El marido domado.

A punto de dejar a mi marido porque es un egoísta en la cama, éste me propone algo para que me asegure de que se va a esmerar en mi placer. Empiezo entonces a descubrir lo dócil que es.

EL MARIDO DÓMADO.

Era otra de esas tantas madrugadas en las que me despertaba porque él me sacaba las tetas del camisón y me las empezaba a magrear.

Pese a llevar más de dos años casados, Germán no había perdido lo más mínimo el deseo que sentía por mí. Es más, éste parecía incrementarse conforme pasaba las semanas, los meses, los años a mi lado. No eran pocas las noches que se acostaba después de mí y, encontrándome dormida, se arrebujaba en mi espalda y me magreaba un poco hasta que me despertaba y después me penetraba mientras yo me dejaba con desgana, deseando que terminara pronto para poder volver a mi sueño.

Y eso hacía esa noche. Acoplado a mi espalda, sacaba las tetas por el escote de mi camisón y me las magreaba mientras que, con la otra mano, buscaba por debajo del camisón mis bragas, que me bajaba sin ningún tipo de suavidad.

  • Germán, te he dicho un montón de veces que no me gusta que me despiertes cuando duermo.

  • Se te veía tan guapa, cariño. No he podido evitar

Con su mano cogía su polla, sin duda erecta, y la dirigía hacia la oquedad de mi vagina, acoplándose a mí y penetrándome con un par de empellones bruscos.

  • Sabes que así no me gusta

  • Es solo un momento, cariño. Si es que me pones muy burro. – Germán había empezado a moverse rítmicamente sin hacer demasiado caso a mi queja.

A mí me escocía. Era la tercera noche que me follaba sin esperar a que me lubricara, y ya tenía el coño irritado (Germán tiene una polla grande). Él jadeaba en mi espalda, echándome su aliento en la nuca. Empezaba a sudar a consecuencia del esfuerzo y como preludio de la abundante eyaculación que le sobrevino minutos más tarde y que derramó enteramente en mi coño ajado.

Después, siempre venían los besos, y era por eso por lo que yo lo perdonaba una y otra vez. Desde mi espalda me besaba el cuello y los hombros, y me acariciaba diciéndome que la próxima vez me tocaría a mí y me comería entera y me haría disfrutar como nunca antes lo había hecho. Se excusaba diciendo que tanto deseo le volvía loco y no podía controlarse ni ir más despacio. Me pedía perdón porque sabía que de esa manera yo no compartía el disfrute. Pero luego, al día siguiente, a la semana siguiente, al mes siguiente, la escena – o alguna otra muy similar – se repetía una y otra vez. Y yo ya estaba cansada.

No es que a mí hubiera dejado de gustarme mi marido ni nada por el estilo, era sólo que ya era rara la vez que se "ocupaba" de mí, ya que cada vez eran más frecuentes sus arrebatos sexuales que quedaban satisfechos en el momento, y cada vez menos la sesiones de sexo del bueno. Recordaba con añoranza aquellos tiempos de novios, cuando él dedicaba tiempo a las preliminares y yo estaba húmeda y desquiciada cuando, como colofón de placer, me penetraba. Ahora tenía que hacer memoria para recordar la última vez que me había corrido con él.

  • Germán, me voy. A casa de mi hermana.

Se lo dije por la mañana, desayunando, cuando él estaba a punto de irse a trabajar. Se quedó atónito. No se lo esperaba. Yo, después de darle vueltas y vueltas, había decidido tomar la drástica decisión. Y me había cogido el día libre para hacer las maletas.

  • ¿Qué? ¿Por qué?

  • No sé, Germán. Ya no es lo mismo. Ya no me divierto contigo. Ya hasta me resulta molesto cuando me follas.

  • Cari, por favor. No te vayas. Dame otra oportunidad. Te prometo que cambiaré.

  • Eso estoy harta de oírlo. Una y otra vez. Y nunca es cierto.

  • Esta vez lo es. De verdad. Te lo prometo. – Parecía realmente desesperado.

  • No, Germán. Hoy mismo prepararé mis cosas y esta misma noche me iré a casa de mi hermana.

Cuando Germán regresó de trabajar yo ya tenía preparada la maleta. No era grande, pues había decidido que me llevaría sólo lo justo y que ya volvería más tarde a por todo lo demás, cuando hubiera decidido dónde quería quedarme. Cuando entraba él por la puerta yo ya estaba llamando al taxi.

  • Susana, espera. Dame sólo dos minutos. Dos. No te pido más.

  • Tienes hasta que llegue el taxi, Germán. Pero te advierto que lo que me digas no va a cambiar nada.

Entonces él me extendió una cajita. La abrí y saqué de su interior una especie de estructura de plástico transparente compuesta por una especie de funda, un aro y un candado. Le miré interrogante.

  • Es un cinturón de castidad.

  • ¿¿¿Qué??? – exclamé anonadada.

