El manjar del banquete
Mi esposo me consiente, y agasaja a nuestro amigo
Volvíamos, mi marido y yo, de una pequeña reunión entre amigos cerca de casa. Caminábamos en silencio, pensando todavía en los eventos de esa noche. Llegamos, y dado lo avanzado de la hora, decidimos irnos a dormir inmediatamente. Sin embargo, mientras nos desvestíamos, José me preguntó:
–¿Qué te pareció la reunión?¿Te gustó?
–Sí… – respondí, medio distraída. –Estuvo bien.
–Yo diría que más que bien, al menos para vos… – agregó mi marido, con la insinuación de una sonrisa en los labios. –No te separaste de Eduardo en toda la noche…de hecho, tus amigas comentaron que lo habías acaparado para vos solita.
–Exageran – exclamé como siguiendo una broma.
Pero en mi interior me sentí descubierta. Era cierto. Eduardo me gustaba. Un hombre ya maduro, separado, tremendamente atractivo, de cuerpo grande y de trato sencillo, extremadamente amable con las mujeres, pero a la vez directo y poco afecto a los eufemismos, no ocultaba cuando una dama lo impresionaba ni disimulaba el cortejo, con la clara intención de ubicarla en la cama. Yo lo había sentido, con su mirada extraviada en mi escote o clavada en mis ojos con una intensidad insinuante de otras intensidades, y esa noche me dejé engatusar. Y si no llegamos a más fue por la presencia de mi marido. Pero estaba claro que no había pasado desapercibida la situación y mis preferencias.
–Mmmmm…te gusta, ¿no…? Bueno, es evidente que no precisás mucho para llevártelo a la cama…sólo tiene ojos para vos…
–¿Celoso…? Raro en vos.
–No, para nada…sabés que no. Más bien intrigado.
–¿Intrigado…?¿De qué? – la verdad es que no esperaba esta conversación, y conociéndolo a José, sabía que tenía en mente algún propósito concreto.
–Intrigado de la continuación de la historia…¿pretendés dejarme afuera…?
–Sabés que nada hago sin vos, sin consultarte, sin que sepas. – Sentía cada vez más que mi marido quería algo, y algo con Eduardo incluido.
–¿Y entonces…?¿Qué vas a hacer…? – me preguntó mientras se acercaba a mí, rodeándome con sus brazos desde atrás. Estábamos los dos a medio vestir, yo frente al espejo del dormitorio. Sus manos acariciaron mis senos por sobre el corpiño, mientras sus labios rozaban lentos y cálidos la línea de mi cuello y mis hombros.
–Como siempre…haré lo que vos quieras… – le respondí, mientras sentía su cuerpo tan cercano a mi espalda y mientras veía cómo sus manos desprendían mi corpiño, dejando mis tetas expuestas a nuestra vista y a sus manos. Pese a mis 53 años, mis tetas se mantenían aceptablemente bien. Sin ser grandes, estaban llenas, tensas, y el peso de los años no las habían deformado gran cosa. Me sentía muy orgullosa de mis tetas, y lo manifestaba con la generosidad de mis escotes.
–¿Querés tirártelo…? – insistió José, y dudé que fuera realmente su intención o solamente la expresión de su excitación, que la sentía también en su miembro duro, erecto, que se hacía lugar entre mis nalgas.
–Me gustaría, sí…pero lo dejo en tus manos…– le respondí entre suspiros, cuando una de sus manos se hundía entre mis piernas y sus dientes me mordían el lóbulo izquierdo. Esa noche me penetró así, de pie y de atrás frente al espejo, enardecido por vaya a saber qué ideas que rondaban en su cabeza. Y yo me dejé tomar caliente, sintiendo que el que me cogía era por momentos José, y de a ratos Eduardo.
Pasó algo más de una semana. Ese día llegué a casa desde el trabajo presintiendo que no sería un atardecer común y corriente. Dejé la cartera sobre la repisa del recibidor y me quité el abrigo, colgándolo en el perchero de la pequeña salita. El ambiente hogareño se sentía cálido, agradable, en contraste con el frío seco de afuera. También me llamó la atención el silencio; no se escuchaba ni el televisor ni la radio, difundiendo las últimas noticias policiales, y tampoco había música, tan presente siempre en nuestra casa. Pensé, por lo tanto, que –pese a la hora – José, mi marido, no había llegado todavía.
