EL LEGADO II (29): La batalla del canal.
¡Yujuuu! ¡He vueltooooo!
Les recuerdo que pueden comentar o contactarme en *la.janis@hotmail.es*
LA BATALLA DELCANAL.
La ventaja de disponer de informantes de toda confianza y suficientemente enraizados en las diferentes ciudades del Canal me hace sentirme poderoso, pero, gracias a Ras y su machacona iteración, no más confiado. Los fieles del culto renacido que habitan Port Said y Port Fuad, los puertos de entrada al canal desde el Mediterráneo, han contribuido con mucha información de primera mano durante semanas. Así mismo, desde Ismailia, junto al lago-bahía Timsah, donde se agrupan las diversas poblaciones alrededor de los lagos Amargos, y de la propia Suez, en el gran golfo, también están llegando, aunque más espaciadas.
Eso nos hace comprender que el control de Arrudin es firme e invisible, por supuesto. Mantiene bien comprados a los responsables políticos del canal, así como a sus autoridades portuarias. De esa forma, se asegura que sus cargas sospechosas consigan pasar sin ningún tipo de revisión. Incluso he sabido que cobra una especie de canon o peaje a diversos contrabandistas orientales por usar “su” canal. ¿Cómo ha conseguido hacerse con este tipo de control? Lo desconozco, pero, por el momento, es su tabla de salvación, y como tal debe de mantenerla bien protegida.
Es lo que me señala Nadia en este momento, la situación de las bases del georgiano sobre el mapa. Nos encontramos en la alcoba de Yassin, que ya parece nuestra casa, sin duda, ante un mapa del canal desplegado sobre el escritorio. Nadia pincha algunas chinchetas de color rojo en varios puntos. Es una información que ha costado mucho esfuerzo y dedicación. Sin embargo, contamos con nuestra propia arma: el auge en importancia de la Garra de Anubis en la última semana desata las lenguas y las colaboraciones.
― La base con más hombres se encuentra, de momento, en Port Fuad – comenta. – Los relevos de efectivos de Arrudin desembarcan ahí, en el puerto de Alejandría, y son enviados para reforzar la seguridad de las otras casas francas del georgiano. Desde allí, según se les necesite, se reparten por Fayed, en la ribera este del Gran Lago Amargo, y en la casa de Suez.
― ¿Cuánta gente? – le pregunto.
― Entre diez y veinte hombres en cada una, que sepamos.
― Demasiado peligroso – murmura Yassin, desde la cama.
Se encuentra leyendo y traduciendo informes de su gente, para ponernos al corriente. La liviana chilaba ribeteada de púrpura que lleva, deja una de sus magníficas piernas al aire, mediante una gran apertura lateral.
― ¡Necesitamos deshacernos de ellos para tomar el control del canal! – exclamo, sabiendo que tiene razón.
― Patrón, no vas a asaltar un castillo. Recuerda que son las autoridades egipcias las que tienen la última palabra – me regaña Nadia.
Sé que es una buena posibilidad. No puedo tomarme esto como una guerra literal. Estoy en un país extranjero, con costumbres algo distintas a las que estoy acostumbrado. Lo inteligente sería dejar actuar a las fuerzas de seguridad egipcias, pero todos sabemos que el culto no dispone aún de ese control. Tardaremos una eternidad en conseguir cambiar los intereses…
Por ahora, es suficiente con que los responsables del canal acepten la amenaza de la Garra. Tengo claro que debo utilizar la intolerancia de La Garra de Anubis para amenazar a los políticos y responsables locales y que abandonen sus chanchullos con el mafioso. Es mi mejor baza y todos estamos de acuerdo en ello, hasta Ras. De otro lado, tengo que conseguir eliminar las fuerzas de Arrudin para que no pueda tomar represalias y, a la misma vez, que pierda cualquier poder que sustente en el canal. Así, el temor a la Garra arraigará de verdad, controlando el tráfico entre mares.
― ¿Qué te dicen los dioses sobre todo esto? – le pregunto a Yassin.
― Están muy interesados en el control del canal. De hecho, los faraones fueron los primeros en intentar construirlo, bajo su designio, pero era una empresa demasiado ardua y extensa para aquella época. Saben de la importancia del canal para el país y, por eso, están contigo.
― Bueno, ya es algo, ¿no? Pero me gustaría saber cómo van a ayudar…
― Ayudarán – la contestación de Yassin es seca y abrupta. Ras no para de pincharla a la menor ocasión.
― Hay que llamar al capitán Lemox y sus hombres – me decido finalmente. Tengo un plan germinando en mi cabeza, pero necesito que un profesional lo pula.
Desciendo a los subterráneos aposentos de Yassin con la cabeza llena de imágenes de mapas, y bocetos tácticos. Tengo una fuerte opresión en la nuca, fruto del estrés y de la concentración. Nadia se ha quedado arriba, en una de las azoteas, hablando por el teléfono satélite con Denisse. La brisa fresca del desierto llega con el anochecer y es el momento perfecto para contemplar el barrio islámico desde la azotea.
La voluptuosa oráculo se encuentra frente a su portátil, leyendo correos de fieles. En contra de su costumbre, está vestida de oscuro, como si fuese a salir a la calle en cualquier momento. Levanta los ojos y me sonríe.
― Ven, siéntate, Elegido. Noto tu cansancio. Tómate un té, deja que los problemas de tu mente se esfumen – me dice dulcemente, señalando una silla.
― He enviado a Lemox y sus hombres a dormir. Los fieles los han repartido por todo el barrio musulmán – le digo con un suspiro, al sentarme. – Mañana seguiremos con los planes.
― Deben de estar cansados tras el vuelo.
― Eso pienso – asiento mientras me sirvo con la tetera.
― ¿Qué piensa de todo esto el capitán?
― Que es una locura.
― Ya lo suponía – sonríe ella. – Tienes las mandíbulas apretadas. Estás muy tenso.
Me encojo de hombros. No lo puedo negar. Llevo demasiado tiempo en Egipto.
― Te propongo algo, Elegido – dice Yassin, poniéndose en pie y colocándose a mi espalda para destensar los músculos de mi cuello y hombros. – Tengo que salir ahora para ciertos asuntos. Acompáñame y olvídate de todo el asunto del canal.
― ¿Vas a repartir bendiciones? – sonrió con suficiencia.
― Entre otras cosas – contesta, hundiendo sus dedos en mi carne.
― ¿Por qué no? – asiento. – Avisaré a Nadia.
― Deja que se quede aquí. No será necesaria – me susurra al oído, inclinándose sobre mí.
― Se cabreará – la advierto.
