EL LEGADO II (30): Causa y efecto.

Una última sorpresa.

Les recuerdo que pueden comentar o contactarme en *la.janis@hotmail.es*

CAUSA Y EFECTO.

Al día siguiente de los sucesos de Suez, el panorama cambia bastante en mi cabeza. La tensión disminuye rápidamente ahora que el mediterráneo es nuestro. Los socios de Nikola acabaran capitulando y uniéndose a nuestro bando, bajo nuestras condiciones. De hecho, los sicilianos son los primeros en pedir un cese de hostilidades en cuanto la noticia se difunde. Entonces, queda claro que es Arrudin quien ha quedado aislado. Espero que otras organizaciones se pongan en contacto conmigo de un día para otro. Por eso mismo, Lemox no ha abandonado Egipto. Se queda a mi lado como protección, junto con una docena de sus hombres. Hemos enviado a los demás, la mayoría heridos – los cadáveres han quedado enterrados en una tumba anónima –, en un vuelo privado a España, donde se recuperarán en la clínica de la doctora Ramos. Y con ellos viaja la falsa Anenka, por supuesto.

Debo quedarme aún unos días en la tierra de los faraones, para atender las conversaciones entre rivales. Como dice Ras, hay que golpear en caliente, pero, al menos, las intensas presiones a las que estaba sometido están desapareciendo. No es que haya ganado aún la guerra, pero sí he conseguido un buen respiro. El culto se está haciendo cargo de la vida cotidiana en Egipto, lo que ayuda mucho a mis proyectos, que parecen correr paralelamente junto a los suyos. La verdad es que estoy aprendiendo a amar esta tierra de sol y arena, cruzada por el río vital que riega las almas de esta buena gente.

Yassin está radiante, contagiada del sentimiento divino. Anda de un lado para otro, repartiendo tareas y consejos. El templo de El Cairo se ha convertido más bien en un cuartel general, desde el que se distribuyen equipos ciudadanos de vigilancia y control. Es necesario controlar todos esos asustados burócratas e impedir que los criminales reorganicen su pérfido control. Deben aprovechar el temor a La Garra para que sea efectivo.

Las bendiciones de los dioses une a la gente, limando asperezas en sus condiciones sociales, en edad, y en sexo. Los fieles están hermanados de una forma más eficaz y pragmática que lo que otras religiones pueden conseguir. Aquí, la fe es palpable, real, y es algo que me remueve interiormente. A cada día que pasa, me siento más cerca de este espíritu comunitario, arropado por las invisibles alas de los antiguos dioses. Hasta Ras, de fanática creencia cristiana, empieza a asimilar ciertos valores que mezcla con los suyos. Es lo que ocurre cuando puedes sentir realmente la existencia de unos entes preternaturales, de algo que es eterno y superior a la raza humana. No caben las dudas ni el rechazo. Si te llaman, acudes y te postras.

El caso es que, a pesar de las ganas de volver a casa y reunirme con mis chicas, debo quedarme para sacar partido a lo que hemos hecho. Hay que pactar nuevos tratados, reubicar nuevas fronteras, y tomar importantes decisiones. Egipto está más cerca del meollo que España, así que he decidido quedarme un poco más.

Bajo el sol feroz, la actividad cotidiana del país parece seguir igual, con sus problemas de paro, la falta de vivienda en los núcleos urbanos, el caos de sus calles, y la cacofonía de las voces que se elevan. Pero hay algo que está cambiando sutilmente, lentamente… la corrupción está abandonando los estamentos más altos.

La enervante idea de que están siendo observados paraliza los cargos políticos y burocráticos. No quieren despertar y que les falte unos dedos o la lengua. Aún no comprenden cómo han sido descubiertos, ni quienes les acechan, pero aceptan la consigna de La Garra: por el bien de Egipto, por el bien del pueblo. Al menos, para la mayoría, es una salida honrosa, un sacrificio patriótico, dejar de rapiñar para mejorar el estado de todos. Además, existe un consuelo al que aferrarse: nadie más se enriquecerá con la corrupción.

Es el mejor consuelo que puede existir. La tentación se diluye porque, como decía Plutarco, si yo no puedo enriquecerme, procuraré que tú tampoco. Las fieras se vigilan entre ellas, dispuestas a devorarse mutuamente, en este caso, denunciarse. ¿No pueden aprender de esto los gobiernos europeos? Tan utópico no es, que digamos. Sólo se necesita cortar unas cuantas manos primero… jejeje…


Estoy haciendo hora para la reunión, tirado sobre la gran cama de la suite, entre molduras rococó, cortinajes bermellones y floridos, rescatados del siglo XVIII, y muebles pesados de madera. El Grand Hotel Wagner es uno de los mejores hoteles de Palermo, pero está igual que el día que lo inauguraron, hace doscientos años. En fin, no voy a quedarme mucho tiempo en Sicilia, tan sólo lo justo para la reunión con la “comissione”, quien ha propuesto uno de los salones de este hotel como lugar neutral. Nadia ha dado el visto bueno al local, a dos pasos del puerto, y controla el cuarto piso con ayuda de los hombres de Lemox.

Contemplo a mis hijos a través de Skype. Elke y Pam están sentadas sobre su propia cama y los bebés retozan sobre la colcha. Están preciosos, debo reconocer, y más grandes de lo que los recordaba. Sus madres me han asegurado que están muy bien, tanto ellas como los niños, y que todas me echan de menos.

