EL LEGADO II (23): El atentado.
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EL ATENTADO.
Una de las consecuencias que tiene cambiar el poder de manos en Córcega, es la inmediata activación de ciertos estamentos marginales en la isla vecina, Cerdeña. Estos estamentos están formados por varias familias sicilianas y se hacen llamar la “Anónima Sarda”, pero todo el mundo la acaba llamando como siempre se ha hecho: la mafia.
No es tan activa ni peligrosa como la Ndrangheta calabresa, pero hacen de las suyas cuando pueden y se especializan en secuestros, sobre todo. La mafia siciliana se instaló en Cerdeña al final de la Segunda Guerra Mundial, con el apoyo de las tropas americanas, al volver muchos capos del exilio orquestado por Mussolini. Esta rama, aparte de secuestrar e intimidar a los comerciantes, mueve varios fardos de coca y heroína al año.
La desaparición de “Mi Dama”, con todos los Belleterre a bordo, ha sacudido fuertemente los cimientos de la “Anónima Sarda”, disipando la nube de tranquilidad en la que vivían. Todo el mundo está pendiente de nuevas noticias de las autoridades, ya que todo el mundo busca al clan en las aguas del Mediterráneo: guardacostas, Marina, y embarcaciones privadas. Han pasado una semana larga y sigue sin haber nuevas. Ras tuvo una idea cojonuda…
A estas alturas, ya es evidente que la buena y vieja relación que unía los Belleterre con Arrudin ha dejado de existir. La mafia marsellesa se ha desentendido de cualquier posible reclamación, en un intento de darme a entender que todo aquel asunto ha sido fruto exclusivo de los corsos. Arrudin sigue temiendo la información que mantengo en mi poder y, lo que es mejor aún, todos los implicados han empezado a comprender que RASSE es un enemigo peligroso.
Sin embargo, la “Anónima Sarda” ha hecho ciertos intentos de reunir fuerzas en Bonifacio y Porto-Vecchio, dos ciudades del sur corso, pero mis hombres han estado muy atentos a estos detalles, desbaratando sus planes. Tanto Basil como el jefe Sadoni han sido de gran ayuda con los planes, dejando los detalles bien estructurados. De hecho, nada se mueve, nadie tose, esperando conocer un poco más a los nuevos llegados. Por lo que puedo olisquear, los Belleterre no levantaban pasiones en la isla. Además, eran unos rácanos, según ciertas fuentes.
Es una suerte que no les echen de menos. Tendré que demostrar a los nuevos contactos que yo no me parezco en absoluto a los antiguos capos, y la mejor forma para ello es hacer que fluya el dinero y las oportunidades.
El caso es que los sicilianos están muy activos, recopilando datos de sus contactos e incluso inspeccionando el terreno, como buenas hormigas exploradoras. Esto quiere decir que seguramente están acojonados, no sólo por lo que puede significar la caída de los Belleterre, sino por el propio golpe audaz que hemos dado en Córcega. Los rumores corren en todos los sentidos, por lo que mis hombres – todos se han quedado en la isla, repartidos en dos núcleos – están advertidos de lo que hacer si los sicilianos deciden cruzar los límites.
En cuanto a mí, estoy viviendo un dulce momento de felicidad. Katrina va mejorando y ha vuelto a mis brazos, lo cual ha despejado considerablemente mi mente de preocupaciones. El Observatorio de Aves ha llevado a cabo su segunda inauguración, esta vez para invitados de postín, o sea, artistas varios y criaturas refinadas de los estratos más nobles. Pijos remilgados que gritan pidiendo ser exprimidos por las encantadoras chicas que hemos creado.
Los comentarios parecen ser buenos, y aún mejores las ocultas encuestas que la Dra. Garñión ha puesto en marcha. No sólo las instalaciones maravillan a los expertos clientes, sino que se muestran realmente fascinados por las chicas. Las especulaciones han comenzado con buen pulso. Unos clientes apuntan a que todas ellas son universitarias, escogidas por sus conocimientos, y otros que pertenecen a un alto nivel social y que, por lo tanto, se prestan al juego más por vicio que por necesidad.
Todas esas habladurías, por supuesto, son muy buenas para nuestros intereses. Que sigan hablando y argumentando, por favor, que seguiremos llenándonos los bolsillos.
En esta segunda presentación, la Reina Iris ha asistido, codeándose perfectamente con los ricos mecenas invitados, ya que muchos de ellos también son socios del Temiscira y la conocen. Los actores, músicos, y deportistas célebres que he reunido, se han pasado la noche intentando presentarse a la cada vez más conocida Dominatrix de Madrid. No por eso van a conseguir una invitación gratuita al Reino, seguro.
El caso es que Iris ha quedado tan impresionada como cualquiera. Puedo leer en sus ojos dorados el deseo de llevarse a una de aquellas hembras a la cama, pero su orgullo la contiene. Ella es una Reina, se dice, sin duda. Sonrío al imaginarme lo que pasa por su cabeza. Disponiendo de sus esclavas, sería todo un despropósito tener que pagar por sexo. Me digo que esta noche, alguna chica en el Reino lo pagará con su cuerpo…
― ¿Las ha entrenado a todas la doctora? – me pregunta.
― Por supuesto, aunque de forma distinta a tus chicas.
― Comprendo. Se… mueven con mucha elegancia.
― Hemos buscado la mayor sofisticación. Protocolo, Etiqueta, idiomas, dicción, elegancia, y bastante temario político social con el que llenar sus cerebros – bromeo.
― Ya veo. Te has vuelto a superar.
― Somos un equipo, Iris. No me he preocupado más en esto que lo que hice en el Reino.
― Pues felicita al decorador y sobre todo a quien haya diseñado el edificio. Es una pasada.
― Se lo haré saber. Quiero organizar un picnic para todas las chicas y personal de Madrid, tanto del Observatorio como del Temiscira, para celebrar la inauguración. Los festejaremos en la Pradera.
― ¿Arriba? – señala ella con el dedo.
― Sí. ¿Qué te parece?
― Es una buena idea. Un picnic a lo grande. ¿Habrá verbena?
― ¡Claro! – me río con ella.
― ¿Qué tal va Katrina? No la he visto aquí – me pregunta.
― Mucho mejor. Se recupera bien, gracias. No ha querido venir. Se ha quedado de cháchara con Elke y mi hermana.
― Hace tiempo que no las veo. Deben de estar ya redonditas.
― Oh, sí, van a cumplir cinco meses. Además, no se saltan ni un antojo. Basil ha dado órdenes al servicio de llenar la despensa con las cosas más raras en cuanto a comida.
La Reina Iris se ríe y coloca una de sus manos sobre mi brazo. Me mira a los ojos.
― Aún no me lo creo. Vas a ser padre por partida doble… y tan joven – susurra.
― Puede que no termine ahí. Katrina se ha empeñado en darme un heredero.
― ¿Otro? – exclama, abriendo sus rasgados ojos.
― Bueno, aún no hay fecha, pero no me extrañaría que fuera pronto.
― Te veré rodeado de hijos como un auténtico patriarca. Podrías llenar La Facultad con niños de tu propia estirpe, si te dedicas a ello en serio – sigue bromeando.