― Lo sé – sonríe al ayudarme a ponerme en pie.
Sólo tardamos el tiempo de echarse un largo pañuelo oscuro sobre cabeza y hombros, y estamos en la calle. En el patio interior, hay un destartalado Audi, negro y polvoriento, con más bollos que el burladero de una plaza de toros. Dos tipos esperan, los traseros apoyados en un lateral del vehículo y fumando.
Parece que tomamos la ruta para turistas, ya que pasamos del barrio islámico a otro de iguales características, con calles estrechas y casamatas pintadas en mil colores. Aún hay niños jugando en los solares y el aroma a guiso flota por todos lados.
Atravesamos una avenida, sorteando el tráfico de una forma caótica y peligrosa, hasta perdernos en otro barrio popular con muchos pequeños bazares aún abiertos. Creo que estamos cerca del gran zoco, o, al menos, en el centro de la ciudad. Hay momentos que el coche debe detenerse por la impasibilidad de los peatones.
― Hay controles militares en las avenidas – me explica Yassin. – Por aquí, nos los saltamos.
― La Garra ha revolucionado a las autoridades, ¿no? – sonrío.
― Mucho – me contesta ella, devolviéndome la sonrisa.
Media hora más tarde, llegamos a Midan Ramses y dejamos el coche en el aparcamiento de la estación de ferrocarril Mahattat Ramses. Es la estación más importante del país, prácticamente de allí parten la mayoría de las vías férreas. Yassin se cuelga de mi brazo y me conduce hacia unos edificios que se alzan hacia el norte. Los dos tipos nos siguen a una veintena de pasos, encendiendo sendos cigarrillos.
El edificio en cuestión tendrá una docena de pisos, con apartamentos amplios y de lujo, por lo que puedo ver en el vestíbulo. Parece ser de última construcción y debe vivir gente de buena renta allí.
― ¿Qué hacemos aquí? – pregunto a Yassin en un susurro, al subirnos en el ascensor. Por lo que sé, sus fieles suelen ser de rentas más humildes.
― Tengo que bendecir a un miembro de la policía, un comisario.
― ¿Un comisario? ¡Eso es genial!
― Sí. Necesitamos a gente de su nivel para influir en la estructura política. De todas formas, se lo debemos a una de sus esposas. Ella fue quien le hizo interesarse por los antiguos dioses.
― “Detrás de todo gran hombre siempre hay una…”
― … gran mujer – acaba Yassin la frase.
Nos bajamos en el ático y Yassin pulsa el timbre de la jamba. Los escoltas se han quedado en el vestíbulo. Una mujer madura, de unos cincuenta años, entreabre la puerta. Yassin le dice algo en árabe y la mujer asiente, permitiéndonos la entrada. Nos conduce hasta un comedor donde la familia está acabando de cenar. Un hombre robusto y casi calvo, se pone en pie y señala unas sillas con una sonrisa. Al verme, parece sorprenderse y no deja de lanzar unas discretas miradas hacia mí.
― Parece que no se fía de ti por no ser semita.
“Ya. Yo tampoco me fiaría.”
A la gran mesa, aparte del hombre calvo, están sentadas más personas, como la mujer que nos ha abierto la puerta, otra más joven, una jovencita de unos trece o catorce años, y dos niños que no llegan a los diez. Por lo que puedo ver, hay algunas fotografías enmarcadas en una estantería, con otros miembros de la familia. Puede que ya no vivan con sus padres, pienso.
― ¿Podemos hablar en inglés? Mi invitado no habla el árabe – le pregunta Yassin al hombre, sorprendiéndome.
― Sí. Mi familia no lo habla, salvo Assida – responde, señalando a la mujer más joven.
― Bien. Él es Sergio abu-Caassi, es el Elegido y está aprendiendo las formas tradicionales – me presenta Yassin.
Tanto el hombre como la mujer inclinan un tanto la cabeza en mi dirección y cierran sus ojos, así que los imito rápidamente.
― Encantado de estar en su casa, señor – dejo caer.
― Bienvenido.
― ¿Estás preparado, Sayed, para recibir la bendición de los antiguos dioses? – le pregunta directamente Yassin al hombre.
― Sí, lo estoy – contesta, tras mordisquearse levemente el labio inferior.
― ¿Comprendes que muchos de los nuevos conceptos que tendrás que adoptar entran en conflicto con tu educación musulmana?
― Sí, ya me los ha explicado mi esposa. De todas formas, no seguía las suras…
― ¿Entiendes que la bendición es igual para todos y que Assida ha pasado igualmente por ella?
― Sí – susurra, mirando de reojo a su esposa más joven.
Los niños miran de un lado a otro de la mesa, siguiendo la conversación como si fuese un partido de tenis. Sus ojos muestran curiosidad, pero están bien educados y se mantienen en silencio. La mujer de más edad no levanta los ojos de su plato, mordisqueando pequeñas porciones de fruta. Sin embargo, aunque la chiquilla la imita, su mirada no deja de alzarse para posarse sobre mí. Sus mejillas están enrojecidas bajo su pigmentada tez.
“Me pregunto si le habrá hecho gracia al comisario que Yassin se tirase a su mujer.”
― Todo puede ser. Hay muchos hombres que se excitan al pensar en su esposa yaciendo con otras personas.
― Debo seguir instruyéndote en un lugar más privado – comenta el oráculo.
― Por supuesto, sacerdotisa. Podemos pasar a la alcoba. Hedma se quedará con los niños para que no nos molesten – responde el comisario, poniéndose en pie. Parece ansioso. -- ¿Debe Assida asistir a la bendición?
― No. Ella ya ha tenido la suya. El Elegido le enseñará nuevas verdades.
“¿Verdades? No sé yo, pero para mi que lo único que pretende ver esa mujer es una buena tranca española…”, pienso al mirar como sus grandes ojos oscuros se han estrechado. Me hace recordar a una pantera a punto de saltar.
― No te voy a contestar a eso. Ella me escucha…
Yassin gira el rostro hacia mí y sonríe, como respondiendo a la pulla de Ras. Intuyo que me está ofreciendo la compañía de Assida, así que miro a ésta de nuevo, más atentamente. Debe de rondar en los treinta años escasos. Lleva el pelo oscuro recogido sobre la parte superior de su cráneo. Los ojos no están pintados ni lleva traza de maquillaje alguno, pero es atractiva, con unos golosos labios gruesos y una nariz achatada y respingona en su punta. Viste una larga chilaba de estar por casa, en un color ocre con filigranas metálicas en los bordes. Al estar sentada no me deja adivinar su figura, pero no me desagrada por el momento.