―           Ya queda poco, de veras. Un par de reuniones más y regresaré a la mansión – las tranquilizo –, pero no puedo dejar esto ahora, no habría servido de nada todo lo que hemos sufrido.

―           Claro, cariño, lo sabemos – me dice Pam, haciendo cosquillas con un dedo a su bebé. – Pero la que te echa más de menos es tu esposa…

―           Las hormonas que estimula el embarazo la vuelven triste – añade Elke.

―           Lo sé. Hablo con ella a diario – afirmo.

―           Y Krimea tiene que consolarla cada noche – se ríe mi hermana.

―           La buena de Krimea… una santa – sigue la broma la noruega.

―           ¿De verdad que la habéis llamado? – pregunto, impaciente por la ausencia de Katrina.

―           Que sí, tonto, que estaba dando su paseo diario. Ya llega – me amonesta mi hermana.

―           Está aquí – señala Elke hacia la puerta, fuera de cámara.

Me siento mejor, cruzando las piernas, dispuesto a contemplar el rostro de mi esposa. Su figura cruza delante de la cámara y se inclina para que ésta encuadre su cara. Me lanza un beso.

―           Hola, cariño. Me han dicho que estás en Sicilia.

―           Hola, mi vida. Sí, he venido a reunirme con la Cosa Nostra.

―           ¿Todo controlado?

―           Sí, no te preocupes.

Katrina viste una camisola estampada amplia y suelta que le hace las veces de vestido. Tiene el pelo recogido en una cola y el rostro enrojecido por la caminata.

―           ¿Cómo te encuentras, Katrina?

―           Bien. Es un buen embarazo, cariño.

―           Ya tiene pancita y todo – comenta mi hermana, pasando una mano por el vientre de Katrina. – ¿Quieres verla?

―           Claro que sí.

Pamela levanta la camisola. Katrina se yergue, sacando su rostro del plano. Las cómodas braguitas de tejido elástico que lleva, quedan ante mi vista. Se coloca de perfil para que pueda apreciarlo mejor. Es cierto, su vientre ya presenta una pequeña curvatura. Está de cuatro meses. Elke se inclina y bajando un poco la prenda íntima, deposita un beso sobre uno de los cachetes de Katrina.

―           La tenemos un poco abandonada con la atención a los pequeñajos, pero, de vez en cuando, le metemos mano – bromea mi hermana, acariciando las caderas de mi esposa y alzando los ojos para mirarla a la cara.

―           Que no me entere yo que mi mujercita pasa hambre – sigo la broma.

―           Pues yo creo que está un poco canina – deja caer Elke. – Necesita una buena tranca ya.

Una mano de Katrina se posa sobre la rubia cabeza de Elke, acariciándola para agradecer el comentario. Con parsimonia, Pam baja las bragas de mi esposa. Katrina, sin soltar la cabeza de Elke, la empuja hasta que ésta mete la nariz entre sus nalgas.

―           Jodeeeeer… ahora no, coñonas, que tengo una reunión – gimo.

―           Es que me siento muy falta de caricias, Sergiiii – el tono de Katrina me hace imaginar su expresión de perra salida.

Decido cortar la transmisión cuando Katrina cae sobre la cama, entre los bebés, atacada por las lenguas de mi hermana y su pareja, una por delante y otra por detrás, Mi esposa ya no está para contestar a mis preguntas. Así que me refresco un poco y me visto para el almuerzo con los sicilianos.

Abro la puerta que comunica con la suite contigua, ocupada por Nadia, sin acordarme de llamar. La colombiana está sentada ante la cómoda, recostada en la butaca y con los talones sobre el mueble con espejo. Tan sólo viste una camiseta y unos calcetines. Sobre la cómoda, entre sus piernas rígidas y abiertas, su portátil retransmite su imagen y recoge el rostro de Denisse mordiéndose el labio. Sin duda, la panorámica que tiene de la entrepierna de su chica es de vértigo. Sorprendida, Nadia aparta las manos de su vagina y me mira, circunspecta.

―           ¿Tú también, Brutus? – reniego. – ¿Es que hoy es el día de calentar a la parienta?

―           Podrías llamar antes, ¿no?

―           Hola, Denisse – saludo a la abogada, sin hacer caso de la pulla.

―           Hola, jefe.

―           Te espero en el bar, guarrilla – le digo a Nadia, cerrando la puerta.

Lemox me acompaña y nos encontramos abajo con el notario que va a asistir al encuentro. Su asistencia es una mera formalidad, pero me gustan las cosas bien hechas. Seguro que los sicilianos traen al suyo. Nos tomamos unos Martini, sentados al sol en la terraza y Nadia, vestida con traje masculino, se reúne con nosotros.

―           ¿Ya has acabado? – le pregunto cuando se sienta.

―           Sí, patrón – me responde con una sonrisa, sin pizca de pudor.

―           Me alegro. ¿Alguna noticia del continente?

―           Nada en particular.

En ese momento, el maître se nos acerca y nos comunica que nuestros invitados nos esperan en el salón Zafiro.

―           Hora de trabajar, chicos – digo, levantándome.

