EL MATRIMONIO DE D. PABLO MENESES. Nueva versión,

Este relato ya le publiqué anteriormente, en Julio de 2013.Hoy le vuelvo a traer a T.R. aunque reformando el capítulo 3º, pues creo es bueno y que entre mis lectores habrán algunos, nuevos, que no lo han leído, y alguno que ya lo leyera, puede le guste recordarle. Nada más amigos. Un saludo a todos

CAPÍTULO 1º

Allá por 1970-71, cuando en España empiezan a respirarse otros aires, más liberales, al socaire del ya evidente declive físico del general Franco, evidenciado este cambio, principalmente en la aparición del llamado “Cine de Destape”, primera vez en muchos, muchos años que a los españolitos masculinos les es dado ver en una pantalla cinematográfica unas femeninas “domingas” sin tener que para ello traspasar los Pirineos, y D. Pablo Meneses encaraba, ineludiblemente, la segunda mitad de la cuarta década de su existencia, podía decirse de él, y con toda justicia, que había triunfado en la vida

Cirujano traumatólogo, pasaba las mañanas ejerciendo su especialidad en un más que conocido hospital de la Seguridad Social madrileña, empleando sus tardes en la consulta privada que instalara en la clínica que montara años atrás en la calle de Juan Bravo, pleno barrio de Salamanca, lo más chic de Madrid, entonces y ahora, y nada lejana a la de Claudio Coello, en el mismo barrio, donde había asentado su domicilio. Trabajador infatigable, salía de casa cada día a las siete en punto de la mañana, rara vez más tarde, regresando al hogar hacia la media noche los más días, nunca antes de las once y media o 23,30 horas

Por otra parte, D. Pablo era un hombre integralmente chapado a la antigua, pero adornado con una más que acerba mala uva, con lo que sus estancias domésticas sólo eran un continuo despotricar por sistema de todo y de todos amén de zaherir a cuanto bicho viviente se le ponía por delante, exactamente su santa esposa, Dª Mercedes, y su niño, aunque ya no tan niño a sus diecinueve añitos cumplidos, Pablo, o Pablito, como mayormente su mamita solía decirle. En fin, que la paz hogareña más dependía de que el cabeza de familia estuviere ausente de casa que de ninguna otra cosa.

Así iban las cosas, hoy como ayer y ayer como antes de ayer, cuando un buen día la diaria rutina de la cotidiana vida D. Pablo se rompió de una vez por todas. La culpa de todo fue su inveterada afición a comer ese tipo de frutos secos que en España llamamos “quicos”, que son granos de maíz tostados, y a veces duros como piedras. Pues bien, sucedió que una tarde echó mano de sus queridos “quicos” con tan mala fortuna que el fruto seco resultó ser más duro que uno de sus premolares, con lo que se vió con una parte del premolar en la mano, partida al tratar de mascar el maíz tostado

Pero como las desgracias pocas veces suelen venir solas, al quebranto dentario se sumó que a su habitual dentista se le ocurrió tal día precisamente, vaya por Dios, ausentarse a un congreso, simposio o qué narices supo por finales el bueno de D. Pablo, salvo que no estaba en Madrid cuando él más lo necesitaba. De todas formas, en la misma clínica dental que él frecuentaba le recomendaron a un colega que, según la secretaria de su dentista, era la mar de eficiente… vamos, que casi le garantizó una feliz atención a su maltrecho premolar

Y allí se dirigió D. Pablo, resignado al infortunio, cual el buen cristiano, católico, apostólico, romano y preconciliar (1) que era. Lo malo fue que, casualmente, la consulta del recomendado odontólogo estaba en la avenida de Alberto Alcocer casi esquina a Padre Damián; vamos, no en plena “Costa Fleming” como el periodista Ángel del Pozo denominara, allá por 1968, a lo que, por entonces y al menos hasta más o menos los años ochenta, emporio de la prostitución de un cierto “standing”, con señoritas de más que buen ver y locales, clubs y bares de copas, elegantemente montados, con camareros uniformados de chaqueta y pantalón negros más pajarita al cuello de la blanca camisa; barras de mostrador acolchadas de mullido “foam” o “goma espuma” enfundado en textiles de plástico, habitualmente negro, que quería ser cuero auténtico; mesitas bajas ante sofás adosados a las paredes o cómodas butacas en las zonas más hacia el centro del local…

Clientela trajeada y encorbatada, camisas más que planchadas, todo ello delatando la masculina alta costura. Señores, en general, de entre los cuarenta y sesenta años, normalmente excelentemente bien conservados denotando un cierto culto al cuerpo, tal vez por aquello de “Mens sana in córpore sano”, pues lo cierto es que, los altos ejecutivos de cuentas y ventas, los nuevos centuriones de la economía española del “desenrrollo”, como por entonces se decía del Desarrollo de los famosos Planes del ídem del gobierno del Generalísimo(2). Personajes que, en fin, apestaban a kilómetros a “pasta” o “pastizara” más que “gansa”, nada que ver con la chabacana y hasta macarrilla clientela de la prostitución de baja estofa anidada en la Ballesta… Y ello, por no hablar de las calles de Jardines, Montera, zona de Tirso de Molina, etc. etc. etc…

Así, unas dos horas, tal vez hasta y pico, más tarde, tras la pertinente reparación dentaria, regresaba D. Pablo tranquilamente a su clínica por aquella avenida de Alberto Alcocer, bastante más atento al tráfico rodado que al de los viandantes que poblaban las aceras, cuando un semáforo que se le cerró en rojo le paró casi en seco. Entonces, mientras esperaba la vía libre de la luz verde, distraídamente, paseó su vista por la inmediata acera al coche, pero la distracción le duró lo que sus ojos tardaron en posarse en una mujer que, con paso firme, decidido, caminaba por esa acera

Lo que sus ojos parecían ver lo consideró al momento un verdadero absurdo, porque, ¿qué demonios podía hacer Mercedes, su mujer, en tal lugar y a tal hora?... ¡Mercedes, desde luego, en ese lugar y momento, más o menos las siete de la tarde, tal vez pasadas!... Pero… ¡Su tipo era tan parecido! ¡Hasta sus andares eran idénticos a los de ella, su mujer!... Desde luego eso era lo único que había en común entre su mujer, Mercedes, y aquella otra mujer, su tipo, sus formas, y su manera de andar, lo mismo de firme, de segura… Hasta el mismo aire… Pero no podía ser… Además, Mercedes era morena y esa mujer lucía una espléndida melena rubia hasta más debajo de los hombros… Hasta parecía recién peinada, como si acabara de salir de la peluquería… Y su ropa, enteramente distinta, absolutamente desconocida para él, con aquél chaquetón tipo tres cuartos de piel de leopardo, la faldita más que corta y aquellas botas altas hasta la rodilla que tan bellas hacían sus piernas… Nada de eso era de Mercedes…

