El Manuscrito (Segunda parte)

Sigue la historia

ES91 21

SEGUNDA PARTE

¿ Que hora es ? Miré a mi alrededor mientras la luz del sol penetraba entre las ranuras de la persiana. Había pasado toda la noche leyendo sin parar, absorto ante la ternura y las calamidades de aquel relato.

¿ Quien era aquel chico ? ¿ Que había sido de él ? ¿ Porqué mi abuelo guardaba un manuscrito como aquel en el fondo de su mugriento baúl ?

No sé, una extraña sensación me oprimía de un modo inexpresable. Estaba cansado, los ojos me escocían tras descifrar durante horas aquellas enmoecidas hojas, semiborradas por el tiempo y con una rebuscada caligrafía.

Tras un breve descanso volví a la lectura pero apenas unas líneas después, el sueño y el cansancio me venció sumiéndome en una extraña e incomprensible pesadilla de delirio.

Dormí todo el día y cuando aún cansado pude incorporarme ya era noche cerrada. Preparé algo de comida y recuperé la lectura donde la había dejado.

No sabría decir que era, pero aquel relato tenia algo especial que me absorbía. Debía continuar, debía leerlo todo cuanto antes mejor.

CAPÍTULO 5: LA CAPTURA

Diciembre del año 1670 del Señor.

Ya no se del cierto que día es. Ni tan siquiera el mes. Y empiezo a dudar que sea del Señor.

Ha pasado una eternidad desde que naufragamos. Y también han pasado muchos horrores.

Cuando parecía que la situación se normalizaba ligeramente, sucedió algo totalmente inesperado. Hasta entonces habíamos supuesto que la isla estaba deshabitada, pero nada más lejano de la realidad. Un día por la noche empezamos a oír sonidos en la espesura de la selva. Escuchamos gritos, tambores e incluso algún que otro disparo. Nos escondimos tan bien como supimos, pero unas horas después, un grupo de unos 12 salvajes se abalanzó sobre nosotros.

Intentamos huir, pero fue imposible. Lo cierto es que perdí la noción de los acontecimientos hasta que, creo que un par de días después, recobré los sentidos.

Nos hallábamos en un agujero de poco más de 2 metros de ancho y un metro y medio de profundidad. Embarrados con el fango en los pies y olor a orina y excrementos.

Estábamos mi madre, Lidia y yo. Apretados hasta límites insospechados. Con las ropas descompuestas y sangrando de múltiples heridas y arañazos.

Apenas podíamos sostenernos de pie. Cuando me alcé para respirar aire, pude ver que la salida del agujero estaba protegida dentro de una jaula meticulosamente rodeada por ramas de espino. Pero aún así alcanzaba a sacar la cabeza del agujero, respirar aire libre y ver la situación en la que nos encontrábamos.

En el exterior, colgaban los cadáveres de tres tripulantes, cruelmente mutilados e impúdicamente exhibidos. También estaba el cocinero, un hombre tosco, hecho a la mar y a las más duras condiciones de vida. Colgaba en cruz, desnudo y expuesto a las risotadas, burlas y travesuras de los salvajes. En una jaula cercana pude ver a tres marinos más y una mujer inconsciente. Uno de los marinos sollozaba ruidosamente, otro permanecía en estado de shock y el último manoseaba obsesivo a la pobre mujer, que yacía desnuda y sangrando profusamente.

Lo que aconteció en los siguientes días, apenas me cabe en la cabeza. Y si alguien puede algún día llegar a leer este diario, dudo que alcance a imaginar una mísera parte de la realidad.

CAPÍTULO 6: EL COCINERO

El primero en experimentar la crueldad de los salvajes fue el cocinero. Supongo que debió de ser el que más se resistió a la captura, y probablemente envió a más de un indígena a la eternidad antes de ser inmovilizado.

Como ya he dicho, lo mantenían expuesto, colgado en cruz. El primer día, un mocoso de unos 8 años se acercó a él. Lo tocó con una mezcla de curiosidad y miedo. Al cabo de unos minutos, viendo que el pobre estaba maniatado y no podía moverse, empezó a superar el miedo y a mirar detenidamente uno de los dedos de la mano del cocinero. Lo tomó con sus mugrientas manos e intentó tirar de él. Estuvo así unos instantes, ante la mirada incrédula del cocinero, hasta que tomo el dedo con fuerza, y con un tirón hacia atrás quebró los huesos y las articulaciones. El grito de dolor del cocinero resonó entre la jungla. Luego, el niño acercó su boca al dedo, y con un mordisco certero arrancó un pedazo de piel. Y, retorciendo el dedo, lo arrancó de la mano y se lo echó a la boca. Su cara quedó ensangrentada mientras devoraba el dedo y relamía la sangre que brotaba de la mano.

