EL LEGADO (4): El trío perfecto.

Como Pamela, Maby y yo consolidamos una relación perfecta a tres bandas.

El trío perfecto.

Me adelanto al amanecer. Siento mi cuerpo rebullir, lleno de energía. Me calzo mis botas y ropa deportiva. Tras revisar las vacas, empiezo a correr, esta vez, campo a través.

Estoy licuando tus reservas de grasa, aunque llevara cierto tiempo, pero te ayudará a perder peso.

“Gracias.” Sigo arrastrando mi corpachón a través de los bosquecillos, cuidando de no pisar los esquejes recién plantados. Tomo aliento al subir la loma. Me tiro al suelo y empiezo a realizar flexiones y abdominales. Enseguida me canso.

Tómatelo con calma. Roma no se construyó en un solo día.

“Lo sé, pero me molesta moverme tan torpemente. Dime, ¿te acostabas con la zarina?”

No, no soy tan idiota, aunque es verdad que se me insinuó en varias ocasiones. La zarina Alejandra era una gran mujer, con mucha más voluntad que su esposo, Nicolás II. Se podría decir que ella era la cabeza pensante del imperio, siempre en la sombra, claro, pues ella era extranjera, concretamente de ascendencia aria, nieta de la reina Victoria de Inglaterra.

“No lo sabía.”

Ella estaba fascinada por mis palabras, por mi seguridad, por mis ideas. En verdad, nunca quise ir en contra de los intereses de Rusia, pero toda aquella nobleza decadente no constituía más que un ancla para el país, y no dudaba en despotricarles, en criticar sus caprichos a la más mínima ocasión…

“¿Aún te asombra que te mataran?”, bromeo.

Si no hubieran sido Yusupov y aquel tonto de Demetrio, hubieran sido los bolcheviques. Mi destino ya estaba decidido. Lo que más me entristece es que tuvieran que asesinar a toda la familia imperial. Los Romanov no lo merecían, ni los niños tampoco.

“Se ha hablado mucho que la gran duquesa Anastasia había sido salvada por un soldado bolchevique.”

No. Los asesinaron a todos. Los fusilaron y, después, los pasaron a bayoneta. Los desfiguraron y rociaron los cuerpos con ácido. No querían que sus cuerpos fueran encontrados. La zarina y sus descendientes procedían de la más alta aristocracia europea, emparentados con varias casas reales. Fue una pena, María y Anastasia eran realmente bellísimas y alegres.

Desciendo la loma a buen ritmo y tomó un carril que conduce directamente a la comuna hippie. “¿Qué hay de todas esas mujeres que te rodeaban?”

Mi capacidad para observar y reflexionar me llevó a conseguir una inmerecida fama de vidente, de oráculo. No veía el futuro, solo que me daba cuenta de detalles que los demás no veían, y así podía vaticinar posibles eventos en un futuro inmediato. Los círculos de pensadores, en las grandes ciudades, solían invitarme a charlar. Las mujeres empezaban a buscar su emancipación; muchas confundían esa emancipación con un solapado erotismo. Eso y la magnética atracción de mi mirada, me brindó tantos cuerpos como quise.

Saludo con la mano a un vecino que ara sus campos con el tractor. Una niebla bajera cubre campos y caminos, lo que augura un día despejado y con sol. “¿Piensas que yo seré igual que tú?”

Por supuesto, somos muy parecidos. Yo te conduciré.

“Ya veremos.”

Me ducho y me quito los cuatro pelos de la barba – apenas me salen –, antes de desayunar. Las chicas no aparecen, seguramente dormidas. Hoy, fruta troceada y café con leche desnatada. En fin, es lo que hay. Arreglo varias cosas que había ido dejando a lo largo de meses, y, cuando estoy a punto de recoger alcachofas, Maby y Pamela se acercan, mordisqueando aún sus tostadas.

―           Mamá nos ha enviado a ayudarte – anuncia Pamela.

―           ¿Qué hacemos? – dice a su vez, Maby.

―           Coged una espuerta cada una. Hay que cortar las alcachofas de las matas, con cuidado, y dejarles un rabo de un par de centímetros, sino se pudren. En la caja de herramientas hay podaderas y aquí – señalo un cajón – guantes gruesos. Una de vosotras debería quedarse a colocar el contenido de las espuertas en aquellas cajas de madera, para que madre las revise y las selle.

―           ¡Si, jefe! – exclama Maby, saludando militarmente.

Mi hermana decide recoger la hortaliza y me acompaña, instalándose en la hilera de mi derecha. Estamos atareados, inclinados sobre las matas, cuando dice:

―           Anoche, le conté a Maby lo nuestro.

―           ¿Qué? – disimulo. No puedo decirle que las vi y las escuché.

―           Estuvimos hablando de muchas cosas, nos sinceramos… Le gustas, Sergi, y está dispuesta a probar…

―           No esperaba que fuera tan rápido…

―           Ni yo – me guiña un ojo, estirazándose. – También está dispuesta a probar conmigo, o sea, con los dos a la vez.

―           ¿Un trío? – pongo cara de tonto.

―           ¡Si! ¿No es maravilloso?

―           No lo sé, no he probado eso nunca. Supongo que si – digo, sin levantar la cabeza de mi hilera.

―           Por eso, le conté lo que habíamos hecho.

―           ¿Y ahora, qué hago yo?

―           Bueno, Maby está deseando probar si lo que le he dicho sobre tu tamaño es cierto. Solo tienes que ser dulce y agradable, y dejarte hacer.

―           Un hombre objeto, ¿no?

―           Pues si – Pamela me mira, algo extrañada por la reticencia que nota en mi actitud. -- ¿No te place?

―           Creo que si. Es lo que cualquier hombre desea – respondo, encogiéndome de hombros.

―           ¡Bien! – exclama y echa a correr hacia su amiga.

La sigo, recogiendo su espuerta también. Le falta tiempo para contarle las nuevas a Maby, quien me sonríe como una loba al acercarme. Que peligro tienen estas dos.

―           ¡Tenemos que celebrarlo! ¿Verdad, Sergi? – me pregunta la morenita, adoptando una pose de inocencia, con las manos atrás.

―           ¡Si! ¡Esta noche, Sergi nos va a llevar de marcha! – dispone mi hermana. Muy maja ella.