El embeleso duró justo hasta que el semáforo volvió a ponerse verde, momento en que los claxon de los coches que iban tras de él empezaron con sus bocinazos y la mujer desapareció por la puerta de uno de tantos bares de alterne de que casi rebosaba, por aquél entonces, la “Costa Fleming”. Eso sí, de los más elegantes, con portero, de gorra de plato y abrigo  con doble hilera de botones ornado de galones y charreteras, a la puerta, que servicialmente se la abrió a su paso, saludándola todo amable a lo que ella correspondió con no menos amabilidad

D. Pablo Meneses, salido ya de su ensimismamiento, puso de nuevo en marcha el coche, regresando en no demasiado rato a su clínica. Nada más llegar corrió a su despacho demandando a su secretaria le pusiera con su casa, con su mujer; en pocos minutos la secretaria regresó con la nueva de que Dª Mercedes, su mujer, no estaba en casa.

Ese día D. Pablo volvió a casa mucho antes de lo acostumbrado, pues escasamente pasaban de las nueve de la noche, las 21 horas o las 9pm según otras latitudes, usos y costumbres, cuando entraba en casa preguntando a su hijo por su madre, con resultado por parte del mancebo más bien nulo, pues dónde estuviera su señora madre o lo que de ella fuera le importaba tanto como lo que a D Pablo lo que en la mañana se encontró, y como no se encontró nada, pues ya me diréis. Pero una cosa sí que llegó a atisbar entre las incongruencias que Pablito, como su “momó” le llamaba, asaz cariñosa, le soltara en un minuto: Que Mercedes, de un tiempo a esa parte, casi todas las tardes, de lunes a viernes, salía de casa a eso de las seis, seis y algo, para regresar sobre las once de la noche.

Y sí, las diez y bastante de la noche eran cuando, por fin, Mercedes apareció por la puerta de casa, mientras D. Pablo estaba ya a punto de liarse a bocados hasta con los muebles, de puro nervioso. Así que, antes incluso de que Mercedes acabara de cerrar tras de sí la puerta, su marido se le echó encima, que poco le faltaba para echar espumarajos por la boca en tal momento

  • ¿Se puede saber de dónde puñetas vienes a estas horas?... ¡Me tenías preocupado, sin saber nada de ti en toda la tarde!...

La primera reacción de Mercedes fue de pura extrañeza por lo inusual de aquél celo en su marido, acostumbrada como estaba a que él “pasara” de ella más que olímpicamente; pero luego, superado el primitivo asombro, se tomó la cosa por su lado cómico

  • ¡Menuda sorpresa!... ¡Tú, preocupándote por mí!... ¡Cuánto honor, por tu parte, Pablo!... Pues no hay misterio ninguno en lo que hago estas últimas tardes… Simplemente, me reúno con un grupo de amigas, tres o cuatro, tan desatendidas por sus maridos como yo por el mío… Y juntas, nos consolamos nuestras respectivas soledades y ausencia maritales que padecemos… Eso es todo, marido

D. Pablo miró de hito en hito a su mujer, escrutando su rostro, tratando de descubrir en él algún renuncio respecto a la tranquilidad que traslucía; alguna sombra de alarma o preocupación que denunciara culposa intranquilidad en ella… Algo, por mínimo que fuera, que expresara miedo a que él hubiera descubierto algo inconfesable en ella… Pero nada vió… Nada de la que buscaba encontró… Sólo, la inicial sorpresa por su reacción, tan inesperada para ella, y después la evidente hilaridad que la inédita situación creada por él le causara

También tuvo que reconocer que, entre la mujer que viera en la calle del putiferio y Mercedes, apenas existía semejanza un palmaria alguna sólo un cierto aire de general similitud… Observó el cabello, oscuro y liso, de su mujer, cortado y peinado en media melena que le alcanzaba sólo hasta casi donde empezaban sus hombros, tan distinto de la rubia melena de aquella otra mujer, que caía en rizos hasta más allá de los hombros… Esos rizos, además, daban a la cabeza de la otra chica un volumen del que la cabeza de Mercedes carecía… Lugo, se fijó en el abrigo que Mercedes lucía, de paño negro y corte enteramente clásico, tan diferente del chaquetón tres cuartos de la otra, de piel, y sin engaños, que de eso él bien que entendía

Tampoco cuadraba con Mercedes la ropa que aquella mujer vestía, con una falda que escasamente cubría sus braguitas… Las botas altas, hasta casi las rodillas, de la “otra” Quiso imaginarse a Mercedes de tal guisa, pero le fue imposible; absolutamente absurdo sólo pensar en ello; en que Mercedes pudiera vestirse así. Al final, coincidió en que sólo en el porte general, los andares Esa manera de saber estar y conducirse en la vida, orgullosa hasta llegar a ser, incluso, soberbia a veces, era en lo único que podría decirse que aquella otra mujer coincidía con la suya, con Mercedes…

De todas formas, quiso emprenderla con ella desde ya, reprochándole lo que él calificó de incalificable irresponsabilidad, impropia en cualquier madre de familia, al desatender sus obligaciones de madre yéndose con un grupo de, indudablemente, mujeres histéricas sin norte en la vida… Y que ahí estaba el resultado de su irresponsable dejadez de sus deberes como madre en lo que su hijo, Pablito como ella le llamaba todavía, a pesar de sus ya diecinueve años, absolutamente cerril a esas alturas, vago integral del que nada bueno y de provecho podría sacarse ya… Pero ella le cortó en seco

  • Por favor, Pablo; ¡déjame en paz!... No empecemos, por favor… Acabo de entrar en casa, vengo cansada, con ganas de descansar un poco, y no de escuchar tus monsergas… ¡Guárdatelas para ti, amárgate la vida cuánto quieras, pero no me la amargues a mí!… ¡Por favor!...

Y dejándole con la palabra en la boca, se metió para adentro del piso, en busca del dormitorio para cambiarse de ropa. Por entonces ahí quedó la cosa, hasta que después, durante la cena, les dio la sobremesa a los dos, madre e hijo, aunque mayormente por cuenta del hijo, reprochando a la madre la mala educación del muchacho, y no sin razón, pues más cerdito, el chaval no podía ser comiendo las chuletillas de cordero fritas y salsa de tomate como guarnición, pues la salsa le chorreaba libremente desde las comisuras de la boca barbilla abajo Matilde, cuál era habitual en ella, aguantaba el “chaparrón” del más que severo, adusto, paterfamilia con helada filosofía… Y es que, para esas alturas de triste matrimonio, lo que más le inspiraba su marido era desprecio. Un hondo y fenomenal desprecio…

La cena se acabó y los tres, padre, madre e hijo, se retiraron a sus respectivas habitaciones; Pablito a la que le adjudicaran como propia, en tanto D. Pablo y Mercedes al dormitorio matrimonial, única cosa que todavía compartían, aunque no en la misma cama, sino que cada uno en la suya individual desde hacía más de una década; una y media, bien podría decirse, incluso, separados ambos lechos por una mesita de noche entre medias.

