El legendario guerrillero de Simauria
Una parodia del ya olvidado mundo de Simauria, donde una joven aprendiza de guardabosques emprende un viaje como parte de su entrenamiento a una isla lejana.
Hace mucho tiempo ya de aquella aventura, demasiado tiempo para una humana como yo, demasiado poco para otras criaturas; criaturas bondadosas que lamentarán cuando no esté entre ellos, y otras criaturas malvadas y malignas que nadie lamenta que las haya quitado del medio mandándolas a los confines del tiempo y el olvido.
Añoro esos años de libertad, de juventud, de plena movilidad, de aprendizaje, cuando todo era nuevo para mis ojos, para mi conocimiento. Cuando me encontré por primera vez con ese que se hacía llamar el guerrillero legendario sin apenas haber cumplido la veintena de años, apenas recién salido de la adolescencia, demasiado orgulloso y prepotente para darse cuenta del ridículo, demasiado inexperto como para entender la poca cosa que era comparándolo con el resto de criaturas que habitan este extraño mundo, yo también sólo era una joven aprendiza de guardabosques, ingenua, indisciplinada e inocente, lejos de lo que ahora soy, la que conocen en la actualidad como ‘Buh la maestra guardabosques’, o lo que acabé por aceptar e incluso adorar, ‘Mala Bestia Buh la maestra guardabosques’. Nada quedaba de aquella niña coqueta de bucles rojizos y vestidos de aldeana. Con la adolescencia mis formas se habían estilizado y mis movimientos ganaron en agilidad. Lo único que no había cambiado en absoluto eran mis grandes ojos verdes que seguían manteniendo el destello de ilusión por aprender y vivir aventuras.
Maratsky se hacía llamar el guerillero ya en aquel entonces, aunque con los años otros nombres le he conocido, algunos tan ridículos o más como ese, otros peores. Lo conocí en mi plena juventud, antes de la traumática experiencia que me hizo madurar de golpe empujándome hacia una nueva vida de no retorno; ambos éramos simples aprendices de nuestros respectivos gremios; ambos novatos en la vida, ambos novatos en el oficio, ambos jóvenes y ambos temerarios y estúpidos.
Mi maestro me mandó a una de sus tantas misiones, llamadas por él lecciones de adiestramiento, a miles de leguas de mi hogar, al otro lado del dominio de Simauria, en la otra cara del continente, a una de las islas más conocidas, donde se encontraba Crowy, la que quizá era la ciudad más Cosmopolitan y asquerosa de este nuestro mundo. El maestro guardabosques Malgdher había recibido tan solo rumores al respecto de una tragedia que asolaba la isla, lo peor que le puede suceder a la naturaleza, una terrible contaminación en uno de sus ríos producida seguramente por las malas acciones de algunas de las criaturas que se recluyeron allí siglos atrás. Los guardabosques encomendados a los extensos bosques de Goldhai hacía tiempo que no daban noticias de la zona y tuve que ser yo quien viajase al lugar para ponerme en contacto con alguno de ellos si los encontrase o visualizar lo ocurrido para informar al gremio de guardabosques en mi retorno. La misión era sencilla: llegar a la isla, ver el estado del río, preguntar a las autoridades por los guardabosques, dejándoles un mensaje que previamente me habían dado para ellos si no los localizase, y volver. Ir, ver y volver; a priori nada peligroso que me haría conocer mundo.
Los humanos, en su afán de creerse más que los Dioses, creyentes de dominar el mundo y decidir sobre el resto de criaturas a pesar de nuestra corta vida, intentaron aislar a aquellas especies más temidas, crueles, enormes y peligrosas en la isla de Goldhai. Hace muchos siglos construyeron, o mejor dicho obligaron a esclavos gigantes y kainoaks a construir, una gran fortaleza en la costa este de la isla. Poco queda ya de esa mítica e inmensa fortaleza, muchas ruinas muestran ahora el pasado donde ahora habitan, en la horrenda ciudad de Glucksfall, seudocivilizadamente las descendencias seudo racionales de aquellos desterrados a esas tierras: orcos, gigantes, elfos-oscuros, Trolls, kainoaks, ogros y, según afirmaban algunos que en aquel entonces me parecían locos, incluso un demonio que gobernaba la ciudad y al cual llamaban los que se atrevían, Drex-Ui; pero aquello que me parecía absurdo e insensato no lo era tanto, con el paso de los años me di cuenta de lo imbécil que era yo al conocer en persona, no de buen grado, a la temible, espectacular y cruel criatura que bien debería de estar en lo más profundo de los confines de la tierra. Pero que, a fecha de hoy, todavía sigue controlando la desagradable y asquerosa Glucksfall.
Nunca había viajado en barco en mis escasos años de vida, y pocas veces después de esa lección volví a viajar de buen grado por mar. Embarqué en el Benoshan con mi ingenua cara sonriente, mi sencillo y olvidado ya arco, un carcaj con unas pocas flechas fabricadas por mi, un cuchillo largo que más bien parecía de carnicero, unos simples ropajes compuestos de camisa y pantalón de piel tintados de verde, unas buenas botas hasta casi la rodilla, una capa marrón con capucha, un práctico justillo de cuero, una mochila con los típicos enseres de un guardabosques y unas escasas monedas de oro. La larga travesía me supuso una de las peores experiencias, aunque no la más horrible, con las que he tenido que lidiar.
Aquel barco de aspecto desagradable, sacado de a saber que cementerio de veleros, no tenía desde luego buena pinta y no presagiaba nada bueno pero, tanto en ese viaje como en el transcurso de los años posteriores, el Benoshan siempre llegó a buen puerto.
Agonizantes semanas bordeando la costa oeste del continente desde el puerto de Gorat, regiones pesqueras, el velero esquivaba la península de Nyne rumbo sur suroeste, dejando atrás los dominios humanos adentrándose en aguas Orcas. Bordeando las terribles tierras de Akallab hacia el este penetrando en el estrecho de Sbiat y virando poco después rumbo noreste hasta llegar por fin a la costa oeste de Goldhai.
Años más tarde, con la experiencia necesaria bien convertida ya en una maestra guardabosques, me atreví a hacer el viaje por tierra atravesando el continente con la caravana de Zarkam que me llevaba desde la mismísima villa de Nandor hacia el sur entre los agradables bosques de Simauria, cruzando el istmo de Sorquer, y ya en tierras orcas, entre valles encajonados en las montañas hasta la ciudad orca de Zarkam, y de allí hasta el puerto de Azzor, donde la goleta Tempestad, en mejores condiciones que el Benoshan, y en una travesía por mar más corta y no tan agobiante, me haría alcanzar el mismo puerto de Goldhai.
Al encontrarse en un mar estratégico para el transporte marítimo, entre distintos dominios y en medio de dos continentes, el puerto oeste de la isla estaba provisto de buenas instalaciones y buen número de muelles de tablas de madera donde atracaban con más o menos frecuencia y afluencia un número importante de embarcaciones. Pesqueros, cargueros, con mercancías o pasajeros, variedad de barcos amarraban en los muelles, para descargar su contenido o simplemente aprovisionarse, o partían rumbo a lejanas tierras. Allí es donde, inmersa en un fuerte pero no desagradable olor a pescado, pude presenciar la real existencia de la gran variedad de razas y especies que poblamos este mundo. Lo que más había eran humanos y bellos elfos altos y señoriales, pero también habían gruñones enanos, traviesos kenders, peludos logaths y graciosísimos duendes que, cualquiera que fuera su aspecto, desprendían una incómoda pero curiosa sensación mágica.
Contemplé ensimismada y con añoranza el muelle en el que atracaba el barco que rodeaba la isla hacia la costa este, rumbo a la misteriosa y peligrosa ciudad de Glucksfall, donde esa extraña medio elfa y tan adorable amiga mía Shafil regentaba una taberna, y que Se me antojaba algo disparatado e incomprensible que un ser femenino tan bello y esplendoroso tuviera un oficio de tan dudosa reputación y en una ciudad con tan mala fama como aquella. Cuando la conocí en Nandor hacía algo más de un año, en lo que ella misma denominó un inconfesable viaje, intentaba tranquilizarme, no con mucho éxito, que no corría ningún riesgo y controlaba perfectamente la situación gracias a su fiel amigo ogro y su larga experiencia que, aún sin aparentarlo por su aspecto juvenil, ya rondaba el siglo de vida, todavía joven para criaturas de su especie. Un tentador impulso casi me lleva a embarcarme en el Sothkorn, pero el hecho de no encontrarse en ese mismo instante el barco en el puerto, junto con la agonía de días de amarga travesía en el Benoshan y mi inusual buena conciencia de que antes debía cumplir una misión, consiguió imponerse la sensatez y continué en tierra contemplando eso que para mí era un nuevo mundo.