  • Es para demostrarte que voy a cambiar. Podrás ponérmelo por las noches y así te asegurarás de que me ocupe de ti. Y una vez que tú estés satisfecha me lo quitas. Así serás tú quien decida cuándo es el momento de follar.

  • Tú estás loco.

  • Dame la oportunidad de complacerte, Susana. Dame sólo unos días. Y si no funciona, te vas a casa de tu hermana. Por favor. Sé que he sido un egoísta, pero estoy dispuesto a compensar mi error. Sólo necesito que me dejes.

Apenas dijo esto se bajó los pantalones y los calzoncillos hasta la rodilla, dejando libre su sexo y dándome así a entender que me lo entregaba para que lo encerrara en ese curioso utensilio. Yo me acerqué a él y, más por curiosidad que por convencimiento, me dispuse a ponérselo. Coloqué primero el aro que iba en la base, por detrás de los testículos, y que era el soporte sobre el que se sujetaba el resto del aparato. Después coloqué con prisa (pues ya estaba empezando a empalmarse) la parte que hacía las veces de funda para el pene, que apuntaba hacia abajo, y la ensamblé en el eje que unía ésta con el aro de la base. Este eje tenía un agujerito en el cual se ponía el candado, para evitar que la funda del pene se separase del aro que iba por detrás los testículos, por lo que, una vez puesto éste, todo el aparato se sujetaba de esa anilla. En el caso de que le sobreviniera la excitación, el efecto era doble; por un lado, el crecimiento del pene era impedido por la funda que lo cubría, por lo que, una vez llenada la funda (y esto no daba demasiado margen), la polla quedaba oprimida en su interior, sin poderse completar la erección. Por otro lado, además, debido a la rigidez del aparato, cuando el miembro hacía presión en el interior de su funda en sentido ascendente, ésta tiraba a su vez de la anilla base, por lo que también tiraba de sus testículos constriñéndolos aún más. Ambas cosas pudimos comprobarlas apenas sonó el clic del candado, pues en los segundos siguientes la polla de mi marido empezó a crecer lo que su estrecha cárcel le permitió, estrujándose por las paredes e intentando salir inútilmente por los recovecos, mientras que al mismo tiempo todo el artefacto tiró con fuerza de sus huevos. Se veía ridículo. Ambos nos quedamos mirando fijamente unos minutos. Miré luego la cara de mi marido, que había adquirido un leve gesto de dolor.

  • Mira, Germán, no sé

  • Cari, no te preocupes, de verdad. Ya me acostumbraré. Quiero hacerlo por ti.

Y como queriendo acelerar mi decisión, se subió de nuevo los calzoncillos y los pantalones y, acercándose a mí, cogió la llave de la cajita. Me quitó la cadenita que colgaba de mi cuello, insertó la llave dentro de ésta y me la volvió a poner, entregándome con ella su sexo. Salí entonces y, pagándole al taxi el tiempo de espera y, disculpándome, le dije que ya no lo necesitaba.

La cena transcurrió como si nada, hablando de trivialidades. Se hizo rara, pues ambos, aunque no hubiéramos hecho referencia a ello, sabíamos que "eso" estaba ahí, debajo de sus pantalones. Le sorprendí un par de veces cuando creía que yo no le veía ajustándose "el aparato", señal de que estaba incómodo. Aún así, ambos tratamos de aparentar normalidad y, en mi presencia, no hizo el menor gesto de incomodidad. A mí, he de reconocerlo, me excitaba la situación. Después de cenar Germán fregó los platos – estaba de lo más complaciente – y nos sentamos a ver un rato la tele antes de que yo dijera de ir a acostarme. Sorprendentemente, al contrario que casi todas las noches en las que yo me acostaba antes que mi marido, Germán dijo que me acompañaría.

Una vez en la habitación nos desnudamos. Él se quedó en boxer – supongo que por la vergüenza que le daba tener el aparato de castidad colgando – y, estando yo todavía en ropa interior, antes de que a mí me diera tiempo a ponerme el camisón, se acercó a mí y empezó a besarme el cuello, a lamerme los hombros. Me sacó luego las tetas del sujetador y empezó a chupar mis pezones. Se detenía en cada rincón de mi piel a besarlo con devoción. Yo no lograba recordar la última vez que mi marido había tenido conmigo esa deferencia. Me dejé caer en la cama y le dejé hacer. Pasó su lengua desde mi cuello hasta mi ombligo.

  • Te quiero mucho, Susana. Y estoy dispuesto a hacer todo lo que haga falta por ti. No puedo perderte.

Y volvía a lamer, y a besar. Y metía la lengua entre el elástico de mis braguitas. Y me las quitaba. Y me decía cuánto me deseaba. Y cuando metió por fin su hocico en mi raja y me empezó a chupar, yo ya era toda electricidad y mi coño un puro charcal, por lo que no tardé en derramarme en el orgasmo más intenso que había tenido desde que nos profesáramos los votos.

