El mejor de los amigos (2)

Miguel recuerda la traumática experiencia vivida junto a su amigo Ricardo, que le ha provocado un bloqueo emocional absoluto, y la manera en que su vecino Nacho le ayudó a sobrellevarlo.

Cuando el coche de Ricky aparcó en un lateral de la nave industrial donde había quedado con su antiguo socio para negociar un aplazamiento de su deuda, Miguel sintió de pronto un premonitorio escalofrío que le atravesó la espina dorsal. Algo le decía que si pintaban bastos no iba a ser tan fácil salir de esa situación a fuerza de patadas de kárate o valiéndose de su técnica pugilística con un gancho directo a la mandíbula del antiguo jefe de Ricardo. Y, en efecto, nada más entrar en la nave, débilmente iluminada por la luz de unos reflectores estratégicamente situados a lo largo de su extensa y yerma superficie, se dio cuenta de un detalle menor pero inquietante: las luces de los focos estaban dirigidas en su mayor parte hacia una elevación del terreno, como una pequeña colina, situada en el centro de la construcción. Aquello parecía…pero no, no podía ser. Sin embargo, según se iban acercando a ese punto, comprobó que sus ojos no le engañaban. Alguien había instalado allí, con quien sabe que fin, aunque en ningún caso muy legal, un enorme ring de boxeo. Allí, en medio de la nada, en aquel polígono perdido. Miguel se imaginó cualquier eventualidad, desde apuestas ilegales en combates de boxeo clandestinos, hasta feroces enfrentamientos a vida o muerte entre desesperados luchadores de "valetudo" o algún otro arte marcial extremo que por su crueldad y falta de reglas precisas no pudiera llevarse a cabo en el circuito comercial habitual de este tipo de eventos. En cualquier caso, aquello no sonaba nada bien de entrada.

Vaya, te estábamos esperando… – la cavernosa voz de su socio, un hombre de alrededor de 50 años, bajito y rechoncho, pero impecablemente trajeado, con corbata incluida, pese al calor reinante, resonó con un apagado eco en la inmensidad de la sala – Y veo que te has traído a tu amiguito… Mucho mejor así, ya verás que divertido va a ser todo. Y será mejor que pienses algo rápido, porque mi paciencia está a punto de agotarse. Y ya sabes que cuando soy malo, soy muy malo

Ricardo no pareció inmutarse por el tono de amenaza implícito en la voz de su socio. Ni siquiera mostró sorpresa al ver surgir desde la penumbra del fondo la silueta borrosa de los cuatro gorilas de apariencia extranjera y fornidas espaldas que acompañaban a su interlocutor.

¡Tenemos que hablar! –se dirigió a su socio directamente. Luego se volvió hacia mí y me habló en voz baja- Tú espérame aquí y no intervengas si no te lo pido directamente. Voy a intentar solucionar esto de forma civilizada.

Miguel esperó sentado en un peldaño de la escalera de acceso al improvisado ring mientras su amigo y aquel extraño personaje debatían acaloradamente al fondo de la nave, envueltos en sombra sólo aclaradas por el humo del puro que se había encendido el mafioso aquel. No llegaba a distinguir con exactitud lo que decían, pero por el tono general de la conversación podía adivinar que el socio le reclamaba la devolución íntegra e inmediata del dinero adeudado, y Ricardo hacía lo imposible por convencerle de que le concediera más tiempo para terminar de reunir el dinero. Los pasos de aquellos inmensos hombretones de Europa del Este, marcando el territorio alrededor de Miguel desde lejos como si trataran de evitar que escapara, tampoco le tranquilizaba precisamente. Ahora lamentaba no haber comunicado a su hermano o a su amigo Nacho su aventura nocturna y la ubicación exacta de aquel siniestro lugar, pero ya era tarde. Si intentaba enviar un mensaje disimuladamente podría levantar las sospechas de aquellos orangutanes, algo nada recomendable en ese momento. Cuando las voces del fondo se calmaron, y Ricardo y su socio se acercaron, el panorama ya era directamente aterrador. La cara de funeral de su amigo lo decía todo, y la malévola sonrisa de su socio hacía presumir algún terrible acontecimiento. Ricky se despegó de su ex jefe y, tomándole de la mano, como si fuera la princesa de su cuento de hadas, ayudó a su mejor amigo a subir al singular estrado, que, no por resultarle familiar le parecía en esta ocasión menos siniestro.