Mercedes se durmió enseguida, casi que nada más caer en la cama y tras desear buena noche a su marido, pero él quedó enteramente desvelado. En su mente, de manera arto persistente, la imagen de la mujer que viera en Alberto Alcocer. La rememoraba una y otra vez, con su melena rubia cayéndole en rizos hasta más allá de los hombros, el chaquetón tres cuartos de piel de leopardo, la minifalda que dejaba al aire sus preciosos muslos, las botas altas hasta las rodillas, rematadas en tacones inverosímilmente altos Una mujer que, ahora lo percibía, irradiaba no sólo erotismo sino pura sexualidad por todos y cada uno de los poros de su cuerpo, y muy posible que ahí radicara su atractivo

Y es que la visión aquella tarde de la mujer de Alberto Alcocer fue como una revolución para él, pues fue la primera vez que, en muchísimo tiempo, volvía a sentir, de verdad, la libido sexual, provocada por el recuerdo de esa mujer. Otra vez quiso recordar cómo era Mercedes entonces, cuando eran novios, cuando se casaron, pero no pudo. Eso era un recuerdo que años y años de falta de intimidad entre ellos había borrado, enterrado en el olvido del ayer Pero sí que recordó algo que una cierta pista podía darle acerca de la Mercedes de entonces: Y era que, entonces, Mercedes le gustaba más que mucho; que le traía loquito, turulato del todo;…Luego, sin duda, y aunque no recordara nada con mínima nitidez, que Mercedes, en  esa su primera juventud, debía ser francamente bella…francamente guapa, atractiva. Y se preguntó cómo sería ahora Mercedes, su mujer… Cómo sería su cuerpo, sus muslos, sus senos…

Entonces hizo lo que nunca antes ni tan siquiera se areviera a pensarlo, pues se levantó y se acercó a la cama en que Mercedes dormía; la destapó bajándole para abajo sábana y manta, quedando pues a su vista las piernas y pies de su mujer, en los que por vez primera parecía ver y fijarse… Le encantaron… Eran una verdadera preciosidad… Lo más bonito que en su vida viera… Se quedó medio arrobado contemplándola… Y quiso ver más; los muslos que todavía tapaba el camisón… Lo subió, con un montón de precauciones, y surgieron ambos muslos… Si las piernas y pies le habían parecido preciosos, esos muslos le cautivaron.

Entonces vio algo que le dejó entre confuso y dolorido: Un más que apreciable moratón, un gran verdugón o cardenal en la parte interna de uno de esos muslos, muy hacia arriba, cerca ya de la ingle… Quiso pensar que se habría dado un golpe… Pero también pensó que pudo ser la acción de una mano, apretando allí convulsa… En el cénit del placer sexual… Sin poder evitarlo, llevó una mano al moratón, acariciándolo las yemas de sus dedos con toda suavidad y ternura… Pero entonces, Mercedes se despertó, sobresaltada

  • ¿Qué pasa?...
  • Nada mujer… Simplemente, te habías destapado y te estaba tapando…

A la tarde siguiente, sobre las siete, estaba D. Pablo apostado ante la puerta del bar-club donde viera entrar a la mujer el anterior día, dentro de un taxi para pasar desapercibido, pues su coche era de sobra conocido por su mujer. Esperó, pacientemente, treinta, cuarenta… Seguramente más minutos, hasta que, por fin, la vio salir… Lucía la misma melena rubia, un tanto rizada que entonces comprobó que también le caía algo sobre el rostro… También el mismo chaquetón tres cuartos de piel de leopardo que tan bien le sentaba… Las mismas botas hasta las rodillas, pero la falda era distinta, pero a la par igual de cortita, dejando exhibir sus divinos muslos hasta casi las ingles…

Iba del brazo de un fulano de cuarenta y siete, cuarenta y ocho años, a ojo de buen cubero, aunque podrían ser más, pues, la verdad, estaba la mar de bien conservado… Algo “guaperas” el andoba, con ese peculiar aire de perdonavidas del invicto cazador de clientes… Vamos, y a las claras, un alto ejecutivo de ventas, en lo más brillante de su carrera… En los más triunfales momentos de su vida… Y ella, la mujer, ahora que la veía de frente y a sus anchas, era, indudablemente ella… Mercedes… Su mujer… Luego comprendió que la rubia melena no era más que una peluca bajo la que ocultaba su oscuro cabello

Les vio avanzar por la acera, frente a él, riendo, bromeando… La impresión que le dio es que entre su mujer y aquél hombre había confianza… Que, indudablemente, no se acababan de conocer… Seguramente sería un “cliente” asiduo de su mujer… Y tuvo envidia… Mucha, mucha envidia de aquél hombre… De aquél desconocido… Porque entonces vio en Mercedes lo que desde muchos, pero muchos años atrás no veía… Lo que, realmente, nunca vio… Que era una mujer más que espléndida… Más que deseable… Divina en verdad… ¿Cuántas veces ese hombre habría disfrutado de ese cuerpo de odalisca?... ¿Cuántos otros hombres habrían disfrutado de tal cuerpo?... No quería ni pensarlo… Pero lo pensaba…

Al fin les vio doblar la próxima esquina y D. Pablo, a toda prisa pagó, con largueza, al taxista, pues no quiso esperar la vuelta del billete de quinientas pesetas que le dio cuando el taxímetro no llegaba a las cien, y, casi literalmente, se lanzó fuera del taxi, corriendo cuanto podía a la esquina por la que desapareció pareja. Cuando llegó allí, todavía alcanzó a verles entrar en el cuarto o quinto portal de la calle, y de nuevo echó a correr hacia allá, entrando él también.