― ¿Qué hay de su primera esposa? ¿No se sentirá ella vejada por este nuevo credo? – pregunto a Yassin en castellano.
Se gira hacia el hombre y traduce mi inquietud. El comisario eleva sus manos y suelta una larga parrafada en árabe, sin dejar de agitar los brazos. Yassin me traduce.
― Hedma se lo está pensando aún. Assida le habló del credo al mismo tiempo y convenció a su esposo, el cual no era un musulmán de pro, todo hay que decirlo. Un comisario, en Egipto, es el ser más depravado y rastrero de la sociedad, sujeto a infinitos vicios que disfruta casi gratuitamente. Pero, lamentablemente, nos resultará necesario. Sin embargo, su primera esposa sí es una mujer creyente y respetuosa del Corán y las tradiciones. Necesita algo más que palabras para convencerse y pretendo que vea el cambio en su esposo. Tiene demasiado respeto o quizás miedo de él para imponer sus creencias. Así que sufrirá en silencio hasta que comprenda…
Asiento en silencio. Es lo que suponía. El comisario indica el camino y Yassin le sigue. Assida se levanta de la mesa y se inclina sobre su compañera de matrimonio, susurrándole algo al oído. Ésta cabecea, asintiendo, y me mira directamente. La segunda esposa me hace un gesto, señalando la puerta del fondo, por donde han desaparecido el oráculo y el comisario. Le hago un gesto galante y le digo en inglés:
― Después de usted, señora.
La gran sonrisa que cruza su rostro es un gran incentivo para seguirla, eso y el movimiento ondulante de sus rotundas caderas. ¡Vaya culazo gasta la señora!
Como ya pensaba, el lugar a donde me lleva es un dormitorio, pero está lleno de muñecas, peluches, y pósteres de cantantes de moda, así que supongo que es el cuarto de la adolescente. Una cama estrecha está cubierta con una colcha de Disney, llena de dibujos de la Sirenita y la Cenicienta. ¿Vamos a follar ahí encima? En según qué sitios, podría ser un sacrilegio, joder.
Assida apoya su espalda contra la puerta al cerrarla. Mantiene sus manos a la espalda, sobre la madera, y me mira intensamente, repasando mis rasgos y mi cuerpo. Por un momento, me siento como un pastel en un escaparate.
― Lo que más me gusta del nuevo credo es la libertad que deja a las mujeres – musita en un inglés dulzón, avanzando hacia mí. – Hemos estado demasiado reprimidas con la imposición machista musulmana. ¿Sabes que no he tenido más hombre en mi vida que mi marido?
― Una lástima – respondo, abarcándola por la cintura e inclinándome sobre ella para besarla.
La siento rendirse entre mis brazos, como si mi lengua estuviera llenándola de saliva impregnada en una sensual droga que la derritiera contra mi cuerpo. Ras me susurra lo ansiosa que está, el increíble ritmo de sus latidos, y la calentura que invade su cuerpo. No me hacen falta saber los detalles. Su lengua intenta tragarme vivo. No he sentido otra lengua más procaz y agresiva que ésta. Su boca ha aspirado toda mi saliva y sigue pidiendo más. Repasa mi encía, mi paladar, y creo que hasta ha tocado mi glotis… ¡lo juro!
Mis brazos estrujan su cuerpo con cuidado y ella se queja solapadamente en mi boca. Sus brazos se enroscan en mi nuca, colgándose de mi cuello. Su cuerpo se aprieta contra el mío. Por lo que puedo palpar, no lleva nada bajo su sedosa chilaba.
Con un ondulamiento de su cuerpo, deja resbalar la prenda sobre su piel, hasta que queda arrugada a sus pies. Entonces, se separa de mí y me mira, separando un tanto los brazos del cuerpo. Es una estatua clásica de la mitología, con piel de caramelo en vez de mármol. Caderas amplias y marcadas, y muslos prietos que forman una curva sinuosa y espléndida. Es una mujer muy bella, al menos para los estándares de Ras, que no deja de palmear en mi interior, loco de entusiasmo.
― Bendíceme, mi señor – musita con voz enronquecida. Cierra los ojos y se ofrece sin condiciones.
― Entonces, desnúdame Assida.
No dice nada, tan sólo se afana con los botones de mi camisa. Descubre mi torso lentamente, acariciando cada porción de piel que deja al descubierto. Sus manos contornean los músculos de mis pectorales, la escalinata de las costillas, y, finalmente, se regodean en mis marcados abdominales.
A continuación, cae de rodillas. Un suave jadeo resuena en su garganta, seguramente debido a la excitación. Sus dedos luchan sobre los botones de la bragueta, sin duda por la impaciencia. Está palpando lo que se oculta bajo la tela y necesita ver para creer. Con una sonrisa, tira del pantalón hacia abajo, aún sin haber desabotonado el último botón. La ancha prenda acaba en el suelo, junto con mi boxer de seda.
Assida se sienta sobre sus talones, tomando una perspectiva mayor de lo que está viendo. Se está mordiendo una uña mientras procesa la información.
― Nunca he visto un blanco con algo así – murmura.
― ¿No has dicho que no habías conocido a otro hombre más que a tu marido? – bromeo.
― Bueno, tengo amigas que me cuentan – se encoge de hombros.
― ¿Te da miedo? – le pregunto, alzando mi miembro con una mano.
― No, pero me va a costar trabajo. Sayed la tiene así – me responde, alargando el dedo índice y señalando con el otro de la mano contraria un punto en su muñeca. – Y bastante fina…
― Entonces, tendré que humedecerte a base de bien – le digo, poniéndola en pie para tumbarla en la cama.
Juro que traté de contenerla, de acallar sus gritos, incluso pensé en amordazarla, pero estaba desatada. Assida estuvo gozando como nunca en su vida. Sus berridos y quejidos inundaron el apartamento, y no dejaba de pedirme algo en árabe, que, más tarde, Yassin me tradujo:
― ¡Quiero un hijo de los dioses! ¡Dame un hijo, por favor! ¡Préñame!
Con razón, Sayed, su marido, me miraba de forma fatal cuando me reuní con ellos en el comedor. Assida se quedó dormida en la cama de su ahijada, derrotada por el cansancio. Creo que si hubiera podido, el marido me habría disparado en la nuca al salir por la puerta.
