El ligue del verano, mi hija

Las casualidades nos ponen en situaciones inesperadas y muy morbosas

EL LIGUE DEL VERANO, MI HIJA.

Yo pensaba que eso del incesto sólo ocurría en degenerados y degeneradas desesperados por follar y que se follaban a lo primero que tenían a mano y. como lo más cercano suele ser la familia, se tiraban a su prima o primo, a su hermana o hermano, a su madre, a su padre, a su hijo o hija.

Siempre había oído que mucha gente se inicia en el sexo con algún primo o prima y, hasta un cierto punto lo puedo entender. Los primos suelen tener edades similares y, por tanto, parecidas inquietudes y parecidas pulsiones. Así que ¿qué mejor manera de empezar a experimentar esos placeres que con alguien con quien tienes confianza.

También había supuesto que el experimentar con un pariente cercano era cosa de la adolescencia, cuando las hormonas están más revolucionadas, los apetitos desenfrenados y la sola meta es meterlo. Hay un refrán castellano que dice, y creo que en este caso viene muy a cuento, que… “cuando las ganas de follar aprietan, ni el culo de los muertos se respeta”. Creo que esta frase resume todo lo anterior.

Os preguntareis que a qué viene todo este rollo. Muy sencillo: a mí me ha pasado. Sí. Y no es que ahora yo sea ahora un adolescente con las hormonas saltando. No. Tengo ya cincuenta y siete años y ha sido ahora cuando he experimentado lo que es hacer el amor con alguien de mi familia. Con mi hija.

Se diría que la forma en que se desarrollaron los acontecimientos podría calificarse como un cúmulo de casualidades. Este pasado verano mi hijo acababa de ser padre y eso propició nuestra visita de mi mujer y mía para conocer a nuestro nuevo nieto. Tras un par de días tuve que regresar a Madrid por motivos laborales mientras mi mujer se quedaba unas semanas más para echar una mano en esos primeros días. Ana, mi hija, regresó a su vez de Londres, donde trabaja, para pasar las vacaciones en familia y  conocer a su nuevo sobrino.

Tengo que empezar por decir que entre mi hija y yo siempre hubo una relación especial. No quiero que se me entienda mal. No quiero decir lo que se os está pasando por la cabeza ahora mismo. Me refiero a que siempre he tenido mucha confianza con ella y, sin saber muy bien por qué, he sido el depositario de muchos de esos secretos y confidencias que las adolescentes suelen tener con una madre o con una amiga íntima.

En mi caso fue al revés. Mi mujer era reacia a tratar de ciertos temas y mi hija encontró en mí la libertad de poder exponer esas cuestiones tan complicadas que normalmente los padres sospechan que pasan pero que prefieren no tener la certeza de que han sucedido. Esto hizo que, cuando estábamos en casa, solíamos pasar todo el tiempo posible  haciendo cosas juntos y, así, ella me ponía al día de todo lo que iba pasado en su vida.

Aquella madrugada, llegué a casa cuando ya empezaba a clarear el día de vuelta de mi turno de guardia en las urgencias de un hospital de la ciudad. Como siempre tropecé con el maldito mueble que mi mujer se empeño en poner al inicio del pasillo que llevaba a mi dormitorio. Maldije en arameo, pero inmediatamente baje el tono cuando recordé que no estaba solo y mi hija dormía en su habitación. Entre en la mía y me desnude inmediatamente para darme una ducha antes de irme a la cama. Pero antes guarde el traje en el armario y tire la camisa en el cesto de la ropa para lavar. Hacía calor y me dispuse a abrir la ventana, antes de meterme en la ducha, para que el frescor de la madrugada hiciese el ambiente más agradable. Al abrir las cortinas la vi.

Ana, mi hija, paseaba por el jardín despreocupadamente. Descalza y vestida con una vieja camiseta de uno de sus hermanos que ella tuneo para dormir. Aun recuerdo el follón que liaron en casa cuando apareció la camiseta sin mangas y con un amplio escote en uve. A pesar de los años seguía usándola, aunque ahora a duras penas cubría sus nalgas y contenía su pecho. Al verla hay, con ella, me quede mirándola. Ya no era la adolescente rebelde de entonces. Fue hasta la piscina y se sentó metiendo los pies en el agua. A pesar de estar cansado y con ganas de meterme en la cama no podía dejar de mirarla. Tenía algo que hechizaba, sin mencionar el hecho de observar sin ser visto que era un acicate más.