Tras un almuerzo un tanto insípido – escogido así para centrarnos en las cuestiones importantes y no en el sabor de la salsa Avignon – decido regresar al bar del hotel para tomarme uno de sus magníficos cafés. Estoy bastante contento con la reunión y necesito digerir su contenido. Lemox me deja distancia, instalándose en la otra punta del mostrador. El notario se ha marchado a redactar los documentos pertinentes, y Nadia ha preferido regresar a su suite. Me da en la nariz que su “conversación” con Denisse no había terminado.

Así que pido un café y un Grand Marnier, y me acodo en la barra, sentado a uno de los taburetes. Me dedico a saborear el coñac a sorbitos, y repaso mentalmente algunos de los detalles de la reunión. En primer lugar, la “comissione” no es ningún órgano resolutivo de la mafia siciliana. Digamos que son más bien delegados de cada familia, nueve en total, que escuchan mis propuestas y debaten algunas de las que traen de sus jefes.

En otras palabras, todos hemos puesto las cartas boca arriba. Sin embargo, no he dado mi brazo a torcer, pues tan sólo pido dos cosas: que rompan lazos con Arrudin y que un cinco por ciento de todas sus actividades mediterráneos me pertenece. Según Ras, por sus casi ocultas expresiones corporales, estas peticiones ya estaban asumidas por las familias, así que tenemos ganada la mitad de la negociación. Como ya esperábamos, la Cosa Nostra tiene muchas peticiones, algunas exageradas, pero ya sabemos como va esto. Es un regateo comercial, en el fondo. Ellos piden y yo me niego, así que traen muchas condiciones para que me harte de rechazar y me cuelen las que les importan. Es el viejo sistema de comercio.

En ese momento, un movimiento cercano me hace volver a este mundo, ya que alguien se sienta a mi lado.

―           Sei occupato? – me pregunta una bonita voz.

―           No, por favor, todo suyo – respondo, girándome hacia la bonita chica que se sube al taburete.

Tengo que parpadear, confundido. La primera impresión ha sido como un mazazo en la frente.

―           ¿Español? – me pregunta con una sonrisa.

―           S-sí… de España – balbuceo.

Distingo las diferencias al recuperarme, pero aún así, se parece bastante a mi difunta Maby. Quizás es por el cabello moreno con un corte de pelo muy parecido, corto y aspaventado, o por sus ojos tan azules como el cielo. Su nariz es más respingona que la de Maby y su boca algo más grande. Uno de sus paletones está torcido y tiene un par de lunares de más, pero ha removido todo mi ser con su presencia.

―           ¿Turista?

―           No, negocios – respondo.

―           Negocios, siempre negocios… los hombres perdéis media vida en eso – contesta en un castellano de libro, con un gracioso acento itálico.

―           Sí, a veces somos idiotas, corriendo tras efímeros emolumentos – bromeó. -- ¿Y tú? – paso a tutearla. Ras me está soplando que es una fulana de hotel, una puta de lujo.

―           Bueno, intento combinar ambos aspectos.

―           ¿Ambos aspectos?

―           Trabajo y placer – me sonríe.

―           Bien visto. ¿Tomas algo?

―           Lo mismo que tú, gracias.

―           ¿Cómo es que hablas el castellano tan bien? – le pregunto tras hacerle un gesto al camarero.

―           Estudié en la politécnica de Barcelona, pero no acabé la carrera.

La verdad es que no parece tener más de veintitrés años, así que puede ser cierto. Un rápido repaso a su cuerpo, me indica que es algo más baja que mi difunta morenita, y también más redondeada de figura. Lleva un vestido veraniego, sin mangas, y formando un damero en dos colores, dorado y verde. Zapatos caros, de alto tacón, y joyas en muñeca, dedo, y cuello.

―           ¿Qué pasó? – le pregunto, brindando las copas de balón.

―           Lo que suele pasar, se atravesó el amor, digamos – se encoge de hombros.

―           Ya… Así que ni lo uno ni lo otro – la miro a los ojos, presionando ligeramente.

―           Efectivamente. Regresé con mis padres y mi vida tomó otro rumbo.

―           Suena como una interesante historia. ¿Qué tal si buscamos un sitio más tranquilo y me la cuentas? Como mi suite, por ejemplo…

―           Esperaba que me lo pidieras – me abanica con sus largas pestañas.

Ni siquiera se acuerda de pedirme dinero o decirme su tarifa. La tengo entre mis brazos nada más cerrar la puerta de mi suite. Huele a jazmín y algo de menta. La mirada de basilisco la hace entregarse como nunca lo ha hecho a un cliente, o quizás a otro hombre. Sus brazos se enroscan en mi nuca y su boca me aspira con pasión, enredando la lengua con la mía. Se cuelga de mi cuello, quedando de puntillas, y gruñe cuando al alzo a pulso para llevarla a la cama. No separa su boca de la mía en todo el trayecto.

Frente a la cama, mis dedos bajan la cremallera de su vestido, dejándola en ropa interior. “Te quiero desnuda.”, murmuro a su oído y ella sonríe mientras desabrocha su sujetador. Saco un gritito de su garganta cuando la levanto por el aire, haciendo que se aferre a unos de los maderos horizontales del dosel de la cama. Apoyo sus muslos sobre mis hombros, aún vestidos por la camisa, y hundo mi boca en su vagina, bien arreglada y aromática.