Me dirigí a la cocina con la intención de prepararme un té. Puse la pava con agua al fuego, preparé la taza con el sobrecito y el endulzante, y me encaminé al dormitorio con la santa intención de cambiarme y ponerme algo más cómodo que ese vestido tejido, estrecho y blanco, que siempre me pareció tan elegante, pero que era inadecuado para la casa, ya que era fácil de manchar y difícil de limpiar. Me gustaba nuestro hogar así, tibio y silencioso, en la penumbra del atardecer de fines del otoño. Y ya comenzaba a distenderme de los trajines del día cuando vi la luz en el pasillo, proveniente del dormitorio.
Con el corazón en la boca me detuve, esperando escuchar algo, algún indicio de aquella presencia insinuada. No estaba segura, pero mi instinto me gritaba que allí, en nuestro dormitorio, en nuestra cama, me aguardaba lo que había sospechado toda esa semana.
En efecto, allí, en mi cama, desnudo pero cubierto apenas por una parte de la sábana, espléndido como un semidiós, estaba Eduardo. Y no por sospechado quedé menos sorprendida. Gratamente sorprendida. Enmudecida, avancé un par de pasos mirándolo. Él también, con una sonrisa franca en su rostro, me miraba complacido y silencioso.
–¿Qué hacés acá…? – pregunté un tanto retóricamente. Era obvia la respuesta. Mi voz me sonó un tono más alto que mi nivel habitual. Y agregué, ya más animada: –¿Qué hacés así, en mi cama?
Su respuesta estuvo en sus ojos, que se desviaron de los míos hacia un ángulo de la habitación al que yo todavía no había mirado. Allí, totalmente vestido con su pantalón sport y una remera clara, estaba José, mi marido. Su rostro también estaba adornado por una sonrisa leve, insinuada. Sus brazos, cruzados sobre el pecho, parecían un escudo provisorio ante mis eventuales reacciones, aunque él sabía cómo terminaría todo al final.
–¿Qué es esto, José? – le pregunté a mi marido, con el propósito más de saber su estado de ánimo que de entender lo que pasaba, que ya, a esa altura, me lo figuraba perfectamente. Él se acercó sin apuro hacia mí y simultáneamente hacia la cama, mirándome a los ojos.
–¿Y a vos qué te parece, mi amor? – me respondió, antes de abrazarme y de plantarme un beso cálido y ávido, que me desarmó del todo. Al cabo de un poco más de un largo minuto, cuando ya empezaba a faltarme el aire, se separó y agregó: –¿No era lo que vos esperabas…?¿No deseabas esto…?
Y ya casi no hubieron más palabras. Hizo que me girara hacia la cama, siempre de pie, de frente ante Eduardo. Nos miramos a los ojos, con la excitación a flor de piel. José comenzó a desprenderme uno a uno los botones que cerraban mi vestido, desde el cuello hasta las rodillas, uno a uno, con lentitud. Sentía su aliento sobre mi hombro izquierdo, y sus manos bajando sin apuros ni nerviosismo. Eduardo me miraba con ansiedad a los ojos, y ante cada botón suelto, exploraba con la mirada el nuevo pedazo de piel que quedaba expuesta. Sentía las manos de José que me acariciaban mientras desprendía cada botón. Y sentía mi piel ardiente, por contraste con las frías manos de mi esposo. De golpe caí en cuenta que recién volvía del trabajo. Sin salir del clima de sensualidad que me envolvía, dije:
–Ni siquiera me dejaron darme una ducha…
–No hace falta – dijo por primera vez Eduardo. Y agregó: –Así disfrutaremos mejor tu sabor real. Así sabremos tu olor…
Era claro como el agua, que me ofrecían como un amigo ofrece a otro la mesa del banquete. Yo era esa mesa y los manjares que sostenía. Mi esposo me ofrecía a su amigo, como a un banquete. Intuía esa entrega mientras mi vestido quedaba totalmente desabrochado, abierto por delante. Mi esposo acarició con manos deliciosas las curvas de mi cuerpo, volviéndome hacia él, abrazándome en un nuevo beso. Luego, sin dejar de besarme, sus manos quitaron el vestido, dejándolo caer a mis pies. Sentí que el abrazo y el beso se intensificaban, y sus manos me recorrían acariciadoras, ávidas, haciendo vibrar cada centímetro de mi piel. Subió sus manos hasta los breteles de mi corpiño, soltándomelos con un solo toque, y siguió acariciando la piel de mi espalda, de mi cintura, de mis glúteos por debajo de la bombacha.
Entonces, como si ya fuera tiempo, se separó levemente de mí, permitiendo que el corpiño cayera. Lo tomó, me lo quitó de los brazos y lo arrojó a la cama. Y así, nuevamente me hizo girar hasta quedar otra vez frente a Eduardo, cuya excitación ya era claramente visible debajo de la sábana.