Se puso en pie de un salto, haciendo que diese un respigo hacia tras para no ser descubierto. Tomo los bajos de su camiseta y la fue subiendo descubriendo su cuerpo desnudo. No había nada bajo esa prenda que quedo al borde de la piscina. La última vez que vi a mi hija así tenia doce años. Fue cuando la operaron de apendicitis y asistí a la intervención. Por aquel entonces comenzaban a intuirse las formas de mujer, pero nada que ver con lo que ahora estaba presenciando. Se lanzó al agua de cabeza y nadaba con energía cruzando la piscina una y otra vez.

Cuando salió del agua pude verla de frente con las tetas tersas, duras como piedras y coronadas por unos pezones que, a lo que me pareció en la distancia podrían haber cortado un diamante. Mirando sus caderas salidas del agua, con un pubis completamente limpio, me pareció que El nacimiento de Venus de Boticelli era una nonada comparado con esta imagen de mi hija saliendo desnuda de le piscina. Ana volvió a ponerse la camiseta sobre el cuerpo mojado y, adherida a él como una segunda piel, lo único que hacía era resaltar los relieves de su cuerpo y hacerlo, si cabe, más apetecible. Un bulto creció dentro de mi bóxer. No podía creer que me hubiese excitado con el cuerpo de mi hija que, por primera vez, miraba como la mujer que ahora era y no como la niña que para mí siempre es. La estaba mirando con apetito carnal, con ansia lujuriosa, cuando caminó hasta entrar de nuevo en casa.

Fue algo reflejo que ni siquiera pensé en ese momento. Me quite el bóxer y me senté en la cama, separe las piernas y me deje caer. Tome mi erección y comencé a masturbarme. Mentiría si dijese que dediqué un sólo momento a reflexionar sobre el hecho de hacerlo pensando en el cuerpo de mi hija, ni en un sentido ni en otro: ni para reprochármelo ni para excitar el morbo. Simplemente empecé a frotarme la polla y a masajearme los huevos evocando la imagen de Ana  desnuda, sus tetas, su culo… fantaseando con ella en situaciones imposibles que nunca llegarían a producirse salvo en la sucia mente de su padre.

No suelo gemir mientras me masturbo pero esta vez lo hice de manera contenida a cada golpe de paja hasta correrme como una bestia. Mientras eyaculaba cerré el prepucio como suelo hacer para no manchar cuando me masturbo solo, me dirigí al aseo y mee al váter el producto de la masturbación. Me di una ducha y me fui a la cama con una toalla entorno a mi cintura.

Fue entonces en la cama mientras daba vueltas sin poder coger el sueño  cuando comencé a reflexionar. Es evidente que las primeras reflexiones fueron de culpa y, la intención, la de desechar la idea como algo que había sucedido de manera puntual y que, si bien no es que no fuera a repetirse, en nada iba a cambiar mi relación con Ana. Éste fue el primer pensamiento que tuve con la verga blanda y durante esos minutos que suceden al orgasmo y en los que el apetito sexual decae hasta desaparecer casi del todo.

El sueño llego por fin. Sin embargo, la impresión que me había causado su imponente cuerpo desnudo y, sobre todo, lo indebido del brutal deseo que me había causado su visión, inimaginable antes, hicieron que, poco a poco, comenzara a delirar en mi mente con la idea del incesto, a engolfarme con el pensamiento de follar con mi hija, de profanar lo sagrado. Para entonces, la idea de mantener una relación sexual furtiva dentro de la familia seguía siendo mera fantasía pero esa fantasía se había hecho ya plausible. Pasé el resto de la noche imaginando… imaginando..: imaginaba que, de alguna manera, Ana y yo ya éramos cómplices de aquel delito; que nos encontrábamos en el pasillo y le daba un azote en el culo o le metía mano; que, al coincidir ante la nevera, ella me tocaba los huevos; que se levantaba la falda ante mi mirada en tal o cual momento en el que podía hacerlo sin que nadie del resto de la familia se diera cuenta; que la follaba en los ratos que nos quedábamos solos y, en los que no, que nos íbamos a un hotel para hacerlo con calma, con tranquilidad, buscando en él la ocasión que no teníamos en casa de pasar horas y horas juntos jodiendo, besándonos, magreándonos. En pocas palabras: gozándonos como hombre y mujer y profanándonos como padre e hija. Con estas locuras me masturbé varias veces. Una vez admitida en mi pensamiento la idea, nada me parecía ya bastante. Rasgado el velo de lo sagrado y profanado éste, el camino era una marcha hacia adelante sin reparar en lo salvaje que ésta fuera. O, mejor dicho, cuanto más salvaje, mejor. Cuando desperté poco antes de la hora de comer lo hice agitado y con la sensación de no haber descansado absolutamente nada.