No le queda más remedio que aferrarse al dosel mientras le como el coño a consciencia. A pesar de su profesionalidad, sus nalgas no tardan en subir y bajar, intentando que mi lengua llegue lo más adentro posible.

―           Oh, celeste santa Madonna – musita entre jadeos.

Su cuerpo se estira, contrayendo los glúteos, al correrse largamente. Aguanto sus contorsiones aferrándola de los tobillos. Despacio, la deposito sobre la cama, donde se queda suspirando. Me desnudo, en pie y mirándola. Finalmente, la chica, de la que no sé ni el nombre, sonríe y rueda, para abrir la ropa de cama y meterse dentro.

―           Nadie me ha hecho eso tan bien – me susurra, recibiéndome en la cama con un beso sobre la punta de mi nariz.

―           ¿No? Creía que los italianos habían inventado el cunnilingus – bromeo y ella encoge un hombro, cubriéndome con la sábana. – Así que te he comido el coño sin ni siquiera saber tu nombre.

―           ¡Dios, es verdad! – se ríe. – Me llamo Paula.

―           Sergio. Encantado de meterte mano – la abrazo y ruedo con ella.

―           Yo también – contesta, buscando bajo la sábana con su mano.

Tanto sus ojos como su boca se abren cuando sus dedos palpan mi miembro, sorprendida. Su ceño se frunce.

―           ¿Qué es esto?

―           Un pene. Seguro que has visto y tocado más de uno – le contesto, sonriendo.

―           ¿Es de verdad?

―           Ajá.

―           ¡Quiero verlo!

Aparto la sábana y ella se incorpora sobre un codo. Se dedica a admirar mi miembro largamente, hasta que acerca una mano para palpar como Dios manda.

―           ¿No será producto de una enfermedad? – pregunta muy bajito.

―           No te preocupes, es totalmente natural. ¿Por qué no la pruebas un rato? Te aseguro que sabe bien…

Es como dejar que una perra hambrienta se lance sobre un hueso. Se atarea en llenar de saliva toda la extensión del pene, de pasar su lengua por cada centímetro de piel, hasta intentar tragar cuanto puede. Aferrada con las dos manos al príapo, con el trasero en pompa, deja caer hilos e hilos de baba sobre mi carne palpitante, en un intento desesperado de tragárselo entero.

La tengo que apartar momentáneamente para que se calme y se queda acostada contra mis piernas, agarrando la polla como una coleccionista enloquecida que hubiera encontrado la obra más deseada, frotándola sobre su rostro, sus mejillas, los golosos labios, o descendiendo por su nariz.

―           No puedes quedártela. Lo sabes, ¿no? – susurro.

―           Un ratito más, por favor – suplica con voz modosa y los ojos cerrados.

Me encanta la impresión que mi polla genera en las mujeres. Se quedan extasiadas, colgadas de su propio deseo y lascivia. Debo tener cuidado… puede que algún día, alguna decida cortármela para conservarla en formol, para tenerla de recuerdo.

Tú y tus chistes, cabronazo.

Me río en silencio mientras me incorporo y abro de piernas a Paula, la puta. Ella traga saliva, mirándome a los ojos. Sus manos han subido hasta su pecho, uniéndolas inconscientemente en una parodia de plegaria.

―           Despacio, por favor. Nunca me han metido un calibre así.

―           No suena muy real sabiendo de tu trabajo – le digo, mientras deslizo una almohada bajo sus riñones.

―           Sólo llevo ocho meses haciendo esto, Sergio – es casi una mueca la que muestra al decírmelo, como si de verdad le importara mi opinión.

―           Entonces, hoy va a ser tu bautismo de fuego.

Me hundo en ella lentamente, abriendo sus carnes, profundizando en su bonita vagina. Ella se queja dulcemente, colocando las palmas de sus manos contra mi pecho, en un vano intento de frenarme.

―           ¡Jesucristo! ¡Me estás… partiendo! – exhala con un gemido.

―           Aún no he llegado al fondo. Eres profunda, Paula… pero ya llego a tu cerviz. Ahí está, ¿lo notas?

―           Sssííí…

La verdad es que la he metido casi entera, y se siente realmente colmada. No deja de mordisquearse los labios y de gemir con una sensualidad insultante. No creo que sea algo fingido, en absoluto. Paula tiembla debajo de mí, agitando sus caderas. Desea que comience a embestir, que la haga chillar de una vez. Sus manos han subido hasta unirse detrás de mi cuello. Quiere atraerme para besarme, pero me resisto, juguetón.

―           Fóllame ya, cariño… dame duro…

―           Como quiera la señora – sonrío aviesamente.

No creo que, en su carrera de puta, Paula haya experimentado una cabalgata como la que le dispenso. Mis caderas se han convertido en puros pistones que aceleran cada vez más. Subo la pelvis al final de cada embiste, haciendo que mi glande empuje su útero con un duro toque. Al cuarto empujón, ya está chillando de puro goce, y se remueve bajo mi cuerpo como una anguila enloquecida. No dejo de mirar su rostro contraído por el placer, con los ojos entornados, de los cuales caen gruesas lágrimas teñidas de oscuro.