―           Dejaros de saltitos y vamos a seguir con esto. Hay que terminar antes del almuerzo – las freno cuando empiezan a saltar a mi alrededor, como indias excitadas.

Llevo una hora esperándolas. Me he tomado ya dos tazas de té en la cocina. Mi madre me mira.

―           Eres un buen hermano, Sergio. Llevar a tu hermana y a Maby a la ciudad, para que se diviertan, es un gesto de agradecer. Te vendrá también bien a ti.

―           Alguien tiene que echarles un ojo, ¿no?

―           ¿A esas? – responde con una sonrisa. – Ya se destetaron hace tiempo. Pero, tú… bueno, puede que encuentres algo nuevo, fuera de aquí.

―           Estoy bien aquí, madre.

Ella asiente y sigue arreglando alcachofas para la cena. ¡Por fin! Ya llegan las dos… ¡Modelos! Otra palabra no puede salir de mi boca. Me dejan de piedra. Con una aparición así, pueden tardar otra hora, si quieren.

―           ¡Estáis preciosas, niñas! – las adula madre.

La verdad es que si. Son bellísimas, saben maquillarse profesionalmente, y disponen de ropas y diseños que no están al alcance de las demás chicas de su edad.

Esta noche, te vas a convertir en el más envidiado de los hombres.

Eso seguro. Pamela enfunda su pletórico cuerpo en un ajustado vestido dorado, que deja toda la espalda al aire y acaba un poco por encima de medio muslo, con unos flecos de pedrería. Su melena rojiza está peinada en una larga trenza que desciende por su espalda. Sus ojos destacan poderosamente bajo las largas pestañas postizas. Unas medias transparentes y de medio brillo protegen sus piernas, y, para acabar, unos botines espectaculares, dorados con una tira roja. En su mano derecha, un pequeño bolso a juego con los botines, y en su cuello, una cadenita con su nombre, complementan perfectamente el conjunto.

A su lado, sin desmerecer lo más mínimo, Maby posa, con una mano en la cadera. Porta un conjunto que ninguna otra se atrevería a llevar por la calle sin tener su apostura. Una gorra de plato, de cuero negro, cubre su cabello, peinado y engominado como un hombre. Sus ojos azules brillan, atrapados por los oscuros contornos que se derivan hacia sus sienes, otorgándole una apariencia felina. Sus labios carmesí, brillan con luz propia. Una torerita, también de cuero negro, cubre su torso y brazos, dejando entrever debajo, a veces, un corpiño, rosa pálido. En la espalda, la cazadora porta, en un elaborado bordado, una calavera con alas y la leyenda “Hell’s Anges”. Un diminuto pantalón vaquero, con los bordes deshilachados, cubre sus caderas, dejando parte de las nalgas al descubierto. Solo unos pantys de rejilla impiden la desnudez de sus nalgas. Me pregunto si llevara un tanga debajo. Unas altas botas, también negras y de estilo nazi, rematan sus pies. Al cuello, porta un estrecho collar perruno, con clavos y una cruz gamada.

Casi puedo preveer problemas esta noche.

Bueno, para estaremos con ellas.

Seguro.

―           ¡Sergi! ¿Así vas a salir? – me señala Pam.

―           ¿Por qué? – me miro. Pantalones vaqueros, amplios y limpios. Una sudadera verde oscura. Una camiseta debajo. Suficiente, ¿no?

―           Anda, tira parriba – me dice Maby, atrapándome de un brazo.

Me llevan al desván y abren mi armario. Reconozco que hay poco para escoger.

―           ¿Cómo eres de friolero? – pregunta la morenita.

―           Este, poco, casi siempre está en mangas cortas – responde mi hermana.

―           Soporto bien el frío.

―           Bien. Pam, trae unas tijeras, que vamos a operar – se ríe la cabrona.

Poco después, los pantalones vaqueros nuevos y limpios que llevo, quedan agujerados por las rodillas y muslos, con largos hilos cerrando en parte las roturas.

―           Te han quedado preciosos, Maby – dice Pamela.

―           Tengo experiencia. Vamos, fuera esa sudadera.

Me la quito. Examina la camiseta. También fuera. Por un momento, ambas contemplan mi torso desnudo. Tengo más tetas que Maby y un gran flotador de grasa en la cintura. Colgando de los tríceps de mis brazos, se descuelga carne fofa y grasienta. No hay apenas cuello, mis hombros se unen a mi mandíbula. Enrojezco, al adivinar lo que ellas piensan.

―           Aquí hay carne para las dos, ¿verdad? – sonríe Maby, mirándome a los ojos.

―           ¡Y que lo digas! Va estar buenísimo cuando acabe con ese régimen. Aunque hay que quitarle esos pocos pelos del cuerpo – comenta Pam, mientras repasa todas las camisetas que tengo. – Esta mola.

Es una vieja camiseta, incluso sé que está algo rota por la espalda. Es negra, tiene un trébol de cuatro hojas en el pecho y pone “Lucky Boy”.

―           No sé si me cabrá – digo, al ponérmela.

―           Da igual, solo me interesa lo que pone – contesta mi hermana.

―           Si, puede que la acabemos de romper nosotras – le dice Maby, con un codazo.

―           Esta noche, va a ser el tío con más suerte de la ciudad – sentencia mi hermana.

La camiseta entra, aunque estrecha. Maby me pasa una camisa que aún sigue empaquetada, sin estrenar. Es de franela, tipo leñador, con cuadritos azules y rojos. Nunca me han llamado la atención ese tipo de ropa.

―           Así, sin abotonarla, las mangas enrolladas… que peazo de leñador – me piropea Maby.

―           Le falta algo. Tiene que parecer aún más agresivo – sopesa Pam, con un dedo sobre la boca. – Ya sé. Ahora vuelvo.

Maby mira mis Converse con duda, una vez a solas.

―           No te van con ese look. ¿Tienes unas botas militares?

―           No, pero tengo unas de puntera de acero. Es casi lo mismo.

―           Perfectas. Sácalas, las limpiaremos.

No están muy mal. Una pasada de grasa y listas. Mientras, llega mi hermana, con algo que recuerdo que estaba entre las cosas del abuelo.

―           ¿Qué es eso? – pregunta Maby.