  • ¿Ves, cariño? Esto es otra cosa. Quítate el boxer, que hoy te has ganado echarme un polvo.

Se quitó el calzoncillo y apareció ante nosotros su miembro encarcelado. He de reconocer que quedé sorprendida por lo efectivo del aparato. Su polla estaba tan ávida de mi, que desbordaba por todos los intersticios del la funda, viendo frustrado su crecimiento. A su vez, sus huevos, como castigo del tirón al que eran sometidos por la rebeldía, lucían hinchados y oprimidos. Saqué la llave de la cadenita que colgaba a mi cuello y, despacio, abrí el candado y libré a Germán de su cárcel. Inmediatamente su polla adoptó su tamaño máximo (nada desdeñable) y la sólida consistencia de una vara. Se puso encima mía y se hundió en mi coño, que lo acogió babeante, e inmediatamente después, empezó a moverse deprisa, casi histéricamente, impaciente por darse placer. Apenas unos minutos necesitó para reventar en una generosa eyaculación y desplomarse sobre mí, sudoroso.

  • Gracias, cariño. Muchas gracias. – su tono era sinceramente agradecido.

  • Te lo has ganado.

Y ahí vinieron los besos, y las caricias en la espalda, y los te quieros al oído, hasta que caí dormida y satisfecha mientras él me abrazaba por la espalda sin dejar de decirme cuánto me quería y cuánto me deseaba.

Los siguientes días siguieron una dinámica parecida. Cuándo llegaba la hora de cenar, y sin necesidad de que yo dijera nada, él me traía el aparato (que guardábamos en la mesita de noche), sacaba su polla y me la ofrecía para que fuera yo misma quien la enclaustrara. Cada clic del candado nos proporcionaba a ambos un estado de excitación (si bien la suya era castrada al instante). Era el sonido del preludio de todo lo que luego sucedía. Luego él hacía la cena y, una vez habíamos cenado, fregaba los platos mientras yo veía la tele. Cuando nos acostábamos, se ocupaba de lamerme, mamarme, tocarme y besarme con adoración. Cada vez lo hacía con más devoción. Una vez que yo me corría, le recompensaba quitándole el cinturón de castidad y le dejaba derramarse dentro de mí, a lo que él respondía siempre agradecido, colmándome de caricias y diciéndome lo afortunado que se sentía porque yo le dejara estar a mi lado.

Y pasó entonces que empecé a volverme más egoísta. Empecé a darle total supremacía a mi placer frente al suyo. Empecé a no liberarle una vez me había corrido yo y a dejarle toda la noche encerrado en su cárcel. Uno, porque me causaba una gran excitación el mero hecho de saberlo sometido de esa forma. Dos, porque una vez yo me había corrido dejaba de importarme que él tuviera su placer. Y tres, porque cuando se pasaba toda la noche sin tener la posibilidad de descargar, por la mañana volvía a buscar con avidez mi coño y a beber de él como si fuera el más exquisito de los licores. Él nunca protestaba. Noche tras noche, mamaba con dedicación mis tetas y luego comía con glotonería mi coño hasta que yo le decía basta. Y no pedía nada a cambio. Se acoplaba en mi espalda y me acariciaba volviéndome a decir lo afortunado que era por estar a mi lado. Yo sentía en mi culo el contacto del duro plástico que envolvía su polla ansiosa y me sentía satisfecha. Le decía cuánto me gustaba que fuera así de dócil, y que renunciara a su placer por el mío. Le decía cuánto me excitaba verlo encerrado en ese aparato y lo orgullosa que estaba del sacrificio que hacía llevándolo por mí. Llevaba mi mano a su ingle y le acariciaba por encima del plástico y le tocaba los huevos, y tiraba un poquito de la funda que envolvía su pene. Le decía lo guapo que estaba con eso puesto. Lo que me gustaba ver cómo su polla intentaba crecer y se aplastaba contra las paredes y desbordaba su funda, sin poder llegar más lejos. Todo eso parecía compensarle la desazón de no poder aliviarse en toda la noche, y no pedía nada. Sólo decía que haría lo que yo quisiera. Que era enteramente mío.

Empecé a adoptar la costumbre de liberarlo ya después de desayunar, una vez yo ya me había duchado y vestido y estaba a punto de irme a trabajar. Él entraba a trabajar media hora más tarde que yo, así que cuando yo me había ido aún tenía media hora para ducharse y vestirse. Solía preparar el desayuno mientras yo me arreglaba, y solía hacerlo desnudo, pues yo se lo había pedido.

  • Me gusta ver cómo a mi maridito le cuelga esa cosa de plástico y no puede empalmarse. – le decía con un tono de sorna.

