraba mucho puesto, y los hombres eran despojados de él según la subasta entraba en su parte final.
Elena y Natalia se detuvieron ante un podio donde había cuatro esclavos. Dos tenían una edad similar a Elena, mientras que los restantes pasaban por ser cercanas a Natalia. Allí colgaban los cuatros, con sus magníficos cuerpos exhibidos, ofreciendo sus abdominales trabajados a base de dolor a todas las lujuriosas miradas de las mujeres, que ansiaban poseer esa carne. Natalia dirigió la mirada a un joven rubio de brazos imponentes, mientras que a Elena le agradó a un maduro muy musculoso que no hacía otra cosa que mirar al suelo, esquivando las miradas que caían sobre él.
Comenzó la subasta. Las mujeres ofrecieron su dinero por los objetos. Las compradoras exigían conocer el producto a fondo, por lo que reclamaban que fueran desnudados del todo.
Una fina cuerda unía el calzón de cada esclavo. Con un movimiento suave, la vendedora de la mercancía tiró de ella, y todas las prendas cayeron al suelo, dejando a los esclavos totalmente desnudos.
Mil voces de lujuria y aprobación se escucharon por doquier. Las mujeres se excitaron sobremanera. Los hombres ofrecían un aspecto rosáceo, revelador del mal momento que estaban pasando.
Entonces, la vendedora hizo girar un mecanismo, y todos los esclavos giraron sobre sí, ofreciendo sus nalgas a una muchedumbre que atronaba exaltada.
Una mujer de muchos años subió al podio y pasó las manos por el trasero del esclavo más joven, que apenas tendría dieciocho años; con delicadeza, fue acompañada abajo de nuevo, mientras que las otras mujeres se reían del objeto, y aprobaban la iniciativa de la anciana.
Otra mujer, aprovechando la confusión, se puso frente al otro muchacho, no mucho más mayor, y le agarró el pene con la mano, mientras unía su boca a la del joven en un beso forzado que no pudo eludir.
Una compradora comentó que encontraba acalorados a los esclavos, y descargó una botella de agua sobre sus cuerpos. Otra no pudo contenerse y dio una bofetada y una patada en los genitales a otro de los siervos. Por fin, las mujeres entraron en calma, y la puja pudo realizarse de acuerdo a la norma y precepto.
Elena ofreció una cantidad elevada por los dos escogidos; tanto, que ninguna otra mujer pudo alcanzarla. Rápidamente, los dos esclavos fueron descolgados y llevados ante las dos mujeres. La propietaria encadenó sus manos a la espalda, colocó una cadena en sus cuellos, y tiró de ella hasta tenerles de rodillas. Entonces la venta quedaba completada, y las dos mujeres eran plenas propietarias de dos nuevos objetos.
Los esclavos fueron conducidos obligados a andar de rodillas hasta el carruaje que transportaba a las mujeres. Se trataba de una variación del conocido transporte que, impulsado por caballos, había servido de vehículo a muchas generaciones de hombres largo tiempo atrás. Ahora, el hombre era el caballo. Un varón, generalmente de gran fortaleza, era encadenado a la parte delantera del coche, mientras que una mujer guiaba, a latigazos, los movimientos imprecisos del sometido hombre.
Elena y Natalia llegaron al carruaje, empujando, con su botas, a sus nuevos esclavos, que fueron forzados a tumbarse boca abajo en el interior del suelo. Elena contempló al joven que había comprado para su hija, pasando su manos por sus nalgas; y, satisfecha con la joven carne, aprobó la decisión de Natalia:
-Una vez más, has acertado, hija. Sólo espero que éste resista más que tu último regalo.
-Yo también lo espero, madre-dijo ella. Ya no se hacen hombres como antes, y hoy nadie aguanta que le corten el pene y se lo metan en la boca. Veremos qué tal se porta éste-dijo, pisando la cara del siervo.