Se llegó al ascensor y vio en la pantalla luminosa que sobre la puerta del elevador indicaba los pisos por donde éste pasaba, que se detenía en el tercero. Sin tampoco querer perder tiempo en esperar que el ascensor bajara, emprendió la subida escaleras arriba hasta alcanzar el tercer rellano, encontrando ante sí cuatro puertas indiferenciadas… ¿Por cuál de ellas habrían entrado?... Imposible saberlo… Entonces decidió subir escalera arriba hasta la vuelta que ésta daba para proseguir hasta la planta superior a través de un nuevo tramo

Allí, se sentó en un peldaño de ese otro tramo, y esperó, esperó y esperó, paciente pero muerto por los nervios… Enervado como nunca antes lo estuviera… Y sí… Un tanto celoso… O, más bien, muy, muy celoso… Realmente, sufría en esos momentos como nunca antes hubiera sufrido en toda su vida… Los minutos fueron pasando lenta… Muy, muy lentamente… Diez, veinte, treinta… Cincuenta, sesenta… Hora y pico, casi hora y media, transcurrió antes de que los viera reaparecer de nuevo… Riendo otra vez, alegres los dos… Besándose… Acariciándose… Pero ya sabía dónde Mercedes atendía a sus “clientes”

Al día siguiente, viernes por cierto, D. Pablo estaba en aquella casa, pidiendo alquilarle una habitación a la señora que le abrió, una mujer ya entrada en años, entre los cincuenta y los sesenta, gorda, fofa, de cara redonda y grasienta, más rubicunda que rubia… Y muy meliflua ante los billetes verdes. Lógicamente, la buena mujer no tuvo inconveniente en asegurarle que, siempre que la necesitara, tendría allí una habitación a su entera disposición… A cambio, claro está, de un alquiler que tenía de todo menos módico.

A aquél viernes siguió el fin de semana, días en los que, como se sabe, Mercedes no ejercía de prostituta, pasándolos en casa pues también él allí los pasaba, pero el sábado, durante la comida, dijo a su mujer que esa tarde él la pasaría en la clínica pues tenía trabajo pendiente que no podía esperar, por lo que la animó a que ella saliera, con las amigas que últimamente frecuentaba o que se fuera al cine… Total, para estar sola en casa… Mercedes dudó unos momentos, pero al fin dijo que sí… Que, seguramente, se iría al cine…

Como le dijera, poco después de comer D. Pablo se marchó de casa. Esperó dando vueltas por ahí, trasegando café tras café, más nervioso que un estudiante ante un examen final, hasta que, próximas ya las siete de la tarde, emprendió el camino hacia la casa de doña Asun. La mujer le recibió con extrema amabilidad, invitándole a estar en la cocina, con ella de cháchara hasta que empezara a llegar el personal, pues todavía era demasiado pronto para que se animara la gente y empezaran a llegar las ocasionales parejas por un rato

D. Pablo aceptó y entró a la cocina. Al momento, doblado sobre el respaldo de una silla, reconoció el abrigo de paño negro que, habitualmente, su mujer vestía. Se acercó a él y empezó a acariciarlo, para enseguida llevárselo al rostro espirando el aroma del cuerpo de su mujer, todavía contenido en la prenda… Al momento, doña Asun le explicó

  • Es de una de las chicas, la señorita Kitty, que viene mucho por aquí… Todos los días, de lunes a viernes… Yo creo que es casada… ¡Si supiera la cantidad de chicas casadas que así se ganan un sobresueldo!... Unas, diría que el marido es consentidor, pero la mayoría su marido está en Babia… Digo que debe estar casada porque siempre viene vistiendo la mar de recadamente y aquí se cambia de ropa, al venir y luego al marcharse… Usa peluca y yo pienso que es una tontería que se la ponga, pues bien bonito que tiene el cabello, muy oscuro, casi negro… Luego, sólo trabaja de tarde, hasta las diez de la noche más o menos… Y, además, sólo de lunes a viernes… Claro, el marido estará e4n casa el fin de semana y cómo iba a venir a trabajar si él no sabe a lo que se dedica… Por cierto, que hoy me ha extrañado mucho verla aparecer por aquí… Es el primer sábado que viene… Seguro que el marido hoy habrá estado fuera de casa, porque si no, no lo comprendo cómo ha venido…

Enseguida, llamaron a la puerta y doña Asun salió a abrir. Al momento, D. Pablo reconoció la cantarina voz de su mujer parloteando con la patrona… Él, entonces, se acercó a la puerta de la cocina abriendo una rendijilla a fin de no ser visto desde fuera, y la vio… Venía acompañada por otro hombre, distinto del de ayer… Otro “cliente” más de su mujer… Seguidamente, Mercedes, o sea, la señorita Kitty, se metió pasillo adelante con el tío que la acompañaba para momentos después venir a la cocina doña Asun, que muy meliflua dijo a D. Pablo

  • Los he metido, justo, en la habitación al lado de la suya… Cuando guste puede ir a su cuarto…

D. Pablo no se lo pensó dos veces y salió a escape rumbo a la habitación que la mujer le reservara para esa tarde… Una vez allí, aplicó el oído a la pared contigua a la que Mercedes y el maromo utilizaban, pero no logró oír nada… Al menos claro… Murmullos, risitas apagadas sí que le pareció percibir, pero más allá de eso, nada de nada… Insistió una y otra vez, y se desesperó ante la ineficacia de sus audiciones… casi frenético, salió al pasillo y fue a la habitación de al lado, aplicando el oído a la puerta… Con casi el mismo resultado que antes…

De pronto, se abrió esa puerta y ante él surgió ella, Mercedes o la señorita Kitty, enteramente desnuda y en la cabeza esa peluca rubia que para “trabajar” usaba… Apareció sonriente, como si fuera a decirle algo a la patrona, pero al momento la sonrisa se le borró del rostro para aparecer un gesto de más terror que otra cosa… Al momento, se metió de nuevo en la habitación, cerrando tras de sí la puerta de un sonoro portazo…

También él, D. Pablo, se asustó al verla aparecer ante él; luego, cuando ella desapareció tras la puerta, el alma se le fue al suelo… Con paso cansino regresó a su cuarto, tomo su abrigo y, casi arrastrando los pies, se fue pasillo adelante hasta salir por la puerta de la casa…

Volvió a su casa a eso de las diez de la noche. Se sirvió un whisky y empezó a ensayar lo que diría a Mercedes cuando ella llegara a casa

“No mujer; no es tarde… Total, apenas las once de la noche… Yo, pues ya te dije… En la clínica toda la tarde… No… No he salido… Para nada; para nada he salido… ya me conoces, de casa a la clínica y de la clínica a casa… ¡Dónde podía haber ido, en todo caso?... A ningún sitio, Mercedes… A ningún sitio…”

En fin, eso o algo semejante… Entonces entró en el salón su hijo, Pablito según su madre, botando un balón de baloncesto, deporte al que, como aquél que dice, dedicaba toda su vida y energías

  • ¡Hola papá!... No sabía que estabas aquí… Ah; ha llamado la abuela… Dice que mamá está en su casa…
  • ¿Qué ha llamado la abuela?... Y, ¿cuándo ha llamado?...
  • Pues hace ya un rato… Sobre las ocho y media-nueve de la noche