Allí me encontré por primera vez con la elfa Gaena, la guerrera kisala, con su característica piel pálida y su larga cabellera negra lisa colgando por su escultural espalda hasta su cintura. Ese día portaba una preciosa túnica de paseo color celeste y de tacto suave que colgaba sobre la perfecta figura de la kisala hasta las rodillas mostrando sus bonitas piernas. Unos prácticos botines de un color que no recuerdo adornaban sus pies. Pude darme cuenta de su presencia, de la que no me había percatado hasta el momento maravillada de la diversidad de seres que me rodeaban, a escasos tres metros de mí, al obligarme a fijar la mirada hacia el punto donde se encontraba ella tras el sonido de una fuerte bofetada que le propinaba en ese mismo momento a un aventurero medio-elfo que, sonrojado, se alejó de ella dejándola con cara de malas pulgas. La estaba observando tan enigmática que no fui capaz de darme cuenta que sus ojos se posaron en los míos, unos ojos negros intensos con personalidad propia y bondad infinita, aunque mirada firme y segura. Una larga vara de ébano con extraños símbolos en su superficie adornaba su mano izquierda apoyándola sobre el hombro. En su muñeca derecha, la de la mano que había usado para propinar la sonora bofetada, lucía el característico brazalete del gremio de las kisalas, de plata con piedras de colores incrustadas.
El gremio de las kisalas era una orden de guerreras amazonas, expertas en la lucha con armas ligeras, amantes de la naturaleza y de los animales y, que a su vez, algunas de ellas podían llegar a dominar algunos aspectos de la magia. Sólo admitían mujeres, algunas eran capaces de comunicarse con sus mascotas, y en muy escasas ocasiones trataban bien a los hombres. Exceptuando el detalle de que no admitían hombres como miembros y que los guardabosques estamos más en contacto directo con la naturaleza, ambos gremios son bastante similares en su filosofía y uso de las armas.
—¿Y a ti que se te ha perdido por aquí?, no estoy de humor para compañía —fue lo primero que me dijo al acercarme a ella con la intención de preguntarle por el cometido que me llevaba a la isla—. Hmmm, pareces muy joven como para andar sola por el mundo, en esta isla hay criaturas poco amigables.
A pesar de su arisca presentación, Gaena resultó ser una criatura muy agradable y servicial. Me comentó su preocupación del mal aspecto que estaba tomando la isla con la contaminación, que la afluencia de embarcaciones estaba disminuyendo y con ello el comercio y que últimamente los soldados del terrateniente estaban acosando más de lo normal a las chicas del gremio de kisalas que, como bien sabía, la sede principal se encontraba en medio de un lago entre los extensos bosques del interior de Goldhai.
—Serías una estupenda kisala —me dijo poniendo una dulce cara mientras me acariciaba la mejilla—, al fin y al cabo las kisalas y las mujeres guardabosques tenemos filosofías muy similares. Aprovecha este viaje para visitarnos en el gremio, seguro que la gran kisala Shilda estará encantada de recibirte y darte más información sobre tu misión.
Satisfecha por la conversación con la elfa y, tras cerciorarme de haber entendido bien las indicaciones de como llegar tanto a la ciudad de Crowy como a la isla interior de las kisalas, me interné hacia el interior en dirección a la ciudad para buscar un lugar donde descansar esa noche que ya se echaba encima; no me atrevía a albergarme en esos bosques desconocidos y más habiéndome avisado Gaena de la reciente hostilidad de los guardias del terrateniente.
Me supuso un gran esfuerzo entender como la ciudad de Crowy se encontraba tan alejada del puerto, siendo ambos lugares tan importantes en la isla. Algo más de media hora atravesando uno de los bosques de Goldhai, extrañamente llamado bosque oscuro, transitando por un camino notablemente utilizado y concurrido, conseguí alcanzar los altos muros de la ciudad, aunque su olor ya me llegó algunos cientos de metros antes de visualizarlo.
Nunca antes, y afortunadamente nunca después, presencié un río con tal abominación en su interior.
Un terrible olor proveniente del río me impedía respirar con normalidad, el aspecto del agua hacía notar que haría años que no se movía esa agua estancada. Toda clase de enseres y porquería flotaba en la superficie de ese líquido grasiento y de color amarillo.
Entré sin problema en la horrenda, concurrida y apestosa ciudad, no había nadie de autoridad en las puertas para preguntarme. Al poco de introducirme en Crowy decidí que poco tenía que ver por allí que fuera medianamente agradable. Una gran concurrencia se movía por doquier, criaturas de todo tipo, de todo tamaño y de vestimentas dispares; la mayoría de las voces hablaban la lengua común, pero de vez en cuando se apreciaba alguna conversación ininteligible para mí. En cuanto llegué a una zona algo más abierta que el resto, habiendo deducido con acierto que se trataba de la plaza más importante, o por lo menos la más grande, supuse que no muy lejos de allí encontraría algún lugar donde pasar la noche.
Habiendo presenciado por esas calles sucias más seres borrachos que sobrios, y más suciedad de lo aceptable para mí, me extrañó conseguir alquilar una habitación suficientemente decente como para no ser peor que pasar la noche a la intemperie subida a un árbol o metida en una cueva como acostumbraba a hacer cuando no tenía la civilización cerca. Sin excesivos lujos, ni notables carencias, el lecho me proporcionó la reconfortante noche que precisaba en buena tierra firme tras el calvario de la travesía.
Salí de Crowy con las escasas luces del alba obsesionada en cumplir con mi misión instructiva, la tristeza me ahondaba en mi interior al presenciar en persona la crueldad de la contaminación y el comportamiento de los habitantes de esa pocilga de ciudad. No evité que me llamase la atención, en ese momento que había más luz que en mi llegada, la curiosa plaza que en la noche anterior me había ayudado a localizarme: cuatro grandes árboles de unos 100 pies de altura y una enigmática fuente, junto con diversos seres etílicos dormitando por los alrededores, adornaban el lugar. La fuente representaba tres esculturas imponentes talladas en piedra, identificadas fácilmente por la figura de un elfo, un humano y un enano. Dejó de interesarme en cuanto leí la inscripción de la placa que presidía la fuente, la cual explicaba la estupidez de que bebiendo de ella y pronunciando una frase, que bien podría ser élfica, o por lo menos de una lengua ya muerta y bien desconocida por mí, hacía infinitamente más fuerte a quien completase el ritual de beber en el orden preciso de los tres chorros que echaban agua. Eso lo tomé como la guinda que adornaba el pastel de esa ciudad, un pastel apestoso.
Recuerdo el triste día que pasé en esa jornada presenciando en toda su plenitud la contaminación del río cercano a Crowy, poco tiempo me supuso darme cuenta de la gravedad y sin tener mucho más que visualizar opté por dirigirme, al mismo tiempo que buscaba inútilmente posibles rastros de alguno de los guardabosques de la isla, al lago donde Gaena me había indicado que se encontraba el gremio de las kisalas, ellas sabrían con exactitud y buen criterio lo que allí sucedía, a falta de los ausentes miembros de mi gremio.
Con las últimas luces del día, dirigiéndome en dirección norte en el interior de la isla, alcancé el embarcadero que me había hablado la elfa, en la orilla sur del lago Zinn. Una tremenda y siniestra calma ambientaba las malolientes aguas llenas de algas; la carcomida madera de las tablas del embarcadero crujían a cada paso, la soledad era inquietante, no había nada ni nadie.