Bien, bien, bien…- bramó desde abajo la voz de sapo de aquel extraño hombrecillo – ¡la función debe continuar! – y dejó escapar una risotada grotesca entre volutas de humo. Sus matones se arremolinaron junto al cuadrilátero y, apoyándose en las cuerdas, sonreían con malicia, seguros de presenciar un espectáculo inolvidable.

Ricardo estaba tan nervioso como un flan. Le llevó a un extremo del ring, como si fuera un entrenador aconsejando a su pupilo en los momentos previos al combate, y, con voz casi inaudible, le comunicó de pronto:

Tenemos que pelear, pero debes dejarte ganar cuanto antes. No quiero que nos hagamos daño. Lo que te digo es por tu bien. Esta gente es más peligrosa de lo que yo pensaba. Y perdóname si puedes por lo que

El hombre del puro no dejó que finalizara su misteriosa frase

¡¿Quereis dejar de actuar como dos nenazas y pelear como hombres en el centro del ring?! ¡Y recuerda las reglas, Ricardo, el que pierde, paga!.

Ricardo le condujo al centro del ring. Miguel no sabía que hacer. De hecho, no había estado tan acojonado desde el día en que le tocó pelear con un boxeador amateur ruso con fama de marrullero en el ring, algo poco habitual en ese deporte, donde impera la nobleza. Ahora, sin embargo, estaba completamente vendido. Sabía que podía vencer a cualquier mindundi en la calle a base de técnica, e incluso a muchos boxeadores aficionados de su categoría o inferiores, pero esto era diferente. Ricardo era un auténtico experto en artes marciales, cinturón negro de kárate, y con conocimientos de taekwondo y valetudo, y le podía sorprender con sus patadas mágicas en cualquier momento. Y de nada servía intentar escapar con esos cuatro sabuesos acechando. Ambos sabían que iban armados, y no dudarían en utilizar sus pipas contra ellos a la menor ocasión de peligro. Asustado por su pasividad, Ricardo le soltó una hostia en la cara para que entrara en situación. No pretendía hacerle daño, pero aquello fue suficiente para poner en guardia a su amigo, que se cubrió de inmediato, pero no fue lo bastante rápido como para esquivar una certera patada de karate directa a la mandíbula. El impacto de sus deportivas en su cuello y mandíbula inferior le hicieron caer de espaldas en el suelo. No llegó a sangrar, pues Ricardo había controlado la potencia del golpe, pero estaba aturdido y mareado, completamente k.o. En un combate de boxeo tradicional, no hubiera tenido opción de levantarse. Ricardo se sentó en su pecho mientras al fondo se oían voces que le animaban a gritos a darle su merecido a esa maricona innoble. Ricardo abofeteó a Miguel hasta que prácticamente perdió el sentido. Sin detenerse en miramientos, le quitó la camiseta por los hombros, le aflojó el cinturón y le descalzó las playeras. Los vaqueros salieron disparados y quedaron enganchados en las cuerdas que delimitaban el ring. Ricardo, que parecía estar violentamente excitado y fuera de sí, se desnudó de prisa y amontonó su ropa a un lado. Ahora los silbidos provocadores de los gorilas, y la risa desatada del capo retumbaron en la cabeza de Miguel. Apenas recuperado del impacto del primer golpe, intentó zafarse con todas sus fuerzas del abrazo de Ricardo. No entendía porqué se estaba comportando así, y menos aún la razón por la que le paseó por la cara su polla en estado morcillón, conminándole a que se la chupara por las buenas o por las malas.

Chúpala aunque no te guste – le susurró al oido antes de metérsela en la boca de una tacada. Miguel nunca había estado en contacto con otro pene, y sospechaba que su contrincante tampoco, pero ambos sabían intuitivamente el papel que les correspondía a cada uno en ese juego inaudito. Ricky levantó la cabeza a su amigo del alma para que le entrara mejor, y él empezó a succionar a pesar del asco que sentía. Le dio una arcada involuntaria, y Ricardo sintió compasión y le obligó a ponerse de rodillas, ensartándole el nabo, ya erecto, en la boca sin solución de continuidad.