Empiezo a estar un tanto harto del interior del cajón metálico del gran camión. Al menos, el aire acondicionado nos ha permitido evitar el calor sofocante del sol que cae a plomo en el polígono industrial de Al-Vahim, en Port Fuad. Pero llevamos cinco larguísimas horas aquí metidos, en silencio. Las miradas de los hombres de Lemox sobre Nadia son cada vez más frecuentes, aún cuando la chica viste ropa militar. Menos mal que la colombiana está acostumbrada a que sus compañeros de armas la miren, sino la cosa se podría haber puesto bien jodida en un espacio tan reducido. De todas formas, debemos esperar la señal de los vigías exteriores.
Por fin llega el aviso. Miro el reloj. Las 20:45 horas. El momento del magrib, la oración de la puesta de sol.
Salimos de uno en uno por una puertecita situada justo detrás de la cabina de conducción del trailer. No hay nadie a la vista pero nos perdemos en las sombras alargadas, en busca de los puestos que nos han adjudicados. Las suelas de gruesa goma de nuestras botas apenas hacen ruido sobre el cemento. Vamos casi libres de material. Nada de mochilas, ni arneses. El chaleco antibalas y lo necesario repartido en los bolsillos o en la canana.
Bisturí, el médico de la compañía, me toca con un dedo en el casco, llamando mi atención. Alzó la vista y miro en la dirección que me señala. Desde detrás de los palés de sacos plastificados con los que nos ocultamos, puedo ver la nave industrial que es nuestro objetivo. Bueno, la verdad es que se trata de dos naves. Repaso los datos que hemos estudiado. Una es más baja que la otra, con dos grandes puertas corredizas, una en cada extremo del edificio. Paredes grises y sucias, techo de zinc aleado, y puertas de hierro. Clásico.
La otra tiene un piso extra, así como numerosas ventanas enrejadas. No es un almacén, sino una vivienda. Además, tiene la fachada pintada de azul y amarillo, y un tejado con losas de pizarra para refractar el calor. Allí es donde duermen y viven los hombres de Arrudin.
Ambos edificios están separados por un patio de una treintena de metros, que sirve de aparcamiento para varios vehículos, bajo una techumbre de paja. Una valla metálica rodea, en un gran perímetro, las dos naves, creando, en la parte de atrás, una zona de atraque, también protegida por la alambrada. Una torreta sostiene el cartel con el nombre de la empresa, a una decena de metros de altura, anclada en el centro del patio delantero. También oculta al vigía con rifle que controla el perímetro. Hemos hecho los deberes, pero no sabemos nada de la disposición interior, ni de lo que puede esconder. Es un tiro a ciegas y me preocupa.
Sonrío al leer la pintada escrita en el murete de la alambrada. Es lo que me está señalando Bisturí. Aunque está escrita en árabe, sé lo que pone.
“¡No más control extranjero! ¡Quien no sepa dónde están sus lealtades, acabará de la misma forma que los perros extranjeros! La Garra de Anubis.”
Así reza el mensaje que La Garra ha dejado en cada una de las casas francas de Arrudin. A partir de ese momento y sin tardanza, los burócratas de la policía han retirado las patrullas de vigilancia, muertos de miedo por las represalias. En los puestos de control del canal, los responsables de puerto sobornados no han aceptado más sobres, enviando así su renuncia inmediata al georgiano. Me hubiera gustado verle la cara cuando se enteró de la noticia. Arrudin ha perdido el canal, por el momento, y por eso debemos darle la puntilla nosotros.
― Aquí Líder. El rezo ha terminado – informa mi radio.
― Arrudin no tendrá apenas musulmanes contratados – susurro.
― Lo sé, Águila, pero nos ha permitido rodear el lugar sin ser vistos, como habíamos previsto. Menos T-10.
― Entendido – asiente Nadia.
Cuenta atrás de 10 minutos, coincidiendo con la cena. Estos eslavos suelen cenar pronto…Hay que tomarlos por sorpresa porque si se atrincheran ahí… vamos a tener problemas.
La espera es tensa y larga, todos escondidos tras bultos, vehículos, y esquinas. Al menos, tenemos suerte de que no quede nadie en la calle para descubrirnos. El puerto no es un buen sitio para pasear después de que se ponga el sol. Me fijo en el punto rojizo que aparece en lo alto de la torreta. El vigía está fumando y eso hace que me ría. Es lo primero que desaconseja el manual. Seguro que los teleobjetivos están fijos en ese desgraciado.
― Aquí Líder – el chasquido de la comunicación me hace respingar. – T menos 30. Desentumeced los músculos, niños, Vamos a ponernos en movimiento. Recordad que no tenemos información del interior, así que nadie se haga el héroe. Siempre por parejas y cubriendo al compañero. Comprobad los silenciadores. No quiero más ruido del necesario, aunque no creo que las autoridades acudan a meter las narices.
― Ni de coña. Somos la puta Garra. ¿Quién iba a venir a husmear? – rezonga Ras con un sonsonete.
― Vigía Uno, ¿tienes blanco? – pregunta Lemox en la banda privada.
― Eco – responde una voz gangosa. Eso es una afirmación.
― ¿Vigía Dos?
― Eco.
― Fuego.
El punto candente del vigilante de la torreta cae abajo al instante, golpeando el entresijo de hierros y dejando una diminuta lluvia de chispas. Un motor cobra vida a mi derecha. Es la carretilla elevadora que hemos robado esta tarde. Servirá para pasar por encima de los cinco metros de alambrada llena de sensores. El vehículo surge de detrás de un muro lleno de soeces dibujos, con las luces apagadas. La plataforma está levantada a unos tres metros y uno de los mercenarios conduce desde allí, lentamente, hasta colocarse contra el murete, procurando no tocar el alambre. Los vehículos aparcados en el interior casi camuflan la carretilla.
La plataforma asciende hasta dejar atrás la valla y gira sobre sí misma para quedar como un puente o trampolín hacia el interior del perímetro. No necesito mi visor nocturno para ver lo que hace nuestro hombre allí arriba. Se ha tumbado de bruces sobre la plataforma, asomando el cañón de su arma, y está esperando a que lleguen los perros. Lleva un silbato de ultrasonidos con los que atraerlos todos hasta ese punto.
Entre gruñidos, llegan a la carrera cuatro poderosos rottweiler, sin duda amaestrados para su cometido. Apenas puedo distinguir el fogonazo del rifle dado la bocacha apaga llamas del silenciador cuando el mercenario dispara sobre los animales. Unos apagados gañidos me indican que los perros han pasado a mejor vida. Lástima, eran hermosos ejemplares.
El mercenario, creo que es Cotijo, el maya, tarda apenas un minuto en deslizarse desde la plataforma, usando un cable y un arnés. Arrastra los cuerpos de los perros hasta meterlos debajo de los coches aparcados, y después se pierde hacia el interior, sorteando las luces de los focos que se han encendido con la llegada de la noche. Otro hombre está retirando la carretilla tras bajar la plataforma.