―           Mi abuelo tenía caballos. Esto es una muñequera para “desbravar”. La he limpiado y aceitado – explica mientras me la coloca.

Me cubre casi todo el antebrazo derecho, de un rígido y grueso cuero pardo. Lleva varias hebillas y correas, así como la marca de la caballeriza a fuego, justo en el centro. Los domadores de caballos se colocaban estas largas muñequeras para evitar lesiones y cortes con los mordiscos de los caballos.

―           ¡Qué chulo! – alaba Maby.

―           Un perfecto look salvaje. ¿Te gusta? – me pregunta Pam.

―           Si – es la verdad. La muñequera me queda perfecta. Me da un aire fiero, a lo Conan. Lástima que no tenga músculos para lucir.

Cuestión de tiempo.

―           ¡Pues hala, a Salamanca! – exclama Maby, empujándonos.

Antes de tomar la carretera a la capital, Pamela suelta, de sopetón:

―           Creo que este es el sitio y el momento ideal para darnos el primer beso a tres labios, ¿no os parece?

Maby palmotea, a mi lado – Pamela se apoya en la puerta de la camioneta – y yo me encojo de hombros, sin saber qué decir. Contemplo como mi hermana se inclina sobre su amiga y mordisquea sus labios, rabiosamente pintados. Maby flexiona el codo y atrapa la solapa de mi camisa para atraerme, sin ni siquiera mirar. Busco sus labios, pero mi cabeza es más grande y las obliga a separarse, así que optan por besarme las dos a mí. Es más fácil. Saboreo el regusto a menta y canela de sus chicles. El lápiz labial debe de ser de los buenos, porque no tiene sabor, ni se borra.

―           Habrá que ensayar más – se ríe Pam.

―           Las veces que necesites, putón – la pincha su amiga.

Meto primera y aprieto el acelerador. El potente motor de la camioneta ruge. En dieciocho minutos, nos encontramos en Salamanca. Primero a cenar, son las nueve de la noche. Las llevo directamente al Musicarte, un restaurante para gente dinámica. Suele convertirse en un club a medianoche. Gente de mediana edad, matrimonios jóvenes, y, sobre todo, muchos grupos de trabajo. He escuchado hablar de él, pero no lo he probado.

Bueno, qué decir de la llegada. Aparco la camioneta dos calles más allá. Las chicas se bajan, desplegando sus larguísimas piernas y estirazando sus ropas para quedar bien monas. Seguro que ellas ya se han puesto de acuerdo en cómo actuar, porque, sin una sola palabra, se cuelgan, cada una, de un brazo, apretándose bien contra mi cuerpo. Pamela lleva un largo abrigo de pelo negro por encima de los hombros, y Maby un largo impermeable enguatado, con colores de camuflaje militar. En Salamanca hace frío como para ir en plan matador. Bueno, al menos eso dicen.

La gente nos mira al entrar en el local. Aún no hay mucha gente cenando, pero en la barra y algunas mesas, hay clientes tapeando y tomando aperitivos. Las tapas del Musicarte son famosas y de diseño. Pam se encarga de hablar con el joven que actúa de maître. Ha estado en sitios como este a lo largo del país, así que tiene más experiencia. Y así es, porque no tarda en conseguir una mesa. Ni siquiera me ha dado a pedir algo en la barra para esperar.

Nos sentamos. Se arma todo un espectáculo cuando las chicas se quitan los abrigos que la adecentan. Siento las miradas clavadas en nosotros y casi puedo adivinar las preguntas que surgen en sus mentes.

¿Quiénes serán? Ellas parecen artistas. ¿Alguna famosa? Ese tipo no me suena. ¿Será el guardaespaldas? Tiene cara de eso, de bulldog. ¡Que cutre es vistiendo! Ese estilo ya no se lleva. ¡Lo que daría por tener a dos bombones como esos sentados a mi lado! Esas dos son putas, seguro. De lujo, pero putas. No hay nada más ver como van vestidas… ¡Mi madre! ¿Eso que lleva la pelirroja es un Christine Morant? Debe de ser rica para costearse un modelito así… ¡Dios! ¡Esas dos son la fantasía de mi vida! ¡Que suerte tiene ese cabrón! ¡Con lo feo que es!

Sentía a Rasputín reírse en mi interior, con esas frases que yo imaginaba y colocaba en boca de aquellos que nos miraban, casi sin disimulo. Me inflaba como un globo, disfrutando de mi momento, en silencio, claro.

―           Creo que estamos llamando la atención – susurra Pam, detrás de la carta del restaurante, escondiendo su risa.

―           Buenoooo… acabamos de empezar. Aún queda noche – sentencia Maby.

―           Joder. Vosotras estáis acostumbradas a que os miren así, pero yo me siento como en un zoo – rezongo, mirando de reojo a un tipo que se le había olvidado bajar la cuchara hasta el plato, mirando las piernas de Maby.

―           Tranquilo, peque. A ti apenas te miran, por ahora – me coge la mano Pam.

―           ¡Por ahora! ¡Jajajjaja! – la cristalina carcajada de Maby atrajo aún más miradas.

―           Bueno, concentrémonos en la carta – llamo su atención. – Estoy muerto de hambre. ¿Puedo pedir algo de carne, Pam?

―           Por supuesto, cariño – me derrito al escuchar ese apelativo. – Pide algo de buey o ternera, en su punto, pero nada de patatas, ni fritas, ni de ninguna manera. Guarnición de verduras. Nada de pan.

―           Joder con el sargento de hierro – protesto.

―           Haz caso a tu hermanita, que ella sabe de esas cosas – me aprieta un muslo Maby, por debajo del elegante mantel de tela.

―           ¿Podríamos pedir un buen vino? – sugiere Pam.

―           Yo no voy a beber nada de alcohol. Tengo que conducir y seguro que habrá controles de alcoholemia a la salida. Para mí, agua.

―           ¿Un Ribera, Maby?

―           Uuy. Ya sabes que el vino me pone muy cachonda…

―           Mejor – se ríe Pam, alzando una mano y llamando al camarero.