Recuerdo no haber tenido que esperar mucho hasta que pude divisar un bote dirigirse hacia mí navegando vacío por las turbias aguas desde la isla que se apreciaba a lo lejos en el centro del lago. Cuando sí tuve que esperar fue a que se me pasase el asombro al contemplar boquiabierta como el viejo bote fantasma se paraba en el embarcadero justo donde yo me encontraba, siniestro y vacío, completamente vacío. Tras un tiempo considerable de espera donde no ocurrió absolutamente nada, indecisa subí al bote y, antes de que pudiera razonar como iba a mover la vieja madera flotante sin remos, éste se puso en movimiento dirigiéndose hacia el centro de las aguas, a la isla de las kisalas.
En el embarcadero de la isla sí me esperaba alguien, una belleza sin igual personalizada en casi dos metros de cuerpo curtido de hermosa elfa, con profundos ojos hipnotizadores y larga cabellera negra trenzada adornada con un broche de oro y esmeraldas. Vestida tan solo con una túnica rosa pálido hasta las rodillas, significativamente adornada con una K y una S en el firme pecho, me esperaba de pie, erguida y con sus fuertes brazos en jarra.
—Niña, si tardas más me salen raíces aquí plantada —aún con dulce voz, el tono de sus palabras no estaba exento de reproche—, ¿acaso te piensas que suelo recibir en persona a todas las visitas que tenemos?
—Yo… es que… no sabía…
—Bueno, bueno, tranquila, vamos al salón de reuniones a charlar sobre lo que te ha traído a Goldhai —su tono ya fuera de reproche se atenuaba por la distancia al alejarse en dirección al interior del gremio sin esperarme a que reaccionase obligándome a arrancar aceleradamente para no quedarme atrás— la mayoría de las hermanas están en la zona de entrenamiento, más tarde o mañana ya las irás conociendo.
Intentando alcanzar el raudo paso de la elfa, con la certeza que le estaba siguiendo el culo a la gran kisala Shilda de la que me había hablado Gaena, no lograba a asimilar la gran belleza que me rodeaba mientras atravesábamos un enorme vestíbulo. Una preciosa fuente tallada en mármol blanco con piedras verdes incrustadas adornaban visual y acústicamente el recinto en cuyas paredes, a través de dibujos en bajo relieve, explicaban distintas etapas de la orden de las kisalas; multitud de espirales fosforescentes en el techo iluminaban la gran estancia con una luz envolvente de colores suaves.
—Bueno, como puedes observar, no todas están entrenando, por lo menos no con armas —me decía sin aminorar el paso ni desviarlo mientras señalaba con la cabeza en dirección a la fuente en el mismo instante que pisábamos los símbolos del gremio tallados en el suelo consistentes en una K y una S.
Tanto era mi asombro por lo que estaba viendo y la gran información que mi cerebro tenía que asimilar, que no había apreciado con exactitud los bonitos y deliciosos detalles de la fuente que simbolizaba una copa en forma de pirámide invertida sobre un bajo pedestal octogonal, que del borde de la copa, en esquinas salteadas, se posaban cuatro figuras femeninas de mármol portando cada una de ellas un arma distinta: arco, daga, espada corta y vara… y a los pies de la fuente otras dos figuras femeninas, pero estas de carne y hueso, encontrándose ensimismadas intimando con total despreocupación y sensualidad. Una de ellas, posiblemente medio elfa, parecía hipnotizada con la boca entreabierta recibiendo dulces caricias de la lengua de su compañera en el labio superior, permitiendo al mismo tiempo la intrusión de una rebelde y complaciente mano por el escote de su túnica, mientras ella hacía lo propio por la parte inferior de la vestimenta entre las piernas de la otra que sí me quedaba claro que era una humana. Me vino fugazmente otra visión que pude contemplar no hacía mucho sobre las costumbres amatorias de las guerreras kisalas, pero aquella vez fue en un cuadro enorme en una habitación oculta del castillo de Nandor. Mi querida amiga Marlín, sirvienta de la despensa de la fortaleza, me lo mostró en una noche que el castillo se encontraba bastante vacío, tan sólo guardado por una escasa guarnición, a causa de la ausencia del noble y su familia, junto con su séquito en una temporada que se hospedaron en el palacio del rey en Ishtria, la capital del dominio de Simauria. En el cuadro, encerrado en rico marco de plata y ocupando casi por completo una de las paredes de la estancia, aparecía un idílico prado cubierto de césped que descendía suavemente desde el linde de un bosque de abedules hasta las aguas transparentes de un lago. Cerca de la orilla, tres amazonas desnudas yacían en un placentero revoltijo. La primera acostada boca arriba con los ojos entrecerrados y una sonrisa beatífica en su juvenil rostro, mientras una segunda doncella cubierta tan solo por sus largos cabellos oscuros recorría habidamente con la boca sus turgentes senos, mostrándose oferentes y grávidos como grandes y redondos frutos maduros. Los cabellos de ambas mujeres se mezclaban de forma exquisita, contrastando vívidamente el azabache de una con el dorado de la otra. La morena enlazaba a su compañera por la nuca con el brazo izquierdo deslizando en forma delicada las yemas de sus dedos sobre su terso vientre. Por su parte la rubia, cuyos gordezuelos pezones se ven endurecidos por la excitación, tenía el brazo derecho cubierto por el pelo de su compañera, con la mano bajo el torso, mientras el brazo izquierdo reposaba estirado sobre el verde césped, con la mano abierta junto a la hermosa empuñadura de una espada corta. La tercera amazona, de cuerpo atlético, piel clara cubierta de pecas y rebeldes rizos color de fuego, sumergía sus sedientos labios en el dulce vértice formado por las piernas de la doncella de cabellos dorados sobre cuyos muslos abiertos apoyaba las manos, cerrando los suyos sobre la pantorrilla de su compañera. El trío de mujeres era observado por una cuarta que se trataba de una doncella adolescente, de facciones suaves y grandes ojos pardos. Los bucles castaño-rojizos le caían sobre sus blancos hombros pobremente cubiertos por una liviana túnica de seda, con el significativo símbolo de las kisalas bordado en la zona del pecho, que descendía hasta la parte superior de los muslos moldeando sus suaves curvas y dejando uno de sus tiernos senos al descubierto. La joven amazona, apoyando la espalda en un esbelto abedul, atisbaba bisoja la escena del prado, deslizando la mano derecha bajo la breve túnica, rodeando con la otra el seno descubierto.
Siguiendo a Shilda, llegamos al salón de reuniones donde directamente la gran kisala se sentó sobre unos enormes cojines que adornaban el suelo, cruzándose de piernas dejando subir su túnica hasta rozar lo indecente.
—¿Y bien niña?, cuando puedas mover esa preciosa boca que tienes me puedes contar a que has venido a Goldhai.
Me tomé mi tiempo de pie a responderle observando la nueva estancia donde habíamos llegado. Una enorme habitación de forma hexagonal, en cuyo centro había tallado en el suelo el mismo símbolo de las kisalas que en el vestíbulo. Multitud de tapices y retratos cubrían las paredes con escenas de mujeres que habrían contribuido al esplendor de la orden de las valerosas y bonitas amazonas. Unas breves escalinatas conducían a un trono donde resaltaba el retrato de la fundadora del gremio, Shalei kisala.
Observándome entonces ella con cara de impaciencia, chasqueó los dedos de su mano derecha mientras me indicaba con la otra unos cojines que había a su lado, interpretando el gesto como que quería que me sentase allí.
—Chica, no me extraña que los guardabosques seáis tan solitarios —comentaba ya mientras me sentaba donde me había indicado, acomodando ella graciosamente su trasero en los cojines que ocupaba—, eso de la disciplina y los modales no parece ir con vuestras normas más elementales; si no fuera porque tu visita es realmente importante, teniendo en cuenta el problema, te lanzaba al lago yo misma de una patada en ese culo tan bonito que se te marca con esos pantalones tan ajustados que llevas. Ciertamente Gaena tenía razón. Lo que no acabo de entender es como tu gremio manda a esta misión alguien tan inexperto y tan joven como una simple aprendiza.
