El mejor amigo... de la mujer

Todo lo que una ama de casa puede desear... en un perro.

Estos lo baje de un club de zoofilia de los años noventa del cual participaba

EL MEJOR AMIGO... DE LA MUJER

Si normalmente se da por sentado que la zoofilia es una peculiaridad erótica típicamente masculina, existe dentro del amor sexual a los animales una rama particular, la caninofilia, que cuenta, casi de manera exclusiva, a las mujeres como sus más fervientes adeptas. Placer secreto donde los haya, la práctica sexual con el mejor amigo... de la mujer es un hecho bastante más extendido de lo que pudiera suponerse (prácticamente todo el mundo conoce, aunque sólo sea de oídas, o sospeche al menos, de algún caso) en sus diferentes grados de relación.

Cabe destacar que la zoofilia canina, además de una práctica fundamentalmente femenina, constituye asimismo una inagotable fuente de fantasías eróticas masculinas. Al punto de que posiblemente sean más los varones que fantasean en sus ensoñaciones eróticas con mujeres insertadas en el sexo de un imponente mastin que las propias féminas que llevan a la práctica este hecho. Hemos escogido para documentar este placer secreto ejemplo real que al mismo tiempo servirá para alimentar la fantasía erótica de los adictos.

Procede de una serie de extractos que hemos realizado a partir de un extensísimo escrito que, remitido por una lectora identificada bajo el seudónimo de "Kenia", no dudamos en calificar de auténtico manual de todo lo relacionado con el amor sexual a los perros. Su texto resultará sin duda mucho más expresivo que cuanto podamos añadir ya por nuestra parte.

"Vivimos en un chalé de una urbanización ajardinada de cierto lujo. Desde mi matrimonio tenemos dos perros, Tom y Racky, grandes, fuertes, viriles, y desde un principio, muy apegados a mí. Siempre les dediqué mucho cariño; más aún cuando mi enamoramiento comenzó a hacer aguas, con la certeza de las actividades donjuanísticas de mi marido en coto ajeno, con el consiguiente abandono del propio.

Insensiblemente, a medida que me invadía la amargura, fui volcándome hacia los perros, quizá en instintiva compensación. Pronto fue germinando en mis adentros un morbo de promiscuidad cuyo alcance no acertaba a intuir. Para colmo, unos amigos dejaron en casa una perra para que Tom la cubriera. Los espectáculos lúbricos de Tom y la perra fueron el detonante que hizo aflorar en mí el deseo que había ido germinando. Ya no pude apartar de mi mente los más mínimos detalles de las copulaciones presenciadas; pero, obsesivamente, siempre me veía yo misma sustituyendo a la perra. Como súbitamente enloquecida, emprendí con decisión el laborioso proceso, tras el cual, un és más tarde, conseguí que los perros empezaran a chingarme y a hacerme la hembra plena y sexualmente feliz que he sido desde entonces.

Pasé por la fase ingenua de refregarles el culo por las fauces. Cuando me convencí de que no era éste el camino, empecé a dedicarles mis cada vez más descaradas caricias. Pronto aprendí a descapullarles y a masturbarles, con lo que pude apreciar de cerca el monstruoso desarrollo que la erección proporciona a sus falos. Eso acabó de apasionarme, eso y el hecho de que los animales no sólo aceptaban las caricias, sino que, con creciente avidez, se acercaban a recabar mis favores en cuanto me veían arrodillada cerca de ellos. Entre tanto, yo misma sentía la necesidad de proporcionarme frenéticos meneos, lo que propiciaba la cada vez más frecuente promiscuidad de Tom y Racky con mis húmedas intimidades: algún que otro lameteo, pura curiosidad al principio, fue en inicio de nuestras correspondencias. No tardé en aunar los dos placeres, el mío y el del perro: tumbada de espaldas en la alfombra, acercaba el carajo erecto del animal a mi raja, y la excitante suavidad de su cálido contacto, al frotarme hábilmente el chocho, me proporcionaba indescriptibles corridas, aparte de dejarme la raja, el bajo vientre y los muslos encharcados del pegajoso semen canino.