― No sería mala idea – sonrío, pero Ras realiza el equivalente mental a tirarme de la manga, llamando mi atención.
― ¿Cuándo le has hablado de los huérfanos? No me acuerdo que lo hicieras – me susurra con un tono serio.
“No lo sé, yo tampoco caigo, pero sin duda alguien lo ha hecho. Además, se pasó más de un mes junto a sus chicas en la mansión. No tengo a los huérfanos encerrados, ya sabes. ¿Por qué te pones así?”
― No puedo explicarlo. Cada vez que la miro, me recuerda a un hermoso titiritero que maneja multitud de hilos. No puedo clasificarla y eso me disgusta bastante. En vida, me preciaba de clasificar a una persona con sólo presentármela…
“Ese es su carácter, viejo. Recuerda que es la Dominatrix. Por supuesto que es una manipuladora nata. Así debe ser”, le contestó mentalmente, mientras me río de otra de las ácidas bromas de Iris.
― Tienes razón. Me estaré volviendo senil.
Tras un par de horas más y beber una interminable ronda de chupitos de vodka al caramelo con Xavi Alonso y David Villa, decido irme a casa. Me despido de Iris, quien está amonestando severamente al jugador del Barça sobre meter la nariz en su escote, y me reúno con Nadia en el vestíbulo.
― ¿Qué, patrón? ¿No ha habido encamada esta noche? – me suelta la pulla, al subirnos al coche.
― Nanay. Está todo reservado para mi nena – le contesto. – Tengo que hacerle un bebé o me va a cortar la herramienta de raíz.
La colombiana se ríe, siguiendo la trasera del coche escolta. Sabe perfectamente cuanto sucede entre mi esposa y yo, como todas las que viven en la mansión.
― Ya sabes que cuesta un poco embarazar a una mujer cuando ésta deja de tomar anticonceptivos – me dice, mirándome por el retrovisor.
― Ya, no me preocupa. Katrina se hizo una revisión hace poco y es fértil, así que sólo es cuestión de tiempo. Pero…
― … pero siente envidia de Pamela y Elke – concluye ella.
― Exacto. ¿Te da ahora por la psicología?
― No, patrón, pero es natural. Además, Kat habló conmigo cuando fuimos de compras, hace un par de tardes.
― ¿Qué te dijo?
― No soy cotilla, patrón – me amonesta.
― Pero me lo dirás o te lo habrías callado, ¿verdad?
― Verás, Sergio – me dice tras asentir. No quita los ojos de la carretera. – Katrina lo ha pasado muy mal en esa isla de cabrones.
― Lo sé.
― Y si eso no fuera bastante, se echa la culpa…
― ¿La culpa de qué? – me ha pillado en fuera de juego.
― Ella debería haber sido la primera en quedar encinta.
― ¡Joder! ¡Qué esto no es la Pedestre de mayo!
― Lo sé y ella también lo sabe, pero en su interior está ese detalle. Tu hermana y su novia se quedaron preñadas mientras ella estaba secuestrada. En frío, Katrina sabe por qué lo hiciste y lo que tratabas de conseguir, pero el corazón de una mujer es complicado, patrón. Ella se culpa de no haber estado dispuesta, de no intuir que deseabas un vástago, de no haber sido la primera en proponerlo.
Asiento en silencio, mirando los ojos verdes de Nadia por el espejo. No he pensado en ello, preocupado por otros temas más peliagudos que rodeaban a mi esposa. Pero la killer tiene más razón que un santo. Esa competencia primaria está presente en toda hembra, bajo la capa de civilización. Katrina está compitiendo con mis otras chicas por darme el mejor descendiente.
― Gracias, Nadia.
― Eso quiere decir que esta noche tienes que esforzarte aún más… que mañana se despierte en un inmenso charco de esperma – se ríe.
― Captado. ¿Y tú, con Denisse? ¿Cómo lo lleváis?
― Bien, bien. Rezando para que no me pida que la deje también en estado.
Dejo escapar una carcajada, pero la ceja enarcada de Nadia me hace callar.
― ¿Crees que bromeo? – me dice, frenando un poco. – Corre una verdadera fiebre del embarazo en la mansión. Todo el mundo habla de bebés, de pañales, de vientres abultados, y de ropa premamá. ¡Es un suplicio! Hasta Basil se ha puesto a preparar una habitación que parece el Nido de una maternidad…
― No conocía todo eso.
― Ayer Juni me comentó que todo esto le recuerda a cuando estuvo embarazada de Lena y que no le importaría tener otro hijo, ya que aún es joven. Esta mañana, al bajar a la cocina, sorprendí a Niska preguntándole a Sasha qué pasaría si alguna chica del servicio se quedara en estado. ¿Tendría derecho a permiso de maternidad? ¿Pariría en la mansión también?
― Ya veo que todo eso no casa muy bien con tu instinto de madre.
― Ni de coña – masculla, usando una expresión que ha aprendido muy bien al llegar a España.
Al llegar a casa, me encuentro a Katrina leyendo en la cama, enfundada en un cómodo pijama. Lleva el pelo sin peinar y aún húmedo. Me mira y me sonríe, sin soltar el libro, un clásico de Stephen King: Christine.
― ¿Y Krimea? – pregunto al verla sola.
― Tenía una cena con unos productores. Sin duda, se han ido de fiesta. ¿Qué tal ha ido la presentación?
― Como esperábamos. Todos con las bocas abiertas y los rabos apuntando a las lámparas. Estos disimulan menos que los políticos – me río.
― Perfecto entonces. Todo preparado para recibir la Navidad. Habrá que enviar unas discretas felicitaciones al gobierno, antes de que se vayan de vacaciones.
― ¡Qué mala eres! – me siento a su lado, en la cama, y la beso suavemente.
― Ha llegado un correo de Marco Saprisa – me dice, tras devolverme el beso.
― ¿Qué quiere?
― Es algo de una fiesta benéfica. No lo he leído bien. Míralo tú.
Me levanto y me despojo de la camisa. Tomó el portátil que está sobre el pequeño escritorio victoriano de puerta de corredera y lo llevo a la cama, dejando los zapatos por el camino.
El mensaje de Marco hace hincapié sobre la necesidad de presentarnos, Katrina y yo, ante la sociedad corsa, y la mejor ocasión es en el Baile de los Niños, una velada benéfica y anual en honor a los huérfanos de la isla. Se trata de una cena amenizada después por un baile, donde se presentan a los jóvenes pudientes en sociedad y el cubierto cuesta alrededor de un riñón. Es muy del estilo del baile de La Rosa, en Mónaco.
Mario alega que una buena contribución de nuestra organización ayudaría mucho a integrarnos en la sociedad corsa. La verdad es que tiene razón. Necesitamos un golpe de efecto.
― ¿Qué te parecería asistir al Baile de los Niños? Se celebra en la capital, Ajaccio, el veintiocho de diciembre. ¡Coño, es el día de los Santos Inocentes!
― ¿Quién hay más inocente que un niño, cariño? – contesta Katrina, cerrando el libro.
― ¿Te sientes capaz de volver a Córcega?
― Mientras no pise la villa, estaré bien.