Por un momento, creo que estoy follándome de nuevo a Maby, y casi exploto de júbilo. Ella balbucea algo y me mete sus dedos en la boca. Los mordisqueó y ensalivo, los succiono, y percibo su primera contracción. Ladea el rostro hasta enterrarlo casi en el hueco de su propio hombro. Sus talones aprietan mi espalda con mucha fuerza. Se está corriendo viva y trata de ocultarlo como una buena profesional, sólo que no puede.

Mientras se recupera, juego a pellizcar sus oscuros pezones, alargándolos considerablemente. Sus bonitos pechos, medianos y en forma de pera, enrojecen con el manoseo y las pequeñas travesuras que me divierten. Paula me mira, con media sonrisa, mordisqueándose el nudillo de un dedo. Su pelvis no deja de rotar lentamente, como manteniendo mi polla, aún dentro de ella, en modo espera.

Aferro sus tobillos, saco mi miembro, y le doy la vuelta a su cuerpo, dejándola de bruces sobre el colchón. Tiene unas nalgas pequeñitas y resultonas. Se remueve inquieta cuando trasteo con un dedo entre ellas, pero no protesta. Sin embargo, no estoy interesado en su culito. Imagino que si su vagina no estaba acostumbrada a un miembro de mi tamaño, ¿qué podríamos pensar de su ano?

No, nada de eso. Se la cuelo de nuevo por ese coñito resultón, ahora por detrás, pero sin dejar que se abra de piernas. Me tumbo completamente sobre ella, cubriendo todo su cuerpo con el mío. Mi lengua repasa toda su mejilla, notando como aprieta los dientes por la presión que siente en su sexo. Se queja suavemente y le cojo una mano, estirando su brazo sobre la cama. Ella misma saca la otra de bajo su pecho y avanza hasta aferrar mi otra muñeca. Sólo entonces, separo algo mis piernas para permitirle que descanse de la fricción de su vagina.

Alcanzo sus labios con mi lengua. Paula gira el cuello todo lo que puede para atraparla, pero eso dura poco ya que empiezo de nuevo con el ritmo infernal, haciendo que la cama se traquetee entera. Noto como alza las nalgas, pegándolas a mi pubis, gimiendo a más no poder. Ahora sí que parece una perra en celo. Esa actitud no debe de ser buena para el negocio, supongo ¿o sí? Poder imitar esto con un cliente, le haría subir mucho la autoestima, ¿no? Claro que tendría que ser una falacia, porque si fuera de verdad y la puta se quedara dormida en la cama tras gozar varias veces con el cliente… éste se marcharía sin pagar, seguramente.

―           No… puede… ser…¡Otra vez! Me c-corro… otra… vez – musita a un centímetro de mi oído.

Así que aprovecho para sacarla e incorporarme, y, entonces, me dedico a darle unos cuantos azotes en las nalgas, incrementando su orgasmo, y dejándolas enrojecidas.

―           Cabrón – jadea, pero luego sonríe.

―           Cállate, putón. Date la vuelta, que voy a correrme en tus tetas.

Con una risita, se gira y se aferra los pechos mientras me siento sobre sus pechos. Le meto la polla en la boca, buscando mojarla aún más, y ella se presta inmediatamente. Finalmente, llena de babas, la deslizo entre sus pechos. Son suaves y naturales, y trata de envolver con ellos mi miembro.

Su cara de vicio, con la punta de la lengua asomando constantemente, es lo que necesito para vaciarme largamente, salpicando su cuello, barbilla, y pecho. Sus manos esparcen semen sobre sus pezones y recoge lo que puede para llevárselo a la boca.

―           ¡Dios mío! ¡Qué cantidad de leche! – exclama Paula, con los labios manchados de mi esperma.

―           Vamos a la ducha, que te haré otra entrega allí – la instó a tirarse de la cama, entre risas y grititos.


Los sicilianos, los calabreses, y la Camorra napolitana, han aceptado mi propuesta en el plazo de una semana. Los griegos, los malteses, y los corsarios de Chipre aún se lo están pensando, demasiado acostumbrados a sus actos de pillaje y contrabando. Espero que capitulen pronto, pues ya han pasado tres semanas del asalto al canal de Suez.

Estoy tumbado en la cama de Yassin, solo. Nadia se ha levantado temprano y se ha marchado, acompañada de Assad, un pillo de doce años del barrio. Yassin suele dormir poco, y menos en estos días. Se ha levantado antes de amanecer para reemprender sus tejemanejes. Así que estoy solo y desnudo, tumbado de espaldas y con las manos en la nuca, mirando el techo de piedra de la alcoba subterránea.

Sigo líneas específicas de pensamiento, líneas que hablan sobre embarques, protección, vigilancia y control, y un sin fin de detalles en los que me he metido últimamente. ¡Con lo bien que estaba yo con mis negocios de chicas!

Me dejo llevar por este pensamiento y fantaseo con las últimas ideas que mi hermana me ha comentado para nuevos clubes. No sé yo si el embarazo la ha vuelto más putón, o siempre ha tenido esas ideas tan sensuales y depravadas.

Ayer mismo, me dijo que habían visitado los restos de la hacienda de los Belleterre, para ver sus posibilidades e indicarle al contratista que queríamos hacer con ella. ¿Para qué comprar otros terrenos si ya disponíamos de varios, tanto en Córcega como en Cerdeña? Katrina no quiso acompañarlas, pero eso ya lo sabía. Hasta que no construyésemos algo totalmente diferente sobre aquellas ruinas, no volvería ni loca.