Estuvimos hablando distendidamente durante algo más de una hora, su trato era agradable a ratos, guardando las distancias de su posición en otros ratos, y dudosamente cercana en otros momentos. Me preocupó la información de que los guardabosques de la isla, al igual que ellas, tenían conflictos con los guardias del terrateniente Hardester Rankomme, y que hacía cerca de un año que no les llegaba ningún tipo de información sobre ellos. Me comentó dolida que ellas eran muchas y valerosas guerreras, pudiendo enfrentarse en cada conflicto que tenían con los guardias, pero que mis compañeros sólo eran tres y el hecho que hubieran desaparecido sin que el gremio supiera nada no le hacía presagiar buen augurio; aún así le alivió saber que la ausencia de los tres guardabosques no era por decisión del gremio porque eso significaba que no habían dejado la isla a su suerte, aún con la gravedad que suponía la más que posible muerte de los tres.
Pasé la noche en una de las habitaciones destinadas para invitadas, el resto de chicas me trataron excelentemente en su mayoría, algunas resultaban algo distanciadas, otras demasiado cercanas, algunas incluso en exceso empalagosas. Pude saborear por primera vez el licor de las kisalas que sabía a rayos si eso fuera posible, pero que me alegró el cuerpo notablemente, averiguando el por que de que algunas fueran tan ardientes y cariñosas; también me sirvió la kisala Shira un cuenco de sabroso cordero asado y un delicioso pastel de cerezas, que tan agradable era su sabor como las formas de servírmelo.
La muestra de tristeza por mi marcha del día siguiente fue algo más que reconfortante y contagioso, pero debía volver lo antes posible a Simauria para que los grandes maestros guardabosques tuvieran la información de aquello que había apreciado en mi visita a la isla, junto con la información que me proporcionó la gran kisala, y la disposición de esta de unir fuerzas de ambos gremios contra lo acontecido en Goldhai y el terrateniente.
La gran kisala insistió en que me acompañasen hasta el mismísimo puerto dos de ellas, comentaba que demasiada suerte había tenido ya pudiendo llegar a solas hasta allí con todos esos guardias sueltos por los alrededores del puerto y la ciudad, unos guardias que, extrañamente, no había apreciado tan peligrosos a mi llegada; borrachos sí, pero su peligrosidad no se había hecho de notar, o es que mi instinto de pasar desapercibida ya lo tenía en aquellos juveniles años.
Abordé el extraño bote fantasma, con las luces del mediodía, esta vez en compañía de la elfa Gaena y la reservada draconiana que llamaban Kery con la que apenas conseguí intercambiar media docena de conversaciones. La intención de las muchachas era embarcarme directamente en el horrible Benoshan que debía devolverme a casa, pero insistí en que me era muy necesario observar otro de los bosques que se encontraba hacia el este de la isla, precisaba ver el estado del río Cáshigan que cruzaba Goldhai de norte a sur; la visión del río que bordeaba a Crowy me había desalentado de tal manera que me era muy importante llevarme una imagen algo más alentadora.
No fue fácil convencer a las dos kisalas de lo que ellas suponían era un capricho, aunque dudaban al razonar mis motivos, aún así ambas me acompañaron, atravesando el bosque Wald, en dirección este, hacia la rivera del río Cáshigan. Un gran alivio me reconfortó el alma al contemplar la vida de esas aguas que, a diferencia del río de Crowy, se mostraban rebeldes, anchas y profundas… y sobre todo limpias.
Habiendo agotado la luz diurna en nuestra desviación hacia el lugar, acampamos en la orilla, notablemente con disgusto de mis dos acompañantes, pues no paraban de refunfuñar que bien podían haber llegado al puerto a esas mismas horas, una sensación de inquietud asomaba en sus comportamientos, una sospechosa necesidad o insano interés en mi pronta partida. Conseguí que me explicasen algo más sobre el río, sobre la orilla este del Cáshigan, sobre esas otras tierras que se divisaban a media luz en la otra parte de las movidas aguas. Y ya que estaban, sobre la misteriosa costa este de Goldhai y su siniestra ciudad Glucksfall las cuales apenas me supieron o quisieron dar mucha información, ninguna de las dos había cruzado nunca el Cáshigan hacia el este y sólo disponían de rumores.
En mitad de la noche, observando las estrellas que adornaban el oscuro cielo, pude ser testigo de los límites de la estupidez humana, y más concretamente con la mente de una adolescente ingenua, ocurriéndoseme el nacimiento de lo que fue mi ruptura, el inicio del cambio a otra vida ligeramente distinta a la que había llevado, a otra forma de pensar, al enterramiento de mi ingenuidad y de mi inocencia, y por poco de mi integridad física.
Sintiéndome custodiada más que acompañada de las dos kisalas y con el ansia de conocer los enigmas del otro lado de la isla, mezclado a la añoranza que me suponía tener tan cerca y al mismo tiempo tan lejos a mi querida amiga Shafil. Si ella podía vivir en armonía en esa supuesta maldita ciudad y sentirse cómoda y segura como afirmaba, rodeada de esas criaturas denominadas malvadas, no encontraba motivos para no hacerle una visita estando a algo menos de una jornada de camino bosque a través.
No me fue difícil recoger mi equipo y, sigilosamente ayudándome de mis habilidades ocultándome en las sombras con ayuda de la naturaleza y aprovechando el murmullo de las aguas del río y los ronquidos del jabalí femenino que se hacía llamar Kery, junto con la escasa y ridícula percepción de mis acompañantes, muy típico en guerreros, me dirigí inmersa en mi ambiente natural de vegetación hacia el norte por la orilla en busca del ruinoso puente que me habían comentado que se encontraba oculto por la maleza y que nunca se les había permitido cruzar… y con razón, porque más que un puente aquello bien podría denominarse unas cuerdas atadas de orilla a orilla donde de vez en cuando había una tabla de madera bien podrida. Me fié más de las cuerdas que de las tablas y conseguí cruzar el maltrecho puente no diré que sin dificultad, pero sí con gran entusiasmo y con la sangre ardiente por la emoción.
Al otro lado me encontré con la llanura que mis durmientes acompañantes guerreras habían llamado la llanura de Orkath, donde pude cerciorar que los rumores que me contaron sobre el lugar no eran falsos. A pesar de la escasa luz de la noche, se podían apreciar con bastante claridad esos esqueletos de los que me habían hablado algunas horas antes; los esqueletos de elfos y humanos en su mayoría y, no en tanta mayoría, otros huesos de otras criaturas, dejados allí muchos años ya desde que aconteció la batalla que narraban diferentes historias de bardos.