Mis palabras le sonrojaban y le excitaban a la vez, pues era más que evidente el gesto de incomodidad que derivaba del instantáneo tirón que sufrían sus testículos, fruto de la excitación que causaban en él mis palabras. Y en efecto, era impresionante para mí ver a un hombre imponente – mi marido siempre ha sido un hombre bien parecido, fuerte, alto – con su extraordinaria desnudez, con otrora una majestuosa erección, colgándole ahora de la entrepierna un cacharro de plástico que sometía la "dignidad del miembro" de la que todo hombre hace alarde. Cómo me gustaba mirarlo. Qué poderosa me sentía cuando llegaba el momento en el que le decía, ven aquí , y él se acercaba a mí a que le liberara de su encierro. Cómo me excitaba como se ponía delante mía, nervioso, esperando, y su miraba se volvía suplicante aquellos segundos en los que yo me entretenía en sacar la llave de mi cadenita y liberarlo. Cómo me gustaba dilatar un poco ese sufrimiento toqueteando el utensilio, poniendo mi mano bajo sus huevos y sosteniendo en ella todo el peso de sus partes y el aparato, dándole unos pequeños golpecitos. Haciendo algún comentario que lo humillara un poquito del tipo, hoy parece que va a estallar . O bien, vamos a liberar a este pequeño . O quizá, mañana tendrás que esforzarte un poquito más si quieres que suelte al pajarito . Hasta que metía la llave y de nuevo sonaba ese clic que lo dejaba libre. Siempre le quitaba el cacharro despacio. Y su polla siempre crecía deprisa, atropelladamente. Germán cogía entonces su miembro y, delante de mí empezaba a pajearse con furia hasta derramarse a borbotones. No le hacían falta más que unos minutos para acabar, de toda la excitación que guardaba desde la noche anterior. Nunca dejaba de darme las gracias tras correrse. Luego yo me iba y él se quedaba allí, fregando los cacharros del desayuno y preparándose para el trabajo, y no volvía a verlo hasta la noche. Que cuántas más veces se la machacaba a lo largo del día, fue algo que nunca le pregunté. Pero de sobra sabía que, al menos, se hacía otra paja justo antes de entrar en casa y entregarme de nuevo el aparato de castidad y su polla, pues no me había pasado desapercibida la excitación que nuestra situación producía también en él y sabía que para que todas las noches su polla luciera flácida y pudiera encerrarla sin problemas dentro del aparato, había necesitado descargar antes.

Un día, sin haberlo preparado, tuve la excusa para hacer algo que – como me di cuenta posteriormente – llevaba tiempo deseando hacer. Yo no solía comer en casa al medio día, pues el trabajo me pillaba algo retirado, pero mi marido sí solía hacerlo aquellos días que no tenía ningún compromiso con algún cliente. Por esos entonces ya andaba yo excitada casi continuamente. Era increíble cómo el giro que había dado el aspecto sexual de mi vida matrimonial me estaba satisfaciendo. Ahora no tenía colmo para el sexo. Aprovechaba cada excusa para dirigir a Germán entre mis piernas y darle a tragar mis flujos, cosa que él hacía con plena devoción. Había empezado a identificar su placer con el mero hecho de saborearme y ahora trataba mi coño con veneración. Lo buscaba a todas horas y se le veía dichoso de poder meter su hocico en él. El caso es que yo esa mañana estaba especialmente excitada, pues había estado toda la mañana repasando mentalmente los acontecimientos de las últimas semanas, así que decidí ir a casa a comer con él y de paso a satisfacer mi libido. Cuando entré en casa él ya estaba comiendo, pues no me esperaba.

  • ¿Qué haces aquí, cariño? ¿Cómo es que no me has llamado diciendo que venías? De haberlo hecho, te hubiera esperado para comer.

Yo no contesté, sólo me quité las bragas, me acerqué a la mesa donde él comía, eché su plato a un lado, que estaba a medias, y, sentándome sobre la mesa en el lugar donde antes se encontraba su plato, frente a él, abrí las piernas y me subí la falda.

  • Come – le dije en un tono impositivo.

Él inmediatamente hundió su cara en mi coño, sorbiendo, lamiendo entre mis pliegues, buscando mi clítoris y aprisionándolo entre sus labios, metiendo la lengua hasta donde podía en mi vagina. No tardó en provocarme un orgasmo que recogió a lametones. Se levantó entonces de la silla y abrió mi camisa y, liberando de mi sujetador mis tetas, empezó a mamarlas con ganas, jugando con mis pezones. Me mordió el cuello y me recostó sobre la mesa, echando a un lado el vaso y el pan, y me empezó a besar en sentido descendente hasta llegar otra vez a mi coño, en el que empezó otra vez a entretenerse. Yo ya estaba otra vez a punto de correrme cuando él, sin siquiera pedir permiso y sin que yo me diera cuenta, se desabrochó el pantalón y sacó su polla, y con una erección de mil demonios, me penetró sin que yo hubiera tenido siquiera la opción de evitarlo. En la tanda de empellones que llegaron después, me corrí yo y se corrió él. Y una vez que hubo salido de mí, cuando yo logré incorporarme, como un acto reflejo, le propiné una sonora bofetada.