El caso es que Pam llevaba rumiando cierta idea desde hacía unos meses. Quiere construir un convento. Sí, habéis escuchado bien. Un puto convento. De esos antiguos, con gruesos muros y altas tapias, con campanario, capilla, huertos, y refectorio. Todo eso.

Le dije que si estaba de depresión postparto, pero me convenció rápidamente que no era una coña. Sólo me mostró los bocetos que había hecho. Un convento que funcionaría como hotel, apartado en un bello paisaje, como era el entorno de la villa de los Belleterre, con las inmediaciones controladas, donde los huéspedes buscarían tranquilidad y retiro. Un hotel retiro atendido por una orden de hermosas y sensuales religiosas. Los bocetos de los hábitos monjiles eran de infarto, lo puedo asegurar. Una falsa orden seudo religiosa, con semejanzas a las órdenes católicas, pero realmente dedicadas al desenfreno, la lujuria, y, claro, está la prostitución.

¡Qué queréis que os diga! Cuando mi hermanita tiene una idea, se me hace ola boca agua…

Pienso que es viable en Córcega. Hay mucho dinero negro en la isla, así como mucha gente rica e importante que suele buscar la discreción. La flor y nata del Mediterráneo podría visitar una instalación así. Por lo que le di carta blanca con el contratista. No es que vayamos a construir ya, pero como hay que retirar los escombros de la villa, Pam pretende dejar la zona preparada para lo que tengamos en mente. En este caso sería, dejar los cimientos excavados, los hoyos de las piscinas y estanques, así como las zanjas de desagüe y de otras conducciones. Eso que tendríamos ya adelantado.

Pero esa no fue su única idea. Con una sonrisa maquiavélica, me preguntó:

―           ¿Y si en la isla de enfrente, o sea Cerdeña, montásemos la contrapartida?

―           ¿A qué te refieres?

―           Un convento celestial en Córcega, una “catedral del pecado” en Cerdeña.

―           Explícamelo como si fuese tonto, hermanita, que no te sigo.

Esta vez no tiró de bocetos porque la idea era muy reciente, pero la tenía muy clara en su cabecita, lo aseguro.

―           Veras, ya que estábamos aquí, Marco Saprisa nos dijo que deberíamos ver lo que habíamos conseguido de la mafia sarda. Embarcamos e hicimos el tour a la isla. Me fijé en una cantera pegada a la playa, en la costa este de la isla. Estaba cerrada, completamente abierta al cielo, los estratos muy abiertos, agotada su explotación. Tiene una pequeña playa debajo y está rodeada de montes boscosos. La idea vino sola a mi mente, tan nítida que me dejó helada.

―           ¿Y qué vas a hacer en una cantera abandonada?

―           Imagina que volviéramos a darle la altura que tenían los montes originales, y situar una auténtica catedral gótica en la cima, justo en el centro de un precioso camposanto, con una buena carretera de acceso. Sin embargo, bajo la catedral, todo el monte restaurado es falso y hueco, de poderosas paredes de hormigón, como si fuese una presa. El hormigón se recubre con tierra fertilizada y se plantan árboles y arbustos. Ese vasto interior subterráneo se dispone por pisos, cada uno dedicado a un pecado. Podemos dejar un espacio grande, comunitario, para fiestas grandiosas, orgiásticas.

―           ¡Estás loca!

―           Con la publicidad adecuada, piensa en la cantidad de gente de toda Europa, con tendencias perversas y degeneradas que podrían acudir, como en Ibiza. ¿Sabes cuanto personal esotérico y satánico deambula por Europa? ¿Cuánto niño rico gótico, vicioso, y descerebrado está deseando gastarse el dinero de papá en algo así?

No concreté nada de todo eso con ella, porque no estaba muy seguro de esa idea, aunque Ras hacía palmas dentro de mí. Una idea así atraería la atención de Dios sobre nosotros, me dijo con alegría. Las ideas de Pam son cada vez más grandiosas y arriesgadas. Quizás, con la crisis que azota Europa, deberíamos buscar ese público extremo antes que uno más generalizado y dependiente de ingresos como el que necesitaríamos en el proyecto de Lisboa. De todas maneras, hemos aplazado este tema hasta que regrese a casa. Sólo he dado el visto bueno al desescombro de la villa Belleterre.

La puerta se abre, cortando mis pensamientos. Yassin entra, oscilando sus poderosas caderas ocultas bajo la larga toga oscura. Al acercarse, compruebo las diminutas arrugas de cansancio que han aparecido bajo sus ojos. Su sonrisa está algo crispada en la comisura de los labios.

―           ¿Una dura mañana? – pregunto.

―           Estoy cansada. He tenido una larga sesión como oráculo y eso siempre me deja sin fuerzas – me dice, sirviéndose un poco de té frío.

―           Ven aquí, entonces – palmeo la cama, a mi lado.

―           Es justo lo que necesito – ironiza, apurando su taza.

―           No es eso, Yassin. Tienes mi palabra que solo quiero abrazarte y mecerte, para que descanses.

―           Gracias, Elegido – sonríe ella, agitando sus caderas para que la ropa se deslice por su cuerpo, tras desabrochar el cuello y hombro.