Agotada de andar por los bosques de esa parte de la isla, habiendo transcurrido media jornada desde que amaneció y con tremendas ansias de dar buena cuenta del conejo rollizo que había capturado esa misma mañana, disponiendo un buen lugar para cocinarlo, agudicé el oído al apreciar en la lejanía en dirección sureste un entrechocar de aceros y gritos; no me cupo duda que se trataba de algún combate. La curiosidad de la adolescencia pudo más que el sentido común y, con la cautela y sigilo que me habían instruido mis maestros guardabosques, con cuchillo largo en mano, corrí rauda al lugar. A unas pocas decenas de metros del enfrentamiento, elegí un roble al azar y trepé hábilmente hasta una altura que me pudiera permitir trasladarme de copa en copa acercándome para conseguir un punto de mira, con el fragor de la batalla no me fue difícil llegar hasta el punto sin ser percibida. Ni la vida, ni los entrenamientos recibidos hasta el momento me podrían haber servido de nada en la escena que visualizaba, si no hubiera crecido prácticamente sobre los árboles me habría caído del roble en el que me encontraba por el tembleque de piernas que me supuso el impacto de contemplar por primera vez lo que era un combate real entre humanos y criaturas salvajes y horrendas. Dos humanos y un orco yacían probablemente ya muertos desprendiendo gran cantidad de sangre, un segundo orco combatía con un tercer guerrero humano con una pierna destrozada que supe de inmediato que apenas le quedarían unos segundos de estar en pie, y un enorme ser antropomorfo e impactante parecido a un gran hombre de bastante más de dos metros, de piel pálida y larga cabellera, que de la parte superior del torso le salían 4 robustos brazos, aprisionaba a un cuarto humano contra el tronco de un árbol con sus dos brazos inferiores mientras que con los dos superiores golpeaba en la cabeza al guerrero aboyándole el yelmo. Me sentí estúpida con el cuchillo que tan grande me parecía sin usarlo y tan ridículo quedaba en esa escena, realmente no sé que pensaba hacer con él cuando instantes antes lo empuñé y salí corriendo hacia ese lugar al escuchar el combate. Me sentí más torpe que nunca enfundando el largo cuchillo en su vaina y montando el arco, todavía no tenía nivel suficiente en el gremio para que algún maestro me entrenase en su uso, pero no por ello había desestimado su aprendizaje por mi cuenta, habiendo adquirido habilidad notable en los exhaustivos entrenamientos que yo misma y en solitario hacía. Acerté con la primera flecha en el cuello del orco en el momento que le arrancaba el hacha al ya muerto humano con el que luchaba, éste no cayó, sino que buscó el origen del disparo visualizándome de inmediato, una segunda flecha ya la tenía tensada y me pregunté, que si con una flecha en el cuello de la criatura no era suficiente para tumbarla, que sería de mí cuando se me acabasen las 10 que había llevado, con el único pensamiento de usarlas para la caza ya que, hasta el momento, nunca había disparado a ningún ser vivo que no me fuera a comer. Profiriendo un atemorizante alarido con la boca más abierta y más horrible que había visto en mi corta vida, el orco alzó el hacha ensangrentada y, comenzando a correr hacia el árbol donde me encontraba, cayó rotundo al suelo sobresaliéndole la punta de mi segunda flecha por la nuca y parte del astil, con el emplumado teñido del estupendo tinte rojo que compré en la moderna ciudad de Koek, por la boca ya no tan abierta; se acabó el bramido, se acabó el orco. Mi tercera flecha conseguí acertarla en la sien del Kainoak que no se había percatado que se había quedado solo obsesionado en deformar el yelmo y la armadura del maltrecho hombre que tenía retenido. Esta vez sí fue suficiente con una sola flecha, aunque no se derrumbó de inmediato, tubo que quitárselo de encima el humano magullado al sentirse liberado de aquellos extraños brazos ya flojos.
El joven guerrero, que a penas se tenía en pie, recogiendo su gran espadón del suelo y quitándose el maltrecho yelmo que bien deformado le anulaba la visibilidad, miraba a su alrededor alerta pero tan aturdido que ni siquiera era capaz de levantar el arma, cayendo sentado y rendido.
—De poco puede servir un arma tan grande si en cuanto se recibe cualquier tipo de herida ya no se es capaz de levantarla quedando indefenso —le dije sin miramientos en cuanto me acerqué a él—, ¿sabes si hay más como estos en los alrededores?
—No lo sé mujer, hasta el momento sólo nos hemos encontrado con estos que nos atacaron de inmediato —dirigía la mirada en todas direcciones, un momento entre los árboles, otro momento a sus compañeros muertos, pero en ningún momento me miraba a mí directamente—, ¿dónde están tus compañeros?
—¿Compañeros?... o no, vengo sola. Y, ahora que pienso, posiblemente si hubiera más de estos por los alrededores ya estaríamos bien partidos.
—¿Sola?, pero, pero, ¡mujer insensata! —un tono excesivamente pálido se hizo notar de inmediato en su sucio rostro—, ¡estas tierras son muy peligrosas!
El guerrero gateó hacia uno de los cuerpos notablemente apenado y, prácticamente con tono de súplica y gran dolor, lloriqueaba, suplicaba y maldecía por igual a los dioses intentando buscar algún rastro de vida en su compañero.
—Kashir, oh cielos Kashir, maldita misión esta —lloraba pegando su mejilla a la del soldado muerto, me vi obligada a girar la mirada por no violentar la escena tierna del guerrero, esa expresión de afecto en un hombre me dejaba una sensación extraña e inusual en mí—. Te juro que traeré a esa zorra de vuelta cueste lo que cueste, dejaré bien alto el honor de este comando.
Conseguí convencerle para alejarnos del lugar, no sin antes recuperar de los horribles cadáveres mis tres flechas tan preciadas, dirigiéndonos hacia el norte donde había podido ojear desde lo alto del roble una pequeña línea de agua que resultó ser un agradable riachuelo, posiblemente un afluente del Cáshigan, donde nos pudimos refrescar y curar las heridas del guerrero. Cabizbajo, lloroso y realmente entristecido, pero obligándose orgullosamente a mantener la compostura no con gran acierto, se dejó ayudar para trasladarnos al lugar que, afortunadamente las piernas, aunque débiles, las conservaba en buen estado. Se presentó como ‘Maratsky soldado de primera clase’, siempre en tono educado pero altivo y rozando la arrogancia y pedantería. Con su imponente estatura, su oscuro cabello largo y sus musculosos brazos no ocultaban su todavía tierna edad apenas salido de la adolescencia a pesar de su barba de varios días; y sus ojos penetrantes, en ese momento tristes, expresaban un mensaje oculto que, quizá solo las mujeres podrían interpretar como ternura, demasiada ternura para un hombre, y sobre todo para un guerrero.
Le curé como pude, no con mucha complacencia del soldado, utilizando el frasco de bálsamo que me había hecho la maestra Ledtha en la sede del gremio en Atbalnin, las heridas de la cara y el brazo que tenía un aspecto lamentable; luego él se vendó torpemente el antebrazo con unos vendajes que portaba en su mochila.
Mientras hacíamos buena cuenta del conejo cocinado por mí, asombrado el soldado por los rápidos efectos curativos de la poción que le había aplicado en sus heridas, comiendo desganado tan solo una pata del sabroso roedor untada con una exquisita miel que portaba en su mochila, me interrogó sobre lo que me llevaba a Glucksfall, que no tuve inconveniente en resumírselo sin muchos detalles, donde se escandalizó de que corriera tan inútil riesgo tan solo para visitar a una amiga, lo cual le parecía infructuoso pues opinaba que no podía ser posible que una dama normal, pudiera residir allí. Me habló él entonces de la misión que le llevaba a Glucksfall, capturar a una delincuente que había cometido un delito tiempo atrás y que por fin habían dado con ella llevando a su ya desarticulado comando a atraparla en aquella isla. Habían elegido atravesar Goldhai a través de los bosques ya que la criminal que tenían que capturar era alguien muy influyente y con total certeza se enteraría en cuanto pisasen los muelles del puerto de la ciudad.
Casi me da la risa, sin haber podido mantener la boca cerrada, al escucharle decir que el mismísimo Rocher Dhes-Bláin, Señor de Nandor, le había ordenado la misión de la que me hablaba. Mentaba al noble con exuberante admiración y derroche de elogios y veneraciones. Tales explicaciones de bondad y señorío del noble me sorprendía y contradecía aquello que conocía de él, y no había más que visitar esa estancia oculta que meses atrás me mostró la sirvienta. Se trataba de una habitación oculta en las bodegas, que el noble aprovechaba para llevarse allí a sus amantes, o eso me pensaba. Toda la sala estaba tapizada por una mullida alfombra oscura de tupido trenzado, con dibujos de parras, ninfas y querubines desnudos, mientras que en las paredes, destacaba un tapiz de una amazona de rizos cobrizos desnuda cabalgando un corcel negro y el cuadro de las kisalas que recordé al presenciar la escena de las dos amantes en su gremio. En el primer tercio de la habitación estaban bien distribuidas varias mesas auxiliares, cargadas de licores de todo tipo y finas viandas. En la parte central se encontraban algunos divanes tallados en fina madera imitando los trazos de mujeres desnudas tumbadas con la superficie rellenada de plumón y cubierta por tejidos de brocado y encajes de vistosos colores, que pude disfrutar en persona de su comodidad. El último tercio del escondrijo estaba presidido por una enorme vidriera emplomada, que representaba varias figuras de personas copulando en distintas posturas. Junto a la vidriera había una gran mesa de trabajo de oscura madera constituida por un gran tablón apoyado sobre dos figuras femeninas de madera puestas a cuatro patas con el culo en pompa y regida por un gran sillón de cuero curtido. La estancia se adornaba con una escultura de un súcubo y otra de un sátiro con un enorme falo, junto con multitud de objetos de las más diversas procedencias. En el centro de la misma destacaba sobremanera un gran pebetero de bronce con brasas representando la figura de un hombre desnudo con un cuenco en las manos para las ascuas y una mujer arrodillada haciéndole una felación.
