El maduro conserje y la joven profesora.

Una joven maestra de veintitrés años descubre nuevas sensaciones con un maduro conserje de cincuenta y siete.

Para Ana, aquel era su primer trabajo: maestra en un colegio estatal. La gente pensaba que era una chica afortunada, era joven, bonita e inteligente, con tan sólo veintitrés años había aprobado unas oposiciones como profesora de Educación General Básica, ya era funcionaria, tenía un trabajo fijo, y una independencia económica que muchas chicas de su edad envidiaban. Aquel era su primer año, su año de prácticas. Era la primera vez  que vivía lejos de los suyos, pues había estudiado la carrera en la misma ciudad en la que vivía con sus padres, así que nunca se había separado del entorno familiar… y ahora, se encontraba en otro lugar a más de cien kilómetros del suyo, por lo cual le fue imprescindible alquilar un apartamento en la zona, y relegar las visitas a la familia a los fines de semana.

Para la chica ese año estaba resultando muy duro. Aunque casi todos los profesores del claustro de su colegio eran amables con ella, Ana compartía pocas cosas con ellos, la diferencia generacional era mucha, todos tenían su vida hecha en el pueblo, sus parejas, sus hijos. Ella era la única forastera. Sus días transcurrían trabajando de lunes a viernes, preparando las clases por la tarde y dando algún que otro paseo en bici cuando el tiempo se lo permitía. El viernes por la tarde, se dirigía a la parada de autobús y allí cogía el medio que le llevaba de vuelta al redil familiar,  donde recargaba pilas para de nuevo pasar otros cinco días en el pueblo.

El tiempo pasaba con mayor lentitud de lo que le hubiera gustado a la joven. Corrían los primeros años de la década de los noventa. Cinco años antes, Ana había tenido su primera relación sexual con su primo Javier, con él tuvo varios encuentros a lo largo de aquel verano, encuentros furtivos a espaldas de la familia. Dos años más tarde tuvo su primer novio formal cuando cursaba estudios en la universidad, se trataba de un joven de su misma edad, de buena familia, estudiante de medicina, apreciado por los padres de la joven, un chico  al que todos consideraban el hombre de su vida y con el que esperaban que formara una familia; sin embargo transcurridos dos años de relación, esta había hecho aguas, la rutina había dado al traste con la misma, se había convertido  en un buen amigo para Ana, y supo como decía aquella canción de Silvio Rodríguez que tanto le gustaba  “Que a esta unión de nosotros le hacía falta carne y deseo también, que no bastaba que me entendieras y que murieras por mí, que no bastaba que en mi fracaso yo me refugiara en ti…”, entonces tomó la decisión de romper, sabía que su novio nunca podría llenarla como mujer, su satisfacción sexual jamás sería plena con él, así que a pesar del disgusto que causaría la noticia a sus padres, decidió romper su noviazgo y se volcó en sus estudios, una vez acabada la carrera se dedicó de lleno a preparar oposiciones, sacrificó su vida social. Al final, la cosa había salido bien, tanto esfuerzo había dado su fruto, y había conseguido aquella plaza tan deseada como profesora.

Muchas tardes las pasaba en el colegio. Cuando todos marchaban para sus casas, este era un buen sitio para preparar sus clases, ya que allí disponía de libros, material y tranquilidad en cualquiera de aquellas aulas silentes. Una de esas tardes, Ana se entretuvo más de lo habitual en ella, eran las siete y media cuando se percató de la hora, normalmente el conserje era consciente de que ella se encontraba en el centro. Sin embargo, recordó que este siempre cerraba las instalaciones no más tarde de las siete y esa tarde no lo había visto. Ana buscó en vano al conserje y se dio cuenta de que estaba sola en el colegio, el hombre se había marchado. Se sintió intranquila. Deambuló por todas las aulas del centro intentando buscarlo. El pánico se apoderó de ella y comenzó a llorar. Aporreó la puerta de la casa del conserje que se comunicaba con las instalaciones del centro, su golpes resultaron infructuosos puesto que nadie respondió. No pudo evitar sollozar. Cuando ya se había resignado a pasar la noche dentro de la sala de profesores, oyó ruidos procedentes de la casa del conserje, eran las nueve. Ana corrió hacia la puerta y aporreó de nuevo la puerta, llamando al conserje por su nombre. Cuando éste oyó los golpes se dirigió a la puerta y allí se encontró a la joven llorando y temblando. Este la abrazó e intentó calmarla.

  • Vamos a recoger sus cosas y venga conmigo que le hago una tila para que se tranquilice.

El conserje acompañó a la joven pasándole el brazo por el hombro, no sabía cómo tranquilizarla. Una vez cogido el bolso, la condujo hasta su casa muy despacio. Ana no dejaba de sollozar.

  • Vamos tranquilícese, todo ha pasado.