Por la tarde bajé a la piscina y ahí estaba ella con un escueto bikini blanco. Verla nadar y salir del agua traía a mi mente las imágenes de esa misma madrugada. Tenerla en la tumbona con el agua perlando su piel dorara, no me ayudaba a desechar los fantasmas que acosaban mi mente. No se me quitaba de la cabeza la idea de follar con Ana aunque sólo fuera con la imaginación. Mientras nadaba, pensaba como aquéllas eran las mismas aguas que habían acariciado su desnudez la noche pasada. Otra idea asaltó mi pensamiento: el incesto con Ana conllevaría otra trasgresión, el adulterio y la infidelidad a mi esposa y su madre.

Ana se levantó, tomo la toalla en una mano y entro en casa. Seguramente se ducharía y se cambiaria para salir con sus amigos. Nunca me había fijado en su manera de caminar y en ese ocasión me pareció que lo hacía con la sensualidad de una pantera.  Empalmadísimo, con la verga marcándose en el bañador escandalosamente y sabiéndome sólo en el jardín, salí del agua para pajearme y descargar la tensión de tanto pensamiento infame. El sentimiento de considerarme un pervertido lo único que hacía era excitarme y empalmarme más. Me tiré en la hamaca y, metiendo la mano bajo el bañador comencé la masturbación. Mi mente de desboco en aquel momento. Le tocaba las tetas, se las juntaba, se las apretaba, me las acercaba a la boca para lamerle los pezones. Acariciaba su cuerpo desnudo mientras ensalivaba uno de mis dedos y la abría de piernas. Mi dedo recorría su sexo en toda su longitud mientras, con la otra mano, le abría los labios hasta descubrir su maravilloso botón del placer. Lo acariciaba, lo apretaba y lo pellizcaba. Ella, con los ojos cerrados, intentaba contener los gemidos mordiéndose el labio inferior. Yo ensalivaba de nuevo mis dedos aunque, por lo mojada que estaba, no hubiese hecho falta y, llevándolos entre sus piernas, se los metía en el coño; se los metía y se los sacaba a buen ritmo mientras la muy zorra movía sus caderas acompañando el movimiento. Pensando que necesitaba más, le metía otro dedo. No podía parar de follarla con ellos cada vez más rápido como tampoco podía resistirme a saborear el néctar que destilaba su placer, chupaba mis dedos como si de un exquisito helado se tratase. Ana estaba a punto de correrme. Metía mis dedos con furia. Por lo abierto y empapado que tenía el coño podría haberle metido la mano entera. Ella, al mismo tiempo, se pajeaba con fuerza el clítoris y yo me extasiaba contemplando su escultural cuerpo poseído ahora por su padre hasta que todos sus músculos se pusieron en tensión y el estremecimiento de todo su cuerpo durante varios minutos me hizo saber que mi hija había alcanzado un placentero orgasmo. Cuando, finalmente, su cuerpo se relajó continué unos segundos más acariciándole la raja.