  • ¿Cómo te atreves? ¿Quién te ha dado permiso?

El enrojeció y bajó la mirada, balbuceando un tímido perdona . Parecía que súbitamente, al recibir mi bofetada, se daba cuenta de que había hecho algo que estaba mal y ahora se le notaba avergonzado de su comportamiento.

  • Germán, esto no era en lo que habíamos quedado. Habíamos quedado en que YO decidía cuándo te dejaba follarme y cuándo no.

Seguía diciendo una y otra vez perdona con la cabeza gacha.

  • Perdona no es suficiente, Germán. Creí que estabas cambiando, pero se ve que cuando no tienes puesto el chisme ese sigues sin saber controlarte. Eres como los críos, que sólo saben portarse bien cuando están castigados. Tráeme el cinturón de castidad. No me dejas otra elección.

Fue obediente a por él y me lo entregó. Se puso entonces delante de mí y se quitó los pantalones, cabizbajo. Yo, como tantas otras veces antes, cogí el aro y, mucho más despacio que otras muchas veces antes, lo introduje tras sus testículos y, también demorándome más que de costumbre, metí su pene en la funda y la ensamblé con el aro. Cuando el candado hico clic, sonó esta vez diferente para ambos.

  • Y ahora limpia lo que has derramado.

Yo abrí por completo mis piernas, poniendo mis pies sobre la mesa y flexionando las rodillas. Germán acercó su cabeza y, lamiéndome con su lengua, recogió y tragó los restos de semen que salían de mi vagina hacia mi ano y que se mezclaban con mis propios flujos, hasta dejar mi coño completamente limpio.

A continuación y sin decir nada, me sirvió un plato de comida y nos sentamos los dos a comer en absoluto silencio. Una vez terminamos recogió la mesa, fregó los platos, se puso de nuevo los pantalones, y tras decirme, gracias, cariño. Gracias por ser tan comprensiva. Te prometo que no volverá a pasar , se fue de nuevo a trabajar. Era la primera vez que iba con el cinturón a trabajar. La primera vez que yo ejercía mi dominio de forma tan autoritaria. Me gustó.

Cuando llegó esa noche de trabajar lo primero que hice yo fue acercarme a él y meter la mano por dentro de su pantalón y su calzoncillo para agarrar su miembro encerrado en el aparato. Palpé generosamente sus huevos y comprobé que el "chisme" estaba debidamente puesto y "funcionando". Eso debió humillarle bastante, pues noté cómo se sonrojaba y miraba al suelo mientras yo toqueteaba por debajo de su pantalón.

  • Bien. Desnúdate y prepara la cena.

Al instante empezó a obedecer mis órdenes con diligencia. Se despojó de toda la ropa y se fue a la cocina mientras yo me relajaba un poco en el sofá. Cuando terminó de cocinar puso la mesa. Se notaba que se había esmerado expresamente con la cena. Que quería complacerme. Que estaba arrepentido. Cuándo me senté en la mesa se me quedó mirando, indeciso.

  • ¿Qué? – le pregunté.

  • ¿Puedo comerte el coño?

Me quedé alucinada. Su entrega no conocía límites. Estaba empezando a descubrir en mi marido a un auténtico sumiso.

  • Si lo haces no habrá más cena que ésa para ti. Y no creas que con eso voy a perdonarte y a quitarte el cinturón.

Y una vez dije esto se apresuró a quitar su plato y su cubierto de la mesa, dando a entender que aceptaba todos mis términos, y, metiéndose bajo ésta, avanzó a cuatro patas hacia donde yo estaba sentada colocándose frente a mis rodillas. Yo, abrí las piernas mientras empezaba a cenar. Él metió entonces su cabeza entre ellas. No me había quitado las braguitas y él tampoco se atrevió a hacerlo, así que empezó a olerme y a lamer por encima de estas, mojándolas con su saliva y dejando que se impregnaran a la vez de los flujos que ya empezaba mi coño a segregar. Mordía y sorbía a través de la tela. Metía su lengua por debajo de éstas para buscar en mi coño de dónde salía todo ese flujo. Apartaba la tela con su nariz, y la metía hasta donde podía. Succionaba. Bebía. Apoyaba la cara sobre la silla y, entre mis braguitas, siguiendo con la lengua mi raja hasta el final, intentaba llegar a mi ano. Cosa difícil, teniendo en cuenta que yo no me movía un ápice para facilitarle el trabajo. Yo estaba cenando (pese a estar al borde del delirio). El orgasmo me vino con el postre. Me corrí silenciosamente mientras pelaba una naranja. Sentí cómo un montón de fluidos se derramaban sobre la cara de mi marido, que seguía sorbiendo como si del elixir de la vida se tratara. Una vez me terminé la naranja, me levanté.

  • Bien, se acabó la cena.

Y me fui al salón mientras lo dejaba a él quitando la mesa y fregando los platos.