—Si supieras los vicios que tiene escondido en una de las estancias ocultas del castillo quizá pensarías de él de otra forma —no pude seguir con el comentario, en breve me di cuenta que algo no debía haber dicho, la cara del soldado palideció y se sonrojó alternativamente con notables expresiones de dudas y donde claramente mostraba el conocimiento de dicha estancia.
—¡Una mujer nunca debería de haber visto esa sala! —la ira enrojecía su rostro, no entendía esa reacción—, mi Señor nunca llevaría allí a una mujer…
—¿Y para que va a utilizar una habitación de esas características si no es para llevar allí a sus amantes? —me interrumpí a mí misma dándome cuenta de un detalle que me parecía fuera de lugar pero que no tenía dudas de su certeza—. ¿Entonces?, si dices que una mujer nunca debería de haber visto aquello y tú lo conoces y, claramente es una estancia cargada de vicio, lujuria y placeres… tú y el noble… no me lo puedo creer…
—¡Calla esa insensata boca mujer!, Rocher, mi Señor… —mudó ante la falta de argumentos con la mirada perdida en el horizonte.
Incómodos minutos de silencio pasaron, que yo aproveché para meterme en el cuerpo lo que pudiera del sabroso conejo mientras él se limitaba a mirar pensativo el fluir de las aguas del pequeño riachuelo.
—Tú harás el primer turno mientras yo me recupero, despiértame cuando oscurezca y después de tu turno de descanso partiremos —me dio las ordenes con arrogancia como si fuera mi superior ya habiéndosele pasado la ira, o por lo menos disimulándola—. Quiero llegar a Glucksfall al amanecer que será cuando estén durmiendo todas esas bestias y tendremos menos problemas en nuestra visita a la ciudad. Yo por lo menos pretendo pasar la siguiente noche ya al otro lado del Cáshigan. Tengo una pequeña balsa que fabricamos al venir y si me demoro mucho corro el riesgo de que alguien la vea, yo solo y cargando a mi prisionera tardaré mucho en construir otra si se la llevan.
Levantamos el campamento un par de horas antes del amanecer, llegando a la puerta norte de Glucksfall, atravesando el bosque Djorn, a primera hora de la mañana, en el exacto momento, como bien dijo Maratsky, en que las buenas gentes que pudieran escasear allí estarían con sus labores y las criaturas indeseables se encontrarían durmiendo y nos darían pocos problemas. El soldado parecía encontrarse de buen ánimo y con un aspecto físico bastante aceptable, estaba totalmente decidido a cumplir con su misión. Haciéndose excesivamente protector hacia mi persona, olvidándose de que había sido yo concretamente quien le había salvado la vida, pretendía que no me separase de él en todo momento, lo imprescindible para que mi tozudez y mi imprudencia floreciera para olvidarme de él en la primera esquina de la desastrosa ciudad.
En un primer vistazo no parecía una ciudad tan peligrosa, ni misteriosa, y ni mucho menos el criadero de salvajes criaturas malvadas que tanto se hablaba de ella en el resto del mundo, aunque ciertamente sí impactaba y hacía temblar las piernas cada vez que visualizaba uno de esos enormes Kainoak, o algún horrible troll, o incluso los asquerosos orcos. Algunos de ellos hasta estaban trabajando, se me abrieron los ojos como platos cuando vi al primer goblin, de un aspecto notablemente sucio, limpiando unos cristales de una taberna cercana a la puerta norte de cuya fachada colgaba un letrero con la denominación de ‘La Espada Negra’. En la avenida Djorn, realmente la única de esa ciudad, era bastante ancha y larga, con algunos comercios en sus laterales, donde resaltaba el edificio del gremio de guerreros al que se dirigió directamente Maratsky en cuanto lo vio y al que pretendía que le siguiera, precisaba reparar su enorme e inútil espadón. Yo opté por ir directamente a una armería que se divisaba más abajo, donde no de muy buen grado quedamos para más tarde cuando él terminase sus asuntos.
Desde el incidente del combate que habíamos librado en el bosque, me urgía la necesidad de obtener más flechas, sentía que esa misión, o mejor dicho mi capricho de la visita a Glucksfall, bien podría necesitar algunas más de las que disponía. Y en la armería de esa ciudad, como bien debe de ser en cualquier armería que se precie, el armero Tuliel tenía unas estupendas flechas. Allí mismo quedé maravillada por la daga más asombrosa que había visto nunca, el armero elfo se mostró complaciente de poder enseñármela: era una daga élfica de un reluciente acero espejado. Su hermosa empuñadura recubierta por níveo cuero blando estaba decorada con hojas, y la afilada hoja de elegantes curvas tenía cinceladas siete estrellas rodeando una luna en cuarto creciente. Y lo malo de esa daga… su precio, 100 monedas de oro, imposible para alguien de mi categoría.
Esperé a Maratsky fuera del edificio del gremio, pero al verle salir me invadió uno de mis tan desastrosos ataques de rebeldía y me escondí en un saliente de la fachada de un ruinoso edificio, viendo como el guerrero me buscaba en la armería y al no encontrarme bajaba por la avenida notablemente furioso evitando por los pelos un enfrentamiento con un orco medio borracho con el que casi se tropieza. Le seguí unos escasos metros hasta que se metió en uno de los locales, casi se me caen los pantalones al leer el letrero: ‘Mi hacha me acompaña’, ¡era la taberna de Shafil!
Decidí espiar lo que se tramaba Maratsky y me planté junto a la ventana abierta donde podía ver y escuchar perfectamente la escena, con cuidado de no molestar al orco que dormitaba apoyado en la fachada justo debajo de por donde tenía que mirar hacia el interior.
Maratsky tenía un aspecto atemorizador y temerario, notablemente alterado, mi querida amiga Shafil sin embargo mostraba una actitud divertida.
En su rostro destacaban unos grandes y almendrados ojos verdes y una sensual boca de carnosos labios. Su larga cabellera cobriza caía en tirabuzones sobre unos hombros desnudos tersos y bronceados. Un ajustado corpiño apenas podía disimular la voluptuosidad y firmeza de sus senos, mientras que una amplia y llamativa falda
cubría la parte inferior del cuerpo.
—Nunca pensé que fueras a hacerme una visita, gran soldado Maratsky, estoy emocionada.
—Déjate de pamplinas mujer, recoge un ligero equipaje que tenemos un largo viaje hasta Nandor, donde tienes que ajustar cuentas con mi Señor.
—Ese Señor tuyo cada vez se los busca más jovencitos, es un vicioso, este Rocher…
—¡Calla mujer! —su tono se alteró más si fuera posible, di un respingo cuando desenvainó su espadón enfrentándose a Shafil—, no consentiré más ofensas hacia mi Señor, te llevaré a rastras si es necesario.
—Sabes muy bien que en esta ciudad tengo un cierto respeto, no conseguirías salir vivo si intentases llevarme a la fuerza —inexplicablemente Shafil llevaba empuñada una daga en su mano izquierda, ni siquiera me había dado tiempo a pestañear y no me di cuenta de en qué momento la había sacado.
Me pareció ridículo el enfrentamiento de una preciosa medio elfa como Shafil enfrentándose con una simple daga a un temerario guerrero con un espadón casi tan grande como ella misma, pero los movimientos de mi amiga no dejaban duda que sabía lo que se tenía entre manos. Fijé la mirada en el arma de shafil y quedé maravillada y al mismo tiempo aterrorizada por lo que esa daga significaba en las manos de cualquier ser. Era una reluciente daga corta de metal negro y empuñadura de plata, con una rosa cincelada a bajo relieve en su hoja, el inconfundible símbolo del gremio de asesinos. El descubrir que mi querida y preciosa amiga pertenecía a ese gremio me supuso un gran alboroto mental y total desconcierto.
Todo ocurrió tan rápido que pensaba que me iba a dar algo con tanto sobresalto, apareció una gran mole, que hasta el momento no había visto y estoy segura que Maratsky tampoco, portando un enorme hacha que desarmó al soldado con un feroz y rápido movimiento mandando el espadón a un rincón de la taberna. En cuanto lo visualicé mejor estuve segura que se trataba del ogro amigo de Shafil que tanto me habló en su viaje a Nandor y que tanta adoración le procesaba.