La excitación era tantísima que pronto brotó la leche. Volví a contenerla dentro de la piel de la polla pero no para no manchar como la madrugada anterior, sino para, dejando el bañador sobre la hamaca y volviendo al agua desnudo, derramarla en ella con el pensamiento sofisticado y retorcido de que, de alguna manera, manchara a Ana cuando su divino e inmaculado cuerpo volviera a nadar en ella desnudo. Era ella la que, al fin y al cabo, había calentado aquella leche y la que la había hecho brotar de la polla que un día la engendró: la inspiradora de aquella masturbación de su padre y la dueña de ese semen que ahora se diluía en el agua de la piscina. Relajado tras la explosión del orgasmo y derramando, pues, el producto de mi paja en el agua de la piscina, nade y buceé desnudo. Lenta y tranquilamente. Cuando salí del agua mis ojos se dirigieron a la ventana de la habitación de Ana y por un instante tuve la sensación que estaba oculta tras las cortinas. Fui hasta la hamaca recogí mi bañador y camine con él en la mano y la verga colgando hasta entrar en la casa, fantaseando con la idea de que Ana me miraba desde su ventana.

En el salón me puse güisqui y subí a mi dormitorio.  Por un momento, mi pensamiento se dirigió hacia mi mujer. Cincuentona, la muy guarra conservaba, sin embargo, un cuerpo de locura que seguía levantando pasiones. Mientras bebía volví a insistir y delectarme en la conjunción de las dos ideas: el incesto y el adulterio. ¿Era el cuerpo desnudo de Ana tan imponente como el de su madre? ¿Jodería como ella?

Con respecto a lo primero, era incluso más imponente que el de su madre con la misma edad. Sin ninguna duda habíamos hecho un buen trabajo mejorando la especie. Con respecto a lo segundo, tenía la certeza de que nunca llegaría a saberlo. Entonces pensé en los cabrones de Luis y Carlos, los dos novios que Ana llego a presentarnos,  y probablemente algunos más que no conocimos. Ellos si sabían cómo era follar con mi hija, como era el tacto de su piel, el calor de su cuerpo y conocían el placer de perderse entre la intimidad de sus íntimos pliegues.

Los días fueron pasando y no podía quitármela de la cabeza. Me estaba obsesionando con ella. Por alguna extraña conjunción del destino Ana me dijo que se marchaba unos días para ver a su nuevo sobrino y esta con su madre. Tenerla lejos me ayudaría a desconectar de ella y que todo volviese a la normalidad. Afortunadamente funcionó. Solo en casa todo había vuelto a la normalidad. Al estar Ana con su hermano y su cuñada mi mujer volvió a casa por unos días. Follábamos  a diario varias veces en cuanto teníamos ocasión. Estaba curado, tan solo había sido un calentón por el tiempo que llevaba sin estar con mi esposa.

Sin embargo, cuando Ana volvió a casa y mi mujer marcho de nuevo para estar con nuestro nieto me di cuenta que no había sido un calentón del que me había curado follando con su madre porque cuando la vi todo volvió a renacer en mi interior. ¿Me habría enamorado de mi hija? No podía ser, la quería, claro, es mi hija, pero de ahí a enamorarme de ella. Pasaron los días; me acomode a mis nuevos sentimientos intentando no hacerles caso, pero cada vez que estaba junto a ella me excitaba. Cada vez que me masturbaba, era ella quien ocupaba mis pensamientos.

Una tarde, cuando llegué a casa después de la última ponencia del congreso que se celebraba en la ciudad y al que estaba asistiendo, fui derecho a la habitación de mi hija. Ante la puerta de su habitación oí un ruidillo. Aun siendo consciente de que no debía hacerlo, puse la oreja sobre la puerta. Estaba en casa. Dude de que podía estar haciendo y el lugar de entrar directamente llamé con los nudillos a su puerta.

–Ana, ¿éstas ahí? ¿Puedo pasar? –dije, rendido ya ante ningún tipo de contención.

–Un momento, me estoy cambiando –respondió ella al otro lado de la puerta. –Pasa. –dijo a los pocos segundos.

Aunque el corazón me estallaba, abrí la puerta intentando aparentar la mayor circunspección y descuido que pude.

–Hola, –dije devorándole el cuerpo con la mirada. Aparentaba indiferencia pero no podía ocultar un resto de la agitación que lo que acababa de hacer le había causado. — ¿Qué haces en pijama?

–Nada, he dormido la siesta e iba a cambiarme –me contestó. –¿Qué querías?

–¿Tienes algo que hacer esta noche? –le pregunté.

–Nada en concreto, iba a salir con unos amigos a tomar algo –me respondió sentándose en la cama y cruzando las piernas. Le miré los muslos. –¿Por qué?