― Claro que sí, mi vida – hay que hacer algo con el Dolor de Katrina. Reconvertirla en otra cosa. Tengo que pensar en ello. – Marco opina que nos ayudará a ganarnos la sociedad “bien” de la isla. Ya sabes, tirando de chequera un poco.
― Como todo en la vida. Me parece bien, pero recuerda que tus padres nos han invitado para Nochebuena.
― Claro, no hay problema. Además, podemos pasar la Nochevieja en alguna parte de Europa… ¿Viena, quizás?
― Mientras no sea en territorio de Arrudin – pero alza un dedo frente a mis ojos. – No están las cosas para abandonar la seguridad de nuestro territorio, cariño. Un paso en falso y…
Asiento, comprendiendo lo que quiere decir. De viajes por placer, nada, al menos de momento. Lo que daría por tener una bola de cristal que me dijera dónde podría encontrar a mis enemigos la mañana de Año Nuevo y quitarlos de en medio a todos.
― ¡Esa es una buena idea, compadre! Hay que limarle un poco las asperezas, pero sería una solución.
― Vale, centrémonos en otro asunto más importante – digo, poniéndome en pie y despojándome de pantalones, calcetines y boxer. – La inseminación…
― Creía que habrías encontrado entretenimiento en El Observatorio – sonríe Katrina.
― Eso sería faltar a mi promesa, ¿verdad?
― Bueno, por un día… – se encoge de hombros, pero su rostro se ha vuelto radiante.
― ¡Ni un día, ni ná! Te prometí que te follaría todos los días hasta ponerte una barriga como Dios manda – Katrina asiente, sin dejar de sonreír. – Y esta noche vengo cargadito de pequeños Sergios…
― ¿Ah, sí? – contesta ella, alargando una mano hasta rozar con sus uñas mis testículos.
― Oh, sí – mi miembro reacciona a su tacto, latiendo. – Mira, creo que se han puesto a hacer la ola, todos a la vez…
Katrina se ríe y abre sus brazos para acogerme. Su lengua se dispara, impaciente por degustar mi boca. Rodamos por la gran cama, besándonos y riéndonos.
― Espera, espera – me susurra, colocando un dedo sobre mis labios. – Hagamos esto bien…
No sé a lo que se refiere, pero la observo saltar de la cama y tomar el mando universal. Con un par de pulsaciones, enciende la chimenea, regulando las llamas para que no suban demasiado. Entonces, apaga la luz principal y la lamparita de su mesita. Controla otros dos focos indirectos que perfilan la puerta del baño y la propia chimenea.
Katrina deja caer el mando sobre el sillón de su tocador y se queda en pie, mirándome, perfilada por el resplandor de la lumbre. Lentamente, se quita la parte superior del pijama por encima de la cabeza. El resplandor del fuego resbala sobre su piel desnuda, otorgándole aún más belleza, esta vez con una calidad pictórica, como si un extraordinario cuadro hubiera cobrado vida.
Por mucho que la haya visto desnuda, en ocasiones así la boca se me seca. Aguaaaa… Cuando el ajustado pantalón se desliza por sus piernas, estoy palmeando el colchón con la mano, llamándola con impaciencia, pero ella aún me hace esperar, despojándose de la braguita.
Con un gritito, salta sobre la cama y gatea hasta mí. Intento abrazarla, pero me lo impide con un gesto.
― Déjame a mí, por favor…
Bueno, si se pone así… Subo mis manos hasta la almohada, introduciéndolas debajo, y me limito a sonreír y admirarla. Su cuerpo desnudo se sobrepone al mío, como una pequeña y cálida manta de piel y carne. Asciende hasta depositar un beso en mi nariz y, con la mano, acciona el motor de la plataforma de la cama. Ésta empieza a girar lentamente, empapándose del calor del fuego por todos lados.
― Cariño, ahora tengo la sensación de estar metido en un asador de pollos – bromeo, jodiendo el hechizo. ¿Qué se le va a hacer? Soy así de zafio.
Pero Katrina no se inmuta, demasiado acostumbrada a mis salidas. Su cuerpo asciende y desciende rítmicamente sobre el mío, en un lento deslizar que está consiguiendo enloquecerme, y eso que no está utilizando aceite alguno. Sus muslos se abren para abarcar mi miembro, que ya ha crecido lo que tenía que crecer. Frota su entrepierna contra la mía, llevándose con ella la humedad que se ha depositado en el glande.
Sus ojos me recorren, al mismo tiempo que su cuerpo. Ora me mira a los ojos, ora se regodea en mis labios. Noto su mirada resbalar por mi cuello y perderse en los pliegues y colinas de mis pectorales, en la fugaz escala de mis costillas.
― Te quiero – susurra muy, muy bajito, tanto que no quiero responder porque mi tono resultaría áspero. Así que se lo digo con la mirada.
Robándome un nuevo beso, rueda sobre mi cuerpo, quedando su espalda contra mi pecho y sus prietas nalgas sobre mi entrepierna. Muy despacio, realiza círculos con sus caderas, restregando esos glúteos tersos contra mi pene, el cual no da palmas porque no tiene manos, que si no…
Pero la caricia no dura mucho. Las nalgas abandonan mi bajo vientre y ascienden hacia mi pecho. Ayudándose de sus manos y pies, Katrina se sienta finalmente sobre mi hombro derecho, parte de su trasero apoyado sobre la almohada, la espalda inclinada hacia delante. Desde su altura, me mira y sonríe con una picardía que hacía mucho tiempo que no veía en ella. Sus largas piernas que mantiene encogidas se estiran y apoya la planta de sus pies sobre mi erecto miembro, muy suavemente. Sus deditos recorren el tronco esponjoso del pene y acaban apresando la roma cabeza, que se está volviendo púrpura de excitación.
― ¿Te gusta lo que te hace tu putita? – ronronea. También hace mucho tiempo que no usa esa palabra, al referirse a sí misma.
― ¿Dónde lo has aprendido? – murmuro.
― Internet instruye, ya sabes – responde con una risita.
Sus pies siguen moviéndose con laxitud y delicadeza, apresando y sobando mi sexo, mientras uno de sus dedos se ha instalado en el interior de mi boca, merodeando como un gusano hambriento. Mi lengua se atarea en humedecer ese dedo, una y otra vez, en previsión de lo que se le ocurra hacer con él. No es la primera vez que acaba en el interior de mi cuerpo…
Con dificultad, subo la mano que mantiene aprisionada bajo sus posaderas hasta encontrar su vagina. Ella exprime mi pene con sus pies, haciendo que el líquido seminal se derrame sobre él, y yo me entretengo en hacer lo mismo con su sexo. Nada más pasar un dedo sobre la vulva, abriéndola para una mejor exposición, un grueso goterón de lefa cae sobre mi mano. Katrina suspira y su dedo casi me llega a la garganta.
Dedico dos dedos para horadar esa vagina cálida y aromática, que destila el mejor icor del mundo. Primero una falange, luego dos, y, finalmente, el nudillo topa con su pelvis. Katrina ha dejado de respirar, centrada en aceptar mis grandes dedos.
― Tú ganas, cariño – casi maúlla ella, dejándose caer de rodillas.