Así, chaval, lo estás haciendo muy bien – le consolaba Ricardo, tapándole los oidos con ambas manos mientras empujaba la cabeza de su amigo adelante y atrás, para evitar que escuchara las insolentes risotadas y los insultos soeces dirigidos a ambos, pero especialmente al pobre Miguel, que llevaba las de perder aquella noche. Ambos perdieron la noción del tiempo, producto tal vez de la atmósfera surrealista que rodeaba aquel escenario de fantasía, o debido a la deslumbrante luz de aquellos reflectores que les impedían ver a su expectante público, y les hacía sentir que estaban ellos solos en aquel cuadrilátero, viviendo una inesperada pasión prohibida y dando rienda suelta a inconfesados deseos de posesión viril. Miguel se la chupó en todas las posturas, siguiendo las insólitas sugerencias de sus carceleros ocasionales, hasta que en un momento dado se escuchó la voz tonante del mandamás rugiendo divertido:

Ya está bien de julandronadas, ahora viene lo bueno. ¡Fóllate a tu amiguito a cuatro patas, como a la puta de tu novia! – aquellas últimas palabras las pronunció con un resquemor impresionante. Miguel no sabía que podía pintar Laura, la novia de Ricardo, en todo este asunto.

Ricardo protestó, pero fue en vano. Pidió al menos un preservativo, consiguiendo que se rieran en sus barbas. "¿Qué pasa, le decían, es que no te fías de tu amigo el maricón? Eso es para las putas, no para las señoritas decentes, como tu amigo".

Miguel aprovechó la indecisión de su amigo para endilgarle un crochet en su perfil derecho e intentar escapar, desnudo como estaba, por entre las cuerdas del ring. Su desesperación era tan grande que no se fijó en que los gorilas se dirigían hacia él a la carrera desde el otro extremo del ring. Intentó escabullirse en dirección contraria, pero Ricardo, que había caido al suelo por efecto del certero golpe, le puso la zancadilla y cayó de bruces al suelo entre las risas de sus perseguidores. Su amigo se subió a su espalda, inmovilizándole con una postura clásica de las artes marciales, el brazo derecho bloqueado en forma de L. Tuvo que rendirse a la evidencia: su culo era propiedad de su colega sin remedio. Bueno, pensó, si tiene que ser así, mejor que sea él y no uno de estos cabrones. Decidido a colaborar, solo le rogó que no le hiciera daño al desvirgarle. Misión imposible. La cara de incomprensión de Ricardo era un poema. Parecía estar en otro lugar, y no allí, y tampoco le hizo el menor caso. Con un dedo le penetró el ano, produciéndole un dolor insufrible, que aumentó si cabe cuando la cantidad de dedos fue creciendo, hasta un máximo de tres. En un ataque de furia, le agarró del pelo a su hasta entonces respetado amigo, y le ordenó ponerse a cuatro patas. Intentó entonces, sin demasiado éxito, introducirle al menos el capullo, pero aquello no entraba ni a fuerza de empujones. Uno de los guardaespaldas del capo le lanzó un tubo de crema lubricante, lo que le hizo pensar que todo estaba planeado de antemano, y que su amigo, por pura mala suerte, le había sustituido en el papel de víctima propiciatoria. Embadurnó su rabo, y el culo de su amigo, que ya no protestaba, y le penetró sin contemplaciones, sintiendo un extraño e inconfesable placer cuando su miembro se desplazó por primera vez por el interior de la cavidad anal de su compañero. Se sintió culpable también, pero ya metido en faena, debía cumplir lo pactado si quería salir con bien de allí. Su amigo no entendería de inmediato el favor que le estaba haciendo, pero algún día lo comprendería quizá. Empujó con saña, como si le fuera la vida en ello, poseido por una furia invisible que le obligaba a comportarse como un energúmeno. Los gritos de dolor de Miguel implorando suavidad solo sirvieron para despertar aún más su lado animal, y, jaleado por aquellos matones como un perro de presa, le propinó una serie de enculadas en todas las posiciones. Para la apoteosis final, los cuatro esbirros se habían subido al escenario, obligándole a follar de frente y a besar en los labios a Miguel, algo que éste último rechazaba cerrándose en banda como una flor, y que a Ricardo terminó de ponerle aún más cachondo. Porque mientras que Miguel estaba sufriendo lo indecible en aquella situación, y en ningún momento había sentido la más mínima excitación, su violador obligado sintió la mayor erección de su vida, a caballo del morbo que la situación le producía. Para mayor inri, uno de los matones le empujaba el culo mientras se la clavaba de lado, algo que Ricardo no podía soportar por más tiempo sin correrse. Y lo hizo a conciencia, en la cara de su amigo, tomándole del pelo y obligándole luego a limpiársela con la lengua, sintiendo un último e infinito orgasmo en el interior de la boca de su amigo que recordaría toda su vida. "Con diferencia, el mejor polvo de mi vida", pensó en ese momento de lucidez un acalorado Ricardo, mientras observaba incrédulo como su propia lefa resbalaba por la los pómulos y la barbilla de Miguel, junto con unas lágrimas de desesperación e impotencia que no iban acompañadas de los clásicos sollozos, lo que las hacía aún más extrañas.