Este no las tiene todas consigo. La sensualidad de las chicas le distrae fácilmente. Vamos, que si hubiera tenido que desactivar una bomba, lo hubiéramos tenido muy crudo. Aún así, toma nota. Un buen pedazo de buey sobre un fondo vegetal para mí; dorada a la espalda con setas y jamón para Pam; un mil hojas de foie con canónigos y salsa de grosellas para Maby, y, finalmente, una tabla de quesos, con nueces y dulce de membrillo, para abrir la boca. Todo eso me suena a chino. A mí me sacan del guiso casero, del filete con patatas, y la merluza, y me pierdo. Sin embargo, aquellos nombres maravillosos me hicieron salivar. ¡Mierda, con el régimen!

Pam cata el Ribera del Duero que trae el camarero y da su visto bueno. Ni siquiera sabía que entendiera de vinos. ¡Que poco conocía de mi hermana desde que se fue de la granja! Me hice el propósito de saber más cosas de aquellas dos diosas. Llena la copa de Maby y propone un brindis.

―           ¡Por el éxito de esta aventura! – exclama al alzar su copa.

―           ¡Por nosotros! – brindo a mi vez.

―           ¡Por los hermanos Tamión! – entrechoca su copa Maby.

―           ¿Por qué por nosotros? – pregunto, tras beber.

Maby alarga su mano y toma la de mi hermana, sobre la mesa. Su otra mano se pierde dentro de la mía. Nos mira a los ojos, alternativamente.

―           He llegado a un punto en que he tenido que detenerme y cuestionarme cuanto he hecho en mi corta vida. A mis dieciséis años, ya he conocido la ruindad del alma humana, donde la avaricia y el egoísmo acampan en libertad. Soy consciente de que lo que más me atrae, lo que me motiva, acabará por convertirse en mi ruina o me llevará a un agujero en algún cementerio de este país. Cada día desciendo un peldaño más hacia esas catacumbas de pecados y vicios que me llaman con voz de sirena…

―           Maby…

―           No, no me interrumpas ahora, Pamela. Me está quedando precioso – dice con una sonrisa. – Necesito que sepáis con quien os vais a unir. María Isabel Ulloa Mendoza, Maby para los amigos, es una enferma sexual, una zorra.

Deja en suspenso esas palabras, bajando la vista. Sabe cómo ponerse dramática la chica.

―           He participado en… bueno, digamos que he hecho cosas que ni siquiera salen en las producciones porno, por puro placer o aburrimiento, no lo sé. Me codeo con gente de baja estofa, de dudosa catadura moral. Traficantes, estafadores, asesinos… solo es cuestión de tiempo que me salpique algunas de sus lacras y me arrastren a un pozo del que no podré salir. No tengo a nadie que me salve. Mi madre anda por ahí, en algún sitio, tirándose a cuanto pilla, y no creo que se acuerde de su hija. Solo te tengo a ti, Pamela.

―           Oh, Maby – Pam inclina la cabeza y besa la mano de su amiga.

―           Es por eso, mi enorme osito Sergi, que no he dudado en interesarme por ti, en cuanto he notado que había algo en ti que me atraía. No es por decepcionarte, pero jamás creí que un chico como tú llamaría de tal manera mi atención. Al principio, no sabía bien qué era lo que me atraía. Eres el hermano de mi mejor amiga y debía tener cuidado. Pero, a cada día que pasaba, acumulabas más y más detalles, más pequeñas cualidades que, seguramente pasarían desapercibidas para los demás pero que, para mí, resultaban deliciosas. No sé explicarme de otra manera, por el momento. Solo te digo que encontrar a un chico que me llene de esta forma, sin ser un crápula, sin recurrir a los artificiales símbolos de la depravación, como las drogas, es acreedor de mi amistad y mi pasión.

Inspira con fuerza. Sus ojos amenazan con soltar un riachuelo de lágrimas. Sorbe y suelta nuestras manos cuando el camarero trae la fuente con quesos y sus complementos.

―           Maby, no sabía que fuera tan preocupante – la consuela mi hermana.

―           No es algo para comentar en la sobremesa – sonríe, a desgana.

―           Maby – las interrumpo. Tengo los puños cerrados y apoyados sobre la mesa. – No sé hablar como tú, pero debo responder a cuanto has dicho. Solo puedo decirte que me has emocionado realmente y que, aunque aún no te conozco bien, procuraré no fallarte jamás y ser siempre un amigo, un amante, o lo que tú quieras, para darte apoyo y cariño. Cuando necesites de mí, para lo que sea, por muy duro que sea, acude sin vacilar.

―           Oh, grandullón – Maby se cuelga de mi cuello y me besa repetidamente, en la mejilla, en la oreja, en la boca. – Significa tanto para mí… Estoy al límite, atrapada por mi propia ignorancia y mi debilidad. Aún no sé lo que siento por ti, bonito mío. No sé si es atracción, lujuria, o una fuerte amistad… Sé que no es amor, pues no creo en eso, pero, te juro que te respetaré cuanto pueda, y cuando llegue el momento en que ya no pueda seguir haciéndolo más, te lo diré, para que me tires a la puta calle.

―           Eso ha sido muy sincero, Maby. A cambio, yo te prometo que te ayudaré, te cuidaré, y te protegeré cada vez que lo necesites. Que te consolaré, te calmaré, y te amaré cuando estés de bajón, sin pedir nada a cambio – replico, abrazándola y alzándola de su silla.

En ese momento, soy consciente de que, de nuevo, las miradas se vuelcan sobre nosotros.

―           ¡Mala leche tenéis! ¡Me habéis hecho llorar! – dice Pam, golpeando mi hombro. ¡Pues yo no me quedo sin hacer mi discurso! Vamos a ver… Al contrario que mi querida amiga Maby, lo que siento por ti, hermano, si es amor. Tampoco sé si es un amor fraternal, carnal, romántico, o espiritual. Lo que sé es que llevo adorándote a distancia desde hace tiempo y, hoy, ha llegado la oportunidad de tenerte en mis brazos y compartirte con mi mejor amiga, mi compañera de piso y de trabajo, mi primer amor.

Maby se lleva las manos a la boca, emocionada. Por mi parte, estoy confuso con esa confesión. ¡Le llevo gustando desde hace tiempo a la diosa de mi hermana! ¿Cómo puedo atraer a chicas como ellas?

