El maníaco del espacio exterior

Cuando recibe el encargo de estudiar una nueva muestra de vida extraterrestre, Sandra cree que esta será la gran oportunidad de su vida profesional. Sin embargo, una sorpresa desagradable le espera...

Sandra contempló con asco la jaula mientras se limpiaba las gafas. El calor y la humedad le habían obligado, en contra del criterio de sus superiores, a quitarse la bata y la chaqueta para dejar al descubierto esa escotada camiseta de tirantes que atestiguaba las dos razones por las que sus colegas masculinos de profesión nunca la habían tomado en serio. El sudor corría por su piel pálida y suave, por aquellos contornos que muchos hombres habían deseado pero que ninguno había tenido para sí. Se mordió los labios, anotando en su

tablet

las reacciones del ser. Parecía que su cuerpo le gustaba.

El pequeño sujeto no tenía una forma fija: cual opinión de político, su superficie purpúrea mutaba constantemente, evolucionaba desde una masa gelatinosa en el suelo hasta convertirse en una bola repleta de alargados tentáculos. En sus movimientos podía intuirse algo de cautela, algo de miedo. No le extrañaba: de haber caído en un planeta extraño a través de un meteorito, ella también se sentiría así.

Soltó una risita aguda al contemplar cómo esa cosita, cual perro, trataba de alcanzarla a través del cristal. La jaula parecía contenerlo con eficacia pero, a pesar de ello, había dos tipos enormes y armados del CNI esperando detrás de la puerta por si la atacaba. Sus compañeros habían intentado disuadirla de estudiarlo tan de cerca, de adentrarse en la nívea y aséptica sala sin compañía. Pero, dado que la primera forma de vida extraterrestre conocida había decidido estrellarse en España, no iba a desaprovechar su oportunidad de comprobar cómo reaccionaba a un visitante sin la tensión que supondría un pelotón de militares junto a él.

Sus grandes pechos se agitaron al imaginarse su rostro en la portada de las revistas más prestigiosas. “Sandra Alberca, bióloga, desentraña los secretos del primer alienígena conocido”. Sus ojos se iluminaron: seguro que, después de ese exitazo, su padre volvía a hablarle.

-Bueno, pequeñín, parece que te gusto, ¿no?-preguntó, temblando de excitación, sin poder creerse la suerte que había tenido-. Ojalá hubiera podido traerte un peluche. Bueno, quizás te lo acabe dando si te portas bien. Ya veremos…

Esperó que moviera uno de sus adorables apéndices como respuesta. Esperó que, quizás, se acercara más al cristal, o incluso que no hiciera nada. Sin embargo, lo que no se esperaba es lo que acabó sucediendo.

Desde el interior de la jaula, pudo oírse un sonido agudo, constante. Una especie de maullido, una suerte de gemido desesperado. Y esa voz se asemejaba a la suya.

-Vaya, tú… ¿puedes entenderme, precioso? ¿Me puedes oír?

-Aaaaaúuuueeessnmeiiiioooosoooo…

Se ruborizó, de emoción y de miedo, al escuchar cómo esa cosita intentaba imitar su voz. Se llevó la mano al pecho y, secándose el sudor del escote, contempló al espécimen con los ojos abiertos.

-Sí que eres listo, amiguito, más que algunos de los militares que te están vigilando. Veo que… que estás aprendiendo rápidamente.

Aquello le aterró, cómo no, pero su curiosidad siempre le había podido. Con un gesto culpable, extrajo de su bolsillo el móvil que había ocultado a las autoridades. No pensaba filtrar vídeos, pero sí hacer un pequeño (pequeñísimo, diminuto) experimento. Con rapidez, con el nerviosismo de una niña pequeña, buscó su melodía favorita:

Para Elisa

, de Beethoven. Apuntó al ser con su celular, dejando que escuchara las notas de ese maestro.

Su respuesta fue rudimentaria, ni de lejos semejante al virtuosismo de ese viejo maestro. Pero, a través de un pequeño boquete abierto en su morada carne, tarareaba esa reconocible música. La revelación la golpeó, le hizo abrir la boca en un gesto casi erótico: estaba intentando imitarlos. Esa forma de vida se adaptaba de manera envidiable a sus circunstancias y, por ello, era difícil estudiarla en su hábitat natural.