― ¡Luz verde! – silba Lemox. Eso significa que el indio ha desactivado la alarma de la valla.
Todos salimos de nuestros escondites y nos acercamos a la alambrada en distintos puntos de su perímetro, tres para ser exactos. Uno detrás de los vehículos aparcados, otro al este, justo en un lateral de la nave almacén, y el tercero al sur, detrás de la nave vivienda. Allí, en una caseta de control, debe de estar el cadáver del otro vigilante abatido por Vigía Dos.
Cortar la alambrada y entrar es cosa de segundos. Las parejas se dirigen inmediatamente a sus objetivos designados. Bisturí, Nadia y yo formamos el único “trío” y nos toca la retaguardia, o sea, control de daños y apoyo. Lemox no quiso saber nada de dejarme participar en la juerga, desventajas de ser el patrón, supongo.
Pegamos la espalda contra el muro de la nave vivienda, separándonos y encajándonos entre las ventanas, ojo avizor a todo lo que se mueva en el patio, mientras dos parejas se cuelan por la puerta. Los apagados disparos suenan enseguida, pero no hay respuesta de fuego. Buena señal, han pillado a los primeros en bragas.
― Aquí 6, encontrados dos pájaros en el almacén. Químicos cortando droga. No hay presencia hostil – comunica la radio.
― Aquí Líder. Replegaros hacia la vivienda y controlad esa parte.
― Roger.
Bien, eso quiere decir que convergemos todos hacia la nave vivienda. Pero el esperanzado pensamiento se cae a pedazos cuando escucho el tableteo de varias armas automáticas. Hemos sido descubiertos y se están defendiendo. ¡Joder!
Por encima de nuestras cabezas, una ventana revienta en pedazos, salpicándonos con diminutos cristales. Tres segundos después, un fuerte estampido me sobresalta. Levanto la vista y veo humo surgir de la destrozada ventana. ¿Una granada?
A mi izquierda, Nadia levanta raudamente su corto y feo FN P90 belga y deja ir una andanada hacia una de las ventanas del extremo, obligando al tipo que asomaba a través del enrejado a meterse dentro.
― ¡Atentos a lo que puede asomar! – nos chista Bisturí.
Llegan más disparos de otras partes de la nave. Parece que todas las parejas participan en el baile.
― ¡Médico! ¡Bisturí! Aquí 3, en el sector sur, ¡tenemos bajas!
― ¡Voy! ¡Chicos, os dejo! – nos señala Bisturí con el dedo.
― No te preocupes, estaremos bien – contesta Nadia, alzando un pulgar.
El médico mercenario sale corriendo, rodeando la nave para no cruzarse en el fuego. Activo el micrófono y pido un informe.
― La planta baja es nuestra – me responde Lemox – pero no podemos subir al piso superior. Hay una fuerte resistencia.
― ¡Joder!
― Tendremos que utilizar medios más agresivos y eso llamará mucho la atención. ¿Qué hacemos, Águila?
― ¿Controlamos las comunicaciones?
― Sí, les tenemos aislados.
― Bien, ahora te llamo.
― Roger.
Nadia me mira y abre las manos en una muda pregunta.
― ¡Cúbreme! Voy a traer aquella camioneta aquí – le chisto.
― Pero… ¿para qué?
La dejo con la frase en la boca. Salgo corriendo agachado hacia los vehículos aparcados debajo de la techumbre de paja. Tengo la sensación de que hay una mira puesta sobre mi culo, pero nadie me dispara, seguramente debido a las cortas ráfagas de Nadia sobre las ventanas.
Tal y como he imaginado, los vehículos tienen las llaves puestas, lo que indica el control que mantienen dentro durante el día. He elegido la camioneta porque tiene un torno con cable de acero en el cajón trasero. Doy una rápida vuelta por el patio, sin encender las luces, hasta situar el vehículo en un extremo del edificio, bajo la última ventana. Nadia ya me está esperando, cubriéndome, cuando me bajo.
― Voy a atar el gancho a la reja de esta ventana – le cuento, señalando la ventana sobre nuestras cabezas, en el piso superior.
― ¡¿QUÉ?! – se asombra.
― Los chicos no pueden subir, así que hay que hacer una entrada nueva.
― ¿Estás loco o qué? ¡Nos van a acribillar!
― Procuraré que no sea así.
― Han tenido que ver tu movimiento con la camioneta. Esa habitación se estará llenando de tiradores – intenta convencerme.
― Lo sé. Ras los está oyendo, pero intentaré que se preocupen por otra cosa. Dame esas dos granadas – le pido, señalando las que lleva a la cintura.
― ¡Jodido loco! – refunfuña, entregándomelas.
― Ahora, súbete a la camioneta y espera mi señal para salir pitando, a toda leche, hacia la otra nave.
Me subo al cajón, suelto el gancho y empiezo a tirar del cable, hasta tener desenrollado unos treinta o cuarenta metros.
― ¿Líder?
― Aquí Líder.
― Necesito una distracción para que la mayoría de efectivos se ocupen. Estoy intentando abrir un acceso en el piso superior, al este.
― Águila…
― ¡No discutas!
― Está bien, maldición. Tenemos aquí una puerta blindada para intentar hacer una carga, escaleras arriba.
― Bien. Espero que con unos tres minutos tenga suficiente. Cuando vengan de nuevo a por mí, tendréis el camino libre. Eso creo.
― ¿Eso cree?
― Venga, al tajo. Necesito esos tres minutos.
― Roger.
Con el gancho liado al hombro, me encaramo a la reja de la ventana inferior y me aúpo hasta alcanzar la del otro piso si estirara el cuerpo. En esa incómoda posición, espero hasta escuchar el incremento de disparos. Me imagino los chicos avanzando escaleras arriba, soportando el peso de una gruesa puerta de hierro, mientras las balas rebotan sobre su protección. Hay dos explosiones, casi simultáneas. Dios, que no sean granadas…
― ¡Se han ido! ¡Es el momento!
Me alzo y formo un lazo alrededor de dos barrotes con el garfio y el cable. Los batientes de la ventana están abiertos, de par en par. Mejor.
― ¡Ahora, Nadia! – exclamo.
La camioneta se pone en marcha con un rugido. La colombiana sabe sacarle partido al motor y alcanza una buena velocidad en pocos metros. Me bajo de un salto y quito la anilla de una de las granadas. Contemplo el cable estirarse y el brutal tirón cuando queda tenso por el freno del torno. La camioneta se detiene en seco, pero la tensión es suficiente para arrancar la reja de su anclaje, saliendo disparada en pos del vehículo.