―           Si puedo estar con las dos personas que amo, plenamente, con ambas a la vez, compartiéndolas, seré la mujer más feliz del mundo, y no me importará lo que puedan pensar o decir de mí, ni padres, ni vecinos, ni jefes. Te quiero, Sergi, y te quiero, Maby.

Las chicas se cogen de las manos, las lágrimas ya en la calle.

―           ¡Me lo has quitado de la boca, cabrona! – dice Maby, sorbiendo con elegancia.

Ahora, para colmo, tengo las dos mirándome, esperando a que pronuncie esa especie de votos improvisados. Buff. Peor que una boda.

―           ¿Qué puedo decir que no hayáis dicho ya? Sois las dos bollicaos más buenas que jamás he tenido delante. Me habéis rescatado de mi solitario rincón y ofrecido el paraíso, el máximo sueño de cualquier hombre. Sois amigas y amantes y me admitís en vuestra cama. No puedo más que besar vuestros pies y juraros, al menos, amistad eterna, porque mi amor y pasión ya los tenéis.

Esta vez, son las dos las que me llenan de besitos, una por cada lado. Estoy en el cielo.

Cierra la boca que babeas.

El viejo Rasputín está al tanto, menos mal.

Decidimos terminar con los quesos. Pam me permite comer el queso fresco que hay en la fuente, con algunas nueces, pero nada de miel o dulce de membrillo. ¡Que malas! Los platos vienen enseguida. La euforia nos embarga, prestándonos alas. Devoro mi pedazo de buey y acabo antes que ellas. Maby me ofrece un pedazo de su hojaldre de foie, llevándolo a mi boca con su tenedor.

―           Solo probarlo. Eso tiene un montón de calorías – advierte Pam. -- ¿Quieres pescadito, peque?

La miro de través. Se está pasando. Las dos se ríen, felices. Me acabo la botella de agua. Es toda una experiencia tener una cita con ellas. Maby suelta su tenedor y noto sus piernas estirazarse bajo la mesa.

―           Buff. Ya no puedo más – dice, hinchando el vientre.

―           Quejita – digo.

―           Polla loca – responde ella, deslizando su mano por la pernera, acariciando mi, hasta ahora, tranquilo pene.

―           ¡Eh! ¡Que yo aún no he acabado! – exclama mi hermana, con la boca llena.

―           ¡Te jodes! – se carcajea su amiga.

―           Chicas… estoy dándole vueltas a una idea – me miran. Mi tono se ha hecho más serio. – Esta decisión que hemos tomado ha sido muy rápida y, quizás, demasiado fácil. No podemos olvidar que conlleva ciertos riesgos, por lo que sería una auténtica gilipollez tomársela como un capricho y terminar la relación en unas cuantas semanas.

―           Tienes razón – asiente Pamela. Maby la imita.

―           Deberíamos poner un plazo mínimo – propone mi hermana.

―           ¿Un año? – esta vez es el turno de Maby.

―           Un año está bien. Si para antes de las Navidades del año que viene, alguno de los tres desea retirarse de este trío, lo podrá hacer sin dar explicaciones, como buenos amigos – expongo.

―           ¿Por qué sin dar explicaciones? – pregunta Maby. – Siempre hay un motivo y, a lo mejor, a los demás nos gustaría saberlo.

―           Porque entonces, peligraría nuestra amistad. Si conocemos a alguien fuera de nuestro círculo, surgirán los celos. Si nos tomamos ojeriza uno a otro, significaría poner al tercero en una comprometida situación. Pienso que es peor tener que explicar por qué quieres abandonar la relación. Ya será demasiado duro como para encima dar razones.

―           Tienes razón, peque. Pero hasta el año, nada de separarnos, aunque nos caigamos fatal – resume Pam.

―           ¡Hecho! – respondemos.

―           ¿Algún postre? Tenemos unos “bienmesabe” caseros muy ricos… -- nos interrumpe el camarero.

―           No, está bien así. Tráiganos la cuenta, por favor – le corta Pam. – Si el peque no puede comer cositas dulces, nosotras tampoco.

―           Por lo menos, delante de tanta gente – se ríe Maby.

―           Deberíamos exponer nuestros puntos de vista. Puede que queramos incluir más normas a esta relación – dejo caer, mientras me estirazo, dejando ver bien la leyenda de mi camiseta. Hay sonrisas en algunos comensales masculinos.

―           ¡Normas, normas! Lo que me gusta es saltármelas… -- dice Maby, con un pellizco.

―           ¿Ah si? Entonces, ¿puedo meterte treinta centímetros de un tirón, sin prepararte? – le susurro.

―           ¿Tre… treinta centímetros? – tartamudea.

―           Treinta y uno para ser exactos.

Maby mira a Pam, como para asegurarse. Mi hermana asiente y abre mucho los ojos.

―           Habrá que poner más normas, si – jadea la morena.

El camarero trae la cuenta y Pam saca su tarjeta. Yo protesto.

―           Esta noche, pagamos nosotras – agita un dedo Maby. – Ganamos más pasta que tú y nunca te hemos invitado. Cuando vayas a Madrid, nos sacas de juerga otra vez.

―           Vale.

Como todo un caballero, ayudo a las chicas a ponerse sus largos abrigos, sintiendo las miradas de envidia de la mayoría de los tíos. Cada vez me gusta más esto.

Pamela sugiere ir al Van Dyck, un lugar chic, lleno de pijos, y donde sirven los mejores cócteles de Salamanca. Es un sitio caro y exclusivo, pero las chicas se merecen eso y más. El local no está demasiado lejos y prefiero no mover la camioneta de donde está. Si nuestra llegada al Musicarte llamó la atención, no es nada comparado con la exhibición que las chicas dan en cuanto se quitan los abrigos, ya en el interior del club. No me encuentro muy a gusto allí, pero se nota que ellas están en su salsa. No se ve otra camisa de leñador más que la mía, ni otra muñequera de cuero. Allí no hay más que finos jerseys de Lacoste, pantalones de pinzas Daevo, o jeans Lewis, y mejor no hablaros de los zapatitos. ¡Náuticos en Salamanca en diciembre! Eso es sufrir para ir a la moda.

En fin, que destaco allí de cojones, vamos.

Pero ellas no le dan importancia alguna, porque para eso están ellas allí, para atraer las miradas de todos y de todas, y que nadie se fije en mí, más que para cagarse en mi suerte.