Los días iban como la seda. Germán estaba dispuesto en todo momento a satisfacerme, en el terreno que fuera. Y yo le veía feliz haciéndolo, como si hubiera encontrado en mi satisfacción su propia satisfacción. Como si ese fuera el motor de su felicidad.

No me preguntaba cuando liberaría su polla. No me suplicaba que le dejara eyacular. No se quejaba del dolor o el malestar que el aparato le infringía cuando estaba caliente (y esto era muy a menudo). No se percibía en él ni un mal gesto cuando yo lo llamaba a que se acercara y, palpando sus huevos y agarrando su polla, comprobaba que el aparato estuviera bien puesto (más para mi deleite que porque yo desconfiara de la eficacia de éste, pues encontraba especial satisfacción tanto en tener en mis manos su miembro enjaulado, como en la humillación que este "examen" le producía). Ni cuando le palpaba con el pie mientras cenábamos o mientras estábamos tirados en el sofá. Ni cuando agarraba de la funda y tiraba de ella. Ni cuando le daba toquecitos desde abajo para que botara. En definitiva, aceptaba sin rechistar la castidad que yo le había impuesto y que su polla "incapaz" se hubiera convertido en un juguetito con el que me gustaba divertirme.

Por la noche le gustaba dormir sobre mi ingle, acurrucado. Yo lo dejaba y le acariciaba la cabeza hasta que los dos caíamos vencidos por el sueño. Alguna vez, cuando aun no me había dormido, o me despertaba a mitad de la noche, o ya al día siguiente, lo sorprendía metiendo, sin atreverse a tocarme, su nariz entre mis piernas y aspirando mi olor. Bastaba entonces un pequeño movimiento mío, una leve - casi imperceptible - apertura de piernas, para que el entendiera en el momento que estaba autorizado, que podía. Y empezaba entonces, despacito, a lengüetazas suaves y cortitos, a lamer el principio de mi raja hasta que yo ya me perdía en el placer y abría mis piernas por completo para darle de comer. Era veneración lo que él sentía por mi coño. Por mí. Era increíble – y a la vez de una ternura tremenda – como, privado de la erección y de la eyaculación, había sustituido su orgasmo y encontrado el culmen de su placer en tragarse el mío. Y yo, una vez vaciada y satisfecha, me volvía a dormir, o si ya era de día le decía en un tono cariñoso y dándole una palmadita en el culo, venga holgazán, que tienes que preparar el desayuno . Y él, desnudo como estaba, aún lidiando con su excitación, iba a la cocina mientras yo disfrutaba de los últimos minutos retozando en la cama. Y así transcurrían los días hasta que tuvo lugar el siguiente acontecimiento clave. Estaba yo en el salón con Luisa - una de esas vecinas de toda la vida - cuando Germán llego ese día de trabajar. Reíamos y nos poníamos al día de lo que se cocía por el vecindario. Germán, al vernos, saludo alegremente a Luisa. - Chicas, ¿como es que no estáis tomando una cerveza? Venga, yo os la traigo. Apenas dijo eso se perdió dentro de la cocina. - Hija, que atento tu marido. Desde luego que es un encanto. - No te creas que ha sido siempre así. Germán ha cambiado mucho estas últimas semanas. Antes no era tan considerado. - Pues ya me dirás que le has dado, a ver si puedo yo también dárselo al mío. - Pues le he puesto un cinturón de castidad. - ¿¿¿¿¿¿que?????? Germán entraba en ese momento con una cerveza en cada mano y solo había alcanzado a oír ese último qué . - Sí, mira - dije yo levantándome del sofá y acercándome a Germán que no entendía que es lo que pasaba. Eche entonces mano a su pantalón y se lo desabroche y, ante la turbación de este y la mirada estupefacta de Luisa, metí la mano en el interior del calzoncillo y, agarrando de un puñado la polla y los huevos de mi marido, las saque fuera del calzoncillo. Germán se quedó ahí, inmóvil, dejándose hacer, sin ni siquiera atreverse a rechistar. - Vaya... – Luisa se levantó del sofá y se acercó para verlo mejor. Aún no se creía lo que estaba viendo. La polla de mi marido empezó de repente a aumentar su tamaño y a llenar su pequeño recipiente intentando rebosarlo con violencia. Yo le acariciaba los huevos para aumentar su excitación y que Luisa pudiera ver claramente el funcionamiento.