Ni que decir tiene que D. Pablo salió despendolado hacia la casa de sus suegros, allá por Peña Grande, al norte de Madrid, en la populosa barriada de Tetuán de las Victorias. Allí ocupaban una más que pretérita casita de una sola planta, con patio o terreno libre a la entrada. Pasó la verja y se llegó a la puerta, llamando. Al punto, sus suegros le abrieron

  • ¡Menos mal!... ¡Gracias a Dios que ya estás aquí!... A eso de las ocho y pico llegó Mercedes y, sin apenas decirnos nada, sin saludar casi, se metió en su cuarto de soltera, encerrándose por dentro… ¡Y allí sigue!... Sin abrir bajo ningún concepto y sin decirnos nada de nada… ¿Qué es lo que le ha pasado?... ¿Habéis discutido?... Porque hijo, también tú… ¡Menudo geniecito tienes!...
  • Pues no; no ha pasado nada… Yo hoy tenía que trabajar en la clínica y Mercedes creo que se fue al cine… Acabo de llegar a casa y Pablo me ha dicho que habíais llamado diciendo que aquí estaba su madre… Eso es todo…
  • Pues hijo, algo, desde luego, ha debido sucederle… Y, desde luego, gordo y grave… ¡A ver, si no, cómo se explica su actitud!...
  • Nada, nada… No creo que le haya pasado nada de particular… Ya la conocéis, lo rara que a veces se pone… Niñerías más bien, creo yo…
  • ¡Pues vaya niñerías!... Que no Pablo, que no… Que a Mercedes debe haberle pasado algo gordo esta tarde…

Así llegaron a la puerta de la habitación donde estaba Mercedes y, una vez más, llamaron diciendo a su hija que estaba allí su marido y que por Dios les abriera, aunque sin tampoco obtener mejor resultado que antes… Al fin, le habló su marido, D. Pablo

  • Venga mujer, abre, no seas niña… Llevo toda la tarde en la clínica, trabajando como te dije; llego a casa no te encuentro y Pablito me dice que estás aquí desde hace ni se sabe el tiempo…

Al momento, Mercedes abrió la puerta, con un cigarrillo en la mano y tronando

  • Pero, pero… ¿Qué es lo que pretendes?…
  • Pues sencillo; que volvamos a casa… Mercedes, ya está bien de chiquilladas… Llevo trabajando toda la tarde… Estoy cansado… Con ganas de acostarme… Y dormir… Dormir hasta el lunes, si fuera posible…

Mercedes le miró fijamente, sin comprender nada… Al final, sin mediar palabra, se dirigió a la puerta, salió a la calle y, directamente, se metió en el coche de su marido; él, al momento, también se sentó al volante, puso el vehículo en marcha y salieron los dos para su casa. Iban callados, serios, aunque ella más adusta que seria… No entendía nada de la actitud de su marido y desconfiaba de sus verdaderas intenciones; y él… Él no tenía arrestos ni para hablarle, por más que lo deseara… A veces se miraban, ella seria, él más bien sonriéndola, lo que la desconcertaba todavía más… Cualquier cosa, menos eso, se esperaba de él después de “pescarla” “in fraganti”…

Llegaron a casa y bajaron al garaje, dejando allí el auto; se dirigieron hacia el ascensor que directamente llevaba al piso de ellos, cuando al fin ella rompió el sostenido mutismo

  • Con que tú, esta tarde la has pasado, enterita, en la clínica… Y de allí te has vuelto a casa directamente… Sin ir a ningún otro sitio en ningún momento… Sin haber visto nada raro… ¿No es así?
  • Exactamente… Ya te lo he dicho… Vamos a ver, ¿dónde iba a ir yo?... ¿Dónde voy nunca?... Ya lo sabes; me conoces… De casa al trabajo y del trabajo a casa… Y nada más…
  • Pues muy bien… Así será, si así lo quieres…

Aquella noche ni él ni tampoco ella pudieron dormir mucho, aunque más él que ella… Había tomado una decisión y eso le había calmado, borrando el infierno que había pasado durante todo el día y el día anterior; pero no pasó así con Mercedes, cada vez, cada minuto más desconcertada, más insegura… Más asustada ante lo que su marido, seguro, estaría tramando contra ella…

Y amaneció el día siguiente, domingo. Como era la costumbre, por la mañana fueron los tres, D. Pablo, Mercedes y Pablito a la iglesia, a oír misa; luego, a casa también los tres para el resto del día. Bueno, Pablito a la tarde se fue con los amigos a ligar chavalas, o jugar al baloncesto, o a los billares… Y D. Pablo y Mercedes en casa; él, casi displicente, ella seria, sumamente adusta… Se miraban de vez en cuando, pero sin hablarse ni palabra, en sepulcral silencio… Ella, comiéndose el manojo de nervios que la dominaba sin que Mercedes pudiera evitarlo

Así concluyó el domingo y amaneció el día siguiente, lunes por fin. D. Pablo, como tenía por costumbre, a las siete casi en punto salió de casa rumbo al hospital donde pasaba las mañanas, Mercedes levantándose tarde, cual también acostumbraba, para pasarla mañana en casa, sin hacer prácticamente nada pues de hacer las labores de casa, limpiar y guisar la comida y la cena, se ocupaban las dos mujeres que a diario, de lunes a viernes, asistían en casa desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde.

El día fue transcurriendo con absoluta normalidad; a la hora prevista, sobre las dos treinta del medio día, Mercedes y su hijo Pablito comieron en amor y compaña, siguiéndose la tarde como habitualmente empezaba: Nada de sobremesa, para eso iba a estar el Pablito, para hablar con los carcas de sus padres, más pasados que una paella al horno, con lo que su madre se entretenía un tanto con los programas de la sobremesa de la “tele”, en general, cotilleos rosáceos a tuti plen, con las últimas “hazañas” de dormitorio de los famositos, famosillos y famosetes de la incansable cutrería televisiva, hasta que, bien pasadas las cinco de la tarde, empezó a arreglarse para su diaria salida vespertina, trocada en la “señorita Kitty”, saliendo por fin de casa poco después de las seis de la tarde, minutos después de que lo hicieran las dos asistentas del hogar

Al filo de las siete de la tarde, la señorita Kitty hizo su entrada triunfal en aquél puticlub de casi alto standing de la avenida de Alberto Alcocer, y, como siempre, empezó a pasear su displicente mirada por el personal a la vista, en busca de algún conocido más o menos apreciable para ella o, en su defecto, algún tío con facha mínimamente agradable, pues la señorita Kitty era muy mirada en sus accidentales compañías; vamos, que con cualquier tío no se iba, sino que el tío le tenía que hacer un tantico de tilín por lo menos, pues para esta prostituta lo esencial de su comercio, que comercio era de todas formas, no lo constituía el dinero, que también, no nos engañemos, que ella por la cara no se iba ni con su padre, por poner a alguien más que apreciado, sino la calidad de la compañía… Vamos, que para ella lo básico era combinar el placer, disfrutar de la relación con el “maromo”, y la buena marcha comercial, pues con sapiencia, todo puede combinarse, sin desaprovechar nada

