El lobo y la noche

Dos chavos jóvenes, el papá de uno de ellos. Texto fantasioso que pretende estimular la imaginación del lector.

Tercero de mis relatos en todorelatos.com.

Un relato algo distinto, un par de párrafos al azar les dirá si les va a gustar o no.

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Cuando anochece en invierno, el aire es anaranjado del fuego de los

calentones y chimeneas. Huele a leña y petróleo y se acuerda uno de otros tiempos.

Se siente uno en su casa, caminando por las calles empedradas,

tocando con las yemas de los dedos las cercas de hierro que llegan sólo a la cintura, las ventanas con marcos de madera, acariciando a los perros, el adobe, la cal y el yeso.

Huele a pino y madera aserrada.

Se viene el frío: el frío que cala en los huesos, incluso en los de lo

los muertos. Las luces mercuriales no alcanzan para espantar las sombras, alcanzan nomás para sumarse unas con otras y correr la luz hacia arriba, como lluvia de fuego que fluye al cielo.

De noche, si las nubes vuelan bajo, el pueblo las hace resplandecer

y las vuelve de cobre viejo o de fuego moribundo. Las nubes que bajan de las montañas se arremolinan sobre las luces de los hombres, vuelan, giran, saludan al humo y siguen su camino hacia la tierra que es de ellas, infinita y eterna, de las noches de invierno, de las cosas que los hombres no poseen todavía.

Sobre los caminos de tierra y sobre las copas de los pinos, se juntan

ya los recuerdos, murmurando, agitándose, buscándose unos a otros, para descender a la Tierra y reunirse con los vivos.

El niño estaba en su cama, recostado sobre las cobijas. Miraba al techo con una mano sobre el pecho, esperando callado, inmóvil.

La noche se venía encima y los boquetes que se abrían entre las nubes daban paso a las estrellas verdaderas, a las que están más lejos de estas que se ven a simple vista, a las que vienen de más lejos, más allá de donde se acaba la negrura del universo. La noche es perfecta, en invierno, en solsticio, para que lleguen las cosas que brillan donde se acaba este mundo y empieza el otro.

El niño espera en silencio mientras, poco a poco, la oscuridad inunda la habitación, acomodándose en los rincones.

Entra por fin la noche con su resplandor naranja, con su aroma a pueblo maderero hasta donde está él, esperándola, se siente tibia, adentro de su habitación es un flujo que le inunda los ojos, que le entra por el iris y le sale por la boca en un suspiro largo, con aroma a pino, a nube, a cobre y a estrella. La noche trae la vida y la muerte en la misma bocanada.

El niño cierra los ojos, piensa, invocando un recuerdo, esperando el

momento preciso. Abre las palmas de las manos y habla con los muertos.

“Te mantengo conmigo, siempre”


El muchacho perdió la mano izquierda en la boca de un lobo a los dieciséis. Más pesado y fuerte que él, no lo soltó hasta llevarse dos dedos y dejarle otro hecho jirones, colgando de un pedacito de piel.

Los huesitos del metacarpo molidos, separados de la muñeca. No pudieron salvarle ni el pulgar.

Los lobos que bajan de la montaña son todos flacos y casi siempre solitarios: recuerdos de otros tiempos en que las manadas numerosas azotaban a los ganaderos. Se arriesgan a que les disparen cuando bajan a robar gallinas o matar cerdos. Quedan muy pocos, bajan en tiempo de sequía, cuando los animales del monte sufren y la comida escasea para las bestias y para la gente.

Éste bajó el solsticio de invierno, negro, enorme, monstruoso y viejo.

“¿Qué hacías en la orilla del bosque a esas horas de la noche?”

“Salí a fumar.”

Sangraba a borbotones, la camisa se empapaba, el piso blanco del consultorio se teñía de rojo. El doctor pisaba los charcos y se llenaba las suelas. La sangre seguía. El doctor apretaba con fuerza.

“¿Cómo te lo quitaste de encima?”

“Traía la pistola, creo que sí le di.”

“No te asustes muchacho, no te asustes. Voltéate para el otro lado.

Vas a estar bien.”