Con celeridad, se sube a horcajadas sobre mi sexo, el cual ha empuñado certeramente. Sin dejar de mirarme, se empala lentamente, dejando caer su cuerpo por su peso. Sus labios se fruncen, formando un delicioso hociquito sin igual. Sus ojos se entrecierran, su ceño se aprieta, las aletas de la nariz se comprimen. Se vuelve toda intención y deseo, necesitada de penetrarse, de cabalgar ese monstruo que la enloquece y que la domina desde la primera vez que le vio.
Apoya las palmas de las manos sobre mi vientre y se ayuda de ellas para impulsarse hasta casi desclavarse. Con la suavidad de la seda, su coño vuelve a tragarse la mayoría de la barra de carne.
― T-te voy a… follar yo – musita entre esos labios fruncidos.
― Llevas la voz cantante esta noche…
― Te cabalgaré toda… la noche… hasta el amanecer. ¿Podrás soportarlo?
― ¿Y tú? – le pregunto con una sonrisa.
― Claro que sí…
Pero no la creo, sus caderas ya han incrementado el ritmo. Sus dedos se crispan sobre mi vientre, arañándome. Intenta mantener su mirada fija en mí, pero sus párpados se cierran instintivamente, atrapada por la vorágine que nace en su propio vientre.
En un momento dado, deja caer la cabeza entre sus hombros alzados, enseñándome los remolinos de rubio pelo en su coronilla. Un gruñido sordo surge de su garganta. Sus caderas se han convertido en perfectos engranajes que giran y tiemblan buscando sincronizarse con el placer que se expande a cada segundo.
Creo que Katrina no va a esperar a nadie. Corre detrás de su propio éxtasis y lo va a alcanzar. La dejo hacer. Un espasmo recorre su cuerpo, tensándolo, haciendo que su pelvis se crispe, tragando mi pene casi por completo. Sus ojos no enfocan ya, su barbilla tiembla como si estuviera a punto de llorar. Entonces, cae sobre mí, desmadejada, dejando escapar el aire que ha retenido durante el orgasmo. La abrazo fuertemente, estrechándola contra mi pecho. Ella jadea, la mejilla contra un pectoral, y sus labios se distienden al sonreír finalmente.
― Vale, cariño, lo has hecho genial – le digo, mis labios pegados a sus cabellos.
― Sí…
― Pero ahora debo terminar yo. Ya sabes como va eso, ¿no?
― Fóllame – sonríe y cierra los ojos.
― Santa Palabra – y la hago rodar para quedar encima.
“Las fuerzas napoleónicas se han retirado, pero las legiones romanas acechan tu isla. No confíes en tu carruaje en la Noche del Idiota. Firmado: Maat.”
Tan críptico como siempre, joder. Basil y yo releemos de nuevo el correo electrónico, los dos sentados al escritorio de mi despacho. Ha llegado esta madrugada, enviado por ese enigmático informador que parece querer ayudarnos, adoptando la identidad de la antigua diosa egipcia. No consigo comprender cómo consigue esa información, ni qué persigue con ello. Pero no puedo hacerle ascos a un caramelo como ese.
― A ver, está claro que con “las tropas napoleónicas” se refiere a Arrudin y sus socios. Nicola se ha despegado de este asunto, temiendo que decidas culparle y entregues las pruebas que guardas – dice mi segundo.
― Hasta ahí había llegado. Lo que me confunde es eso de las legiones romanas. ¿Los italianos?
― Más bien los sicilianos – masculla Basil. – Tenemos informes sobre ojeadores enviados desde Cerdeña.
― Pero, ¿no acabas de decir que Arrudin se ha echado atrás?
― La “Anónima Sarda” fue creada por la mafia siciliana, pero no acata su mandato. Es una rama independiente en Cerdeña. Conseguir el territorio de Córcega sería ideal para ellos, ahora que los marselleses se han desentendido.
― Comprendo. Así que están dispuestos a una incursión contra nosotros, ¿no?
― Puede ser.
― ¿Qué hay del carruaje?—me pincha Ras.
― “No confíes en tu carruaje en la Noche del Idiota.” No tengo ni idea de qué significa eso – murmuro.
― Ni yo – se encoge de hombros Basil.
― Bueno, lo que ahora necesitamos es toda la información posible sobre nuestros vecinos sardos, para hacernos una idea.
― Me pongo a ello – dice Basil, levantándose y saliendo del despacho.
― Otro follón en ciernes – musito.
― Eso se veía venir. No puedes cargarte el equilibrio de poder en Córcega, sin que salgan pretendientes por todas partes. Demasiada suerte hemos tenido con que tan sólo la “Anónima Sarda” reclame su porción.
― Puede ser, viejo, pero empiezo a estar cansado de estos juegos bélicos. ¡Yo sólo quiero dedicarme en paz a mis burdeles!
― Y ellos a requisarte el dinero – se burla. – Es el cuento más viejo del mundo. Si quieres librarte de ellos, ya sabes lo que debes hacer.
― Sí, exterminarlos – acabo con un fuerte golpe en la mesa.
Bloqueo. Contraataque. Shuto uke. Gyaku tsuki.
Finta y paso atrás. Alejo un mae tobi geri con mi antebrazo y alcanzo a Dominic con un rápido hiraken a la garganta.
El jefe Sadoni levanta la mano y grita el contacto. Dominic y yo nos saludamos y volvemos a nuestra posición de defensa, él en fudo dachi, yo en neko dashi.
Por el rabillo del ojo veo a Basil entrar en el gimnasio de la academia, portando un portafolios bajo el brazo. Dominic, como buen guerrero, aprovecha ese instante para atacarme. La planta de su pie golpea con fuerza mi pecho, haciéndome rodar de espaldas. Le intuyo siguiendo mi movimiento de caída, buscando colocarse en una posición que le permita eliminarme cuando detenga mi movimiento. Es muy bueno.
Lanzo mi pierna izquierda en cuanto me detengo. Su puño ya se está abatiendo sobre mí, pero mi pierna es más larga y le alcanza en la ingle, deteniendo su avance por centímetros. El duro gedan barai barre mi pierna pero me da ese segundo que necesito. Dejo que mi cuerpo gire con el impulso generado por el golpe de su antebrazo. Me va a dejar un buen moretón. Mi mano le atrapa por un tobillo. Con la espalda en el suelo, doy un fuerte tirón al tobillo, lanzando su pierna tan arriba que la otra debe seguirla para no partirse una cadera. Nadie podría hacer ese movimiento con tal fuerza, pero yo soy así…
El ágil entrenador de shotokan da una voltereta en el aire y cae sobre sus pies, aunque agazapado. Yo le espero ya en pie. Basil me hace una seña y decido interrumpir el entrenamiento. Me inclino ante el sensei y Sadoni indica que Dominic lleva un marcador de tres ippon sobre uno mío. Este hombre me hace sudar de verdad.
― ¿Qué tienes? – le preguntó a mi maduro segundo, mientra sme seco el sudor con una toalla. El karategi se pega a mi cuerpo.
― Información sobre la Anónima Sarda.
― ¿Tan pronto? – me asombro, pues apenas ha pasado un día desde que recibimos el correo.