Así estaba ella, como reina soberana sobre sus súbditos, cuando se le heló la sangre en las venas al posar la mirada en su mismísimo marido, apostado en la barra, ocupando uno de los altísimos asientos sin respaldo adosados a ella. D. Pablo, con una copa de coñac en la mano que mecía suavemente, calentando así el licor en la calidez de la mano, como hacen los buenos degustadores de tal licor, la sonreía abiertamente, guiñándole un ojo, como invitándola a que se le acercara, pero ella se mantuvo clavada en el sitio… Desconcertada por completo… Sin saber qué hacer… Qué postura o actitud tomar

Él, al verla así, desarmada, inerte, se bajó de la banqueta y caminó a su encuentro, copa en mano y sonriendo con más calidez, si cabe, que antes

  • Señorita, ¿me aceptaría una copa?

Aquello descolocó aún más a Mercedes-señorita Kitty, que por segundos más que por minutos se iba desmoronando más y más

  • ¿Qué es lo que te propones, Pablo?.. No, no entiendo este juego que te traes ¿Qué es lo que quieres de mí?
  • Por favor señorita; ya se lo he dicho; simplemente, invitarla a que se tome una copa conmigo… Nada de particular, ¿no le parece? Pero, digo yo que mejor será sentarnos a una mesa, ¿verdad?; estaremos más cómodos que en esas banquetas de la barra…

Y sin más, la tomó de un brazo conduciéndola con toda suavidad a la mesa más próxima

  • Por favor, señorita, tome asiento

D. Pablo, todo galante, ( menuda novedad para la Mercedes que también era la señorita Kitty ), apartó una butaquita de las adosadas a la mesa, invitándola a sentarse; ella así lo hizo, pero sin pronunciar palabra; sin deslizar el “Muchas gracias, caballero” con que solía corresponder a las galanterías de sus ocasionales compañeros de charla y trato social; lo que, invariablemente, precedía a la plena relación sexual. Al sentarse, la señorita Kitty extrajo de su pitillera un cigarrillo, y D. Pablo, galante otra vez, extrajo del bolsillo del chaleco su encendedor, prendiendo el pitillo den la señorita, precediendo la acción con un “¿Me permite, señorita? Ella aceptó el ofrecimiento, aspirando el cigarrillo para encenderlo, exhalando a continuación el humo mientras él le comentaba

  • Un sitio tranquilo, agradable, chicas muy monas, en especial usted. La verdad, es que me gusta; pero, ¿no toma  usted nada, señorita?...

A esas alturas ya se les había acercado, solícito, un camarero, dispuesto a servir cuanto le pidieran, por lo que la señorita dijo

  • Lo de siempre, Manolo…

D. Pablo, por su parte, declinó pedir nada, declarándose servido con el coñac servido en la barra y cuya copa se había traído consigo a la mesa

  • Bueno, señorita; creo que debe perdonarme la imperdonable falta de educación de no haberme presentado todavía. Soy Pablo Meneses, cirujano traumatólogo… Espero que nunca tenga que precisar de mis servicios, ja, ja, ja…

Él mismo se rió de su más que socorrida gracieta, para seguidamente añadir

  • Usted es la señorita Kitty… ¿Verdad?
  • Eso es… Pero, por favor, Pablo… ¿Puedo saber a qué juego estamos jugando?
  • No la comprendo señorita… Yo no estoy jugando a nada… En fin, creo que la cosa está clara… Usted… ( aquí, D. Pablo se aturulló un tan to) Verá, yo no estoy acostumbrado a estas cosas; este tipo de sitios no lo frecuento… Es casi la primera vez que lo hago… Usted… En fin, que… Vamos, que creo que mejor será que nos tuteemos… Que tú… ( ahora, si antes D. Pablo se aturullaba un tanto, en ese momento se empezó a sonrojar cual colegial ante su primera fulana, comenzándosele, incluso, a trabar algo la lengua, en tanto la cara se le desencajaba otro poco, denunciando así la tremenda desazón por inseguridad que en ese momento, realmente, le dominaba ) Que tú… Vamos, que tú me gustas mucho… Y… Y… En fin, me preguntaba si no podríamos pasar un rato juntos…

Entonces, la señorita Kitty sonrió ampliamente, segura ya, por completo, de sí misma, pues el terreno al que D. Pablo acababa de llevarla lo dominaba sobradamente. Hasta entonces, allí no había estado la señorita Kitty, la prostituta, sino Mercedes, la esposa pescada por su marido en in fraganti delito de infidelidad conyugal, agravado además por el baldón moral de la prostitución. Mercedes, desde que su marido la descubriera en plena “faena” en el prostíbulo que, realmente, era el piso de Dª Asun, se sentía vendida, desvalida ante su tonante marido; en sus manos, en sus garras. Porque si “tiraba de la manta”, si públicamente descubría el “pastel” de su doble vida, ante su hijo, ante sus padres, por descontado que el desastre que se le echaría encima sería demoledor. Su ruina para siempre, deshonrada ante todo el mundo…

Pero hete aquí, que el tonante marido, de pronto, se le revelaba como un pobre “pardillo”; un baboso babeando por su cuerpo. Las tornas cambiaban y de qué manera; las lanzas, se volvían cañas, del tirón. El ser indefenso, débil, inseguro de sí mismo, pasaba a ser D. Pablo y ella, Mercedes trocada de golpe y porrazo en la señorita Kitty, la experimentada prostituta maestra en el arte de “trajinarse” a los tíos a su antojo y voluntad, pasaba a ser el individuo fuerte, dominador, seguro de sí mismo y, desde luego, nada indefenso. Y se pensó: “D. Pablo, te acabas de caer con todo el equipo… Te las voy a pasar de una vez, y juntas, todas las que me llevas haciendo. Y, además, dobladas”…Así que, decidida, repuso al baboso que entonces era D. Pablo

  • O sea, que lo quieres, tras tanta zalema y palabrería, es, simplemente, echarme un “polvo”, ¿no?... Pues nada macho; eso está hecho… Hala tío, vámonos al apartamento…

Mientras decía esto, la señorita Kitty se había levantado y, cogiendo a D. Pablo de una mano, tiró de él, haciéndole a su vez levantarse para luego llevárselo casi a remolque hasta la calle