Y saber eso hizo que un plan se fraguara en su cabeza…

Sandra, de vuelta en su cuartucho, se quitó finalmente la camiseta, dejando al descubierto aquel cuerpo entrado en carnes pero arrebatadoramente bello, con unos pechos a los que su sujetador negro no hacía justicia. Por Dios, el calor necesario para mantenerlo con vida seguía haciéndole sudar incluso una hora después de entrar allí… y la discusión con el general no ayudaba.

Pensar en ello le hizo temblar de indignación: ¡ese cerdo machista, ese imbécil… en sus treinta años de vida, jamás había conocido a mayor cabrón! Cómo le había mirado al escote, con qué desprecio había dicho que su plan era inútil… pero, finalmente, había cedido.

-Mi general-había dicho ella, con un fuego desafiante en la mirada y unos brazos firmes tapando sus tetas-, hemos comprobado que esa criatura se adapta a sus circunstancias, que es increíblemente maleable. Tendremos tiempo para saber cómo reacciona a diferentes estímulos, pero esta es nuestra única oportunidad de saber cómo es sin contaminación externa, qué piensa realmente. Si quiero meter un móvil en su jaula, es para saber si su especie puede utilizarlo, cuáles son sus intereses. Cuando los chupatintas acaben aprobando mi proyecto, quizás ese ser esté demasiado contaminado por las circunstancias de la Tierra como para estudiar con rigor sus costumbres y características de base. Y, en caso de que esta sea la avanzadilla de una invasión, creo que esa información es fundamental.

Tras unos segundos de terco silencio, el militar había respondido:

-Está bien, te haremos caso… si es que, además de estar buena, eres lista de cojones.

Se metió en la cama, desnuda, recordando todavía ese comentario. La verdad es que ese hombre no estaba mal, aunque había ganado unos kilos con los años. Sí, quizás si hacía algún avance más…

“No”-le recordó su conciencia, mientras Sandra restregaba sus mamas contra la cama y se llevaba la mano a la entrepierna-. “No hasta el matrimonio… y hasta que papá me dé su aprobación”.

Sin atreverse a meter el dedo en su famélico y empapado coño, se acarició la ingle mientras pensaba en ese macho de hombros anchos, en ese compañero tan majo de la universidad, en su coqueta compañera de piso bisexual… en tantas oportunidades perdidas por no cometer un pecado, en tantas noches que sus gordas nalgas habían pasado solas.

“Pronto”-pensó entre lágrimas-. “Cuando este proyecto llegue a buen puerto, podré encontrar un marido. Estoy convencida”.

Pero cada día era más vieja, y cada vez estaba más cansada… y, si fallaba…

“No vas a fallar. Le has gustado a esa cosita. Vas a estudiarla, vas a sacar conclusiones revolucionarias. Y, cuando encuentres marido, te va a follar como nunca te han follado”.

Se secó las lágrimas con un dedo índice que olía a jugos vaginales. Ojalá tuviera razón.

...

Aunque el CNI ha protagonizado notorias cagadas a lo largo de los años, hay que reconocer que vigilaron al extraterrestre en todo momento. Su equipo informático monitorizó las búsquedas que llevaba a cabo la criatura, a pesar de que habían tenido muy poco tiempo para prepararse. El encargado devoraba con avidez una bolsa de Doritos cuyas migas caían sobre su camiseta de

Star Wars

, consultando al mismo tiempo la cámara de seguridad y el historial web. Se chupó los dedos mientras las búsquedas iban tomando un cariz muy curioso.

El alien no había consultado la composición de la ONU ni los sistemas de seguridad más comunes en los aeropuertos, no se había interesado por los elementos más comunes de la atmósfera ni por las relaciones de depredación en la fauna terrestre. Por el contrario, sus intereses eran algo más… perversos.