Le grita a la enfermera.

“Te vamos a dormir un rato, para que no te duela.”

“No me duele.”

“De todos modos.”

Lo inyectaron.

No volvería a tocar la guitarra en toda su vida.


Abrió la puerta en silencio. Olía a alcohol, a sotol rancio, a mezcal.

Se acercó al niño. Hizo lo que quiso.

Él tenía 12 años y lo odiaba con odio callado, el más peligroso, el

más profundo.

Acostado bocabajo sentía el peso de su padre sobre él, su padre que

le acariciaba la nuca y le respiraba fuego en las orejas. El olor, el olor no se quita de las sábanas ni de la piel. Quema, hiere. Un hombre que escupe y babea, borracho, que huele como lo que es. Sexo, axilas.

Sobre él, aprisionándolo, aplastándolo, dificultándole respirar, tratar de tomar aire para empezar a llorar. Lo rodea con las manos, le jala el cabello, le aprieta los costados, le busca el pecho y lo acaricia como si fuera el pecho de una mujer, subiéndole la camisa de dormir. Jadea como perro, babea como perro, huele, se restriega contra él.

Al igual que otras noches, su padre no se desnudó, sólo se bajó la bragueta y se la sacó. Una verga gorda y pequeña, como él mismo lo era, casi negra, sin circuncidar. Se la puso frente a la cara. Una verga olorosa, una verga llena de líquido nauseabundo que no dejaba de fluir. La rozó contra sus labios, le hizo sentir su prepucio, la tallaba en él, descubriendo su glande un poco, se masturbaba contra el rostro de su hijo. Una verga de perro, una verga de miedo, una verga horrible.

“Abre la boca”, desde las profundidades de su garganta irritada por el alcohol

Y el niño en lágrimas, con los ojos cerrados, apenas se atrevía a mover la cabeza de lado a lado.

“Abre la boca” en tono severo, inundando el aire de su aliento.

Causando escalofríos.

Y el niño abrió la boca.

Al respirar le inundaba el olor a sudor que provenía del pubis velludo de su padre. Sentía los pliegues de su prepucio entre los dientes, los labios y la lengua, sentía las venas y las formas, saboreaba líquido preseminal, saboreaba el olor salado de la orina.

Su padre empujó su carne hacia él.

“Chúpalo.”

Y él empezó a chupar. Le escurrían lágrimas de los ojos y de la nariz.

Su padre se mecía hacia atrás y hacia delante, le tomaba la cabeza con una sola mano, suficientemente grande como para rodear su cráneo y sujetarlo con fuerza.

Apenas podía coordinar sus movimientos, el movimiento de meterla y sacarla, de apretar las nalgas para empujarla más adentro de la boca de su hijo.

“Chúpalo” giraba los ojos hacia atrás de la cabeza, la boca entreabierta en expresión de placer.

Y él siguió chupando, siguió tragando el líquido hediondo, siguió llenándose la boca de esta carne caliente que le causaba nauseas, ganas de vomitar. Cubría y descubría el glande, tocaba el frenillo con los dientes inferiores.

“Ya. Ponte de rodillas, te la voy a meter” Le liberó la cabeza de su

mano y la boca de su miembro.

Pero él no se puso de rodillas, se quedó acostado como estaba, de lado, sin dejar de llorar. Siempre lloraba.

Su padre le quitó las cobijas y lo tomó de la cintura, lo levantó y lo

giró. Era tan ligero. Le quitó el calzoncillo con el que dormía y lo arrodilló a la fuerza, con el rostro contra el colchón y las nalgas en el aire.

“Ábrelas” Empujando su verga contra ellas.

Pero él no pudo hacer nada, su padre lo violó así, como lo había violado antes, sin que él pudiera hacer nada, le metió un dedo y luego dos. Y él cedía ante el dolor, relajaba los músculos de su recto y lo dejaba entrar. Primero así, en esa posición, su padre forcejeaba, empujaba, apretaba hasta estar completamente dentro de él.

El dolor le quemaba de un solo golpe.