  • Ya verás, cariño; está aquí mismo; a un paso… Ni siquiera tomar un taxi es necesario, porque en dos trancos estamos allí ya… Es una habitación que le alquilo a una buena señora… Una pobre viuda sin recursos que así, alquilando habitaciones a las chicas de por aquí, se saca un sobresueldo para ayudarse a vivir… Una obra de caridad es eso de alquilarle la habitación… Pero no creas, que la habitación está muy bien… Bien montada, muy cómoda… Y todo muy, pero que muy limpio… Ya verás cómo te gusta… ¿Ves? Ya hemos llegado…

Efectivamente, D. Pablo y la señorita Kitty acababan de llegar a la casa que tan bien conocía él; se metieron en el ascensor y subieron al tercer piso. Ya dentro del ascensor dijo ella

  • Bueno cariño; como supondrás, yo de balde no follo con los tíos; yo les cobro por follarme… ¿Te haces cargo, verdad cielo?
  • Sí, sí; desde luego… Ya contaba con ello…
  • Bueno guapo; pues, si no te importa… Son mil duretes… Cinco mil “pelas” de nada…( pesetas, en argot )

D. Pablo sacó la cartera y pagó religiosamente… Bueno, lo cierto es que la “faena” le salió redonda a la buena señorita, ya que sus tarifas, lo que cualquier cliente le pagaba por sus “servicios”, eran tres mil pesetas, pero ya sabemos que a este D. Pablo más bien baboso, se las quería pasar “dobladas” y, desde luego, doblado pagó el previsto refocile

Llegaron al piso, entraron en la casa de Dª Asun y se encerraron en la habitación que ésta les señaló. Ella, al entrar, encendió la lámpara que descansaba en una mesita de noche y después corrió las cortinas que cubrieron la ventana, dejando al habitación en tenue penumbra, alumbrada por la luz de la lámpara encendida, lo que dio a la habitación un toque de intimidad. Seguidamente, se volvió hacia él

  • Y… ¿Ahora qué, cariño?
  • Pues… No sé… Lo que sea la costumbre, digo yo… Ya te dije que en estas cosas, mi experiencia es nula…
  • Pues entonces, lo primero será desnudarnos… ¿No te parece?
  • Sí, claro… Tú lo sabrás mejor que yo…
  • ¿Te apetece hacerlo tú?... Desnudarme, quiero decir… Quitarme la ropa… A los tíos, eso les encanta… Quitármela poco a poco… Prenda por prenda… Primero el abrigo, después la blusa… El sujetador… Si supieras… Cuando me quitan el sujetador y las tetas quedan al aire… Libres… A veces hasta me las muerden… Y tío hay que hasta me deja los dientes señalados… A veces, hasta me hacen daño…

Y la señorita Kitty rompió a reír alegremente… Quería ponerle a caldo… Hacerle pasar todos los celos del Infierno… Y en ello quería emplearse a modo

  • No… No… Yo no sé si lo sabré hacer… No tengo experiencia, ya te lo he dicho… No; mejor… Mejor te desnudas tú…

Y sí; D. Pablo sudaba hasta tinta china…

  • De acuerdo, cariño… Como tú prefieras… Ya sabes… El cliente siempre manda…

Y vuelta con la mula al trigo La señorita Kitty no perdía ocasión de refregarle por la cara a D. Pablo su condición de prostituta a todo ruedo. Se lo pasaba pipa viendo sudar al baboso. Empezó por quitarse el chaquetón de leopardo, luego, dejó sobre la mesita de noche la bisutería de la pulsera que llevaba en la muñeca, y D. Pablo, todo corrido, vergonzoso, se volvió de espaldas a ella para no ver cómo se desvestía ya de verdad. La señorita se llevó las manos a la espalda para bajarse la cremallera del vestido y entonces el hombre no pudo resistir la tentación de murar y, casi a hurtadillas, volvió un tanto la cabeza hacia ella. La señorita lo vio y, sonriendo, se puso más de cara a él para bajarse la cremallera Cuando ésta le llego a la cintura, ostensiblemente se sacó la parte superior del vestido, dejándole ver el sucinto sujetador negro, de fino encaje… Muy, pero que muy sexi…

D. Pablo, entonces, casi se atraganta. Se puso rojo como la grana y, de nuevo, volvió la cabeza hacia la pared. Pero también empezó a desnudarse, quitándose el abrigo, luego la americana, el chaleco, para, seguidamente, soltarse los tirantes. Porque D. Pablo todavía usaba tirantes para sujetarse el pantalón, que no cinturón La señorita Kitty, con displicencia, se quitó la falda quedándose sólo con el sujetador y la mini braguita, también en seda y encaje negro. También muy, muy sexi. Ella fue hasta la cama, se sentó y procedió a desprenderse de las botas y las medias hasta algo más arriba de las rodillas, sujetas a la pierna por ligas de fantasía en color rojo que contrastaba la mar de eróticamente con el negro del sujetador, las braguitas y las medias…Él, en tanto, sentándose también en la cama, al lado opuesto al que ella ocupaba, se sacó los pantalones, descalzándose a continuación de los zapatos, aunque conservando los calcetines

La verdad es que la facha que entonces el hombre presentaba, era todo un poema, en corbata y camisa, calzoncillos y calcetines. Ella se volvió hacia él y se sonrió al verle de tal guisa La verdad es que estaba cómico D, Pablo, el tonante, viéndole así, lo que más producía era hilaridad; risa, y de la no tan sana, además. Por fin se decidió y, reptando felinamente por la cama, se llegó hasta su lado, poniéndose entonces en pie

  • ¿Te importa que te quite corbata y l camisa?
  • No, no… Haz lo que gustes…

Ella, cimbreándose sinuosa ante él, empezó a despojarle de la corbata y tras la corbata fue la camisa la que cayó al suelo de cualquier manera… Entonces, ella le empujó haciéndole caer sobre la cama en camiseta, calzoncillos y calcetines… Y si antes la imagen que presentaba, con camisa, corbata y toda la pesca era un poema, la que entonces exhibía era más bien que hasta ridícula. Ella entonces, sentándose también ante él, empezó a despojarse del sujetador para seguidamente hacer lo mismo con las braguitas.

Entonces, ya integralmente desnuda, volvió a levantarse, exhibiendo su desnudo cuerpo ante él… Al momento, D. Pablo se puso pálido, tembloroso, casi convulso… Y se volvió, hundiendo el rostro en la almohada, con todo el cuerpo boca abajo, encogido, ovillado… Casi en posición fetal… Al momento, sin dejar de pegar la cara a la almohada,  alargó el brazo hacia la lámpara de la mesita de noche, y la apagó. Ella entonces le preguntó

  • Pero… ¿Qué te pasa?...

Él no respondió; ella entonces se acercó a la mesita de noche encendiendo la luz, pero él, al segundo, la volvió a apagar

  • ¿Es que nunca has visto a una mujer desnuda?