  • ¿Ves? Se excita, pero no puede empalmarse. Cuando la polla empieza a tirar hacia arriba enseguida le tira de los huevos. Y además, no puede crecer más que lo que la funda le permite, que como ves, es poco. Mientras digo esto manipulo su pene. Lo levanto un poco, lo giro otro poco, lo muevo hacia los lados, tiro de el. Para que Luisa pueda verlo bien, observar que el artilugio es seguro, que no hay manera de "escaparse" de el. Evito mirar a Germán, hago como si el no estuviera, como si no contara, pero soy capaz de percibir su vergüenza, su sonrojo. También puedo ver su excitación, pues su miembro esta a punto de reventar el aparato. Suelto entonces su polla, que queda ahí, colgando, haciendo baldíos esfuerzos por salir. Cojo una de las cervezas de la mano de Germán y le doy un trago. Lucia mira alternativamente la polla de mi marido y a mí.
  • ¿Puedo...?
  • Si, claro. Acerca entonces tímidamente la mano y coge con dos dedos la funda de plástico. Repite entonces todas las operaciones que yo he hecho (levantar, girar, torcer a los lados...) hasta que queda convencida de la eficacia del aparato. Entonces, empezando ya a creerse lo que ve, coge la cerveza que Germán tiene en la otra mano.
  • Y dime, ¿por qué...?
  • Fue una idea de él. Como me tenia totalmente insatisfecha en la cama y yo estaba a punto de dejarle, me lo trajo y me dijo que de esta forma podríamos centrarnos en mi placer. Yo al principio era bastante escéptica, pero ahora tengo que decir sin ninguna duda que funciona. Y no solo en el aspecto sexual, sino en todo lo demás. Mira, desde que le tengo preso el pajarito, mi marido cocina, friega, hace las tareas, esta pendiente de mí. Vamos, que da un resultado excelente.
  • ¿Y no le molesta ni le hace daño?
  • Pues hombre, cómodo no debe ser. Además, mi marido es de los que tienen una buena erección, así que supongo que es aún peor. Pero más me molesta a mí que me tenga desatendida. Así que se tiene que aguantar.
  • ¿Y se lo tienes puesto todo el día? - la curiosidad de Luisa iba in cresccendo.
  • Pues mira, al principio no. Al principio solo se lo ponía por las noches, cuando nos íbamos a la cama, pero hace un par de semanas me hizo enfadar y desde entonces lo lleva puesto siempre.
  • ¿Y todo ese tiempo lleva sin correrse?
  • Si. Con esto no puede.
  • ¿Y no tienes pensado quitárselo y dejarle otra vez libre? Quiero decir, cuando cumpla su castigo, si es que acaso le has impuesto un castigo.
  • Para nada. He descubierto que así es mejor. Desde que lo lleva todo el día esta más... más... ¿como decirlo? mas servil. Además, a mí me excita un montón eso de tenerlo sometido. Y ya empezaba a molestarme eso de que todos los días estuviera pajeándose. Todo lo más que algún día me pille de buenas y me apetezca que me folle, o que se lo quite un momento cuando vea que necesita eyacular. Pero luego se lo volveré a poner. Ya empiezan a tener los huevos más gordos, así que seguramente en una semana o así tendré que dejarle descargar.
  • ¿Y él...?
  • Él ha resultado ser muy dócil. Acatará lo que yo decida.

  • Pues chica, qué suerte. Mi marido no se prestaría a una cosa así ni de coña.

Y dicho esto Lucía acabó su cerveza y me anunció que tenía que irse, que su marido le esperaba y en su casa era ella quien hacía la cena. Luego hizo un chiste al respecto y yo la acompañé hasta la puerta donde me despedí de ella mientras me volvía a repetir la suerte que tenía de tener un marido tan sumiso.

Apenas cerré la puerta tras de ella me dirigí al salón. ¿Habría sobrepasado el límite? Germán estaba todavía ahí, inmóvil, mirando al suelo, sonrojado, aún con su polla enlatada colgando por fuera del calzoncillo. No se había movido ni un ápice. Se le veía desorientado. Sin saber qué hacer o cómo actuar. Necesitaba que yo tomara una iniciativa. Un acto mío que le gobernara, que le delegara definitivamente a la categoría de siervo. De alguna manera yo sabía que eso era lo que también él deseaba.

Me acerqué. Le aflojé la corbata (el trabajo le obligaba a llevarla) y le desabroché los botones de la camisa. Despacio. Todo muy despacio. Y en silencio. Dándole tiempo a rechazar la situación, si así lo hubiera querido. Después de la humillación que le había hecho pasar, sabía que ésta era una de esas situaciones irreversibles que te pasan a un siguiente nivel, y con mi lentitud le estaba dando la oportunidad de que se plantara. Le quité la camisa, dejándole puesta la corbata. Le desaté los zapatos y le quité estos y los calcetines. Le bajé los calzoncillos y los pantalones hasta abajo y se los quité. Quedó desnudo, tan sólo con la corbata. Empecé a tocarle. El pecho, la espalda, a manosearle el culo. A coger de un puñado sus testículos. A pasar mi mano sobre el plástico. Las piernas, los hombros, los brazos. Qué guapo estaba. Nunca lo vi tan guapo como ahora que sabía que era mío, que disponía de él, que lo controlaba, que lo tenía sometido, que le había privado de su orgasmo. Busqué mis bragas bajo mi falda y las deslicé piernas abajo hasta sacármelas. Puse mi mano bajo su barbilla y, ejerciendo una leve presión, levanté su cabeza haciendo que me mirara a los ojos. Entonces le dije:

  • Cariño. Ahora te toca ser bueno y comértelo todo.