― Ya había empezado a recopilar cuando decidimos el asalto. Debo decir que Marco ha sido de gran ayuda, pues él también tenía un buen archivo sobre los sicilianos. Así que hemos adelantado en ello…
― Ya veo. Deja que me duche primero… apesto.
Quince minutos después, nos sentamos en el despacho de Sadoni para repasar la información. Él también se ha apuntado; es un buen coordinador.
― La Anónima Sarda se basa en tres familias que forman un solo clan: los Torano, los Berteli, y los Capuzzo. Cada una de ellas, se dedicaba a una rama criminal. Los primeros al contrabando, los segundos a los secuestros, y los últimos a la extorsión y protección – comenta Basil, presentando diversos informes.
― Eficiencia siciliana – murmura Sadoni.
― Así es – asiente Basil. – También se reparten negocios más “legales”, como juego y prostitución. Vicenzo Torano es quien ha asumido el liderazgo del clan a la muerte del viejo Antonio, su abuelo – saca la fotografía de un tipo de apenas treinta años, de ojos hundidos y sonrisa cínica. – Es un mal bicho, según comentan. Joven, confiado y creído de su superioridad. Ha demostrado tener letales respuestas en un asunto con los turcos.
― ¿De cuántos hombres puede llegar a disponer? – pregunto.
― De forma inmediata, una treintena, pero pueden llegar más desde Sicilia en unas horas.
― Bueno, no podemos hacer otra cosa más que vigilar y estar alertas.
― Sería bueno ofrecer ciertos incentivos a la gente de la isla… pequeñas recompensas por informes de avistamientos en el litoral, barcos que descargan a horas extrañas, y cosas parecidas. Los isleños se las conocen todas y, casi siempre, suelen estar enemistados con sus vecinos por competencias en varios temas.
― Podría funcionar – sonrío. – Así involucramos a la gente normal en la vigilancia y echa por alto cualquier complicidad que pueda haber entre la gente de los Belleterre y los de Cerdeña.
― Veo que lo has pillado a la primera – se ríe Sadoni.
― Bien, me ocupo de eso – dice Basil, recogiendo los informes de su carpeta.
― Esas islas siempre han sido conflictivas – me dice el jefe cuando nos quedamos solos. – Mi madre era de la isla de la Maddalena, en el norte de Cerdeña.
― ¿Eres de Cerdeña? – me asombro.
― Mi madre, pero salió de allí cuando se casó. Me contaba cosas de su tierra y me acuerdo de ellas, aunque nunca la he visitado. Pero lo importante es la unión de sus gentes, ahí es donde radica su fuerza y empuje. Si te haces con su respeto, vigilarán tus posesiones como los mejores perros guardianes.
― Eso intento, jefe, eso intento.
Un pesquero griego ha rescatado a Guillaume Charbars a 120 millas de la costa griega. Estaba a bordo de una pequeña lancha de plástico, propiedad del “Mi Dama”, el velero de la familia Belleterre. También han aparecido varios restos que indican un naufragio en la zona.
Es el momento de ponernos en marcha. Nadia y Denisse me acompañan en el vuelo a Ajaccio. Una por seguridad, la otra debido a su conocimiento jurídico. En el jet privado que hemos alquilado, puedo ver a Marco Saprisa dar una rueda de prensa improvisada. El cabrón lo hace bien. Tiene hasta lágrimas en los ojos.
“Según el señor Charbars, promotor y viejo amigo de la familia, que viajaba con ellos en el “Mi Dama”, no se cree que haya más supervivientes del naufragio. La fuerte tormenta pasada llevó el velero a pique. Giovanni Belleterre no había revisado el barco de su esposa desde que ésta murió y toda la familia quiso hacer un último viaje en recuerdo a su madre y esposa, antes de poner el barco a la venta. Ha sido una desgracia total. Los equipos de salvamento siguen buscando, pero… no hay demasiadas esperanzas”, resume ante los periodistas.
Nos instalamos en el cuartel de Sartène, que los chicos han acondicionado perfectamente. Las chicas disponen de un dormitorio para ellas y otro para mí, con despacho incluido. Nada de lujos, ni de alejarnos por nuestra cuenta, hasta nuevas órdenes.
Marco no está muy de acuerdo en que yo hable directamente con Clara Belleterre, la viuda de Ramus. Según él, no hace falta que yo dé la cara y me descubra. Él puede hacerlo por mí. No es que no me fíe, ya que está suficientemente subyugado, pero es algo que debo hacer. Esa mujer y esos niños no tienen por qué sufrir por los pecados de los Belleterre. Quiero mirarla a los ojos cuando le de el pésame.
Al día siguiente, nos bajamos de un coche, Denisse, Nadia, Marco, y yo, ante la entrada de un chalecito pintoresco sobre un monte cercano a la capital. Dos hombres serios y bien vestidos saludan a Marco. Bien pensado poner vigilancia.
― Clara está muy asustada – me susurra Marco mientras caminamos por el sendero de grava. – Alguien le contó que te los llevaste durante la fiesta y que están desaparecidos desde entonces. Sabe que lo del naufragio es un camelo.
― ¿Sabe lo que queremos de ella?
― No conoce los detalles, pero no es tonta. Aunque estaba alejada de los negocios, ella era el apoyo de Ramus.
― Bien, eso facilita las cosas – asiento.
Una señora madura y bajita nos abre la puerta. Viste de negro, con los puños en blanco, y un diminuto delantal bajo su gruesa cintura. Nos conduce hasta un salón lujosamente amueblado. Allí nos espera Clara Belleterre, sentada en un amplio sofá blanco, junto a un hombre con cara de enterrador.
Clara está cercana a los cuarenta años, pero destila todo un aire de privilegiada con su ropa cara, sus joyas, y, sobre todo, con las estudiadas poses que adopta. Sin duda ha sido hermosa, pero ahora parece embalsamada más bien. El tipo que está de pie, a su lado, tendrá diez años más que ella, viste un tres piezas oscuro, con corbata verde y bronce. Sus anchas cejas oscuras se fruncen aún más al acercarnos.
― Clara, te presento al señor Talmión, director de RASSE. Ella es Clara Belleterre, esposa de Ramus, el señor es Tonino Maste, abogado de la familia – dice Marco, en un suave francés.
― Mucho gusto, señora – digo, avanzando una mano.
Ella me mira fijamente y aprieta los labios, pero me entrega la punta de sus dedos. El abogado hace una corta inclinación como saludo.
― Señora Belleterre, créame que siento muchísimo estas circunstancias en que nos conocemos. Nunca fue mi intención relacionarme con su familia, ni hacerles… daño alguno…
― Sergio – me advierte Denisse, después de traducir lo que he dicho.
― No, esta mujer se debe una explicación sincera y se la daré. Si mis palabras son utilizadas en mi contra, quedará bajo su entera responsabilidad, tanto de uno como de otro – mis ojos van de uno a otro, mientras espero la traducción.
― Diga cuanto quiera – musita la mujer, con una voz muy queda.