Con una sonrisa, arrojo la granada por el hueco de la ventana. La explosión me sorprende acurrucándome contra la pared, las manos sobre el casco. No pierdo el tiempo y trepo de nuevo, al tiempo que Nadia viene corriendo. Entro con decisión, dejándome caer sobre el suelo lleno de cascotes. No se ve una mierda entre el polvo y la ausencia de iluminación, así que enciendo la linterna de mi rifle.
Lo primero que me encuentro es un par de cuerpos cruzados en el umbral de la habitación, sin duda sorprendidos por la deflagración de la granada cuando entraban. Cubro la puerta, dando tiempo a Nadia a colarse por la ventana.
― Aquí Águila. ¡Estamos dentro!
― Lo sé porque nos han dejado casi tranquilos. ¡Todos esos hijos de puta van hacia vosotros! ¡Ahora somos nosotros los que necesitamos unos cuantos minutos!
― Los tendréis – mascullo entre dientes.
De un puñado, pongo la cama de lado y la empujo por la puerta, con colchón y todo. Nadia ya está empujando un butacón y varios muebles más. ¡A las barricadas! ¡Jajajaja! Los cadáveres de los dos tipos no me dejan hacerlo con comodidad, así que los aparto a patadas. Justo a tiempo, varios hombres aparecen en un recodo del pasillo. Los primeros se topan con la barricada a apenas cuatro metros y no consiguen ponerse a cubierto a tiempo. La ráfaga de mi MK48 MOD los casi parte por la mitad. Entre chillidos histéricos, los demás retroceden hasta la protección del recodo del pasillo. Detrás mía, Nadia suelta una risita de hiena.
Cambio el cargador mientras ella suelta cortas ráfagas por encima de mi cabeza. Le indico que siga así y dejó la cobertura del colchón para acercarme agazapado al recodo. Ras sitúa al menos a cuatro hombres allí. Quito la anilla de seguridad de la granada y dejo libre el percutor. Cuento hasta tres y la envío tras el recodo. Creo que explota en el aire porque no tienen tiempo de soltar un grito. Hay metralla que se estampa a mi otro lado, levantando el yeso de la tabiquería.
Le hago una señal a Nadia cuando me asomo, encañonando el recodo. Hay sangre y pedacitos por todo el pasillo. Avanzamos con cautela. Ras es de mucha ayuda, diciéndome si hay gente en las habitaciones cerradas. Hemos dejado atrás dos, vacías, hasta topar con la primera ocupada. Le hago una indicación a Nadia para que se ponga al otro lado del quicio. Ella lo hace, teniendo buen cuidado de pegar su espalda a la pared del otro lado del pasillo para no alertar de su paso por delante del umbral con su sombra.
Alargo la mano con cuidado, dispuesto a accionar el picaporte. Los disparos son cada vez más aislados, al fondo. En el momento que empujo la puerta, una larga ráfaga barre la puerta, haciéndolas pedazos. He tenido el tiempo justo de retirar mi mano. Con un movimiento de muñeca, Nadia lanza al interior la última granada que le queda. No es una de fragmentación, sino de estallido lumínico, no letal, pero cumple con su cometido. Los que estén en el interior quedan conmocionados por el potentísimo destello de magnesio.
Nadia es la primera en entrar y abate a un hombre que intenta ponerse en pie y mover el cañón de su arma hacia nosotros. Hay otro en el suelo, sosteniéndose a cuatro patas, parpadeando agónicamente, intentando recuperar la visión. Con un par de zancadas, le piso el cuello, aplastándole la cara contra el suelo. Se queja, pero no intenta moverse. Los cañones de nuestras armas barren el dormitorio, haciendo que los haces de las linternas pongan los detalles al descubierto.
Es cuando advertimos de la silueta acurrucada en un rincón, detrás de la cama. Mantiene la cabeza gacha, las manos cubriéndole el rostro. Nadia le apunta con su arma mientras yo me agacho y inmovilizo las muñecas del tipo que piso con una presilla. Al acercarnos a aquella persona, cubierta con una sábana, descubrimos que se trata de una mujer, de oscuro cabello recogido en una coleta.
― ¡Levanta las manos! – le silba Nadia, en inglés.
La mujer obedece, apartando sus manos de la cara y levantándolas bien altas.
― No disparen… por favor – musita, también en inglés.
La verdad es que no puedo disparar, ni aunque dependiera de ello mi vida. Menos mal que Nadia me cubre. No estoy preparado para este encuentro. Las encías me duelen de tanto apretar los dientes. Me acerco de una zancada y atrapo con fuerza la pechera de Anenka hasta ponerla en pie, como un pelele.
― ¡TÚ! ¡Puta perra mongólica! – le escupo a la cara, antes de arrojarla al otro lado de la habitación, con una potencia que me sorprende y que impacta a Nadia.
― ¿Quién es, coño? – pregunta Nadia, algo histérica.
― Anenka… la traidora – muerdo cada palabra al avanzar hacia la rusa, que se queja del tremendo golpe que se ha dado contra la pared.
― Madrecita – murmura Nadia, impresionada por la captura.
― Oh, sí… Anenka, la puta del KGB – casi sonrío al dejar caer mi puño un par de veces sobre su rostro, dejándola inconsciente.
Le pongo las manos a la espalda y le pongo otra presilla. Después, me la echo al hombro como un fardo. Cuando inspiro con fuerza, me doy cuenta del silencio. Los disparos han cesado y el olor a pólvora llena las dependencias.
― Vamos. Parece que esto se ha acabado – le digo a Nadia.
Estoy en lo cierto. La operación ha durado una hora escasa, pero ha resultado cara. Lemox me informa que han muerto tres de sus hombres y hay una docena de heridos. La mitad de la compañía está de baja. De nuestros enemigos, más de una veintena han sido abatidos y varios apresados, entre ellos un maduro administrador que puede sernos útil.
Llamo a Yassin para activar el siguiente paso del plan, que consiste en que casi un centenar de fieles acuda a estas instalaciones, para borrar todo rastro de la batalla, muertos incluidos, y dejar todo de nuevo inmaculado. Es importante que, con la llegada del nuevo día, todo siga igual que siempre.
También hay que trasladar a los heridos a un sitio adecuado para que reciban atención médica, y conseguir información de los prisioneros, como en cualquier guerra, ¿no?