Como siguientes pasos, durante los meses que he descrito, empecé a meterme el carajo, como si de un consolador se tratara. Las penetraciones, aunque someras, activaban su instinto, iniciando un atolondrado mete y saca que reiteradamente se perdía al no tener manera de asirse a la hembra, pro su postura, panza al aire, y por mi propia inexperiencia. Eso me dio la idea definitiva: de nuevo a cuatro patas, me los echaba trabajosamente encima; asiéndoles con una mano una pata delantera, los inmovilizaba en posición más o menos propicia, mientras con la otra mano libre alcanzaba hacia atrás su tranca y la masturbaba hasta obtener algún embate, momento en que trataba de penetrarme el miembro con el chocho, tirando de él con más o menos tino. Generalmente, el miembro me resbalaba, el animal no me penetraba y todo se perdía en el aire. Pero, finalmente, mi tozudez se vio recompensada: fue con Racky, en uno de los intentos, gracias a que acerté, por azar, a agarrar la tranca por la base de la borla, ya inevitablemente formada por la previa masturbación; eso dio firmeza a mi tracción y, acertando atinadamente la entrada de mi chocho, logré introducírmela hasta la borla, para, presionándola hacia adentro, mantener la penetración.

Al sentirse tan cálidamente alojado dentro de mí, las garras de Racky se aferraron a mi cintura, incluso lacerándola, al tiempo que con todo su cuerpo arqueado sobre mi espalda, se aceleraba en un frenético mete y saca que a mí me hacía desfallecer de emoción y de indescriptibles sensaciones. Racky me estaba por fin jodiendo, igual que yo había visto a Tom y a la perra. Duró pocos momentos, porque la agitación en que nos movíamos y el hecho de no poderme introducir la dichosa borla, nos desconectaron pronto y Racky me descabalgó sin más. Repetí varias veces el procedimiento con parecido éxito. Y, finalmente, no sé si oliendo y gustando su propio semen en mí. Después de uno de aquellos fatigosos intentos, permaneció olfateándome la raja con inusitada unción. En seguida empezó a lamer con novedoso afán, y, por último, para colmo de mi ilusión, por primera vez de "motu propio" y de un salto, se encaramó a mi lomo, atenazándome con precisión, al propio tiempo que empecé a sentir contra mis nalgas las enérgicas punzadas exploratorias del acerado estilete. Temblando de emoción, dándome cuenta de que había llegado la hora de la verdad, retuve la suficiente lucidez para, arqueándome, moverme convenientemente para buscar con mi coño la lanza de sus acometidas. Aún recibí algunas más en las nalgas; pero de pronto, acertando, se introdujo de golpe, penetrando la entera profundidad de mi sexo latiente.

Inmóvil en la postura perruna, dejé que Racky me jodiera a su aire. Noté enseguida el rápido crecimiento canino dentro de mí, y a continuación su pulso y sus estimulantes eyecciones. Una particularidad del sexo canino es que el perro, desde el inicio de su penetración, empieza a eyacular de un modo continuo, lo que no cesa hasta que se separa de la hembra. Lo hace a chorritos, quizá a gotitas, al compás de los latidos de su pulso, por lo que notas sin cesar las vigorosas y persistentes eyecciones de semen a lo largo de todo el coito.

Aquello no tenía nada que ver con el escuálido polvo humano. En seguida percibí el descomunal crecimiento de la borla fatídica. Mientras crecía más y más, su continuo roce a través de los labios era un indescriptible añadido de placer, puesto que en su volumen arrastraba mi clítoris, frotándomelo sin cesar a ritmo acelerado.

Pronto el coito bestial cobró una intensidad increíble. Sin hacer nada para ello, yo me estaba corriendo convulsivamente, y mis convulsiones fueron las que, al notar ciertos tirones, me concienciaron de que ya estábamos enganchados, igual que Tom y la perra. Pronto confirmó la consecución del feliz apareamiento: Racky poco a poco fue amortiguando su chingada, para, finalmente, después de permanecer quieto unos momentos, descabalgarme, al mismo tiempo que una de sus patas describía un giro circular por encima de mi culo, permitiéndole la maniobra posar sus cuatro patas en el suelo. Sentí el calor de sus peludas nalgas contra las mías; culo contra culo, enganchados, componíamos la ritual estampa canina; sentía el monstruoso y latiente volumen de la borla dilatando las paredes de mi vagina y presionando por dentro mis labios exteriores en un continuo y algo doliente tirón.