Tras estudiar los métodos de reproducción de la raza humana, el pequeño cabroncete había buscado vídeos explicativos. Al principio, de corte científico y, más adelante, algo más… artísticos. Eróticos, sí, pero también pornográficos. Si no hubiera estado ocupado riéndose, el informático habría podido notar una evolución preocupante: si al comienzo los vídeos tenían un argumento romántico, estos habían ido tornándose cada vez más violentos, más sensacionalistas, más perversos. Una criatura inocente estaba aprendiendo de la sexualidad humana a través de una fuente nada recomendable, de una fuente poco realista y nociva sobre la mente de sus espectadores: la pornografía.

Y, a pesar de que aquello parecía hacerle gracia al encargado de monitorizar al monstruo, acabaría teniendo consecuencias muy serias.

...

Sandra despertó con una sensación abrasadora de calor, con el sudor cubriendo las dos protuberancias de su bello torso. Miró la hora, y maldijo a la profundidad de su sueño.

"¡Mierda!"-pensó, golpeándose la frente entre gruñidos. Se puso rápidamente la bata de laboratorio y los guantes, se imaginó al general gritándole por haberse retrasado. Sus pechos botaron, preocupados, como una manifestación externa de esa caótica conciencia que se arrepentía de sus sueños húmedos. Se llevó la mano a la vergonzosa zona entre sus piernas, olió ese rastro de sus deseos reprimidos.

No importaba. No importaba que despertara por las noches con deseos de ser poseída, que se fustigara a veces para matar el ansia. Lo único que importaba era la prueba, el experimento. Lo único que importaba era su rostro en sus revistas y sus pies en el altar. Se mordió los labios, corrió por los pasillos. Comprobó que los soldados que vigilaban la puerta le dedicaban lascivas miradas, irrespetuosos vistazos. El ambiente hedía a lúbrica irresponsabilidad, a miedo, a sexo. Algo horrible iba a suceder, y no le importaba.

Puso la mano en el picaporte, lo abrió con cautela. Sus dedos temblaban.

Cerró la puerta tras de sí, temerosa. Saludó a la criatura con esas manos sudadas y pegadas a sus guantes, respirando a través de los huecos de sus dientes. Clavó sus ojos en ese ser.

Parecía... parecía distinto, pensó con una risita nerviosa. No sabría cómo decirlo, pero esos movimientos no se le antojaban tan inocentes como antes, carecían de esa cualidad adorable e infantil de antes. Era como si, al igual que les sucedía a los viejos, el mundo de los hombres le hubiera convertido ya en alguien cínico y desencantado, como si acabara de pasar por cinco divorcios, diez despidos y dos desahucios.

En cuanto la vio, aquellos tentáculos comenzaron a golpear la pared con violencia. Ella, hambrienta de éxito, se acercó a la jaula a pesar de sus recelos. Abrió la boca, con las venas del cuello en tensión:

-Hola, amiguito... tranquilízate, no te preocupes... soy yo, Sandra, ya me co... conoces...

Los apéndices de la criatura golpearon el cristal con más fuerza todavía, haciéndole pegar un respingo. Pudo ver que se abría una pequeña grieta, que esa cosa atacaba a la pared con una intensa más propia de un demente que de una mascota. Giró la cabeza, dispuesta a alertar a los soldados que vigilaban la entrada.

Pero era demasiado tarde.

Pudo escuchar el ruido de cristales saltando por los aires, una muestra caótica de la desgracia que se cernía sobre ella. Chilló, se miró la mano ensangrentada. Un cristal la había rozado, las gotitas caían sobre el suelo, pero aquel era el menor de sus problemas.

Frente a ella, esa masa morada comenzaba a expandirse, a formar una figura enorme y perturbadora, a emitir ruidos cada vez más graves y reconocibles. De vez en cuando se abría un agujero en su viscosa superficie, pero comenzó a adquirir una solidez cada vez más perturbadora, cada vez más... humana.

-¡Ayuda!-chilló-. ¡Ayuda, por favor!

Pudo oír pasos, pudo oír que los militares entraban en la sala. Pero la figura que tenía delante le hizo perder toda esperanza, hizo que su aliento quedara congelado en su garganta. No le hizo chillar porque estaba débil hasta para eso.