Su rostro de boca entreabierta de labio inferior caído y babeante, y sus ojillos de mirada vidriosa contrastaban con su tremendo y brutal corpachón. Su cuello corto y grueso como el de un buey y su enorme tórax, estaban flanqueados por dos largos y musculosos brazos, del grosor de la pierna de un orco, mientras sus piernas, cubiertas por un andrajoso pantalón, combadas hacia el exterior y rematadas en dos enormes pies descalzos, ayudaban a mantener el peso de tan colosal masa muscular.
—Has sido algo irrespetuoso jovencito Maratsky, ante una dama como yo no se deben de tener esos modales, mi querido amigo Goruck tendrá que castigarte.
A un gesto de Shafil, el ogro puso a Maratsky boca abajo sobre una de las mesas de la taberna, aprovechando ella para atarle hábilmente las manos a la espalda y, de un fuerte tirón, le bajó los pantalones al humano mostrando su peludo culo. Con demasiados hábiles movimientos para tratarse de un ser tan enorme, Goruck profirió varios azotes con el plano de su enorme hacha en ambas nalgas del joven que no paraba de proferir maldiciones y revolverse como una lagartija inútilmente al estar aprisionado contra la mesa por la gran mano libre de Goruck.
—Ese culo tuyo tan peludo debe de gustarle mucho a tu adorable noble, vamos a darle una sorpresa para la próxima vez que se lo muestres.
Risueña y divertida, mi amiga pasó ágil la cuchilla de su negra daga por los glúteos del culo peludo de Maratsky quedando no tan peludo. Alzando la cara carcajeándose por la travesura que había hecho, fue cuando me vio observando boquiabierta la osada escena. Mi amiga ni siquiera mostró, ni en el rostro divertido ni en el tono de su voz atisbo de sorpresa, simplemente me sonrió y, haciendo un gesto de la mano, entendí que me indicaba que esperase un momento. Sacó de algún escondrijo de su abultada falda un pañuelo de seda que ató al ridiculizado humano en la cabeza vendándole los ojos, tras lo cual me volvió a hacer señas, pero esta vez indicándome que entrase en la taberna. Me percaté que su daga ya no se veía por ninguna parte, igual que la desenfundó la volvió a enfundar a saber en que escondrijo de su vestimenta.
Al entrar en el local con el suelo recubierto de paja limpia, adornado por una hogareña chimenea en una de las paredes interiores, visualicé en uno de los rincones que no se apreciaba desde la ventana, como dormía un draconiano con la cara pegada a una jarra de madera sobre una de las perfectamente alineadas mesas, que parecía no haberse enterado del suceso. Me senté sobre el tablón de otra de ellas para no estorbar y esperé acontecimientos.
—Goruck, cariño, vamos a jugar a mi juego favorito —Shafil se subía ágilmente al mostrador de la taberna, subiéndose la falda hasta mostrarse arrodillada con el culo en pompa—, hazme el favor de invitar al jovencito Maratsky a que juegue conmigo.
El ogro, entendiendo perfectamente lo que se proponía mi amiga, cogió de un puñado al maltrecho Maratsky y, vendado y atado, le pegó la cara en el trasero de Shafil encajándole la nariz en la raja del culo.
—Marachi, chupar, chupar —una enorme sonrisa adornaba el horrendo rostro de Goruck.
El soldado se retorcía intentando alejar la cara del bonito culo de la medio elfa, pero el ogro se la volvía a acercar con su enorme manaza.
—Vamos querido Maratsky, si lo tengo también peludito como el de tu adorado noble, a penas vas a notar diferencia.
Viendo que Shafil se impacientaba y en realidad me divertía a mí tanto como a ella este juego, se me ocurrió participar en el divertimento. Busqué en la mochila de Maratsky el tarro de miel que tanto parecía gustarle y, indicando al ogro que apartase la cara del humano, lo cual entendió a la primera sorprendiéndome pues no tenía apariencia de tal inteligencia y suspicacia, unté el ano de mi amiga con la dulce y exquisita miel que el día anterior habíamos utilizado para condimentar el sabroso conejo. Apartándome y volviendo a mi posición anterior, el ogro volvió a pegar la cara del guerrero al culo de Shafil, donde su primera reacción fue de separarse nuevamente, pero al oler la miel y notar su textura en el morro y nariz, no se retiró con tanta insistencia como antes.
—Oh Maratsky, ahora sí me estás tratando como me merezco —la medio elfa empezaba a disfrutar de los ávidos lametones que le profería el joven habiendo roto la barrera de la timidez y el orgullo—. Sabía que eras un estupendo lameculos.
Aún habiendo ya limpiado por completo la miel del ano de Shafil, Maratsky seguía lamiéndole, no sólo el ano, sino el resto de las nalgas.
—Chúpame el coño, que la miel se ha bajado y me ha pringado la rajita.
Tubo que forzarle Goruck a que bajase la cara hacia la vagina de mi amiga, pues Maratsky se obsesionaba sólo con el culo. Goruck le obligaba a chupar para abajo y el humano chupaba para arriba, otra vez para abajo y él nuevamente para arriba siguiendo con el culo.
—Cabrón chupame el coño que así no hay manera de correrme —exasperada Shafil movía el culo y las caderas buscando el contacto de la lengua de Maratsky con su intimidad.
Histérica, Shafil tuvo que buscarse y penetrarse el orificio vaginal con una de sus manos y, mientras el soldado se obsesionaba con su ano, ella misma conseguía llegar al deseado orgasmo con un alarido impropio de una belleza como la suya.
Una vez ya calmada, siguiendo Maratsky con su actividad dejando el ano femenino bien limpio, reluciente y mojado, Shafil aflojó su esfínter propinándole al joven una larga y sonora ventosidad en la cara.
Haciéndome señas de que me escondiera detrás de una columna del local, shafil se bajó del mostrador, dejando caer su falda cubriéndole nuevamente las piernas y observando durante unos ridículos segundos como Maratsky seguía buscando a ciegas el culo que tanto parecía haber disfrutado.
—Te vas a ir a decirle a tu querido Rocher que puede venir él mismo en persona a comerme el coño ya que tú no tienes esa capacidad —le recriminaba con tono glacial mientras le desataba cuerda y pañuelo—. Goruck, échalo a la calle y que se lleve esa estúpida espada que traía, que bastante basura tengo ya por aquí y no quisiera que lo matasen por el camino por no poderse defender.
Hombre y espadón salieron volando por la puerta de la taberna, despertando al dormilón orco con el estruendo que hizo el arma contra el empedrado suelo. El agresivo y molesto orco arremetió contra Maratsky que tubo que poner pies en polvorosa alejándose hacia el norte de la ciudad.
A penas pude estar con Shafil poco más de un par de horas, pues antes de que le interrumpiera Maratsky estaba preparando el equipaje para embarcarse en dirección a la costa sureste de Lad Laurelin, a hacer, como también me dijo en su viaje a Nandor, un viaje inconfesable, no me hicieron falta muchos más detalles ya para darme cuenta que ese viaje bien podría estar relacionado con alguna misión de su gremio secreto, opté por no preguntar, prefería no saber más de las actividades inconfesables de mi amiga. Se le iluminaba la cara escuchándome como le contaba emocionada mi viaje hacia allí, mis aventuras en esa isla, la misión que se me había encomendado y mi visita a las kisalas, se sentía orgullosa de mí, de lo valiente que era por ir a visitarla y de cómo había crecido desde la última vez que nos vimos. No me di cuenta hasta varias horas de alejarme de la ciudad, que en nuestro encuentro no me había contado nada de ella y sólo hablamos de mí, demasiados secretos guardaba mi amiga, secretos que con el paso de los años fue compartiendo conmigo mientras me veía crecer y madurar, y otros que serán realmente inconfesables y no me dará tiempo a conocer, pues aunque yo ahora soy vieja, ella, debido a las características de su especie, sigue teniendo un aspecto juvenil y hermoso.