El placer apenas mitigaba el creciente temor de lo desconocido, de lo que pudiera seguir; había oído fabulosos relatos de mujeres enganchadas a perros y conducidas espectacularmente al hospital. Y a pesar de no creérmelo, a medida que transcurría el tiempo y el dolorcillo iba haciéndose más patente, mis temores iban convirtiéndose en pánico. Este desasosiego no desapareció hasta que la dureza del pene retenido no empezó a ceder. En seguida, en una agradable sensación de descorche, Racky se deslizó fuera de mí, desenganchándose. Caí totalmente desfallecida sobre la mullida alfombra. No sé el tiempo que permanecí sin moverme, transida y somnolienta.

Me despertó el hormigueo de unos lametones en mi raja. En efecto, Racky, ya repuesto, volvía a acercarse. Me dio la ilusionada sensación de que volvía a por "su" hembra. Todavía inmersa en la brumosa sensación de felicidad que me embargaba, me puse de nuevo a cuatro patas, sumisa, a la espera de que "mi" macho me tomara otra vez, puesto que esa era su apetencia. Y así fue: una vez verificado su ritual y estimulante lameteo, me montó por segunda vez, y el apareamiento tuvo ya algo de magistral, algo jamás soñado.

Tom, espoleado por los repetidos ejemplos de su compañero, tardó tan sólo un par de días en unírsele en el disfrute de la hembra propiciatoria. Así que desde entonces ambos son mis constantes e infatigables amantes. Un cierto adiestramiento y, tal vez, un sexto sentido por su parte les ha dado cierta discreción, de forma que no me buscan si no saben solitaria la casa, aparte de que, en caso de peligro, me guardo de adoptar gestos y actitudes provocativas para su celo.

Me buscan y encuentran con agradable frecuencia. Al principio me entregaba a ellos desnuda, pero algún que otro arañazo en mi piel me hizo ser más cauta y, finalmente, adopté lo que para mis adentros denomino "el vestido de chingar", que consiste en un breve y eficaz vestidito jeans minifaldero. En cuanto las circunstancias son favorables, generalmente las tardes, me pongo el vestidito y, sin bragas, bien asequible, dejo entrar en la casa a mis perros. Deambulando por la casa, escoltada siempre por ellos, que no cesan de acosarme, olfateándome deliciosamente, poco tardan en revolcarme. Excepto los días rojos, en los que, por otra parte, su insistencia se atenúa y los fines de semana, que paso en puro desasosiego, nuestras promiscuas sesiones son diarias. A veces, al anochecer, me han cubierto cuatro, cinco y hasta seis veces. En ocasiones, cuando mi marido sale de viaje, nuestras expansiones se prolongan a lo largo de locas noches de estrago.

No rehuyo a mi marido, el cual, afortunadamente, tan sólo una o máximo dos veces a la semana "cumple" conmigo. No dejo de gozarlo, eso sí, pero en realidad, me importan un bledo él y sus devaneos extramatrimoniales. Para mayor inri, mi anatomía sexual ha experimentado ciertas transformaciones: con el reiteradísimo ejercicio, los labios del coño han robustecido su recóndita musculatura, desarrollándose a la vez voluminosamente. El imbécil de mi marido se atribuye los méritos del cambio, y yo dejo que se lo crea, pero mi orgullo es que han sido los perros los que han modelado mi chocho a su medida.

Ahora, el hecho de describir sobre el papel la morbosa transformación del mundo privado y secreto en que yo misma me he sumido, me produce un indestructible placer, alimentado, además, por la esperanza de que pueda ser leído por gente desconocida.

Mi voluntaria degeneración va siendo tan profunda, que cuando voy por la calle y atisbo algún perro, en seguida calibro su belleza y virilidad. Y, según las aprecie, su visión me pone rápidamente caliente, y mi coño palpita de deseo. Indefectiblemente, tengo que tratar de acariciarlo, aunque sea subrepticiamente. Y si no fuera por los convencionalismos sociales, allí mismo me echaría a cuatro patas para que el can me montara. En tales casos tengo que correr a casa, y tras ponerme mi vestidito y mandar lejos las bragas de una patada, hacer que Tom y Racky, mis siempre dispuestos amantes, mitiguen mi celo furioso".

De la revista PEN ~ 1.978