Si alguna ocasión, he visto reflejado el terror en la cara de un hombre fue aquella. El cocinero no daba crédito a sus ojos y no alcanzaba a imaginar su porvenir. Y cuando el niño se fue chillando como poseído, entre las risotadas de los demás salvajes, un adulto se acercó con una rama en brasa y cauterizó la herida con fuego vivo arrancando un nuevo alarido de dolor.

Entonces entendí que nos encontrábamos cautivos de unos caníbales infrahumanos que no nos permitirían alcanzar una muerte rápida y mínimamente digna. Todos terminaríamos siendo devorados lentamente, alargando nuestra agonía hasta límites insospechados.

Al día siguiente, le tocó el turno a un salvaje de unos 12 años. Vestía un taparrabos y un colgante con dientes y huesos.

Miró detenidamente al cocinero. Le mostró agresivamente sus afilados dientes mientras el pobre desalmado permanecía totalmente desquiciado. Se acercó a la mano. Lamió los dedos, el pecho, bajó a las piernas, se alejó, miró al rostro atormentado y lamió sus orejas.

Aún estaba indeciso, pero se le veía seguro. Miró el pene del cocinero se acercó a él, y mientras el cocinero aullaba de terror, abrió la boca y arrancó el prepucio. Lo saboreó detenidamente y debió de gustarle porque volvió a abalanzarse sobre el pobre cocinero y mordisco tras mordisco devoró sus genitales. Abrió los testículos y sorbió la mezcla de sangre, carne y jugos que manaban profusamente.

Durante más de un mes, aquellos indígenas devoraron lentamente a su víctima. Las orejas, los dedos, la mano, la pierna, los ojos... todo. Y cuando finalmente murió, lo hizo en silencio. No emitió ningún grito ni aullido. Simplemente dejó de existir. Entonces la tribu entera descuartizó lo que quedaba del cadáver y lo devoraron ante nosotros.

Mientras los niños devoraban lentamente al cocinero, descubrí en una cabaña el antiguo contramaestre de la nave. Apenas si lo había visto antes y lo único que recuerdo de él es la sarta de insultos e improperios que lanzaba a los grumetes. Lo encerraron en una jaula apartada y se dedicaron a cebarlo durante varias semanas.

CAPÍTULO 7: EL CONTRAMAESTRE

Pero los métodos, en esta ocasión fueron distintos. Un día apareció un salvaje emplumado. Debía ser alguien importante, y con un afilado cuchillo de madera abrió una pequeña incisión en el estómago del contramaestre. En medio de extraños ritos, tomó de un plato de arcilla un liquido que introdujo en las carnes del hombre y meticulosamente cerro la herida.

El pobre no supo nunca lo que se le venia encima, pues al poco de empezar el rito se desmayó. Pasaron varios días hasta que se notaran los efectos de la inseminación. La carne se le enrojeció, aparecieron hematomas y pústulas por todo el estómago.

Tardé en percatarme de lo que realmente estaba sucediendo, y cuando al final lo hice, no pude imaginarme una muerte mas terrorífica que la que aquellos indígenas habían preparado al pobre contramaestre.

El liquido que habían introducido eran huevas de hormigas, que lentamente se convirtieron en larbas que se alimentaban del cuerpo bien cebado del contramaestre.

Sin duda, el contramaestre era un hombre cruel y temible, había ordenado asesinar al capitán de la nave y había disfrutado torturando y violando a las pasajeras, pero aquel, se me antojaba un destino demasiado cruel, incluso para un desalmado como él.

Primero notó un ligero malestar, pero a medida que las hormigas hurgaban en sus entrañas el dolor se convirtió en la peor de las torturas que un ser humano pueda padecer.

Finalmente, las hormigas, literalmente lo perforaron totalmente y salieron al exterior, alimentándose de su piel y lo dejaron en carne viva. Unos días después, los intestinos se desplomaron y se formó un compuesto de carne, sangre y hormigas que, laboriosamente, recolectaban todo lo que encontraban a su alcance. Minutos después, el contramaestre murió emitiendo espasmódicos lamentos.