Luego le dejaba caer su peso encima, se acostaba sobre él, entre sus

piernas abiertas y lo penetraba con violencia. Su padre gordo, un animal, su padre un monstruo, batracio, que se lo cogía con fuerza, que lo sometía, que hablaba en gruñidos con una garganta inhumana, que lo apretaba, que lo lastimaba.

Desde hacía años.

“Sé que te gusta, sé que te gusta putito.” babeándole la nuca.

Golpe tras golpe, cada vez más profundo, cada vez más rápido.

Entra, entra, duele, arde, sangra. La siente en el ombligo, la siente llenándole las entrañas. Gime, llora, respira entrecortadamente, dobla la espalda, aprieta los puños y los dedos de los pies.

Él lo sujeta de los hombros, se viene al mismo tiempo que se la saca,

gruñendo casi a gritos, le llena de semen el ano y las nalgas, la espalda en un chorro, las piernas en otro.

Se levanta, recuperando el aliento. Se la jala un par de veces, extrayendo el jugo que todavía tiene adentro, escurriéndolo en el nacimiento de las nalgas de su hijo. Se la mete dentro del pantalón, se cierra la bragueta, se da la vuelta, cierra la puerta del cuarto y se aleja.

Sudor. Semen. Mar. Alcohol. En el aire, en la garganta, en las entrañas. Trató de dormir así.


Alcanzó a darle un tiro en el abdomen, a quemarropa, pero antes de caer al suelo el muchacho pudo arrebatarle la pistola de un golpe, clavándole las uñas en la muñeca. Él salió a la calle corriendo, gritando, ensangrentado, tenía tres costillas rotas y heridas profundas en la muñeca, en el pecho y el cuello. El muchacho se levantó del suelo y salió detrás de él, apretándose el estómago con el muñón que tenía por mano izquierda, tratando de contener la hemorragia, asegurándose de que no se le fueran a salir las tripas, corriendo para darle alcance. Ojos amarillos.

Él corrió hacia el centro de la ciudad despertando al pueblo a gritos.

Llorando. Era casi medianoche, el disparo había alertado a los vecinos cercanos y algunos salieron armados de sus casas.

El muchacho lo seguía de cerca, lo tenía a un cuerpo de distancia, abría la boca, preparándose. Lo alcanzó, lo tiró al suelo y le destrozó el cuello hasta el hueso. Cartílago, músculo, venas.

El primer disparo le rozó la cabeza. No se detuvo, arrastró al papá

del niño tomándolo del cuello, lo arrastró hasta la plaza y lo arrojó con violencia al suelo, le arrancó la piel del lado izquierdo del rostro, el párpado, un pedazo del labio y de la nariz.

El segundo disparo le dio en el hombro. Rugió con fuerza y empezó a huir, huyó sobre los techos de las casas, sobre las copas de los árboles. Voló sobre el pueblo y sobre las armas disparándole, hasta la orilla del bosque.

El tercer disparo le hizo crujir la espalda, como una vara rompiéndose. Lo ensordeció y lo dobló hacia atrás. La velocidad de su carrera lo hizo caer varios metros más adelante. Gritando con fuerza en su último aliento.

La mitad del pueblo, horrorizado, contemplaba el ojo izquierdo del padre del niño, tétricamente abierto, ahora sin párpado. Un colmillo descubierto, como sonriendo, sin labio. La otra mitad contemplaba, horrorizado, el rostro del muchacho, los colmillos largos y el hocico.

Muerto.


“Te amo” casi susurrando, sin voltear a verlo a los ojos. Se oyen las chicharras a lo lejos, se cuelan los sonidos de los grillos entre la respiración tranquila de ambos.

Abrazados así, sentados, el niño de trece años apoyando su espalda contra el pecho del muchacho de diecisiete, el frío del otoño parece un recuerdo lejano, más que una realidad fuera de las paredes de esta casa.

Y el niño responde besándole primero la mano derecha, luego el muñón dónde solía estar la mano izquierda, acariciándolo con su mejilla.

“¿Sí sientes cuando hago esto?”

“Siento todo, a veces siento que tengo dedos también.”