― Fui secuestrado, golpeado, injuriado, humillado, y chantajeado, sin otra razón más que el enriquecimiento personal. Conmigo iba mi esposa, que quedó retenida como rehén. La violaron, la maltrataron, le afeitaron la cabeza, y la esclavizaron, por el puro placer de hacerlo – la barbilla de Clara tiembla y sus ojos desean apartarse de los míos, pero no se atreve. – Así que cumplí la promesa que hice a su marido, a su suegro, y a sus cuñados. Volví a por mi esposa y ajusté cuentas.
― Comprendo – musita de nuevo.
― Bien. Ahora, pretendo ocupar el puesto de Giovanni y enmendar los asuntos de los Belleterre que, por lo poco que sé, no se mostraban demasiado magnánimos con su propia tierra.
― No, mi suegro era un cabrón desagradecido – y lo dice con todas las letras, bien clarito.
― En algo coincidimos – me siento a su lado y tomo una de sus manos.
― Señor Talmión, le agradezco su sinceridad. Es usted un hombre joven, con empuje y poder. Espero que aporte a esta isla lo que los Belleterre nunca hicieron.
― Lo intentaré. Vengo a proponerle una participación de todo ello – ella asiente, como si ya se esperara algo así. – Cuando llegue el momento, me cederá varias posesiones y bienes de lo que heredará. A cambio, usted tendrá el doce por ciento de cuanto generen los negocios de RASSE en la isla, cada año, a lo largo de su vida y la de sus hijos. Aparte de eso, evidentemente, poseerá esta casa, así como otros bienes que ya discutiremos más adelante.
Los ojos de Clara se posan en los de su abogado, por encima de mí, y lo que este le dice la hace sonreír débilmente.
― Acepto, señor Talmión – responde inesperadamente. No hace falta ni que me lo traduzcan. Una de mis cejas se levanta. – Es mucho más de lo que me iban a ofrecer los sicilianos…
― ¿Ya han hablado con usted?
― No – agita la cabeza – pero no tengo recursos para retener los bienes de los Belleterre. No soy idiota. No duraría demasiado si decidiera aferrarme a esa fortuna. Su propuesta es suficiente para vivir muy desahogadamente con mis hijos – esta vez, aprieta mi mano.
― Por supuesto, le garantizo protección en caso de cualquier posible… imprevisto.
― Gracias. Mis hijos son pequeños y no quisiera abandonar la isla, por el momento. Toda su vida está aquí.
― Si, la entiendo. Bien, sólo queda esperar a que las autoridades cumplan los plazos y declaren fallecidos a los Belleterre. Mientras tanto, nuestros abogados pueden arreglar los contratos pertinentes, en espera de su firma – indico a Denisse con un gesto.
― Señor Talmión, ¿puedo hacerle una pregunta? – musita la mujer, mirándome a los ojos.
― Sí, por supuesto.
― ¿Sufrió mi marido?
― No la engañaré, sí sufrió, pero no más allá de unos minutos.
― Me alegro…
No sé si se refiere a qué su agonía duró poco o bien al hecho de que sufriera. Allá ella con su vida, pero intuyo que, a partir de ahora, esa mujer será feliz.
Nuestra llegada a la granja de mis padres es apoteósica. Madre ha insistido invitarnos a todos y no ha habido forma de rechazar tal invitación. Así que Denisse acompaña a Nadia, Krimea a nosotros, y Patricia a pamela y Elke. Cuatro soldados van en otro coche, lo que hace una comitiva de cuatro vehículos. Casi como el puto presidente de Estados Unidos, jeje…
Hemos alquilado un par de casas en el pueblo para pasar un par de días, ya que la granja no está acondicionada para acoger a tanta gente. Pam dormirá con su chica en su antiguo dormitorio y Katrina está deseando de ver y probar el desván donde yo dormía.
Madre nos recibe con abrazos y risas. Se emociona muchísimo al ver el aspecto lozano de Pamela y de su novia. Ya sé que han estado hablando todas las semanas a través de Skype – Gaby es quien ha enseñado a madre a utilizar Internet— y que le han contado que han decidido fertilizarse ambas al mismo tiempo para compartir la experiencia, ahora que son jóvenes. Padre aún las mira de forma rara a las dos, y más viéndolas en estado de buena esperanza. Tengo que reconocer que es un poquito carca, pero qué le vamos a hacer…
El caso es que a nadie pilla de sopetón los embarazos de mi hermana y su pareja. Como hemos llegado un día antes de Nochebuena, tengo tiempo para mostrar a mi esposa dónde nací y me crié. La llevo a dar una vuelta por el pueblo, que resulta verdaderamente decepcionante. ¿Qué puedes enseñarle a una chica que ha vivido en París y rodeada de lujos? Es una pena que no nos hayamos topado con mis “amigos” del instituto, Luis Madeiro y su séquito de subalternos, para restregarle por la nariz la belleza de mi señora.
Aquella misma tarde, con el cielo amenazando nieve, mi hermano Saúl me propone que le echemos un vistazo a los arreglos que ha hecho en la granja y hablarme de lo que pretende hacer. Aprovecho el momento para hacer un tour con todas las chicas y hasta Pam se apunta al paseo. Bien abrigadas y calzando botas apropiadas – algo en lo que insistí antes de venir, ya que conozco como se pone el terreno de la granja en invierno—, paseamos entre los bosquecillos, donde puedo ver todo lo nuevo que Saúl ha plantado, descendimos la cañada, husmeamos en los huertos, y finalmente, subimos a la colina. Mi hermano me enseña, orgulloso, la bonita cabaña que está construyendo, prácticamente él solo.
Debo reconocer que Saúl ha cambiado mucho. Se interesa por la granja y trata de sacarle el máximo partido. Me habla sobre el viejo aserradero que piensa reformar y poner en marcha, sobre la planificación de la madera plantada, y, como no, sobre sus planes de vida. Aquellos planes de vivir con su chica se han esfumado al dejar la relación, pero sigue necesitando una casa propia para sus aventuras amorosas, que siempre han sido variadas y sonadas. Por el momento, se contenta con un apartamento alquilado en el pueblo, apenas una habitación de soltero y una cocina, pero suficiente para él.
Las chicas se aburren. Han satisfecho su curiosidad y ahora quieren entrar en calor al lado de la gran chimenea de la sala. Katrina, al contrario, sigue haciendo preguntas, tanto a Saúl como a mí, aferrada a mi brazo. El gorro multicolor que cubre su cabeza, no deja de menearse de un lado para otro, mirando el terreno. Krimea tirita, saltando sobre un pie y el otro, tratando de calentarse. Mi hermano no cesa de mirarla, con disimulo. Finalmente, se inclina sobre mi oído, y pregunta:
― ¿Esa no es la que canta con el Biever ese?
― Pues sí, hermano. Es Krimea.
― ¿Y que hace con vosotros?
― Vive con nosotros, cuñado – responde Katrina, que lo ha escuchado todo.
Me río del rostro de alucinado que muestra mi hermano mayor.
― Katrina y yo la conocimos en nuestra luna de miel, e hicimos una buena amistad. No estaba contenta con… las limitaciones que le imponían sus promotores y la convencimos para venirse con nosotros – le digo.