Al revisar la nave almacén nos encontramos con cierto regalito. Durante el asalto, se había radiado que los chicos habían encontrado dos químicos adulterando droga, pero el laboratorio que hemos encontrado parece más una fábrica que otra cosa. Sin duda, Arrudin utiliza este sitio para cortar toda la droga que entra por el canal. Por otro lado, hemos localizado un par de toneladas de pasta de coca, así como heroína en polvo y varios miles de pastillas.
Es el momento de sentarme con ese administrador.
Una gruesa señora de unos cincuenta y tantos años, que responde al nombre de Sunima, deja otra cafetera llena de aromático extracto turco sobre la mesa. Con una sonrisa, me revuelve el pelo y dice algo que Yassin traduce como: “Necesitas café para seguir cortando pezcuezos.”
Hace un par de horas que el sol ha salido y la mayoría de los trabajos en las instalaciones de Arrudin han terminado. Se han quitado los cascotes, reparado ventanas, arreglado y pintado los destrozos de las balas y explosiones. Los cadáveres han sido retirados y lanzados a los cocodrilos del estuario, los heridos trasladados, y, por último, se ha cargado un camión con toda la droga.
Tras una larga charla con el administrador, otro georgiano de toda confianza de Arrudin, que responde al nombre de Misha, hemos sabido algunas cosas que nos van a venir genial. Misha, en un principio, no quería hablar, como era de suponer, pero al conocer que yo estaba en el grupo de asalto, no tardó en buscar un trato favorable para él.
Pronto aprendimos que los cargamentos de base, provenientes del Triángulo de Oro, son desembarcados en el lago-bahía Timsah, cerca de los lagos Amargos, y desde allí se traen por tierra hasta Alejandría, donde se cortan y se manipulan antes de ser embarcados hacia Europa. Los almacenes de Ismailia se dedican a ocultar ese trasiego, importando diversos materiales, como trigo, abono, arena y grava, y materiales de construcción. Con eso, pueden mantener una flota de camiones y vehículos de aquí para allá.
La casa franca de Suez es la sede de este tinglado. Allí se toman las decisiones económicas y se aprueban los diferentes tratados entre grupos civiles y criminales. Todo un imperio, hay que decir.
Todas las casas francas están sobre aviso y han sido cerradas. El mensaje de La Garra, como ya intuía, ha acojonado a Arrudin. El administrador me ha confesado que esta misma tarde llegarán refuerzos de Ucrania en un barco, a Alejandría, con la idea de reforzar estas mismas instalaciones. Hemos tenido de atacar un día antes, sino nos habríamos encontrado con al menos el doble de fuerzas.
Le pido que llame a Ismailia, indicando que deben esconder el último cargamento de droga adulterada, ya que esperan una inspección esta tarde. No es algo frecuente, pero tampoco ilógico, dada la situación. Así que es allí, a una población del centro del canal, donde hemos enviado el camión con toda la droga.
Con este dato en la manga, Yassin se ha puesto en contacto con el comisario Sayed, para que actúe en consecuencia. A pesar de ser un plan improvisado, soy consciente de que las autoridades egipcias deben tener algún triunfo en todo esto, como garantía. Lo mejor es cederle el honor de aprehender toda esa droga y poner al descubierto la identidad del capo Arrudin.
Así mismo, Yassin se ocupa del asalto a la casa franca de Suez. Un retirado coronel del ejército egipcio comandará unas docenas de fieles, representando el papel de soldados de La Garra. De esta forma, todos los estamentos participantes pondrán su granito en esta historia. No me importa quien se lleve la gloria, lo único que quiero es que el canal deje de aportar beneficio y poder a Arrudin.
― ¿Qué vas a hacer con… ella? – me pregunta Nadia, señalando el piso de arriba con un movimiento de cabeza.
― La he dejado para el final, para disponer de tiempo – tanto Nadia como Yassin me miran con preocupación.
― ¿Piensas torturarla?
― Eso depende de ella, exclusivamente. Vamos, Nadia, es hora de hablar de retribuciones – le digo a la colombiana, poniéndome en pie.
Anenka está custodiada en lo que es su dormitorio, atada de pies y manos sobre su cama. No me fío de ella ni un ápice, por eso le he puesto un mercenario armado en la puerta. Me mira con sus rasgados ojos violetas al entrar. Parece haber recuperado su antigua serenidad desde que la sorprendimos escondida. Está igual de hermosa que siempre, con sus rizos oscuros cayendo sobre la seda del kimono que viste.
― No te hacía por estas latitudes, Anenka. Siempre dijiste que no soportabas el calor – le digo, atrapando una silla y sentándome al lado de la cama. Nadia se deja caer en el butacón de la cómoda con espejo.
― Bueno, una dama debe adaptarse a todo – me contesta con tono suave.
― Sobre todo si tiene genes de víbora, ¿no? – se encoge de hombros con mi pulla.
― ¿Qué tal está la joven Katrina? Me han dicho que os habéis casado…
― Sí, así es. Hemos formado una familia. Sólo faltas tú para que estemos completos.
― ¿Yo? – abanica sus largas pestañas al mismo tiempo que sonríe.
― Sí. Le prometí que te entregaría a ella como regalo de bodas. Tiene muchas ganas de hacerse una alfombra con tu pellejo.
Esta vez la broma no le gusta. Aprieta los labios y aparta la mirada, clavándola en Nadia.
― Y tú debes de ser la guardaespaldas colombiana, ¿Nadia, no es así? – Nadia no contesta pero su mirada es gélida. Empieza a comprobar personalmente cuanta verdad hay en todo lo que le han contado. – Siempre has tenido buen gusto con las mujeres, Sergei. Has sabido rodearte de bellezas. Se lo he dicho muchas veces a Nicola… podría aprender de ti y dejarse de tantos palurdos del Este. ¿Te folla bien, querida?
― Déjate de cuentos, bruja – la llamo al orden con una cachetada. -- ¿Por qué estás aquí, en Egipto?
― Tan impaciente como siempre – se relame los labios, buscando sangre, pero no la hay. – Sólo negocios, cariño, sólo negocios.
― Escúchame atentamente, Anenka. Sé que estás entrenada para soportar el dolor y los interrogatorios. Que eres una mujer curtida y dura. Ya lo dejaste bien claro, pero te advierto que ya no soy el mismo. Aquel niño ingenuo se quedó atrás, ¿sabes? – mis ojos se clavan en los suyos, y la mirada de basilisco prende en ella con relativa facilidad.
― Demasiado fácil, Sergio.
“¿A qué te refieres?” – le pregunto mentalmente.
― Hay algo que no me cuadra. No hay trazas de su acento ruso. Por otra parte, no habrías conseguido apoderarte de su voluntad en otro tiempo. ¿Tendrá algo que ver la bendición de los antiguos dioses?