“Yo también te quiero.” Voltea a verlo, apoya su frente en el mentón del muchacho.

“¿Porqué no aprendes a tocar la guitarra?”

“¿Tú me enseñas?”

“Claro.” Le besa la cabeza, huele su cabello.

“Luego. Sí quiero aprender.”

La tarde es perfecta, en otoño, en equinoccio, para que las cosas bellas del mundo conjuren y se unan aquí. Ellos se abrazan en silencio, acariciándose poco a poco, inundando la habitación con tibieza.

“¿Me lo besas como la otra vez?”

“¿Qué no siempre lo hago igual?”

“No, la otra vez no. Yo estaba parado.”

“Porque no había donde acostarse.”

“¿Me lo besas así?”

Se separan y el niño asume su posición, de pie al lado de la cama, completamente desnudo, dobla los dedos de los pies al contacto con el piso de concreto: un escalofrío le sube desde las pantorrillas hasta la parte baja de la espalda llenándole los pulmones de aire en una inspiración sonora. Se queda de pie, equilibrándose sólo en los talones y en la punta del dedo gordo, apoyando las nalgas contra la cama.

El muchacho lo besa, pronto, sin complicaciones, lo chupa, lo lame.

Toma su pene y lo pone en su boca, y empieza pronto, suave, adentro y afuera, a hacerlo sentir cayendo, a sentirse sin peso, con el ombligo subiéndosele.

Pequeñito, perfecto, recto, blanco, sin circuncidar. Infantil aún, sólo uno o dos pelitos suaves en el escroto. Sabe hermoso, como trago de agua fresca y limpia, crece en él, suave, tibio. El piso de concreto a sus pies cede, abre paso al calor que viene de debajo de la tierra.

“Tienes los ojos amarillos”

Y él duda si dejar de chupar para responder.

“No, son cafés.” y sigue pronto, sujetándolo de las caderas.

“Se ven amarillos.”

Y sigue hasta sentirlo caer, hasta sentir que se le doblan las rodillas y se va un poco hacia atrás. Él lo sujeta por la espalda, le coloca la mano bajo entre los omóplatos y sigue, rápido: es fácil, sólo hay que seguir. Cinco minutos, seis, siete, se siente un poco cansado, se detiene a tomar aire y el niño le toma la cabeza y se la vuelve a colocar en su entrepierna.

“Sigue, sigue, ya casi” Está de puntillas, sube y baja las caderas para encontrarse con la boca del muchacho.

Otros dos minutos y ya. Gime, respira, jadea. Chorritos calientes entrando en su boca, de semen ligero, entre su paladar y su lengua, deslizándose en su garganta.

Se recuesta junto a él en la cama, tragando lo que queda en su boca,

tragando mucha saliva. Se acuesta de costado, colocándole la mano en el vientre, apenas debajo del ombligo, su antebrazo izquierdo tocando el brazo derecho del niño.

El momento cambia, una vez que han recuperado el aliento, una vez que están listos para hablar otra vez, la luz es más débil. Él muchacho jala una cobija y la pone encima de ambos, continúa abrazándolo.

“¿En serio lo vas a hacer?” pregunta el niño.

“Sí” con los ojos cerrados, tratando de quedarse dormido.

“¿Cómo?”

“No sé. ¿Seguro de que no tiene armas en la casa?”

“No, no tiene.”

“Entonces con una navaja. En el nacimiento del cuello.”


El momento preciso es ahora, de noche, con las palmas de las manos abiertas. Siente la caricia sobre sus labios, sobre las sienes.

La guitarra suena en solsticio de invierno, subiendo entre las nubes,

hasta dónde todo es negro y está en paz.

El niño detiene el brazo de la guitarra, se sabe sólo un par de acordes. El muchacho lo rodea con el brazo izquierdo, sentado a su lado, tocando despacio, recargando su cabeza contra la del niño.

Vuelve a tocar la guitarra. Tiene los ojos amarillos.

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Sólo subo estos textos para leer los comentarios, los agradezco todos: los de la gente a la que le gusta el relato y los de la gente a la que no.

Ojalá se junten algunos.

Correos, los respondo todos.