Cobijó a la joven entre sus brazos. Así permaneció abrazada al cuerpo del hombre más de cinco minutos, mientras este le acariciaba el cabello. Sin darse cuenta, Ana había mojado la camisa del hombre con su llanto. Cuando fue consciente de ello, le pidió disculpas, y él le sonrió. Inconscientemente la mano de la joven llegó al pecho del hombre, intentando calibrar hasta qué punto sus lágrimas habían humedecido la prenda del hombre, y volvió a pedirle disculpas pero sin retirar su mano de allí. A través de la tela mojada sintió el vello del pecho masculino. Así siguieron mientras el hombre seguía abrazando a la mujer, y esta apoyaba su mejilla en el pecho masculino. Los dos se sintieron cómodos en ese abrazo. El hombre no pudo evitar darle un beso tierno en la frente y ella se apretó más contra él, sintiendo la humedad de la camisa del hombre y el vello de su pecho tras la misma. El pene del hombre se tensó ante el contacto con el cuerpo femenino.

Pedro, así se llamaba el conserje, era un hombre de cincuenta y siete años, dos más que el padre de Ana. Era un hombre fuerte, de estatura media, castaño, con el cabello entrecano, brazos fuertes, cubiertos por una espesa capa de vello castaño; apenas había acudido al colegio, había pasado parte de su adolescencia y  juventud como marinero, embarcado en los barcos que faenaban en el banco canario-sahariano.

Estaba separado desde hacía ya dos años, tenía dos hijos y un nieto, que no vivían con él. Aunque Ana desconocía estas intimidades de la vida del conserje, sabía que era un hombre muy amable, competente en su trabajo, tenía aspecto de ser una persona íntegra y apreciado por todos los profesores del colegio.

En esos momentos se sentía muy a gusto entre sus brazos protectores. Las lágrimas de la joven progresivamente cesaron dando paso a un silencio sepulcral. El hombre bajó sus manos hasta el nacimiento del trasero de la chica y ella se apretó más contra él, sintiendo la dureza del hombre en su vientre, y así pasaron minutos hasta que subió la vista hacia el hombre, buscó la mirada de éste, dándole permiso para actuar . La mano del hombre le acarició la cara suavemente, con infinita ternura y suavidad. El maduro buscó su boca, besó delicadamente los labios carnosos que Ana  le ofrecía, y se abrió paso dentro de aquella boca. Su lengua jugó con la de la Ana  que esperaba expectante el encuentro. Ana puso los brazos alrededor del cuerpo del hombre, por debajo de la camisa, sintiendo la piel del hombre, increíblemente suave para una persona de su edad. De repente, Ana se separó del hombre como si le diera miedo lo que estaba experimentando.

  • Es tarde. Debería estar en casa.

El conserje, no haciendo caso a las palabras de la joven, la atrajo contra su cuerpo, introduciendo la mano bajo la blusa de Ana, y tocó su cuerpo cálido con su mano fría. Los pechos de Ana se erizaron en contacto con la mano del hombre.

Con voz profunda dijo:

  • Eres preciosa. Lo daría todo por tenerte. Quédate un instante más. Estarás a salvo conmigo.

Ana sintió la brusca fuerza con que el hombre la deseaba de nuevo. Correspondió a la caricia del macho, introduciendo su pequeña mano entre los botones de la camisa. Le complació que el pecho de aquel hombre fuera tan velludo, y sintió como los brazos del hombre la aupaban para que sintiese el contacto de su polla erecta contra  su vagina. El hombre estaba a punto de venirse dentro del pantalón, había más de un año que no tenía relación alguna. Por su parte, Ana estaba sintiendo algo nuevo dentro de ella, algo que no había experimentado con su primo, en su primera relación, ni con su novio. Aquel maduro la estaba llevando al séptimo cielo.

El hombre buscó otra vez aquella boca que susurraba, y la besó de nuevo, introduciéndole esta vez la lengua con agilidad y destreza.

Bajó, apresando la garganta de la joven y chupando gozosamente la piel de la muchacha.

La chica se había vuelto líquida allí abajo, estaba totalmente lubricada. Por su parte, los cojones del conserje estaban a punto de estallar, y la leche pedía a gritos salir.

A la muchacha le asaltó el miedo, separándose bruscamente del conserje.

Este pensó que era mejor no retenerla contra su voluntad, a pesar de que la deseaba apasionadamente; así que bajó sus brazos para dejarla marchar. Mientras Ana se arreglaba la ropa para salir rumbo a su casa;  el maduro introdujo la mano dentro del calzoncillo, acomodándose la polla a punto de reventar. Acompañó a la muchacha hasta la puerta y despidiéndose de ella, le dijo:

  • Pasa conmigo el fin de semana. Te haré inmensamente feliz. Créeme.

La muchacha partió sin decir nada. Esa misma noche, cada uno en su cama deseó al otro; y no tuvieron más remedio que masturbarse para aplacar el fuego que abrasaba a ambos. Ana se imaginó siendo montada por el conserje, y éste se imaginó cabalgando a la joven hasta el amanecer, y ambos tuvieron maravillosos orgasmos pensando en el otro.