“No lo sé, viejo. A lo mejor.”
― No me convence. Acércate más y huélela, saboréala…
― La madre que… ¿De veras? – la imprecación se me escapa en voz alta.
― Hazlo y calla.
Me inclino sobre ella, acercando mi nariz a sus cabellos, e inspiro. Huelen a azahar y camelina. No es un aroma que asocie con ella, pero ha pasado el tiempo y estamos en un país con duro clima para el cabello. No quiere decir nada.
Desciendo por la piel de su rostro y su cuello. Sus fosas nasales palpitan y sus pupilas tratan de seguirme. Sólo huelo el jabón de almendras que siempre ha usado.
― Busca un lugar más íntimo, donde brote el sudor.
Mi mano asciende hasta su pecho, desabrochando el cordón que cierra el kimono. Frente a mí, Nadia rebulle instintivamente.
― ¿Qué haces? – murmura Anenka.
― Ssshh… antes te encantaba – la acallo, introduciendo la mano y sobando delicadamente el enhiesto y pequeño pecho.
Hundo mi rostro en el canal de sus pechos, aspirando el olor a mujer. Mi lengua se desliza por la piel clara que recuerdo y ella se estremece. Sin embargo, mi mano derecha aprieta la barra lateral del somier con tanta fuerza que abollo el metal. No me está resultando nada fácil seguir las indicaciones de Ras.
Subo la lengua por su garganta, lamo su barbilla hendida, y acabo hundiéndome entre sus labios, que se entreabren para acogerme. El beso es largo y lánguido, entremezclando saliva, succionando cálidas lenguas, y mordisqueando sus gruesos labios.
Cuando me retiro, Anenka está jadeando, mirándome con una expresión que nunca he visto en ella. No sólo hay deseo en ella, sino casi se podría definir como adoración.
― ¡No es ella! ¡NO ES ANENKA! – y mi mente retumba con esas palabras, No puede ser, tiene que ser ella. – No huele como Anenka y no sabe a ella. Ni siquiera se parece. Hazme caso, no es ella y ahora la tienes bajo tu voluntad. Oblígala a responderte.
― ¿Quién eres? ¿Cuál es tu verdadero nombre? – le pregunto en un susurro, mis labios muy cerca de los suyos.
― Belisana Nustolev.
― ¿Y la verdadera Anenka?
― No lo sé. No la he visto más desde el día en que nos operaron – su respuesta es tan queda que Nadia también debe inclinarse y unirse a nosotros.
― ¿Qué operación?
― Ella me dio su rostro.
― ¡Maldita sea! ¿Y ella? ¿Cuál ha asumido?
― No lo sé. No me dejaron verla.
― Recapitulemos. ¿Cuál es tu papel aquí? – pregunto con un suspiro.
― Esperar.
― ¿A qué?
― A que me llame Arrudin. Llevo varios meses esperando.
― ¿Y cuando te llame, qué harás?
― Me pasearé por algunos sitios de Europa, dejándome ver.
― Es un cebo. Pensaba usarla para atraparte.
― Lo sé y es un buen cebo.
Nadia asiente. Ha llegado a la misma conclusión con escuchar sólo mi comentario.
― Supongo que Anenka te ha contado muchas cosas sobre mí – continuo.
― Sí. Tenía que observarla para aprender su forma de moverse, de gesticular, sus expresiones… y ella no dejaba de hablar de ti y de lo que habíais hecho juntos.
― Aprendiste bien.
― Soy actriz – encoge un hombro. – Está muy dolida contigo… muy enfadada… tuvo que amarte mucho para llegar a ese odio.
Esa confesión me coge por sorpresa. No sé si creerla, pero recuerdo las veces que Anenka me ofreció reinar a su lado, y cabeceo finalmente. Nunca supe ver ese grado de emoción en la espía rusa. Quizás haya sido culpa mía.
― Déjate de tonterías y sonsácala de una vez. Exprímela cuanto puedas y después tírala al río.
Tengo que hacerle caso al viejo. Así que, durante varias horas, he estado sacándole todo lo que sabe sobre los asuntos de Arrudin a la falsa Anenka. Incluso Nadia ha tenido que pedir un móvil con grabadora para guardar tantos datos. Al final, no la he tirado al Nilo. Es tan sólo una actriz contratada que ha tenido la mala suerte de obtener el rostro de una bella arpía. La enviaré con Lemox de vuelta a España. Iris se ocupara de ella, sometiéndola.
Antes de la llamada de la oración de la tarde, envío a varios fieles con los vehículos del patio para recoger a los hombres de refuerzo que llegan en un barco griego. Esperamos a darles la bienvenida, bien escondidos. Caen en la trampa como hambrientos ratones. Veinte matones eslavos que he acabado regalando a los esclavistas de Sudán. Hay que estar a bien con todos, ¿no?
Sin embargo, el día no termina con buenas noticias. El comisario Sayed ha utilizado la entrada del camión cargado de drogas como excusa para obtener una orden de registro y asaltar el almacén de Ismailia, deteniendo en el proceso a dieciocho hombres y cinco mujeres. Solo cinco hombres eran extranjeros. Se han incautado muchas armas, más droga, y bastante dinero. Esa ha sido la buena noticia.
El mal sabor de boca llega desde la operación de Suez. La casa principal de Arrudin en Egipto ha sido asaltada por medio centenar de fieles, comandados por el coronel retirado Emil Dudoken, pero, de alguna manera, han conseguido atrincherarse ferozmente. Han mantenido una resistencia encarnizada que se ha cobrado la vida de más de la mitad de los fieles. Varias escenas han sido recogidas por equipos locales de televisión y han sido emitidas en los noticiarios. Finalmente, el propio Dudoken se ha sacrificado, detonando un coche bomba con el que ha volado todo el edificio.
A pesar de los mártires caídos, el mensaje ha quedado absolutamente claro: “La Garra de Anubis no perdona”.
Después de eso, no queda político ni controlador, ni responsable de puerto que acepte un nuevo soborno de Arrudin, ni de ningún otro. En un principio, pensaba hacerme con el control del canal, en el anonimato, cerrando la vía más fácil para mi enemigo, pero ya no es necesario. La Garra de Anubis será aún más efectiva que yo, y así mi nombre no aparecerá por ninguna parte. Confío en los dioses y en el buen hacer de los fieles para cerrarle el paso a Arrudin. Ya solo tendrá vía abierta por tierra, cruzando diversos países no controlados por él, lo que encarecerá mucho los costes.
CONTINUARÁ…