Ricardo se irguió y se acercó a las cuerdas del ring, apoyándose en ellas. Respiraba con dificultad, y se le veía visiblemente cansado y alterado, como si hubiera tenido que luchar contra un dragón de fábula en vez de contra el ano irreductible de su mejor amigo. Uno de los fortachones que presenciaban la escena le levantó el brazo, pronunciando en un español rudimentario una frase de júbilo tipo. "Vencedor por k.o. absoluto, el aspirante al título de los pesos medios, ¡Ricardito, el maricón!". Ricardo se soltó de un manotazo, y se dirigió a la fuente de maldad que había orquestado toda aquella pantomima grotesca.

Yo he cumplido con mi parte…¡ahora te toca a ti cumplir la tuya!. Deja salir a mi amigo sin tocarle un solo pelo de la cabeza, y yo me quedaré aquí sin intentar escapar.

Mejor nos vamos todos. Y tú vendrás con nosotros en la camioneta – se refería a una SEAT TRANS que había aparcada en la puerta – Tenemos que seguir hablando de negocios – insinuó de forma misteriosa, apagando el puro en el suelo y pisoteándolo con mala baba.

Ricardo y Miguel se vistieron sin mirarse. De hecho, Miguel se puso la camiseta al revés, de lo aterrorizado que estaba. Su cuerpo olía a semen ajeno y sudor, y se sintió sucio, como debía sentirse una mujer en sus mismas condiciones. Ni siquiera se había corrido, ni creía que hubiera podido hacerlo aunque le obligaran a masturbarse hasta el día del juicio final. Cuando llegaron a la puerta de la nave, Ricardo le extendió las llaves de su vehículo.

Toma, regresa con él y apárcalo cerca de tu casa. Si salgo de ésta vivo ya me pasaré un día a buscarlo – en sus palabras no se apreciaba ninguna ironía.

Acto seguido los seis se introdujeron por turnos en la furgoneta y desaparecieron en la noche dejando una estela de humo y arena en el polvoriento camino. Miguel abrió temblando la puerta del cochazo de su colega. Estaba demasiado nervioso como para conducir. Cerró la puerta con seguro y se echó a llorar como un niño sobre el volante. Su voluntad había desaparecido. Es como si hubiera regresado al útero materno. Le faltaban las fuerzas, a pesar de los prominentes músculos de los que presumía en el gimnasio. El camino de regreso, conduciendo un coche ajeno, mucho más grande y potente que su modesto utilitario, y además propiedad de su violador involuntario, se convirtió en una agonía sin fin. Más de una vez pensó en estrellar el deslumbrante vehículo contra cualquier pared o farola que se le pusiera en el camino, y entregar su vida si fuera preciso en cumplimiento de una estúpida venganza, que sólo podía perjudicarle a él. Se sintió aún peor al llegar a la M-30, y, al doblar por la salida de O’Donnell, el nerviosismo, trocado en un sentimiento de humillación permanente, a punto estuvo de hacerle salir de la carretera al tomar la curva. Encontró al cabo plaza de aparcamiento en la calle General Díaz Porlier, y llegó a su edificio de apartamentos pasadas las dos, en un estado de confusión total. El conserje de noche le dio las buenas noches, y él, habitualmente tan expansivo, le devolvió el saludo con un gesto maquinal de la mano, y una mirada de zombie en el desencajado rostro.