Él, sin volver a ella la cara, negó con la cabeza

  • ¡Pues nene, ya es hora de que veas una!... Pero… Tú estás casado, ¿no?... ¿Ni a tu mujer siquiera?

De nuevo él negó con la cabeza. Ella entonces fue a él, tendiéndose en la cama junto a D. Pablo; le cogió la cabeza entre las manos y le obligó a volverse hacia ella; le empezó a acariciar, besándole en la boca, al tiempo que, alargando brazo y mano, volvía a encender la luz

  • Y seguro que tienes algún hijo… ¿Cómo entonces lo hiciste con tu mujer?

D. Pablo seguía perdido en aquella situación que le superaba. Trémulo, colorado como un tomate, casi balbuciendo, le explicó

  • Con la luz apagada. Ella nunca se desnudó conmigo… Entiéndeme… Nuestra educación… La suya… La mía…
  • Pues a mí sí que me vas a ver desnuda… Y me vas a acariciar, tocando mi piel desnuda… Dándote placer a ti, pero también, dándomelo a mí… Y me vas a follar para satisfacer esos instintos que se decía eran perniciosos… Los tuyos… Pero también los míos… Te entiendo perfectamente… También a mí me educaron así… Y crecí con esos mismos prejuicios tuyos

La señorita Kitty, tomó las manos de D. Pablo y se las llevó a los senos, haciendo que las yemas de los dedos de él acariciaran suavemente esos senos… Allí quedaron las manos, los dedos de D. Pablo, cobrando vida propia, acariciando esa piel, más suave que la seda, sin necesidad de que ella los obligara a hacerlo… Entonces, la señorita Kitty llevó sus manos al pecho de él, levantándole al efecto la camiseta, y empezó a acariciarle… A besarle ese pecho… A lamérselo, pasándole la lengua por los oscuros vellos masculinos, pero también por sus tetitas, hurgando en ellas con la punta de la lengua

De pronto, D. Pablo se envaró, se tensó cual cuerda de piano, izando la espalda sobre la cama, suspendiéndola en el aire, al tiempo que enclavijaba las mandíbulas y cerraba los puños aferrando la sábana… La cara se le desencajó y puso los ojos en blanco, para al momento cerrarlos… De nuevo, la señorita Kitty se asustó un poco al verle

  • Y ahora, ¿qué te pasa?

Él entonces empezó a distenderse, tranquilizándose un poco per respirando honda, profundamente

  • Nada… Nada malo Kitty… Simplemente… He acabado… Me… Me he venido… Me he vaciado… Lo siento… De verdad que lo siento… Pero… Es que, ya sabes… No estoy acostumbrado a estas cosas… Nunca… Nunca me han acariciado como tú acabas de hacerlo… Ha… Ha sido maravilloso Kitty… Divino… Inconmensurable… Ha sido… Ha sido la primera vez que, de verdad, he disfrutado del sexo… Mi primera vez, realmente… A mis más de cuarenta años… Eres divina… Maravillosa Kitty… Única… La… La próxima vez será distinto, ya lo verás… Aguantaré hasta que también tú termines…

La señorita Kitty le sonrió, puso una mano en su hombro, como alentándole, como queriéndole decir que no pasaba nada y se levantó de la cama. Se fue hacia la puerta, desnuda como estaba, para salir al baño, a lavarse, pues las habitaciones carecían de servicio dentro, por lo que las chicas, concluidos sus “servicios”, así lo hacían, salir desnudas hacia el único cuarto de baño, aseo y servicio, todo en una pieza, de que la casa disponía. Cuando la señorita Kitty abría la puerta para salir fuera, D. Pablo, incorporado sobre la cama, sonriente y eufórico tras la dicha que acababa de disfrutar, la retuvo diciendo

  • ¡Espera! ¿Quieres cenar conmigo?

La señorita Kitty acentuó su sonrisa, si ello cupiera, para responderle

  • Con gusto lo haría, pero no puedo. Yo también tengo un hogar, con un hijo…más alto que tú; y un marido…como tú, más o menos. Debo cenar en casa cada noche Las mujeres, en esta España del último tercio del siglo XX, todavía no tenemos la libertad de los hombres. Vosotros, aunque tengáis un hogar, una familia, cuando queréis podéis cenar fuera de casa. Esas cenas de negocios, con clientes muy importantes que hay que agasajar, atender como se merecen Muchas de las chicas que por aquí paran, las que no tienen hogar ni familia que puedan deshonrar, te podrían hablar mucho, mucho, de esas cenas… Han asistido, como especialísimas invitadas, a tantas… Tú puedes venir aquí con tu verdadero nombre por delante… Yo tengo que usar uno falso…

  • ¿Eres feliz en tu matrimonio?

La sonrisa de la señorita Kitty, se tiñó de tristeza cuando respondió

  • ¿Acaso lo eres tú en el tuyo?

D. Pablo no respondió; para qué. Simplemente, la sonrisa se borró de su rostro. Kitty salió afuera, a ducharse y retocarse, para regresar al bar-club y D. Pablo se levantó; se vistió y se marchó de la casa, sin osar volver por el bar…

FIN DEL CAPÍTULO

NOTAS AL TEXTO

  1. El término “preconciliar” o “anticonciliar” se aplicó a aquellos españoles, católicos a machamartillo, afectos al famoso “Nacional-Catolicismo” de  al oponerse contra viento y marea a las reformas de la Iglesia adoptadas en el Concilio Vaticano IIº, referentes a una especie de “puesta al día” de iglesia, rompiendo, en cierto modo, con el inmovilismo ultraconservador del papado de Pío XII.
  2. Aquí quiero llamar la atención al moderno lector, desconocedor de lo que realmente fueron aquellos tiempos, por entero y en verdad, diferentes de la imagen que hoy día se tiene, pues ni fueron tan tétricos como unos los pintan, ni tampoco tan celestes como algunos nostálgicos de la época los recuerdan… Y es que, en la prudencia del punto medio, es donde suele estar la verdad y la razón. En fin, a lo que iba: Por entonces, el deporte nacional español, y lo mismo entre las derechas como entre las izquierdas; entre los más franquistas y los mayores antifranquistas eran los chistes de Franco, en los que se ridiculizaba a modo y manera la figura del general. En realidad, en aquellos tiempos, la gente se tomaba a broma la situación española; y buena prueba de ello fue aquella gran publicación que era el semanario “La Codorniz”, “la revista más audaz para el lector más inteligente”, como rezaba su, digamos, lema. Recuerdo algún que otro chiste publicado en esa revista, como aquél que apareció en forma de jeroglífico en que se veían tres botellas, una sobre otra, y arriba del todo una piña; solución: “Frasco, frasco, frasco; arriba es piña”, claro remedo del grito ritual del falangismo y el Régimen: “Franco, Franco, Franco. ¡Arriba España!”