–Esta noche se clausura el congreso de medicina, hay una cena y tengo que asistir, me gustaría que me acompañases, sabes que siempre voy con tu madre a estos eventos, no me gustaría ir solo porque tendría que pasarme la noche espantando lagartonas –dije.

–¡Vaya! Con que mi papá aun tiene éxito con las mujeres. ¿Lo sabe mama? –me dijo sonriendo.

–¿Lo dudabas? Claro que lo sabe. ¿Por qué crees que no me deja ir solo? –dije riendo.

–Y ¿qué van a pensar si te presentas con una chica tan joven? –me dijo siguiendo la broma.

–Pues que tengo a hija más bonita del mundo.

–Creo que pensaran cualquier cosa menos que soy tu hija.

–Mira que eres mala. ¿Qué me dices? ¿Acompañas a tu padre a una aburrida cena? –le pregunté sin dejar de sonreír.

–¡Vale! Te acompaño –respondió tras pensarlo unos segundos.

–Perfecto. ¿Estarás lista para las nueve y media?

–Lo intentaré.

Salí cerrando la puerta. Me tumbe en la cama mirando al techo y pensando en ella, haciendo tiempo hasta que fuera la hora. Poco antes de las nueve y media me vestí con un traje negro, camisa blanca con unos gemelos y una corbata de seda también negra. La esperé en el salón hasta que bajó taconeando radiante, hermosísima, con un vestido muy escotado blanco que le realzaba el bronceado de la piel.

Fui hacia ella, la cogí de la mano y la hice girar para halagarla dejándole mostrar su belleza en derredor. Luego frente a mi ajusto el nudo de la corbata dándole el imprescindible toque femenino que nos hace ir tan elegantes.

–¿Nos vamos? –le pregunté ofreciéndole el brazo.

–Cuando quieras –dijo sonriendo.

Subimos al coche y fuimos hasta el hotel donde se celebraba la cena de clausura. En el coctel previo note como más de uno de los asistentes se fijaba en ella. O tal vez sería en mí por ir acompañado por una mujer tan joven. Después de presentarla a algunas personas, estas parecían respirar aliviadas cuando les decía que era mi hija, sobre todo algunos caballeros que pensaban por qué ellos no tenían una mujer así. La cena, creo que fue muy aburrida para Ana. Las conversaciones giraban en torno a temas médicos, ella tenía una ligera idea de algunas cosas por lo que oía en casa y por haber estudiado un año de medicina pero la mayoría debían de sonarle a chino mandarín. Las conversaciones con los y las acompañantes de los congresistas distaban mucho de ser los temas que Ana trataba con sus amigos, aunque nunca perdió su maravillosa sonrisa. Una vez concluida la cena, tras despedirnos de algunos de los asistentes, decidí que era hora de regresar a casa y que terminase la tortura, para ambos.

Conduciendo de vuelta a casa me pidió que me desviase para ir a tomar una copa. Al principio me negué, pero finalmente no tuve más remedio que ceder cuando me chantajeo diciendo que ella me había acompañado a mí. Me llevó a una de las terrazas de moda en la que, además de tomar una copa, podías bailar con música en directo. Nos acomodamos en una de las mesas y pedimos un par de cocteles. Me sentía incomodo en aquel lugar. Tenía la sensación de ser el centro de atención. Primero, porque mi edad sobresalía bastante de la media del resto de clientes. Segundo, porque tras rogármelo mucho accedí a bailar con Ana. Supongo que nadie esperaba que alguien como yo bailase mejor que todos aquellos jovencitos la salsa y el merengue acompañado de una mujer tan joven y bella. Después de un buen rato en la pista volvimos a nuestra mesa y pedimos un par de copas más.

-¿No has pensado en buscar una pareja y rehacer tu vida?—le dije por sorpresa—Aquí hay más de una veintena de chicos pendientes de ti.

-De momento estoy bien así. Además ahora estoy contigo. Y todos esos chicos no están pendientes de mí, sino de ti, pensando como alguien como tú se ha ligado a una chica como yo—me respondió sonriendo y dando un sorbo a su copa.

-Ya sé que ahora estás conmigo, pero no tendría que haber venido aquí estoy totalmente fuera de lugar, tendrías que haber venido con algún amigo—le dije.