Frente a ella, un engendro de proporciones desorbitadas, aquello que los culturistas flipados y los directores de cine porno creían que las mujeres deseaban. Medía dos metros y medio, y su enorme figura casi tocaba el techo. Sus bíceps eran del tamaño de su calva y gigantesca cabeza, su pecho era enorme como el de cinco mujeres, su ínfimo porcentaje de grasa corporal permitía que se marcaran unas gruesas y feas venas. Dos ojos lechosos, como pertenecientes a un cerdo muerto, la contemplaban desde ese desproporcionado rostro.

Y, entre esas dos piernas de gorila, descansaba un enorme miembro que superaba los treinta centímetros, una dura masa de carne que se movía de un lado a otro como el péndulo de un hipnotizador.

-¡Mierda! ¡Disparad!

Eso gritó el líder de los soldados (no sabía si tenía el rango de sargento y, la verdad, le daba igual), pero no importó. Pudieron sacar sus armas, pero ni siquiera tuvieron tiempo de apretar el gatillo. Con rapidez, una serie de alargados tentáculos salieron del pecho de esa abominación. Se escuchó el ruido de huesos quebrándose, de endurecidas cuchillas cortando carne, de órganos blandos siendo aplastados sin compasión. Sandra no se atrevió a mirar atrás. Tiritó, imaginándose la sangrienta escena mientras los tentáculos volvían a su sitio, mientras esa criatura siniestra se acercaba a él con sus pasos ruidosos y pesados.

Pudo ver que sonreía, y era una sonrisa como ninguna otra que hubiera visto.

El ser acercó su descomunal mano a su cuello, lo acarició con la babosa predisposición de un violador encarcelado, con la falta de tacto del personaje más repulsivo de una película porno.

-Pequeño... oye, pequeño... ¿te acuerdas de...

No hubo respuesta. El ser se limitó a agarrarla de la camiseta, a tirar de ella. Esa tela negra se hizo trizas, dejó al descubierto su piel suave y carnosa, su sujetador blanco.

-¡No! No, no puedes...

Sus dientes enormes y cuadrados trituraron aquella pieza de ropa, revelando aquellos dos pechos generosos, aquellos dos pezones puntiagudos.

-Po... por favor, cuidé de ti. No me hagas dañ...

Hasta su lengua estaba repleta de músculos. Sin preocuparse de la reacción que causaba, lamió sus pezones a una gran velocidad, provocando contradictorias sensaciones en su víctima. Esta se revolvió, intentó escapar, pero esos dos brazos sobrehumanos la retuvieron. Desatado, el ser chupó su pezón izquierdo, lo sorbió con fuerza. Ella emitió un lastimero gemido mientras los muslos de esa cosa rozaban sus ingles.

-Po... por fa... voooor-musitó, alicaída-. Soy virgen…

La sonrisa del engendro se ensanchó, comenzó a babear sobre ella. Un hilo de saliva morada mojó su cuello. Aquella revelación le había excitado aún más. Chupó sus tetas con más ansia todavía, mordió hasta que la sangre comenzó a brotar. Sandra suspiró, derrotada por su propio cuerpo, por el sudor que recorría su rostro y le cegaba.

La criatura lo sabía. Y, por ello, continuó.

Sin previo aviso, e ignorando sus gritos de auxilio, la agarró de las piernas. Puso la boca en medio de aquellos dos pantalones vaqueros y, sin darle un segundo de respiro, los mordió junto a las bragas. Contempló, con los ojos inyectados en sangre, aquel coñito rosado y peludo, aquella conquista por reclamar. Y ella no tuvo fuerzas de pedirle que parara. Boca abajo, colgando de la implacable presa del monstruo, contempló cómo esa lengua comenzaba a rozar su clítoris.

Latigazos de placer golpearon su sistema nervioso, las fantasías que llevaba reprimiendo toda su vida se apoderaron de ella. La lengua atravesó la barrera, invicta, triunfal, humedeciendo su vagina más de lo que ya estaba. Su ruido rítmico y frenético acompañaba a los gemidos ahogados de una doctora que no sabía qué pensar.

-No... ¡no, no!