― Sí, así es, y ha decidido quedarse en nuestra mansión, mientras se adapta al país – apuntilla mi esposa. -- ¿Quieres que te la presente personalmente?
― Ya te digo, cuñada. Es que está un rato buena…
Los tres nos reímos. Katrina se cuelga del brazo de Saúl y llama a Krimea. Esta noche cumplo con otra de mis fantasías: tener a la tía más buena del mundo en mi cama de adolescente. No sé si mis padres escuchan el traqueteo de la cama o los gemidos de Katrina, pero no me extrañaría porque no me he cortado ni un pelo. La operación Heredero sigue en marcha, noche tras noche.
Al día siguiente, tía Nati llega, arrastrando a sus hijos y a su marido. Se baja del coche como si se tratase de la reina Victoria. Debo reconocer que sigue estando muy buena. Se sorprende al ver mi aspecto y sonríe ampliamente inmediatamente.
― Esa ha venido pensando en follarte otra vez – comenta Ras, con una risita.
― Pues va jodida, la pobre.
Creo que ella misma se ha dado cuenta, al ver todas las chicas que nos rodean, bellezas de primera. Hay besos para todos, abrazos, y sonrisas. Madre hace las presentaciones, y, como no, la primera es Katrina. Puede verse perfectamente el desencanto en el rostro de tía Nati, pero se recupera enseguida.
― Jamás hubiera pensado que Sergio se casara tan rápido y con una persona tan bella como tú, querida – le comenta.
― Fue tan repentino que no llamamos a nadie de la familia – dice madre, casi como advertencia a su hermana.
― Cuando conoces a tu alma gemela, no hay momento que perder – dejo caer. Katrina me besa la mejilla.
― ¡Segundo eso! – exclama mi hermana, besando a su chica.
Tía Nati vuelve a mirar a las dos, con ese letal rabillo de ojo que posee. No ha querido preguntar, pero nadie le ha dicho nada sobre su sobrina modelo, sobre su tendencia lesbiana, y sobre el doble embarazo. Madre se lo ha callado todo, sobre todo, conociendo a su hermana.
“Tía Nati se ha quedado totalmente descolocada este año.”
― Ha sido absolutamente destronada – sentencia Ras.
Madre se lleva a todas las chicas a la cocina, asignando tareas a cada una de ellas, incluso Pam y Elke tienen las suyas. Unas ayudan a preparar la pantagruélica cena, otras se ocupan de sacar cuberterías y cristalerías y limpiarlas. Hay voluntarias para los adornos florales y Denisse propone hacer un ponche navideño de origen francés.
Los hombres nos dedicamos a traer sillas que estaban guardadas en el cobertizo, a llenar la leñera de madera troceada, y poner las bebidas a enfriar en el patio. Más tarde, Pamela me recluta para mover mesas y sillas, así como trasladar el aparador de madre para dar cabida a todos los invitados.
En un momento dado, abrazo a mi hermana por detrás, colocando mis manos sobre su redondo vientre, sintiendo el calor de su cuerpo. La beso en la mejilla y le pregunto:
― ¿Eres feliz, hermanita?
― Muchísimo, Sergi. Jamás creí sentir algo parecido. Tengo conmigo a las dos personas que más quiero en este mundo.
― Me alegro que te sientas así.
Cuando nos hemos reunido todos alrededor de la gran mesa dispuesta, degustando los manjares que madre ha cocinado, y brindado infinitas veces por todo cuanto se nos ha ocurrido, deseando buenos deseos y dadivas futuras, un extraño sentimiento me obstruye el pecho. Sin ninguna razón o motivo, estoy seguro de que ésta es la última vez que veré esta estampa navideña. Tengo que aferrarme a la mesa, porque todo empieza a dar vueltas.
― ¿Qué te pasa, chico? – me pregunta Ras, inquieto. – Te has ido por un momento…
“Nada, nada, viejo. Será la emoción.” No sirve de nada preocuparse por algo sobre lo que no tengo control, ni medio de conocer. Es tan solo una premonición sin forma, una intensa intuición de que algo va mal.
Me asomo al balcón del hotel Mercure Ajaccio y contemplo el puerto deportivo, lleno de yates y veleros amarrados. El día es soleado y despejado para ser Navidad, y el mar es tan azul como en verano.
Hemos llegado a Córcega al día siguiente a Navidad, con tiempo para disponer unos cuantos asuntos antes de asistir al Baile de los Niños. He preferido tomar una suite en el moderno hotel de cuatro estrellas, que meter a Katrina en el cuartel de Sarténe, pues me ha dejado claro que no piensa poner un pie en Dolor de Katrina mientras el lugar tenga la misma apariencia.
Me siento un tanto nervioso y preocupado desde que llegó el nuevo aviso de Maat, la misma noche de Navidad.
“Rayos de Júpiter caerán en los dominios mediterráneos de Talmión, adueñándose de ellos. La muerte acecha en el carruaje, muerte para los esposos. Maat.”
Maat, sea quien sea, no suele equivocarse, y no es un buen augurio para nosotros. Basil, Sadoni y yo estuvimos comentando lo que podía significar, pero no sacamos nada en concreto. Mantener a todo el mundo en pie de guerra, no serviría más que para poner nerviosos a los hombres y cansarlos en exceso. Así que he tomado una decisión salomónica que mis consejeros han criticado duramente. He decidido no hacer absolutamente nada por el momento, pero he aumentado la recompensa para los informadores. Mis hombres están bien entrenados y no son tontos, así que sabrán responder a cualquier amenaza. En cuanto al carruaje… bueno, para eso he llegado antes a la isla.
Si van a atacarnos en el coche, necesito un vehículo totalmente blindado, y pienso asistir personalmente a las pruebas de blindaje. Katrina debe de quedar a salvo de cualquier daño. Claro que ella no sabe nada de todo esto. Sé que mi esposa es fuerte y decidida, pero no está en su mejor momento y podría derrumbarse emocionalmente. Así que lo mejor es guardármelo en el bolsillo y apechugar con lo que suceda.
Nadia ha doblado la vigilancia y la escolta. Tengo la misma seguridad que un reyezuelo y eso me pone más nervioso aún. Llama la atención de la gente y desata las preguntas. Durante las siguientes horas, he estado a punto, en varias ocasiones, de suspender nuestra asistencia a la velada y volver a Madrid, a la seguridad de la mansión, pero en cuanto me sereno, aprieto los dientes y me digo que ningún jodido sardo va a acojonarme.
Llega la noche del evento. Aunque Maat no ha confirmado ninguna fecha con exactitud, todo en mí me dice que ésta es la noche. Katrina aparece en todo su esplendor, bella como una aurora boreal, perfecta en su belleza. Alzo uno de mis puños y ella me ayuda a abrochar los gemelos que luzco. Fueron regalo de Basil para nuestra boda.
― Estás maravillosa, cariño – susurro, mirando sus bellos ojos azules.
― Lo sé, Sergei. Quiero estar siempre perfecta para ti, mi vida – me responde, mientras estira la tela del traje sobre mis hombros. – Es hora de irnos.