Parecía entonces que los salvajes habían conseguido su objetivo, pero no era así. Dejaron que las hormigas despedazaran totalmente el cadáver, y cuando ya lo habían dejado en los huesos organizaron una satánica fiesta para comerse las hormigas.

Debían de ser un plato exquisito, pues el poblado enloqueció por unas horas.

Mientras tanto, nuestra reclusión no era mucho mejor. Nos alimentaban con una pasta licuada, asquerosa y maloliente. Apenas si podíamos mantenernos de pie, y cuando lo hacíamos algún salvaje intentaba atormentarnos.

Además, las semanas de encierro en tan limitado espacio, inundaron el fondo con nuestros excrementos. Nuestras ropas se desgarraron definitivamente y quedamos totalmente a merced de las inclemencias del tiempo. Sufríamos un calor sofocante durante el día y un frío insufrible por la noche.

A la cabaña de al lado, de los tres marinos uno había muerto y yacía inerme ante nuestras miradas. La chica murió desangrada mientras otro de los marinos continuaba violando el cuerpo sin vida de la desafortunada. El otro marino que quedaba, se mantenía en un estado comatoso y solo se mantenía en vida porque era cebado por los salvajes con cantidades extraordinarias de la misma pasta que nos daban a nosotros.

CAPÍTULO 8: EL ENLOQUECIDO

Cuando el marino enfermo de sexo ya no pudo continuar violando el cadáver en descomposición, enloqueció absolutamente y con sus propias manos intentó abrirse la garganta.

Pero los salvajes se lo impidieron. Entonces lo sacaron de la jaula y lo ataron en unas estacas en el suelo. Increíblemente el desquiciado mantenía una erección permanente y las jovencitas se acercaban a su miembro enrojecido sin dejar que las tocara. Las mujeres mayores, acercaban sus vaginas a la cara del desventurado y se orinaban encima suyo.

Estuvo así unos días, hasta que una noche, el mismo salvaje emplumado se acercó con un símbolo fálico cortado en piedra y coloreado con absurdas figuras geométricas.

Hizo una especie de rito que consistía en mantener posiciones del todo obcenas mientras lubricaba el símbolo con una pasta aceitosa de color rojo. Así mismo a su alrededor, se agrupaban los demás salvajes gritando y escupiendo.

Durante todo el rito, el pobre marino miraba la escena, riendo, escupiendo y participando de la fiesta como si fuera otro el que iba a morir.

Y cuando el sol despuntó por el horizonte, el brujo levantó al marino, lo desató y lo volvió a atar boca abajo. Y de un firme tirón introdujo el ídolo por el ano. Más de treinta centímetros de piedra, toscamente tallada con las más rudimentarias herramientas, rajaron las entrañas del desdichado marino.

Uno tras otro, los más de doscientos salvajes que se agolpaban ante la escena, se acercaron, y con gritos a un dios desconocido, quitaban el ídolo y lo volvían a clavar. Y tras cada penetración, el marino clamaba al cielo poseído por la más terrible de las agonías imaginables.

Durante mas de cuatro horas mantuvieron el macabro ciclo. Y cuando el ano, el vientre y los intestinos se descompusieron totalmente, el brujo con un afilado diente rasgó entero el cuerpo agonizante, dejando que por su propio peso, todas sus entrañas se desparramaran por el suelo.

No se lo comieron. Ni siquiera recogieron sus restos. dejaron que los insectos y los parásitos devoraran los restos del enloquecido. Tal vez, temían que la locura del pobre marino pudiera contagiarles, o sencillamente no les apeteció alimentarse de él. Nunca lo sabré, aunque tampoco me interesa lo más mínimo.

CAPÍTULO 9: LA ORGÍA DE SANGRE Y SEXO

No se porque, a nosotros, nos dejaron para el final. Tal vez éramos el postre más apetecible y tierno. Dos mujeres y un niño.

Nos sacaron de nuestro agujero y nos ataron en el exterior. Estabamos muy debilitados y el continuado cebado ya daba muestras de su tremenda eficacia. Aunque aún no estabamos al punto, como se les había acabado la diversión, nos tocaba a nosotros.

Ataron a mi madre y a Lidia al suelo. Entre cuatro estacas, con los brazos en cruz y las piernas abiertas, mostrando impúdicamente sus vaginas. Clavaron una estaca más y me ataron por el cuello a ella, dejándome libertad para moverme en círculo.

Naturalmente, me acerqué a mi madre, que estaba literalmente aterrada por lo que nos esperaba. Hasta ahora, cada tortura había sido peor que la anterior y solo podíamos pensar en las monstruosidades que nos acechaban.