-Si he venido aquí contigo es porque me apetece y me da lo mismo lo que piensen todos  estos niñatos—fue su respuesta y acomodando su cabeza en su hombro.

-Eres un cielo peque—le respondí tras darle un tierno beso en la mejilla y pasando el brazo sobre su hombro para estrecharla junto a mí.

Levantó la cabeza de mi hombro y me miró fijamente a los ojos. Yo la miraba con ternura, era mi niña, y mi mano apretó suavemente su suave y aterciopelado brazo. Estábamos separados apenas unos centímetros.

-Te quiero—Me dijo de repente y sin venir a cuento.

Comenzó a acercarse a mí con los ojos cerrados hasta posar sus labios sobre los míos. Me besó, no fui capaz de corresponderla y se apartó de mí. Cuando abrió los ojos se encontró con mi mirada. Mis sentimientos era una mezcla de incredulidad, sorpresa y enfado, por no haber sabido reaccionar ante ella y darme cuenta antes que aquello que ardía dentro de mí también la encendía a ella. Su mirada era tierna y dulce, como si hubiese hecho realidad un sueño. Pero mi reacción dejo mucho que desear, pensaba que sabría gestionarlo o que sería yo el que llevase las riendas de la situación. Ana era mucho más adulta que yo en ese sentido, asumió su sentimiento y reacciono con naturalidad ante él. Toda la que a mí me faltaba en aquel momento.

-Espero que esto no se vuelva a repetir—le dije de forma seria y firme, al tiempo que sacaba la billetera y dejaba un billete sobre la mesa—Vámonos a casa.

Nos levantamos y fuimos al coche en silencio. Igual que todo el camino a casa. Cuando llegamos subí inmediatamente a mi dormitorio sin decirle buenas noches, pero antes cogí una botella de güisqui y un vaso. Cerré de un portazo y tiré con furia la chaqueta sobre la cama tras dejar la botella y el vaso sobre la cómoda. Puse un par de dedos de licor y los bebí de un solo trago y repetí la operación. A la tercera fui hasta la ventana y mire el jardín tenuemente iluminado. Ahí estaba ella, en pie frente a la piscina con su precioso vestido y los zapatos en la mano, mirando el agua en calma. En mi mente estaba todo planeado, cada movimiento, cada palabra, cada gesto. Todo para hacerla mía. Estaba enfadado conmigo mismo, no con ella, ya que con un simple e inocente bese había sido capaz de desarmarme. Vacié el vaso de nuevo y me fui a la cama. Deshice el nudo de la corbata y la deje caer al suelo junto a la cama mientras desabrochada un par de botones de la camisa. Me quite los zapatos y me tumbe así, vestido, en la cama. Pasé la noche en blanco con un millón de cosas rondando mi cabeza. Cuando la oí entrar en su habitación tuve el impulso de saltar de la cama ir a su dormitorio y hacerla mía. Pero ya era tarde ese tren había pasado por mi puerta y lo deje escapar.

A la mañana siguiente la tensión entre ambos era evidente y palpable. Yo la evite durante toda la mañana y las únicas palabras que intercambiamos fue cuando le dije que me iba a comer fuera con unos colegas del congreso antes que se marchasen. Era una simple escusa para salir de casa. No podía aguantar esa situación y esa tensión. Cuando regresé a casa era tarde. Pero ella aun estaba levantada y estaba en el jardín. No tenía intención de hablar con ella y pase de largo junto a ella.

-¿Cuánto tiempo vamos a estar evitándonos?—me pregunto cuando me disponía a entrar.

Entonces me detuve y mi gire hacia ella.

–Eres mi hija, debes entender que lo que hiciste ayer no puede ser –le dije intentando ser padre y no el hombre que la deseaba y la había rechazado.

–Lo sé, soy una estúpida por hacer lo que hice, además tienes razón debo rehacer mi vida y dejarme de fantasías. He preparado todo ya, mañana regreso a Londres.

–No, la estúpida no has sido tú sola. Yo también lo he sido. Estas semanas aquí, solos, me han hecho verte no como mi peque, sino como la preciosa mujer en la que te has convertido y con la que cualquier hombre desearía estar –le dije sentándome a su lado– y me muero de ganas por estar contigo.