Cuando iba a tomar el ascensor, apareció en el hall, con toda seguridad procedente de algún garito más o menos próximo, su vecino de puerta, Nacho, un chaval de su edad que trabajaba en la Mutua Madrileña y entrenaba con él el mismo gimnasio. No eran grandes amigos, pero se llevaban bien. Bastó una mirada del avispado comercial para cerciorarse de que algo grave e inusual había ocurrido esa noche.

¿Te encuentras bien, Miguel? Tienes…un aspecto horrible.

La puerta del ascensor se abrió de repente, y ambos se introdujeron en su interior. Nacho pudo percibir, en la cercanía forzosa de aquel cubículo, el inconfundible olor a semen ajeno mezclado con sudor que emanaba incomprensiblemente del cuerpo de su heterosexual vecino de rellano. Miguel se derrumbó entonces, y, tapándose la cara con las manos, en un gesto de desgarro incontenible, y con las lágrimas luchando por no surcar su hermoso rostro, se sinceró con su vecino de puerta:

Me ha sucedido algo horrible, Nacho, ¡algo espantoso!.

Cuando la puerta del ascensor se paró en el cuarto, Miguel se había desmoronado por completo, y, venciendo su peso en los brazos de Nacho, se dejó arrastrar por éste hasta su puerta. Su vecino le palpó las llaves en su bolsillo inferior derecho, introdujo los dedos con cuidado en su interior, y, tras unos momentos de indecisión, consiguió abrir la cerradura. Mientras preparaba un baño caliente, se le ocurrió que tal vez antes Miguel querría denunciar a sus agresores, y necesitaría presentar una prueba evidente de su violación para sacar adelante la denuncia.

  • No quiero denunciar. No podría hacerlo. Solo quiero descansar

Mientras le bañaba y le lavaba la cabeza, intentando reanimarle del estado de shock traumático en el que se encontraba, Nacho reparó involuntariamente en el cuerpo de atleta de Miguel y en la belleza de sus rasgos. Desde que le había encontrado en el ascensor no había hecho uso apenas de la palabra, por lo que todo lo que podía hacer era imaginar lo que había ocurrido. No le encontraba sentido. Miguel tenía novia, él la conocía, y no parecía de esos que llevan una doble vida y tras dejar en casa a la legítima se afanan en buscar tomateo en los peores antros de Chueca o en los alrededores de la Plaza de Toros y sitios similares. No, eso no podía ser. Bueno, quizá algún día se lo contara en confianza, lo importante ahora es que se restableciera lo antes posible, tarea nada fácil, pero a la que él pensaba entregarse con el mayor de los desvelos. "Si de mí dependiera, me quedaría a vivir con él el tiempo necesario para que recupere su autoestima, que debe estar por los suelos después de lo que le ha ocurrido".

Como si le hubiera leído el pensamiento, cuando le estaba arropando en la cama y se disponía a apagar la luz de la mesilla y dejarle a solas, Miguel le sujetó la mano, con los ojos entornados, y le pidió en un tono muy meloso, impropio casi de un adulto:

No te vayas, Nacho, no me dejes solo esta noche. Solo será esta noche, te lo suplico.

Nacho sintió un estremecimiento interior al escuchar aquello. Cuantas veces, en sus fantasías nocturnas, había imaginado que su vecino le decía esas mismas palabras, en un tono, por el contrario, juguetón y sugestivo. Ahora, sin embargo, esa misma frase escondía una patética y asexual llamada de auxilio que no podía esquivar. Sintió lástima por aquella montaña de músculos que había dejado aflorar una improbable naturaleza vulnerable. Se desnudó lentamente hasta quedarse en calzoncillos y se tumbó a su lado, con la luz apagada y la ventana abierta, en silencio total; le pasó una mano por el hombro, y dejó, como si fueran novios formales, que su cabeza reposase en su pecho hasta que se durmió profundamente. Y, cuando una pesadilla horrible le despertó al filo del alba, allí estaba él para consolar a aquel precioso niño grande con lágrimas en los ojos, y su mano firmemente cerrada en la suya le infundió el valor suficiente como para volver a intentar sumergirse en el proceloso mundo de los sueños.

(Continuará)