Y tiré hacia abajo de la corbata hasta que él se puso a cuatro patas. Me senté en el sillón y volví a tirar de la corbata para acercarlo hacia mí. Él se dejaba llevar mansamente hacia donde yo lo dirigía. Abrí mis piernas y, cogiendo ésta vez la corbata desde el nudo que ataba su cuello, tiré de él hasta hundirle la cabeza en mi coño. Él empezó entonces a comer con una voracidad que no le había visto nunca antes. Con glotonería. Sorbía como si mi coño se fuera a acabar. Restregaba su cara en él, su frente. Metía su nariz. Mordía mis labios. Chupaba mi ano y presionaba con la lengua introduciéndola todo lo que podía. Restregaba toda su saliva y la mezclaba con mis flujos para luego volver a tragar con avidez. Como un auténtico cerdo. Sacaba la lengua y restregaba su cara de arriba a abajo. Yo seguía sujetándolo del nudo de su corbata y de vez en cuando tiraba más de él hacia mí, a lo que él respondía aumentando la intensidad de su mamada. Con el pie, también de vez en cuando, daba toquecitos a su pene y sus huevos, que colgaban atrapados por el plástico. Y también cuando hacía eso aumentaba él la intensidad. Empezaron a sucederse mis orgasmos. Uno tras de otro, derramando en él una cantidad de flujo que sorbía con ansia y haciendo ruido. Así hasta que, extasiada y ya vacía, cedí la presión soltando la corbata y me recosté sobre el respaldo del sillón. Él aminoró el ritmo y empezó a lamerme despacio y a darme besos. En todo el coño, los labios, el ano, el interior de mis muslos, mis ingles. Me acariciaba suavemente con su lengua apaciguándome después de tanta excitación derramada. Me daba besos suaves. Me adoraba. Era su forma silenciosa de darme las gracias por haberle llevado hasta ahí. Por tenerle preso de mí.

Después de un rato, cogí de nuevo la corbata y tiré de él guiándole a que se acomodara en el sofá, conmigo, tumbado sobre mi regazo. Puse mi brazo bajo su cabeza y le dejé recostarse sobre mí. Inmediatamente empezó a buscar hocicando mi pecho. Yo me desabroché la camisa dejando mis tetas completamente al descubierto, y, como si de un niño se tratara, le dejé que se metiera una en la boca y la empezara a mamar mientras yo, con mi brazo, le sostenía la cabeza. Lo hacía tranquilo, sin ningún tipo de intención sexual, más como un gesto de amor. Y era también un gesto de amor mío el acunarle y dejarle mi pecho. En cierto modo eso le apaciguaba y le consolaba de tanta excitación frustrada. Yo le acariciaba. Le miraba con ternura. Era hermoso verlo ahí, desnudo y acurrucado sobre mí, con los ojos cerrados y su boca repleta de mi teta, succionando con la calma de un bebé a pocos centímetros de donde reposaba sobre mi piel la llave que encerraba su miembro, ensartada en la cadenita que llevaba prendida al cuello. Encendí la tele con el mando, que estaba sobre el sofá e hice un poco de zapping. Lo dejé en antena 3, pues estaba a punto de empezar una película. Le acariciaba la cabeza, la espalda, el culo, las piernas. Metía mi mano en el interior de sus muslos desde atrás y prolongaba mi caricia por la raja de su culo desde la base de sus huevos hasta el inicio de su espalda. Cogí mi bolso, que descansaba en el suelo a un lateral del sofá, y saqué de él un botecito de crema de manos que siempre llevo. Eché un pegote en mis dedos y lo llevé a su ano por donde empecé a restregarlo. Él se revolvió un poco.

  • Shhhh. Quieto – le dije al oído, en un susurro.

Le untaba la crema con una caricia, ejerciendo con mi dedo índice una ligera presión en su ano. Presionando cada vez más hasta que su esfínter lo abrazó y dejó entrar por completo. Lo metí y lo saqué un par de veces despacio para lubricarlo bien. Cuando consideré que ya estaba bien impregnado de crema, metí dos dedos (índice y corazón), que también metí y saqué un par de veces. Luego cambié a los dedos pulgar e índice y, una vez los hube introducido, comencé a separarlos con objeto de ver lo que podía dar de sí el esfínter. Lo abrí y lo cerré varias veces, aumentando cada vez un poco más la apertura. Germán emitía leves gruñidos lastimeros que quedaban ahogados en su garganta por tener mi teta en la boca, pero no se movía un ápice. Yo lo miraba y era consciente de que, ahora sí, me pertenecía por completo. Y pensando en qué iba a hacer con él me dispuse a ver la película, que ya empezaba, mientras él mamaba sosegadamente de mi pecho y uno, dos, tres de mis dedos se deslizaban en el interior de su culo.