Nos despedimos con lágrimas y promesas de volver a vernos en breve, de cuidarnos y estar en contacto en la medida de las posibilidades. Hizo que me acompañara hasta las afueras del bosque Djorn, varios kilómetros al oeste de la puerta norte de la ciudad, al draconiano que me encontré durmiendo sobre una de las mesas de la taberna, que resultó ser
Raghzim
, otro de los protectores de Shafil.
Llegué a la orilla oeste del río Cáshigan bien entrada la noche, no tenía muy claro a que altura había llegado y opté por descansar allí mismo hasta el amanecer para buscar, ya con las luces del día siguiente, el ruinoso puente. Me encontraba realmente cansada de estar todo el día viajando, sigilosa, veloz, escondida y alerta; mi capacidad en aquel entonces de fusionarme con la naturaleza no estaba tan desarrollado y me suponía un gran esfuerzo mental conseguirlo. Afortunadamente lo único con lo que me encontré fue con los inofensivos animales que poblaban esas tierras, y con los abandonados esqueletos de la llanura de Orkath.
En mi viaje de ida no me había supuesto ninguna amenaza aquella parte del río, sin entender el gran temor que les suponía a las tan valerosas guerreras kisalas cuando me hablaron de ello, así que con total tranquilidad acampé junto a las aguas y llené el estómago con los restos de la ardilla que había cocinado ese mismo día varias horas antes.
Sintiéndome totalmente segura y sucia por el viaje, apestosamente sucia, me quité la ropa y me introduje desnuda brevemente en las aguas del Cáshigan, lo suficiente como para quitarme el horrendo olor a sudor y la mugre que llevaba de varias semanas de viaje desde que salí de Nandor. La última vez que me había bañado completa fue en el río Kandal en las seguras tierras humanas del bosque de Marhalt, en mi hogar.
Limpia, relajada y complacida, me recosté desnuda, en lo que me pareció un lugar propicio, contemplando las estrellas y analizando los recuerdos que esa aventura me estaba proporcionando. Me sentía orgullosa, feliz y agradecida de que se hubiera confiado en mí para hacer ese viaje aún siendo tan joven, a pesar, que en ocasiones de estupidez, me sintiera tan experimentada. La leve brisa acariciaba mi liberada piel, los sentidos se sincronizaban con mi estado de relajación, mis ojos se entrecerraban y mis pensamientos revoloteaban con algunas escenas vividas en las últimas horas, primero con las kisalas y después con el jueguecito de Shafil. La tentación de acariciarme fue algo que preferí no ignorar. Esos pensamientos y visiones placenteras daban vida a mis manos que recorrían sensualmente mis zonas calientes; primero una en cada seno, luego con las palmas en cada pezón y finalizando en el sumergimiento de los dedos en mi entrepierna. El índice de cada mano penetraban con agilidad mi ardiente orificio, mientras que ambos pulgares apretaban y retorcían con cariño mi sonrosado clítoris. El orgasmo llegó rápido y tan brutal como acostumbraba, tensando piernas y torso mientras duraba y relajándome completamente tras la tempestad dejando la totalidad del cuerpo flácido desparramada sobre el lecho improvisado, donde inevitablemente y sin ánimo de impedirlo, me quedé dormida.
Fui despertada brutalmente por el impulso de ser arrastrada cogida por cuatro fuertes garras por brazos y pelo. No sería capaz de describir cual de los tantos dolores me parecía más terrible: si el estiramiento de mi cabello, o los punzamientos de las garras en mis brazos, o las laceraciones, cortes y arañazos en mis piernas, pies y culo por piedras y matojos al ser arrastrada desnuda por el basto terreno. Con el atontamiento del brusco despertar, el terror que me invadía y la oscuridad que las estrellas no conseguían desvanecer, sentí que la vida se me iba, tenía la certeza que todo acabaría en breves momentos, e intuía, a razón de la rudeza, las garras y el lenguaje gutural que usaban las dos criaturas que me arrastraban, que los siguientes y últimos instantes de mi vida no serían nada agradables. No era capaz de concentrarme para liberarme de mis captores, sólo gritaba y gritaba de histeria, terror e impotencia.
A unos escasos cientos de metros el ambiente se veía levemente iluminado por una hoguera perteneciente al campamento de las criaturas que me arrastraban, donde esperaban más seres como ellos, al parecer media docena de goblins. Mi histeria me impedía parar de gritar y de dejar de revolverme en el suelo, cuando me dejaron como a un fardo, intentando escapar del pie que me retenía fuertemente sobre mi pecho siendo incapaz de razonar. Breves momentos les supuso decidirse de aquello que estaban discutiendo en su horrible lengua, pero la decisión que tomaron me quedó bastante clara cuando a través de la bruma del terror sentí como 2 de aquellos monstruos infames me agarraban de un pie y una mano cada uno alzándome del suelo separándome excesivamente las piernas más de lo que daban de sí. aterrorizada me di cuenta de lo que sobrevendría pero en aquel momento todo fue eclipsado por una espeluznante sensación de desgarro en la parte interna de los muslos, como si multitud de cuchillos me desgarraran los músculos al tiempo que apreciaba una sensación de que algo en mi interior se rompía para siempre. Los gritos que salieron de mi garganta fueron los más fuertes que proferí en toda mi vida, un grito desgarrador que me dejó sin voz y sin ánimos de seguir resistiéndome abandonándome a los mordiscos y lametones con los que se estaban deleitando los goblins por mi pecho y entre mis más que abiertas piernas. Sin querer ver la atrocidad a la que me estaban sometiendo, moribunda y cegada por el dolor, sin fuerzas para abrir los ojos, intenté olvidar donde me encontraba y en que condiciones, pero las sacudidas y las incisiones de los colmillos de las criaturas me obligaban a seguir viviendo la pesadilla, obligándome a abrir de par en par los ojos a causa de un nuevo dolor en mi pubis viendo como el goblin que me había estado babeando entre las piernas levantaba la cabeza con un buen matojo en la boca de mi vello púbico, que no conforme con ello, se dispuso a bajarse los asquerosos pantalones que, encontrándose justo a un palmo de mi intimidad, no me cabía duda de lo que pretendía.
Quería volver a cerrar los ojos y ausentarme mentalmente de aquello, pero la salpicadura de una gran cantidad de líquido viscoso y caliente en mi cara y pecho me obligó a abrirlos nuevamente viendo como la cabeza del goblin que pretendía penetrarme estaba partida verticalmente en dos haciéndose hueco entre ambas partes el espadón de Maratsky, que, con raudos movimientos de su arma, arrancó la miserable vida de los pocos goblins que no consiguieron escapar. Ciertamente ya no me pareció inútil ni estúpida esa pesada arma, nunca me vería capaz de hacer eso mismo con mi ridículo y ya olvidado cuchillo de carnicero.
Despatarrada, dolida, humillada y sin voz ni ánimo, esperé a que el joven soldado diera buena cuenta de aquellos que pudo alcanzar que intentaban cobardemente alejarse de allí. No fui muy consciente del resto de acontecimientos: pude notar como era cargada suavemente al hombro de un musculoso cuerpo masculino enganchándome firmemente de mi castigado culo una fuerte mano; más tarde el movimiento, el olor y la humedad del río; luego horas y horas de balanceo en el mismo hombro; como me dejaban, ya no tan suave sobre un bote de madera; y como tras unos minutos de soledad me recogían varios pares de manos femeninas.
Desperté bien limpia, cómoda y atrozmente dolida en la enfermería del gremio de las kisalas, donde me cuidaron y curaron con ternura durante semanas, no sin una buena reprimenda posterior de la gran kisala Shilda.
Mi regreso al continente tuvo que esperar algunas semanas más, pero esa vez bien se aseguró en persona La maestra de las mujeres guerreras que embarcase en el horrible Benoshan, dejando en la isla mi ingenuidad, mi inocencia y buena parte de mi estupidez, pero eso sí, con la lección bien aprendida. No obstante eso es otra historia y otra aventura.
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Querido lector, acabas de leer el séptimo relato del XXIII Ejercicio de Autores, nos gustaría que dedicaras un rato a valorarlo y comentarlo, tus críticas servirán al autor para mejorar y así todos ganamos. Gracias