–¿Te gusta…? – le preguntó a Eduardo. Éste esbozó una sonrisa mientras su mirada devoraba mi cuerpo.
–Es una hembra espectacular…– expresó, acentuando mi carácter de objeto ofrenda entre dos camaradas.
Instintivamente cubrí mis senos con los brazos, mientras sentía que José se deslizaba hacia abajo, arrodillándose, sin soltarme, en una caricia que descendía. Se abrazó a mis caderas, besando con fervor mi cintura. Y lentamente, como dudando, como si no estuviera del todo decidido, o tal vez como a punto de ofrecer la parte más deliciosa del festín, con el suspenso que el caso exigía, introdujo sus manos debajo de mi bombacha, arrastrándola muy lentamente hacia abajo. No dejaba de besar cada centímetro de piel que se le ofrecía, pero sin interrumpirse, me despojó de la última prenda, ofreciéndome totalmente desnuda ante Eduardo. Me cubrí también con una mano el pubis, pero ya estaba escrito ese anochecer sería entregada. Mi marido tomó mis manos y las elevó, dejándome expuesta y ofrecida, desnuda como una Eva que sería en minutos compartida. Y si alguna duda quedaba, sentí que su cuerpo me empujaba hacia la cama, hacia ese semidiós desnudo y excitado que abrió la sábana para recibirme.
–Andá con él – me susurró al oído. Me di vuelta, y tras darle un beso en la boca, lo miré a los ojos y le dije:
–Sos un cabrón…un cornudo…– y sentí los brazos de Eduardo que me tomaban por la cintura, atrayéndome hacia él.
Mi piel ardía. Lo sentí en contraste con la piel de Eduardo, fresca y limpia, pese a su excitación. Mis sentidos también ardían, hipersensibilizados. Mientras Eduardo besaba mi cuello sentí la agitación de su aliento, percibí la palpitación de su pecho. Cuando sus manos modelaban mis senos se fugó mi primer suspiro. Cuando el calor de su cuerpo me abrazó, ansioso, exigente, busqué los ojos de mi marido que nos observaba, y me entregué.
Lo primero que me embriagó, como siempre, fue el olor. El olor de su deseo, sudado y caliente, el olor de un macho en celo, que subía desde su sexo con reminiscencias marinas, salobres. Ansiosa bajé hasta esa verga inhiesta, palpitante, y hundí mi rostro entre sus piernas, dentro de la mata de su vello púbico, aspirando, tratando de capturar cada partícula de sal y deseo. Restregué mi cara, mis narices, mis ojos, contra esa pija caliente y dura, impregnándome de su perfume cabrío y de sus primeros jugos. ¡Qué delicia…! Casi llego allí al primer orgasmo, ya que me penetraba a través de mi olfato. Eduardo me dejaba hacer, esperando. Sentí que se tensó cuando mi boca rodeó su glande hinchado, poniéndolo a jugar entre mis labios, mis dientes y mi lengua. Entre tanto, mis dedos también se abrieron paso, explorando, curiosos, por esos rincones húmedos y obscuros, abriendo un camino lento, indirecto, hacia cavidades secretas. Sentí en ese momento la mano de Eduardo sobre mi nuca, presionándome hacia abajo la cabeza, mientras su pelvis daba un impulso hacia arriba. Y sentí su miembro penetrándome hasta la garganta.
En esos momentos uno de mis dedos encontró lo que buscaba, y sin mas, se introdujo. Sentí nuevamente a Eduardo dar un pequeño respingo, pero no dejó el ritmo de su penetración en mi boca. Y a los segundos, sentí que los esfínteres se abrían al paso de mi dedo, que entró con comodidad en su ano. Lo escuché gemir, a la vez que el sabor de su pija se hizo más salado. Temiendo que se corriera, seguí con mi juego en su ano, pero dejé de chupársela, reemplazando esas caricias por besos en sus fuertes muslos, en sus testículos.
Aproveché entonces para mirar a mi esposo. Nos miraba, sentado a unos dos metros. Todavía estaba vestido. No pude ver mucho más, porque en ese momento Eduardo me levantó desde las axilas, poniéndome encima suyo. Luego, con un envión sencillo pero fuerte, me giró dejándome de espaldas. Tendido sobre mí, me hizo sentir el peso de su cuerpo grande, mientras en una total inmovilidad se dedicó a contemplarme, mirándome a los ojos. Y luego, con lentitud, hacercó su rostro al mío y me besó en los ojos primero, y en los labios después.
