El Libro del Buen Cabron (parte 1)
Adaptación libre y erotica de un relato del siglo XVII en España,donde un posadero descubre que es cornudo y las aventuras que tiene con su mujer. Escrito con lengua de aquella epoca.
El Libro del Buen Cabron (parte 1)
De cómo me enteré que era cornudo e de lo que aconteció después.
Es menester que no diga a vuestras mercedes ni mi nombre ni condición, baste decir que soy cristiano viejo y que he de vivir en una villa del Reyno de Castiella en el año de nuestro señor de mil e seiscientos e cuarenta y seis, reinando nuestro Rey Felipe IV.
A edad temprana empecé una relación con una chica algo menor que yo, fructificando en casamiento en edad debida. No puedo por menos que decir que era mi mujer joven y guapa, mujer de armas tomar, pero adorable en trato. Entrada en carnes, lo suficiente, con aldabas importantes y pezones de a dos reales, y un guijo jugoso y peludo. Era ardorosa en la cama, caprichosa y pedigüeña, ante lo cual heme de esforzarme en forma sublime para contentar a semejante hembra en la coyunda. No andaba yo, en aquellos días, muy reconfortado de espíritu ni mi hombría despertaba con la vitalidad de otras veces, a lo cual me receté un brebaje que hacía con aguamiel, madroños y unos hongos que secaba arriba en la cámara. Y maldito brebaje ese que pareciera sacado de los fogones del mismísimo Lucifer, que enarbolaba el estoque y estoqueaba la imaginación, haciéndome perder el tino en pos de mi mujer. Al cabo de un tiempo, volví a sentir que mi ánimo decaía y que el brebaje no me hacía efecto. Pareciome que me había acostumbrado al mesmo y que necesitaba algún potingue más fuerte y que si no lo conseguía, dabase la razón que mi mujer iba a necesitar más rabo que el mismísimo Belcebú tenía. No pudiendo dar a mi mujer la estopa que me pedía, andaba yo preocupado cuando apareció por la fonda que regentábamos un mozo, de buen porte y mejor bolsillo, que se quería quedar por un tiempo alojado por andar en estudios en la villa. No he de olvidarme la sonrisa en la cara de mi mujer cuando dirigió su mirada a la entrepierna del mozo.
Era ya de noche cuando, después de la ronda final a las cabalgaduras, me dirigí con escasa luz hacia la habitación conyugal. Salía del pajar cuando una sombra vislumbre en la penumbra de la noche. Dirigiome hacia donde esperaba encontrarme lo que hubiera, cuando escuche unos gritos sordos y gemidos. Comprendime que era coyunda escondida y aplique mi entendimiento en ver y disfrutar. Acercome despacio y entre sombras, apenas iluminadas por la luz de la luna vi dos cuerpos, uno con la cabeza entre las piernas del otro, con gemidos apagados y chupeteos lastimeros. Aguce la vista y el oído, por ver y oír mejor. Aquella sombra empujaba en el guijo de la hembra con tal fuerza a lametones que veía temblar la carne blanca de sus tetas, y sus pezones moviéndose al compás de cada éxtasis. Terminado este envite, he de decir que mi hombría empezaba a despertar como nunca antes, la mujer se arrodillo para meterse en la boca un badajo que se vislumbraba en la penumbra. Mi sorpresa fue, como ya habrán adivinado vuestras mercedes, que la que se iba a comer el bitoque aquel era mi mujer. Mi verga, en vez de menguar, creció en forma considerable. Andabame yo caliente como las brasas del infierno cuando vi la lengua de mi mujer como acariciaba el enrojecido capullo del mozo. Bramaba de gozo el infame y mi mujer metiase hasta los huevos el rabo de aquel diablo, la puta corneadora. Tal fue la mamatoria que derramose el chico en la boca de mi mujer en pocos minutos, no dejando ella ni gota y tragándose todo aquel elixir. Diose la vuelta ella y ofreciose gustosa el culo para que la montara. No tardó el mozo ni un segundo en arrimar su rabo ante la jugosa raja que se le ofrecía y bien sabiendo yo de los mojamientos de mi mujer y que entraba todo en su cueva con tremenda suavidad, arremetió el mozo con el bitoque en el higo entrando en él al contao. Empezaron las embestidas y gimoteos, aumentando en fuerza en cada uno, hasta terminar en un frenesí propio del mismísimo Maligno. A todo esto, yo me había derramado al ver el espectáculo, enjuto y encambronado cierto es, pero caliente y bufando como un caldero. Terminada la coyunda, él se marchó deprisa y la muy pérfida, miro primero donde yo me hallaba y, en sonriendo, se encamino hacia nuestra habitación. Cabrón andaba yo esa noche de autos camino de mi cama, que pareciome que los cuernos me iban a dar con el techo y arrastrabalos por el suelo a lo largo del pasillo. Llegome a mi habitación y en la entre luz de la vela encendida vi, esperándome desnuda en el tálamo, a mi mujer. Acercome despacio para ver, entre luces y sombras, las babas del mozo y su derrame corriendo entre los pelos negros y frondosos de su guijo y entre las piernas de ella. Lo que sucedió después, es cuento de otro día.