Como os cuento, nada más quitarse los largos abrigos, la gente más cercana empieza a revolucionarse. El local está cargado y tengo que empujar para llegar a un rincón, donde hay una mesa de tres patas, alta y pegada al muro. Un foco oscilante reparte chorros de luz en forma de círculos, tanto en las paredes como sobre nuestros cuerpos.

Al abrirme paso, la clientela me mira y pone mal gesto. No soy de los suyos, pero mi estatura los mantiene a raya. Escucho más de un gruñido. Sin embargo, en cuanto las chicas muestran su encanto, esa misma clientela parece olvidarse de mí, envalentonarse y acercarse a ellas.

Un rubito guapo, que aún porta las gafas de sol sobre la cabeza, casi enterradas en sus perfectos rizos, se coloca al lado de Maby y, le dice algo, casi metiéndole la lengua en la oreja. Yo me encuentro pidiendo en la barra, pero lo calo de un golpe de ojo. Creo que voy a tener que intervenir. Le paso un billete de veinte euros al camarero para pagar las copas. Me mira con sorpresa. No sé si valen más o no, pero no me paro a escucharle.

―           Barceló cola para ti – le paso la copa a Pam.

―           Síguele el juego – me susurra.

―           Vodka con zumo de naranja y unas gotas de Frangelico – me giro hacia Maby. – Y para mí, un trancazo de tónica.

―           Sergi, cariño, este es Rafa. Es un chico majo, ¿puedo ir a jugar con él? – me comenta Maby, aferrándose a mi cintura.

Le examinó con mirada crítica, de arriba abajo. Casi le saco veinte centímetros y al menos ochenta kilos de más. Se estremece visiblemente.

―           Hola – murmura.

―           Parece poca cosa, ¿no? – digo, señalándole.

―           Pero es muy guapo – tironea de mí la morenita. Sé que disfruta con el juego. – Porfi, porfi, solo un ratito.

Pídele dinero, mucho dinero, y veremos como reacciona.

El viejo Rasputín es de ideas rápidas.

―           Puedes ir, siempre que meta mil euros en mi bolsillo. Ya sabes que por menos, ni hablar – no aparto los ojos del tipo, que me mira con ojos desorbitados.

―           Rafa, Rafita, solo son mil euros de nada, y podremos irnos a jugar donde quieras. Te garantizo que no te arrepentirás – le enerva Maby, apretándose los senos bajo el blanco corsé que ha dejado al descubierto.

El color desaparece del rostro del chico. Pam, abrazada a mi espalda, se ríe. Maby le mira, con carita compungida, esperando la decisión del chico.

―           Lo siento. Creo que me he equivocado. Lo siento… tengo que irme… -- balbucea Rafa, dando media vuelta y perdiéndose entre el gentío.

―           Joder, Sergi, me has hecho pasar por una puta – se contorsiona Maby de la risa. – No esperaba que salieras por ahí.

―           ¿Qué esperabas entonces? – pregunto mientras afano un par de altos taburetes para ellas.

―           No sé, que le asustaras con tu físico, o algo así.

―           Seguro que se lo ha comentado ya a todos sus colegas. No creo que nadie nos moleste más en un buen rato – dice Pam mientras la ayudo a subirse al taburete.

―           Esa es una buena pregunta – dejo caer al mismo tiempo que elevo por la cintura a Maby para depositarla en su taburete.

Las chicas lucen espectaculares en los altos asientos, con sus piernas bellamente cruzadas, atrayendo todas las miradas.

―           ¿Qué pregunta?

―           ¿Qué pasa si alguien llega del exterior y seduce a uno de nosotros? No sé, a lo mejor el simple capricho de una noche, o bien una necesidad…

―           ¿Quieres decir que si podemos estar con otras personas? – aclara Pam.

―           Si – me cuesta admitirlo. Que conste que lo estoy diciendo por ellas, que son las que tienen vida social.

―           No lo sé – reflexiona Maby. – Pienso que si nos hemos comprometido por un año entre nosotros, lo normal sería que no estar con nadie más. Una especie de compromiso.

―           O sea, nada de cuernos – Pam es rotunda.

Yo no estoy convencido y parece que se me nota en la cara, porque las dos me instan a decir lo que pienso.

―           Por mí lo tengo claro. No había estado con ninguna mujer hasta la otra noche, así que… pero vosotras sois diferentes. Trabajáis con modelos, de ambos sexos. Es un mundo bello y fascinante, ¿podréis resistirlo? ¿Podéis asegurarme que una noche, en una ciudad extraña, no buscareis el consuelo en vuestra hermosa compañera de habitación, aunque solo sea por un par de horas?

―           Visto así – las dos se miraron. Era muy posible.

―           Creo que lo mejor sería comprometerse a no tener ninguna otra relación, más que la nuestra, pero debemos ser abiertos a cuestiones de necesidad – trato de explicar.

―           O fuerza mayor – sonríe Maby, de forma pícara.

―           Está bien – acepta Pam. – Pero solo algo espontáneo.

―           Hecho – brindamos para aceptar la norma.

Alguien choca conmigo por la espalda. Me giro. Una chica se disculpa. Tiene los ojos más oscuros que he visto nunca. Parece semita, quizás pakistaní. No es muy guapa pero tiene algo que atrae. Vuelve a disculparse mientras se apoya en mi brazo. El tacón de su zapato se ha roto. Maby salta de su taburete para que la chica se siente. Me agacho y le quito el zapato, examinándolo. La cola se ha despegado.

―           Vaya, que fastidio. Tendré que irme a casa – se queja la chica, con un gracioso acento silbante.

―           Espera – le digo. – Maby, déjame tu collar.

―           ¿Qué vas a…? – pero me lo pasa tras desabrocharlo.

Con un par de meneos, arranco uno de las puntas aceradas que erizan su contorno. Uso el culo del vaso, ya vacío, para clavar aquella punta metálica a través del tacón. Se mantiene firme. Lo vuelvo a colocar en el pie de la chica semita.

―           Listo. Creo que te aguantará a no ser que saltes o bailes.

―           ¡Tío! ¡Muchas gracias! ¡Eres un mago!

―           No, que va, es que trabajo en una granja. Siempre hay que arreglar cosas con lo primero que pillas a mano.