Llegó la noche y empezó un nuevo rito. Entre cánticos y tambores, me obligaron a ingerir un líquido carnoso de color verde. Se intuían diversas plantas trinchadas y mezcladas con cualquier otro producto animal o vegetal de la selva. Pasaron los minutos, y la excitación creció entre los salvajes que se acercaban a las dos mujeres y les tocaban violentamente los pechos y las vaginas ante mis atormentados ojos.

Pero la bebida empezó a hacer su efecto. Poco a poco fui excitándome, los constantes ritmos de tambor golpeaban sin cesar mi aturdida mente de un modo, extrañamente perturbador, convirtiéndome en un salvaje como ellos. Pronto estuve fuera de mí.

Aquellas imágenes proyectaron en mi mente una demencial excitación y mi miembro creció hasta unas proporciones inimaginables.

Apenas tenia catorce años y era virgen. La meticulosa vigilancia de mi madre y el espantoso viaje me había impedido poder relacionarme con chicas. Naturalmente había tenido erecciones antes, pero aquello era descomunal. Totalmente antinatural. El pene se me enrojeció y empezó a segregar fluidos. Y a medida que crecía las mujeres se mostraban más y más provocativas ante mi.

Desquiciado me abalancé sobre mi madre y de un golpe penetré hasta lo más hondo de su sexo. Entonces empezó algo que solo puedo calificar como una demencial orgía en su más absoluto significado. Los hombres se masturbaban ante mis enloquecidos ojos, otros penetraban compulsivamente a las indígenas; adultas, jóvenes y niñas eran utilizadas por los hombres, en una histeria colectiva.

Otras mujeres, se mostraban ante mí y lamían mi cuerpo. Desde los pies hasta la cabeza. Y si no hubiera sido por la droga probablemente me hubieran devorado mientras desgarraba las entrañas de mi propia madre.

Ésta, apenas podía creer lo que sucedía. Me miraba sin entender, mientras su vagina se convertía en un manantial de sangre.

Hubo un momento, en que más de una docena de hombres se masturbaban y manoseaban a mi madre, mientras yo continuaba con aquel grotesco incesto, y decenas de mujeres lamían mi cuerpo mientras, a su vez, eran penetradas por otros salvajes.

Mi monstruoso pene llegó a su límite. Engordó aún más, y entre espasmos y compulsiones eyaculé sobre mi madre. Aquello parecía un manantial de semen, pero la orgía no terminó allí. La droga no permitía que mi mente volviera a la normalidad. La erección y excitación era permanente, así que durante más de cinco horas estuve violando a mi madre, a Lidia, y a cualquiera de las salvajes que se ponía a mi alcance.

CAPÍTULO 10: LA HUIDA

Cuando los sollozos de mi madre me despertaron, se apareció ante mí una escena dantesca. Las dos mujeres restaban ensangrentadas e inmóviles. Unos pocos salvajes estaban tumbados en un estado de total inconciencia. Otros, debían haber logrado llegar hasta sus chozas totalmente exhaustos.

Yo estaba sencillamente agotado. Con el cuerpo amoratado y el pene en carne viva.

Me levanté como pude y me acerqué llorando a mi madre.

Fue entonces cuando me percaté de que la orgía me había liberado de mis ataduras. Estaba libre. Me abalancé sobre mi madre y arranqué sus ataduras con los dientes. Al poco liberé a Lidia y de un modo absolutamente patético nos alejamos del lugar.

Sencillamente no creíamos lo que nos sucedía. Ante nosotros se abría la selva virgen. Terrorífica, pero, esperanzadora.

Hoy, he recuperado mi maloliente manuscrito, abandonado bajo una palmera cerca de la playa. Las hojas están sucias, arrugadas y mojadas. Pero necesito escribir lo sucedido. Las palabras brotan compulsivamente de mi pluma untada en mi propia sangre.

Para los más impacientes, la tercera parte ya está disponible en www.my4dates.net/relatos y en los próximos días la publicaré en TodoRelatos

Estamos escondidos en una cueva. Literalmente enterrados entre la arena y la maleza esperando a que los salvajes no logren dar con nosotros. No sabemos hasta cuando podremos mantenernos vivos sin comer y sin apenas beber. Afortunadamente estamos cebados y tenemos grasas de sobra para poder subsistir durante un tiempo.00 2186 9202 0044 6114