Pero sí. Sus zonas más sensibles siguieron siendo bombardeadas por estímulos constantes, por el constante ataque de una lengua tan dura como una barra de hierro. Apretó los dientes, pero tuvo que expulsar chillidos de todos modos. Las venas se le marcaron en la frente mientras algo parecía explotar en el agujero de entre sus piernas, mientras expulsaba un líquido viscoso que le hizo cerrar los ojos con vergüenza. Por unos segundos, la negrura se apoderó de ella, le permitió soñar con un mundo en el que existía el placer sin la culpa, un continuo torrente de sensaciones agradables.

El impacto de su mandíbula contra el suelo la despertó de ese sueño. Cayó, dolorida y ensangrentada, con un fragmento de diente flotando en un charco rojo. Con las piernas abiertas y el chumino al descubierto. Intuía lo que iba a pasar. No... lo sabía. Lo sabía, y no podía hacer nada por evitarlo. Sollozó. Ni siquiera estaba segura de si quería.

Antes de poder emitir el más mínimo quejido, esas dos manos de simio la agarraron de las caderas con una fuerza que le hizo morderse la lengua. Un devastador azote provocó que toda la grasa sobrante de su cuerpo temblara. Luego, otro. Y otro. Y otro.

Y, sin siquiera comprobar si estaba húmeda, introdujo su largo y grueso falo en su coño.

-¡No! ¡No, no, no, animal de mierda, no va a caber!

Por supuesto que no cupo, pero eso no le impidió introducir los primeros veinte centímetros de ese inmenso rabo. De la boca de la mujer salió un grito desgarrador mientras aquella cosa golpeaba las paredes de su vagina, mientras su parte más íntima comenzaba a sangrar. Aquello no le preocupaba al pene gigantesco de la bestia, que la penetraba sin mutar su ritmo, sin un segundo solitario de descanso. El dolor y el placer, íntimamente ligados en su enfermiza mente, se relevaban el uno al otro, y llegaban a confundirse con una preocupante frecuencia. Su peso la aplastaba sin piedad, su brazo rodeaba su cuello y le robaba el aire. La comida del día anterior subía por su cuello, las lágrimas se mezclaban con sus mocos y su sangre. El líquido preseminal ardía dentro de ella, parecía quemar su carne como si fuera algún tipo de ácido. Apoyó las uñas en el suelo hasta destrozárselas, pero eso no impidió que siguiera gimoteando.

"Dios, soy patética"-pensó, con el rostro deformado por la agonía-. "¿Qué... qué pensarían mis padres si me vieran? ¿Qué pensaría mi catequista al verme gemir como una perra mientras me violan?"

Ni siquiera a las puertas de la muerte podía dejar de pensar en lo que dirían los demás. Apretó los párpados de nuevo, dejó que las lágrimas brotaran sin control, imaginándose el infierno que la esperaba por atreverse a disfrutar de ese contacto alienígena.

Las embestidas del ser se fueron tornando cada vez más violentas, cada vez más crueles. Cual personaje de cine porno, sentía un disfrute sádico por la violencia, por el castigo. Castigaba con sus constantes puñetazos a aquella mujer que había decidido confiar en un desconocido, premiaba la bondad con pollazos y hostias. Como la vida misma.

Mientras la eyaculación se aproximaba, impostergable, y el alienígena descubría los placeres del coito humano, la consciencia se iba desvaneciendo. Se imaginó a un coro de miles de serafines recibiéndola, a San Pedro estrechándole la mano personalmente y a la Madre Teresa perdonando sus pecados y yéndose de fiesta con ella en las nubes. Pero, por más que lo intentaba, solo veía un entorno borroso y cada vez más oscuro. Perdió toda sensibilidad, derrotada por su propio cuerpo.

El monstruo eyaculó un cuarto de litro dentro de su interior, la agarró de esa cabeza inconsciente y tiró de su pelo mientras la penetraba de nuevo, todavía erecto, todavía imparable.  Se corrió otras dos veces antes de sacar la polla. Para cuando eso sucedió, su fuerza descontrolada ya le había arrancado la cabeza hacía diez minutos. Esta colgaba de su mano, con una sonrisa triste en su rígido semblante.

El engendro salió de la habitación, riendo como un poseso. Había aprendido del sexo mirando porno, de historia consultando a fanáticos en Internet, de las relaciones humanas con comedias de humor negro. El mundo era suyo, y aquel había sido solo el primer paso.