–¡Qué hermosa sos…! – me dijo en un murmullo. Luego sentí que se deslizaba hacia abajo. Me besó los senos, despacio, más con la lengua que con los labios. Pero cuando encontró los pezones, sus dientes fueron los encargados de acariciarlos. Y sabía hacerlo. Comencé a derretirme, mientras sus manos contorneaban las curvas de mis caderas. Luego bajó más, con una insoportable lentitud. Se entretuvo en mi vientre, en mi ombligo. Su lengua lo exploró, y luego, extrañamente, dejó caer saliva dentro de él. Me gustó. Me excitó para prepararme a lo que seguía: su lengua en mi vagina, sus labios en mi clítoris, sus dedos en mi ano. Desesperada de placer, busqué los ojos de José, quien, ya desnudo, estaba al lado nuestro, en la cama. Mi marido me sonrió, besándome y acariciando mis senos. Así, entregada a la boca y a los dedos de Eduardo, y entre los besos y caricias de José, tuve mi primer orgasmo, urgente, impetuosos, explosivo.
Los dos varones se concentraron entonces en acariciarme con labios y manos, murmurando indecencias galantes sobre mi cuerpo. Cuando sentí que había logrado recuperar la respiración, y que mi piel y mi olfato volvían a sus lugares, Eduardo –ubicado a mis espaldas –retomó sus caricias con más ímpetu, besándome los hombros y acariciándome con sus manos mis tetas. Mis pezones estaban duros, expuestos, expresando la excitación del momento. Sentí el miembro viril de Eduardo, duro y caliente, presionando mis nalgas. Entre tanto, José se sentó al borde de la cama, con su pija también preparada. Era más gruesa que la de Eduardo, pero algo más corta. Tomándome de la cintura, hizo que me sentara sobre sus piernas. De ese modo, me penetró, teniéndome de frente, mis pezones sobre su pecho, mis ojos en los suyos. Comenzó a cogerme con el ritmo de quien tiene toda la tarde para hacerlo.
Eduardo seguía acariciándome y besándome como podía. En un momento, José se tendió de espaldas, arrastrándome con él, y dejando mis caderas elevadas. Sin perder el ritmo de la penetración, sentí que sus manos se aferraban a mis nalgas. Pero no solamente me las tomaba, sino que las separaba, las abría. Entonces descubrí que Eduardo estaba parado atrás mío, y comprendí que me iba a sodomizar. Estaba casi mareada. La cabeza me daba vueltas de tanto placer, y de la expectativa de lo que estaba por suceder. Sentí de pronto los dedos de Eduardo, embadurnados de aceite, que recorrían el canal entre mis nalgas, buscando mi ano. Y lo sentí cuando lo encontró y lo llenó de oliva. Ahí comencé a tener mi segundo orgasmo, de tanta excitación, de tanta lujuria. Cuando las manos de Eduardo reemplazaron a las de José en el manejo de mis nalgas, creí que moriría. Y cuando José detuvo su ritmo, supe que había llegado el momento.
En efecto, la pija más dura que antes de Eduardo buscó su posición en la puerta de su objetivo, y echando su cuerpo encima de mí, comenzó a presionar y a penetrarme. Realmente pensé que me moría, porque en ese mismo momento se desató un orgasmo que no pude contener, ni quise. Y que duró los largos minutos en que ambos hombres me penetraban, en que ambos machos estaban adentro mío, haciéndome suya de una forma tan absoluta, tan animal, tan pornográfica. Me sentí entonces una perra, una yegua cabalgando al ritmo de dos potros. Una puta recogiendo el deseo y el vigor y el semen de dos hombres. Un objeto de placer, capaz de satisfacer a dos sementales juntos.
No se bien cuando ellos alcanzaron su climax, porque yo casi perdí el sentido de tanto placer, de tanto gusto, de tanta delicia. Solo recuerdo con claridad que cuando volví a ser consciente de mí, estaba embadurnada de esperma de mis hombres, de sus sudores mezclados, de sus olores más fuertes y embriagantes. José me ofreció una ducha, pero desistí. Quería permanecer así el mayor tiempo posible, sucia, cogida, olorosa de placer, pegajosa de pecado. Y así nos quedamos dormidos. Al despertar, nos duchamos los tres y comimos algo. Eduardo se fue agradecido y contento, Y yo lo despedí, contenta y agradecida. Con José nos abrazamos y permanecimos así, en silencio, desnudos, por el resto de la noche.