Sin pudor, se queda desnuda ante mí, y se sube a la cama, felinamente. Se acurruca a mi lado, colocando su cabeza sobre mi brazo extendido. Casi puedo oírla ronronear al pegarse a mi cuerpo.

―           ¿No te has levantado esta mañana? – me pregunta en un susurro.

―           Ni para desayunar. Me siento vago – bromeo. -- ¿Tenían mucho que decirte los dioses?

Levanta la cabeza para mirarme a los ojos y queda en silencio unos segundos.

―           Los dioses están preocupados – acaba diciéndome.

―           ¿Por?

―           Todo está demasiado tranquilo después de lo que hemos puesto en marcha. No es natural. Preveen sucesos violentos en el horizonte.

―           Lógico. El país aún está en shock por el advenimiento de La Garra de Anubis. Si lo piensas tranquilamente, ha sido toda una apuesta. Nadie ha realizado algo así en un país, de forma tan controlada.

―           Lo sé, por eso esperamos repercusiones, no solo nacionales, sino de otros gobiernos y grupos de presión. Por eso, esta mañana ha sido intensa en advertencias y visiones. No sólo me han debilitado, sino también preocupado.

―           ¿Malas profecías?

―           Morirá gente, Sergio… mucha gente, antes de que mejore.

―           Mierda – mascullo, aunque es algo que teníamos ya asumido.

―           Eso me ha hecho pensar en tu casa y tus mujeres…

―           ¿Has visto algo sobre ellas? – me incorporo, repentinamente preocupado.

―           No, no… pero, ya sabes… las represalias pueden venir de cualquier parte – me tranquiliza.

―           Sí, cuando menos te lo esperas, salta la liebre. Pero tengo a mis hombres en alerta continua desde que asaltamos el canal. En casa se ha doblado la seguridad y mis chicas no salen nunca solas. Por mi parte, con Nadia y tu gente, no creo que esté en peligro…

―           Te mantendré a salvo mientras sigas aquí, Elegido, conmigo… – me susurra, mordisqueándome el labio inferior.

―           ¿Y me mantendrás caliente? – le pellizco una nalga.

―           Muy caliente – responde, metiendo su lengua en mi boca.

Es hora de callar, amigos.


Pocos días después, regresamos a El Cairo desde Alejandría, donde nos ha dejado un pequeño yate que nos ha traído de Chipre. Los Caballeros de Malta y la Cofradía Pesquera de la Luna, dos de los órganos criminales implicados en nuestra disputa, han cedido a mis demandas en una tensa reunión. La Cofradía dispuso que ésta se llevara a cabo en su isla, en Chipre, la isla más oriental del Mediterráneo. Los clanes griegos no se han unido a nosotros, desgraciadamente, pero no creo que se queden aislados. Son los únicos que quedan.

El caso es que me siento sumamente contento. Todo parece encajar lentamente para asegurarnos la victoria. La cómoda furgoneta que nos ha traído hasta el barrio islámico, nos deja en el patio empedrado de nuestra comunidad, casi a la hora de almorzar. Los vecinos nos saludan con plena confianza. Nadia y yo somos ya de la familia, habiendo dormido en sus casas y comido con ellos. Lemox y Carlile, uno de sus hombres, se mantienen un paso por detrás nuestra, siempre atentos.

Assad corre a nuestro encuentro, bueno, más bien se aferra a la cintura de Nadia, susurrándole algo. La interrogo con un movimiento de ceja.

―           Yassin nos espera en casa de Ibrahim Ib Bessouf, el alfarero. Almorzaremos hoy allí – me comunica.

―           Bien, pero después necesitamos una siesta. Llevamos treinta y dos horas sin dormir.

―           Quejica – me susurra, con una sonrisa.

Alidah, la esposa de otro vecino, se hace cargo de Lemox y de su mercenario nada más entrar en la arcada de los edificios que encuadran el patio. Allí, en el barrio islámico, no es necesaria la escolta, y los vecinos se suelen repartir a mis hombres, para alojarles y alimentarles. No he conocido otra hospitalidad más carismática y desinteresada que ésta.

Yassin nos recibe abriendo sus brazos. Está rodeada de chiquillos semitas, todos nietos de Ibrahim. Nos besa a ambos y pregunta por la reunión, como si ella ya no lo supiese de antemano.

―           Los de Malta se han avenido enseguida a lo que les pedía. Para ellos, Arrudin no significa absolutamente nada si no controla el canal de Suez. Los cofrades de Chipre se han hecho un poco de rogar, con la excusa de que pueden comerciar siempre con el Mar Negro, pero, al final, no les ha quedado más remedio que aceptar – la informo.

―           Los siguientes serán los griegos, y será muy pronto – me anima.

―           ¿Lo has visto?

―           Una imagen se me ha quedado grabada esta misma mañana. Era una isla y creo que es Creta. La reunión era numerosa.

―           ¡Bien! – exclamo, abrazándola y alzándola a pulso. A mi alrededor, los niños gritan y se ríen, festejando algo que no entienden.

Nos sentamos todos alrededor de dos mesas, una para los adultos y otra para los niños. Tomamos cuscús al estilo turco con los dedos, acompañándolo con racimos de dátiles muy dulces. Pinchamos en el estofado de cabrito con los largos tenedores de dos púas, un estofado caldoso de rica salsa de almendras y setas de río. De postre hay taquitos de melón con queso fresco. Delicioso.