Me acerqué y, esta vez, fui yo quien puse los labios sobre los suyos. Ella correspondió a mi beso, nuestras lenguas chocaron y exploraron nuestras bocas. Después de separar nuestros labios nos quedamos mirándonos fijamente.

–Yo también quiero estar contigo –me dijo besándome otra vez.

–Ven conmigo.

Entramos en casa y la conduje a mi dormitorio.

–¿Sabes lo que vamos hacer, estás seguro? –me preguntó

–Sé lo que vamos hacer. Y quiero hacerlo. ¿Tú estás segura de que quieres continuar?.

–Sí.

Pasamos a la habitación. Ana se sentó en la cama. Tan sólo llevaba una camiseta de dormir y unas bragas diminutas de color blanco. Me quité la chaqueta y me senté a su lado. La tumbé en la cama, me puse sobre ella y empecé a besarla en los labios, en la cara, en el cuello. Tras una pausa, le quité la camiseta y aparecieron ante mí dos pechos soberbios, duros y sensuales. Se los empecé a chupar; los degustaba con la lengua, los recorría con los labios y, con los dientes le mordisqueé los pezones, mientras le sobaba todo el cuerpo. Ella empezó entonces a gemir.

Con la cara sumergida en sus tetas seguí sobándola toda: los pechos, el abdomen, las caderas, las piernas, los muslos mientras apretaba el bulto contra su cintura. Llevé la mano hasta sus bragas y empecé a recorrer con ella la línea de su coño. Sus gemidos se hicieron más profundos. Aparté la tela y seguí recorriendo la raja con los dedos, masajeándole el coño mojado mientras notaba como le temblaban las piernas y se abandonaba a sus gemidos y jadeos.

–¿Quieres que te folle, Ana? –le pregunté.

–Sí, quiero sentirte dentro –balbuceó.

–¡No! Dime que quieres que lo haga.

–Fóllame, papá fóllame –susurró entre gemidos.

Me moría de ganas de metérsela, de follarla. La idea de que fuera mi hija me enloquecía y aumentaba mi deseo hasta un límite difícil de explicar. Sin embargo, me contuve y, antes de metérsela, la pajeé con los dedos. Cuando estaba a punto de correrse me detuve y, deslizándolas por las piernas, le quité las bragas mientras clavaba mi mirada en sus ojos. La contemplación de mi hija absolutamente desnuda ante mí me excitó hasta donde no se puede decir. Permanecí inmóvil mirándole el coño y degustando la idea del incesto mientras Ana abría las piernas y agitaba las caderas como indicándome que también ella estaba gozando de profanar este tabú que deseaba culminar. Tenía ante mí a mi hija desnuda. Ebria de placer. Ansiosa de culminar el pecado, se apretaba las tetas, se pellizcaba los pezones, se pajeaba el coño… Quise detener un instante aquel momento de deliciosa profanación:

–Las manos quietas –le dije con el mismo tono que solía usar cuando era pequeña para regañarla.

Fue entonces cuando acabé de desnudarme y de gozar de ser yo ahora el que aparecía del todo desnudo ante mi hija exhibiendo la polla empalmada ante sus ojos. Me arrodillé entre sus piernas, se las abrí y dirigí la verga empinada hacia su coño. Me dejé caer sobre ella y, con un golpe de la cadera, la penetré hasta hundir por completo  polla en sus entrañas. Ana gritó. La fui penetrando de manera lenta para que sintiera cada uno de mis movimientos dentro de sí. Me rodeó la cintura con sus piernas mientras yo jadeaba por el esfuerzo. Con cada embestida le arrancaba un nuevo y más intenso gemido. Nuestros cuerpos estaban empapados por el sudor brillante a la luz de los apliques que iluminaban el incesto. El coño de la hija palpitaba sobre la verga del padre mientras padre e hija fundían sus labios en un beso que era, al  mismo tiempo de cariño filial, y de lujuria y que, ya no lo resistía más, iba a ser la antesala del orgasmo: de la profanación completa y absoluta del cuerpo y del alma de mi hija. Me corrí dentro de ella mientras ella, abrazándome, gritando, se corrió hasta acabar rendida sobre la cama.

