El mar, la arena infidelidad
El viejo lobo del mar, olfateando entre mis piernas.
El mar, la arena infidelidad
No tengo explicación, ni tampoco la busco. Simplemente en un momento dado la carne es débil. Pero es débil cuando no existe un sentimiento que sea capaz de anular las bajas pasiones carnales. Y ese fue un error en mi vida sí, puede sonar cruel, pero es de lo más natural. Me casé joven, y no estaba enamorada; tan sólo el cariño era el pilar de la relación. Pero por aquel entonces no le di importancia. Con el tiempo comencé a descubrir ese vacío que existe en una pareja cuando nunca ha nacido el amor.
Mi marido viajaba mucho, por cuestiones de trabajo. Vivíamos en una casita cerca del mar, y la mayor parte del tiempo estaba sola. Aquella soledad me gustaba, e incluso la prefería antes que la compañía de mi marido.
Justo enfrente de mi casa, había una especie de puerto marino, barquitas pequeñas que de vez en cuando usaban los pescadores en sus rondas nocturnas. Todos ellos eran hombres de familia excepto uno, un viejo lobo de mar. Su rostro estaba surcado por el sol y la dureza de la vida marítima. Todas las noches estaba allí, al lado de la orilla mirando el horizonte, el límite infinito del mar.
Una noche salí a pasear por la playa, la sensación de la arena fina en las plantas de los pies me resultaba única, maravillosa. Aún permanecía caliente de todo un día de sol. La brisa de la noche era húmeda y salada, todo mi cuerpo estaba impregnado de ella, mi piel salada y mi cabello al viento. Anduve cerca de una hora, a la orilla, mojándome los pies. La mar estaba tranquila, apenas había olas, pero sí podía escucharse el suave chasquido de las piedrecitas que chocaban entre sí. Llevaba yo aquella noche un vestidito de algodón, de color violeta. Uno de mis preferidos por gusto y comodidad.
Noté un roce en mi pie derecho y me agaché para averiguar que era. La mitad de una concha rota, de forma puntiaguda. Al levantar la cabeza fue cuando vi al marinero solitario. Permanecía como cada noche en silencio, mirando hacia la mar. Quise levantarme de nuevo, sin hacer ruido, pero tropecé y caí al agua, mojándome medio lado del vestido. El lobo marino me vio, y mientras conseguía levantarme y escurrir el vestido se acercó a cortos pasos. Sentí un temblor, por todo mi cuerpo. Un sudor frío desde la nuca, y el vestido se había adherido a mi marcando mis pechos, y mis pezones erectos por la humedad. El lobo cada vez más cerca el corazón quería abandonar mi cuerpo, tomando mi boca como salida. Me temblaban las piernas, quería correr, huir de aquel hombre que sin saber por qué me aterrorizaba.
Cuando estuvo frente a mi su mirada atravesó mis pupilas, quiso agarrarme del brazo pero eché a correr por la arena, sin mirar atrás. El lobo me perseguía, lo sentía detrás de mi, volví a tropezar y se me echó encima. No había luz, tan sólo la luna iluminaba la zona. Me atrapó entre sus gruesos brazos, y noté su barba a medio crecer rozando mi piel. Desprendía un olor fuerte, una mezcla de alquitrán, sal y pescado. Estaba debajo de su cuerpo pesado, con las piernas semiabiertas. El lobo olisqueó mi cuello, deslizó su nariz por mi cara, hasta el comienzo de mis pechos, y me agarró con firmeza las muñecas. Era hombre solitario, parecía que jamás hubiese palpado a una mujer. Esa ferocidad y falta de tacto, era similar a un animal que acaba de ser liberado. Después de olfatearme a su antojo lamió mi piel, con los dientes desplazó uno de los tirantes de mi vestido, dejando mi pecho al aire. Tras observar, lo chupó con ganas, engullendo mi pecho entero. Mordió mi pezón y rodeó la aureola con la lengua, realizando movimientos circulares. Soltó mis muñecas y se colocó de rodillas entre mis piernas. Ya no hice nada no era capaz de articular movimiento. Ya no sentía miedo, ahora todo aquel temor se había convertido en un deseo insospechado por mi parte. Él tenía puesto un pantalón, tipo bañador. Bien podría haber sido cualquiera de las dos cosas. Lo bajó hasta las rodillas, mostrando un pene no muy grande, pero tremendamente grueso. Sentí un espasmo, y una cierta humedad en la vagina que aumentaba por momentos.
Me levantó el vestido hasta el ombligo, y me quitó las bragas. Colocando mis piernas alrededor de su cintura, y yo levantando la cadera conseguimos un contacto perfecto entre la punta de su pene y la entrada a mi cueva nocturna. El marinero empujó con fuerza y me penetró por completo. Comenzó a moverse, mientras sujetaba mis muslos. Su expresión era espectacular, y yo sentía una mezcla de asco y repugnancia, junto con un morbo y un deseo desconocidos. Dejó de agarrarme los muslos, y se colocó sobre mi, pegando su cuerpo sudoroso sobre mi pecho. Me agarró de nuevo las muñecas y estiró mis brazos hacia atrás, tocando la arena mientras seguía penetrándome sin cese. No me besó en la boca ni siquiera lo intentó. Únicamente olía, lamía y se emborrachaba con mi cuello. Cerré los ojos, y pude escuchar la respiración agitada del marinero, la suave brisa marina, oler la sal, el cuerpo de aquel hombre, la tierra mojada mojada me sentí por dentro. Descargó un chorro de semen ardiendo, un grito ahogado salió de su garganta y una serie de espasmos, apretando mis muñecas con más fuerza. Pensé que me dividía en dos, un orgasmo me atravesó como un rayo. Desde el centro del placer, encaminándose por la columna, y amainando en la nuca. Temblé por el exceso de tensión, temblaba él temblaba el lobo.
Se levantó con expresión avergonzada. Ninguno de los dos hablamos. Echó a andar de nuevo hacia la orilla. De nuevo preso del horizonte. ¿Querría aquel hombre perderse en la infinidad del mar? ¿O tal vez buscaba en ese infinito y en aquellas olas el cariño que nunca había conocido?
Permanecí tumbada en aquel lugar. Llena de arena, emanando el propio mar de un marinero entre las piernas.