De alguna forma, Yassin nos convence para echar la siesta los tres juntos. Nadia ya no pone pega alguna a la hora de dormir con Yassin y conmigo, tras confesárselo a Denisse. Al principio, hubo malas caras y reproches, de un lado y de otro, pero Yassin habló con las dos, por Skype con Denisse, y solucionó todo con su labia. Está claro que, en el fondo, Denisse ya se lo esperaba, conociéndome.

Me duermo rápidamente, acunado por los brazos de las dos chicas, los tres desnudos y agradecidos por el frescor del subterráneo. No debe de haber pasado más de media hora, cuando el móvil de Nadia suena al recibir un mensaje. Lo escucho entre nieblas oníricas y gruño, dándole la espalda y aferrándome a Yassin.

―           Sergio, despierta – me sacude Nadia suavemente. – Es Katrina. Dice que te conectes a Skype ahora mismo. Es urgente.

Mis ojos se abren inmediatamente. Katrina no suele llamarme nunca, sólo envía mensajes y espera a que me conecte. ¿Habrá pasado algo con alguno de los bebés? ¿Con el embarazo de mi esposa?

Estoy sentado a la mesa de un salto, manipulando mi portátil. Sin duda, está esperando mi conexión porque me acepta enseguida. Nadia está a mi lado, con una mano apoyada en mi hombro desnudo. La imagen que recibo es extraña. De ordinario, Katrina y yo hablamos en nuestro dormitorio, o en el de mi hermana, incluso en la sala de ocio, pero no desde el salón central de la mansión, que es lo que estoy viendo ahora mismo.

Además, ¿qué hacen todos los niños de la Facultad sentados en el suelo? ¿Están jugando a algún extraño juego? Más allá, sentadas a las altas sillas acolchadas, distingo a Denisse y a Katrina, y también a Pam y Elke, bebés en brazos.

―           ¿Qué pasa? ¿A qué se debe reunirse en el gran salón con los niños? – pregunto ante el micrófono.

El plano de la cámara cambia. Están moviendo el portátil en el salón de la mansión. Hay más gente sentada en el centro de la estancia. Cocineras y doncellas, con miradas graves, jardineros, mozos de cuadra, educadores… Alexi está llorando, abrazada en el suelo a uno de los huérfanos. Y, finalmente, Basil en el centro, de pie, mirando a la cámara.

―           ¿Qué cojones…? – balbucea Nadia sobre mi cabeza.

Tiene un nudo corredizo al cuello, formado con uno de los gruesos cordones de los cortinajes del salón. La cámara se mueve, mostrándome por dónde pasa el cordón… por la inmensa lámpara araña de bronce que cuelga cinco metros más arriba. Entonces, antes de que pueda preguntar nada más, Basil es aupado en el aire, con fuerza. Sus pies patalean y sus manos intentan aflojar el lazo, pero el tirón ha sido brutal y está muy apretado.

Alguien mueve el portátil para que podamos ver a los tres tipos que están tirando del cordón, cerca de una de las ventanas. Visten ropas oscuras militares y van armados. Con pericia, uno de ellos pasa la cuerda por el anclaje de las cortinas, sujetando el peso del ahorcado.

La cámara regresa para enfocar al pobre Basil, quien se contorsiona cada vez más desesperado. Debajo de él, las mujeres y niños sollozan, unas tapando los ojos de los otros.

―           ¡Malditos hijos de puta! – dejó escapar, pero no me queda más remedio que asistir a la agonía de mi buen amigo, sin poder hacer nada.

Es una larga agonía, en la que su cuerpo acaba quedándose quieto tras unos espasmos agónicos. Su pantalón se moja cuando la vejiga se relaja, dejando escapar la orina. Las manos finalmente quedan laxas, a ambos costados, y el rostro se congestiona, adoptando un extraño color azulado.

―           Dios, Basil… -- me llevo una mano a la boca, aún incrédulo.

Es ahí cuando la persona que está moviendo el portátil, al otro lado de la comunicación, decide aparecer. Ante nosotros aparece un primer plano de un rostro de cráneo afeitado, con dos cicatrices que se cruzan sobre su parietal. Unos ojillos crueles y grises se clavan en la pantalla, y una dura sonrisa me muestra el brillo dorado de algún diente bañado de metal.

―           ¡ME CAGO EN TO LO QUE…! ¡KONOR! ¡Konor Bruvin! ¿Qué coño haces en mi casa? – grito, golpeando la mesa.

―           Devolverte la pelota, muchacho – me contesta en ruso. – ¿No creerías que te había olvidado, verdad? Como puedes ver, tu familia aún está a salvo, pero tenía cierta deuda con el hermanastro de Víctor…

―           ¿Qué quieres, verdugo? – le pregunto también en ruso. En mi interior, Ras clama por no hacerle caso.

―           Tan sólo una cosa, muchacho… te queremos a ti, queremos que vengas a salvar a tu familia. Tú te entregas y ellos se marchan, es simple – la sonrisa de Konor se hace mucho más evidente. No tiene pensamiento alguno de soltar a sus rehenes.

Estoy atrapado y condenado. Dejo caer la cabeza sobre mi pecho y la mano de Nadia aprieta con fuerza mi hombro.

CONTINUARÁ…