Asiento y le entrego mi brazo para conducirla hasta el ascensor. Abajo, a la puerta principal del hotel, aguarda la limusina, enorme y blanca. Es lo mejor que he podido encontrar. Cristales blindados, doble plancha de seguridad, ruedas auto inflables, bloque de motor protegido…
Nadia se ha contagiado de mi temor y nos cubre en todo momento hasta que estamos dentro del vehículo. En vez de subirse con nosotros, se sienta delante, al lado del chofer, que es uno de nuestros soldados. Otro coche nos escolta y sé que la colombiana ha situado más gente alrededor del ayuntamiento, en cuyo salón napoleónico se celebrará la cena para luego disponer del salón de actos para el baile de presentación.
Se ha instalado una verdadera alfombra roja en la puerta del ayuntamiento para dar la bienvenida a los asistentes. Una docena de cámaras graba cuanto sucede, flanqueada por periodistas y fotógrafos profesionales. Un cordón policial cuida de que la multitud de curiosos no franqueen hasta la alfombra.
La plaza Foch, donde reside el ayuntamiento, está libre de vehículos y es amplia. Los coches que dejan los asistentes a la puerta del edificio, deben salir de la plaza hasta un espacio reservado para ellos, en alguna parte. Nadia pone un pie en el adoquinado de la plaza la primera y echa un largo vistazo a los edificios de enfrente. Comenta algo por su radio y asiente con la respuesta. Más segura, nos abre la puerta.
― No dejes el coche solo. Envía al menos otro hombre de apoyo con el chofer – le susurro al salir.
― Ajá – contesta simplemente.
Katrina me tira de la chaqueta con disimulo para que salude a las cámaras con ella, y luego a los espectadores. Sonrisa amplia, mano en alto, me siento observado como un bicho de atracción. Finalmente, con mi bella dama del brazo, entramos en el ayuntamiento, a cuyas puertas hay dos tipos vestidos de valets, con pelucas blancas de bigudíes, para recibirnos.
En el vestíbulo se sirven cócteles y aperitivos, dejando que los asistentes se charlen entre ellos a medida que van llegando. Marco Saprisa ya está allí, esperándonos. Menos mal, porque no conocemos a nadie más. Como el perfecto cicerón, se sitúa en medio de los dos, tomándonos de un brazo, y nos introduce de lleno en la alta sociedad corsa.
Fulano de tal…mengano y zutano… beso de mano o apretón de mano en mi caso, besitos en las mejillas por parte de Katrina. Hay una camarera que debe de quererme porque no deja de ponerme copas de suave y fresco vino blanco en la mano, entretanto.
Media hora más tarde, nos conducen hasta uno de los dos salones napoleónicos, el más grande, en donde se conservan retratos de la familia, así como una colección de medallas instituidas por él propio general. Observo con curiosidad las reliquias, dispuestas perfectamente contra las paredes y guardadas por boliches acordonados, mientras me dirijo a mi mesa.
Unas veinticinco mesas se disponen en el gran salón, mesas circulares y recubiertas de finos manteles de lino y encaje. Cada mesa tiene un candelabro sobre ella, con tres velas encendidas. Seis comensales por mesa. Marco no está con nosotros.
Observo las dos parejas que nos acompañan, una de ellas es anciana, de unos buenos setenta años cada uno, diría yo; la otra es de mediana edad. Él rondara los cincuenta y tantos, ella diez años menos. La primera pareja es curiosa y la segunda simpática, así que entre las preguntas de una y los comentarios de la otra, la velada empieza bien. Mi francés es mejor que mi inglés, aunque el acento cerrado de los isleños dificulta, pero con esta gente de clase alta funciona mejor. Aún así, Katrina debe traducir muchas veces.
La cena es muy buena, aunque escasa para mi gusto. Muchas cositas gustosas para catar, pero no hay nada que llene en verdad el buche. ¿Esta gente no ha escuchado hablar del potaje de albóndigas? Al menos me aprovecho con la tarta y los pastelitos que traen de postre. Los abuelos son diabéticos y la otra señora no quiere engordar, así que racaneo sus platos, glotonamente. Katrina y la señora suspiran, cada una por diferentes motivos, seguramente. Mi esposa desilusionada por mi comportamiento, la señora de pura envidia por eso mismo.
Bajamos al salón de actos a las diez en punto. Los antiguos bancos de madera han sido retirados y una plataforma iza los músicos – una pequeña orquestra sinfónica, con violines, piano, y toda la parafernalia – en un extremo. Al otro, la escalinata de piedra por la que hemos descendido es utilizada para presentar a siete jovencitas de alta cuna que hacen su primera aparición en sociedad. Deben tener entre quince y diecisiete años, y se pavonean como las reinas de la noche, aunque sus mejillas aún están ruborizadas al tener la atención de todos.
Katrina me saca a bailar y lo hago con cierta elegancia, ya que nos hemos pasado las tres últimas tardes practicando, tanto en el hotel como en casa. ¿Qué queréis que os diga? Nunca he bailado vals. Ya veremos lo que hacen los vejestorios cuando toquen algo de Lenny Kravitz…
En general, la velada ha ido bastante bien. Hemos conocido a gente importante y la alta sociedad corsa nos ha conocido a nosotros. Debería decir que casi envidiado, porque hay que ver como se comían a Katrina con la mirada, tanto ellos como ellas. Desde luego, está divina con esa melenita que le cae justo sobre el cogote.
A medianoche, decido que hemos cumplido con lo que se nos requería y que es el momento de retirarnos. Cuanto menos estemos aquí, menos diana haremos, ¿no?
― Nadia – le hablo por el móvil –, trae la limusina. Nos vamos.
― Está bien. Que os lleven a la entrada lateral. Están saliendo por ahí para no entrar a la plaza – me responde.
― Bien.
Uno de los impertérritos ordenanzas – los franchutes los llaman valets – nos acompaña a la salida lateral. En ese momento, los ancianos que han compartido mesa con nosotros están a punto de subirse a su coche. Nos saludan como despedida. Esperamos unos minutos hasta que nuestra limusina aparece y Nadia desciende, abriendo la puerta trasera.
― Bueno, a pesar de ser una isla, este sitio tiene buenas vibraciones – comenta Katrina con una sonrisa, a punto de subirse al coche.
El vello de la nuca se eriza como si fuera la cola de un arisco gato callejero. El corazón parece saltarse un par de latidos, como si hubiese dado un fatídico traspié. La bilis me llena la garganta, dejándome un agrio sabor junto con una quemazón en la boca.
― ¡No hay tiempo de hablar! ¡ACTÚA!
Aferro a Katrina del vestido, justo en el momento en que está a punto de meter en el coche la pierna que mantiene sobre la acera. La seda se arruga pero aguanta, aunque algunas costuras saltan. La arrastro fuera mientras exclama algo que no entiendo. Al tiempo de girarme, mi otra mano empuña la cazadora de Nadia, introduciéndolas a ambas en el edificio. Apenas me da tiempo a dar un par de zancadas, llevándolas como peleles, cuando la deflagración me alcanza, levantándonos por los aires.
Lo único que puedo hacer es gritar y abrazarlas con fuerza.
“No confíes en tu carruaje en la Noche del Idiota. La muerte acecha en el carruaje, la muerte de los esposos.”
CONTINUARÁ…