―           Me llamo Sadhiva – se presenta. – Estoy en la universidad, acabando ingeniería.

―           Encantado, Sadhiva. Yo soy Sergio, ella es mi hermana Pamela, y esta su… compañera de piso, Maby.

Las chicas se saludan, como tanteándose, con esa manera que tienen las féminas de parecer civilizadas mientras se calibran.

―           De aquí no eres, ¿verdad? – pregunta Maby.

―           No. De Omán, pero llevo cuatro años en Salamanca. Es una buena universidad.

―           Hablas muy bien el español – la alaba Pam.

―           Gracias. Estudié la lengua en mi país, y aquí he perfeccionado. ¿A qué os dedicáis vosotros?

―           Como ya te he dicho, mi familia posee una granja que se dedica a varias áreas. Producimos madera, leche, hortalizas, y algunas cosechas por encargo.

―           Ah, interesante, una granja multitarea – se ríe de su idea.

―           Algo así.

―           Nosotras estamos en una agencia de modelos. Moda y publicidad, sobre todo – explicó Maby.

―           Era de suponer, sois muy guapas y muy elegantes – la lisonja tiene un punto de envidia. – Ha sido un verdadero placer, pero me tengo que ir. Quizás nos veamos en otro momento.

―           Por supuesto – replica Pam.

―           Adiós – me dice, colocando su mano en mi antebrazo.

―           Hasta la vista, Sadhiva.

―           Se me acaba de ocurrir otra pregunta – nos dice Maby, mirando como la chica omaní se aleja. -- ¿Qué pasaría si uno de nosotros decidiera incluir a alguien más en el trío?

No supe que contestar, pero estaba claro que podía ocurrir. Al parecer, Sadhiva nos había caído a todos bien. ¿Quién sabe lo que podría ocurrir de seguir tratando con ella?

―           Supongo que deberíamos someterlo a votación. Si los demás estuvieran de acuerdo, no veo inconveniente. Pero sería algo muy puntual, ¿no? – Pam expone lo que es más lógico. Asiento, de acuerdo con la idea.

―           Si. Deberá gustarnos a los tres para incluir a otra persona, sea hombre o mujer – concede Maby,

Debo ir a por otra ronda para resolverlo con un nuevo brindis. Las chicas trasiegan alcohol como campeonas, yo sigo con la tónica. Nadie nos ha pedido carnet para comprobar la edad. La verdad es que ninguno aparenta la edad que tiene.

En un momento dado, las chicas se marchan al baño, dejándome solo. Paseo la mirada por el local. No podría definirlo pero me parece que las féminas se fijan en mí.

Claro que se fijan en ti. Las atraes.

“Venga, Gregori, soy un cacho de carne.”

Si, con ojos, con MIS OJOS. Aún es pronto, pero responden a tu llamada. No saben qué les impulsa a mirarte, pero lo hacen. Pronto empezaran a imaginarte en sus fantasías, y, entonces, no podrán resistirse a tus deseos. Cuanto más atractivo seas, más profunda será su subyugación. Así que ya puedes ponerte a ello.

“¿Y tú, qué ganas con todo esto?”

¿Por qué tendría que ganar algo?

“Jeje, vamos, Gregori, que no soy ningún tonto… sé que buscas algo de mí o algo que yo puedo conseguirte. Creo que para eso has estado guiándome, preparándome, ¿me equivoco?”

Aún es pronto para hablarte sobre ello. No te preocupes por el momento, lo que tenga que suceder, sucederá.

Tan críptico como siempre. Perfecto. Siento una mirada clavada en mí, desde hace un rato. Con disimulo, la busco. Tardo en encontrarla. Una mujer en la barra. No es ninguna jovencita. Tendrá unos treinta y tantos años. Charla con un hombre que está de espaldas a mí. Ella se sitúa de forma que pueda mirarme, pero parece que está mirando a su interlocutor. Lleva un peinado a lo Betty Boop, pero en rubio, y posee un cuerpo opulento por lo que puedo ver.

¿Notas como te desnuda con la mirada?

“La verdad es que noto su intensidad. No sé si me está desnudando o imaginando haciendo otra cosa, pero si noto perfectamente la fuerza de su mirada.”

Bien, progresamos a buen ritmo.

Maby regresa del lavabo, sola. Pregunto por mi hermana.

―           Se ha encontrado a Sadhiva al salir del baño. Nos ha presentado a sus amigos y Pam se ha quedado charlando. Esa tía no me cae mal, pero sus amigos son unos plastas. Prefiero aferrarme a ti – me dice, abrazándome y colocando su cabecita sobre mi pecho.

La mujer acodada en la barra se envara al distinguir a Maby. Interesante.

―           Tengo ganas de jugar contigo – me susurra Maby.

―           Y yo, niña.

―           ¿Niña? ¿Te parezco una niña?

―           Si, por eso me gustas. Una niña traviesa.

―           Entonces vale – y me besa con pasión.

Me retiro. No he respondido a su beso, aunque tampoco lo he rechazado.

―           ¿Qué pasa?

―           No creo que sea lo más idóneo. Deberíamos esperar a Pam.

―           Bueno, no hace falta. Ahí viene – señala Maby.

Pam sonríe, toma su vaso y le da un buen trago.

―           Creo que deberíamos hablar de otra regla – empiezo.

―           La de si debemos estar los tres para tener relaciones o bien dos pueden empezar hasta que se una el tercero. ¿Es esa? – suelta mi hermana.

―           Si, la has definido bien. ¿Estás molesta?

―           Puede.

―           ¿Por un beso? – se asombra Maby.

―           Hoy puede ser un beso, mañana otra cosa.

―           Que sepas que Sergi me ha retirado su boca y ha planteado la duda – aclara Maby.

―           Pero tú has empezado a besarle…

―           Basta – las corto rápidamente. – Nada de celos. Se supone que somos un trío. Debemos compartir, esa es la idea de un trío.

―           Tienes razón – se disculpa mi hermana. – Me he dejado llevar.

―           Creo que deberíamos estar siempre los tres – expone Maby.

―           Si, es lo suyo, excepto que tengamos que actuar de otra forma.

―           ¿Ejemplo? – pido yo.

―           Pues, digamos, en la granja. Si las dos subimos al desván, pueden escucharnos – explica Pam.