–Papá, ha sido maravilloso –me dijo Ana cuando recuperó el aliento.

Trivial pero deliciosa manera de culminar un incesto.

Como dije al principio, a quienes nos creemos seres normales, la idea del incesto se nos aparece inaceptable y propia de degenerados. Sin embargo, una vez vencida la repugnancia inicial hacia el concepto es el concepto en sí lo que embriaga en tanto que la relación carnal concreta es sólo la guinda que da culmen al festín, la especia que da sazón al pecado. Y el pecado, en cuestiones de sexo, es un monstruo que siempre pide más: si mi hija y yo acabábamos de follar, ¿por qué no seguir y darle por el culo?

–Lo sé, pero aun no hemos terminado, Ana –le contesté.

Quizá la parte más sabrosa del cuerpo femenino sea el culo. Una vez roto el tabú incestuoso, ¿qué placer mayor puede haber para un padre que el culo de su hija?

Le di la vuelta y la puse de rodillas en la cama. Me coloqué tras ella y volví a partirle el coño con la verga otra vez erecta. Le cubrí la espalda con mi pecho, rodeé su cintura con un brazo mientras, con el otro, le amasaba las tetas y torturaba sus pezones duros como diamantes. Poco a poco fui llevando la polla hacia su culo sin dejar de golpearla rítmicamente con el pubis y el abdomen. La polla se me inflaba cada vez más entre las dos nalgas, duras y soberbias, de mi hija.

–Córrete dentro de mí, no te salgas –me dijo entrecortadamente. ¡Quiero tener tu leche dentro de mi coño! ¡¡¡Quiero tenerme a mí misma dentro de mí; tener dentro de mí esa semilla de la que un día surgí yo!!!

Tenía el culo perfectamente disponible y entré en él con fuerza. Un grito salió de su boca mientras yo, literalmente, le partía el culo. Pude metérsela hasta el fondo; los huevos se me empotraban entre las nalgas de Ana a cada movimiento. Por un instante me pregunté si habría sido sodomizada antes. Mientras yo la enculaba, Ana se pajeaba con los dedos.

Cuando estaba a punto de correrme la agarré con fuerza por las caderas y comencé a follarla con más ímpetu. Con un par de envestidas más le inundé el culo con un chorro de caliente y espeso semen. Del semen que un día la engendró y que ahora volvía al interior de sus entrañas a través del arco inenarrable de las dos imponentes nalgas en que se había convertido el culo de mi hija.

Exhausto, saqué la polla blanda del culo, me tumbé a su lado, le abracé la cintura y le di un beso en la frente como cuando era niña. Ella se acurrucó  y se quedó dormida sobre mi pecho mientras mi leche manaba de su culo.

A la mañana siguiente me desperté cuando ella dormía aun desnuda en la cama revuelta. Me vestí y antes de irme, le dejé una nota en la puerta de la nevera:

Ana. He tenido que irme al hospital para una intervención urgente. Siento no estar ahí para desayunar contigo. Ha sido una noche muy especial. Si no puedo llegar para comer te deseo un buen vuelo de regreso a Londres. Un beso. Papá.

Aquel día no fui a comer a casa después de lo vivido la noche anterior seria duro despedirme de ella. Ana marchó esa misma tarde a Londres. Por la noche la llamé por teléfono para saber si había llegado bien sin hacer ninguna alusión a lo que había pasado. Ella tampoco lo mencionó. Nuestra relación sigue siendo como antes de ese día, como si no hubiese ocurrido nada aquella tórrida noche de verano aunque yo no podre olvidarla nunca y tengo la seguridad de que mi hija y yo volveremos, algún día, a joder.

FIN

P.D. Sé que hace mucho tiempo que no publico nada para todos vosotros. Pero he estado ocupada y también preparando una sorpresa para todos vosotros. Mi blog. Ahí podréis encontrar nuevos relatos, así como otros ya publicados aquí que han sido revisados y ampliados con muchos más detalles jugosos. Y para todos aquellos que en alguna ocasión me habéis pedido alguna fotografía, ahí podréis verme con todo lujo de detalles. Espero que lo disfrutéis tanto como yo haciéndolo. Aquí os dejo la dirección:

julietteetjustin.wordpress.com

Un beso.