―           Podría subir una y después la otra. De esa forma, una de nosotras controlaría las escaleras – aporta Maby.

―           Si, es una buena idea. Entonces, podríamos resumirlo así: nuestras relaciones constituyen un trío permanente, salvo en el caso que, por motivos de seguridad y con el consentimiento de los demás, el trío deba convertirse en un dúo temporal o por turnos – Pam está inspirada, parece toda una abogada.

Brindamos por la cuarta norma y decidimos marcharnos de allí. Cuatro normas en nuestro primer día son suficientes, y eso que solo nos hemos besado. Siento que mis chicas están ardiendo y quieren bailar.

Hablar de La Pirámide es hablar de la noche, por excelencia, en Salamanca. En una pequeña ciudad, dedicada a las artes y la enseñanza, como esta, el público nocturno es bastante joven y, para más INRI, intelectual y exigente. La mayoría de los estudiantes universitarios de Salamanca manejan dinero, sea de sus familias, sea su cuenta becaria, o porque trabaja y estudia, a la misma vez. Salamanca es un destino muy elegido para estudiantes de todas partes de Europa, por lo que, a veces, esto se convierte en una pequeña Babel.

Toda esa masa de gente, de potenciales clientes, pasa, al menos una vez al mes, por las salas de La Pirámide, para bailar, ligar, asistir a un show, o, simplemente, deambular bajo su piramidión y admirar toda su decoración egipcia.

La Pirámide se nutre de mano de obra universitaria. Chicos y chicas trabajando en sus barras. Chicos y chicas actuando en sus plataformas. Todos vestidos con ropajes seudo egipcios y fantasiosos.

Allí es donde llevo a las chicas.

¿Cómo sé que ese sitio existe? Fácil. La disco mantiene un programa en la radio local. Pasa su música y anuncia sus espectáculos y sus noches temáticas. A veces escucho el programa cuando trabajo con el tractor.

Esta debe de ser una de esas noches temáticas porque la cola da la vuelta a la vieja fábrica sobre la que se erige La Pirámide. Dios, no vamos a entrar nunca.

―           ¿Cómo en Barcelona? – propone mi hermana a Maby.

―           Si, podría resultar. Sergi, tú te quedas a dos pasos detrás de nosotras, muy atento.

―           Ponte esto en la oreja – Pam saca del bolso el auricular de su móvil. – Así, por detrás de la oreja. Creo que dará el pego.

―           Pues vamos, hagamos de divas – se ríe Maby, quitándose su impermeable y colgándolo a su espalda de un dedo, como si estuviera en la pasarela. Su corpiño destaca poderosamente bajo la ropa oscura.

Pam la imita, pero no se quita el abrigo, sino que lo baja de los hombros, dejando estos desnudos. Comienzan a caminar, repiqueteando poderosamente los tacones, para que la gente de la larga fila las mire. Me sumerjo cómodamente en la comedia. Son diabólicas. Ellas son las divas, yo el hermético guardaespaldas que las acompaña de fiesta. Adelantamos todos los puestos de la fila y ellas se detienen ante los dos robustos porteros, con una pose de caderas y una sonrisa ladina, charlando entre ellas insustancialmente. Su postura indica que están esperando algo que dan por hecho, de lo que no tienen que preocuparse en absoluto. Me quedo estático, justo detrás de ellas, separándolas de la gente que protesta por su osadía. Los porteros me miran. Soy más alto que ellos. Entonces, Pam se gira hacia los dos hombres y con una sensual caída de su mano, dice:

―           Don Miguel nos está esperando – recompensa al hombre con una preciosa sonrisa.

Veo la mirada que se lanzan los matones y su leve asentimiento. Se apartan y pasamos. A nuestras espaldas, la gente silba, descontenta.

―           ¿Quién es don Miguel? – pregunto a Pam.

―           No sé, pero siempre hay un Miguel o un José. Cuestión de suerte. Lo que importa es la actitud.

Maby suelta una carcajada y cruzamos las puertas.

¡Que peligro tienen estas dos sueltas!

Las chicas dejan sus abrigos en el guardarropa. El local está a reventar. Ya se palpa en el ambiente que todo el mundo espera las fiestas. La música me atraviesa como algo físico. Maby alza los brazos y contonea sus caderas con sensualidad, acoplándose al ritmo de la música.

―           ¿Bailamos? – pregunta casi en un grito.

―           Antes tengo que ir al baño – contesta Pam.

Cierto, yo también. Con mi estatura, diviso donde están los baños y nos dirigimos allí. En el baño de caballeros, hay varios tipos haraganeando en el interior, entrando y saliendo de una de las cabinas individuales. Me miran susceptiblemente. Les ignoro, tengo más prisa en desaguar. Así que me concentro en lo mío. Ellos hacen lo mismo. Seguramente, estarán liados, esnifando coca. Allá ellos. Acabo y salgo. Las chicas aún no han salido del baño de damas. Cuando lo hacen, compruebo que también han retocado su maquillaje. Pam me quita el auricular del oído y hace que me lo guarde en el bolsillo.

―           Asume lo que en realidad eres – me dice.

Se cuelga de mi brazo. Maby la abraza por la espalda para escuchar lo que me dice.

―           ¿Qué soy?

―           Nuestro amante. El único que nos va a follar esta noche – y da un mordisco al aire.

―           ¡A la pista de baile! – exclama su amiga, arrastrándola.

Yo no bailo. Jamás he bailado, pero las sigo, pues quiero verlas. El gran espacio circular del centro de La Pirámide está colapsado por una masa de gente que baila. En otros rincones despejados, también se baila, algo más alejado de los potentes altavoces. Hay pequeños palcos a unos cinco metros de altura, pegados a las inclinadas paredes falsas que simulan los gruesos muros de una pirámide. Largas escaleras metálicas acceden a ellos, en donde se reúnen diversos grupos, charlando o besándose ávidamente. Una plataforma rectangular, en la cabecera de la pista, sostiene a un grupo de gogos, apenas vestidas. Las chicas no se han adentrado en la pista, seguramente para que pueda verlas. Se mueven bien, pero aún no se han desinhibido. Para eso, necesitan unas copas.

Así que me acerco a la barra más cercana. Una bonita muñeca oriental me atiende enseguida. Tengo que inclinar la cabeza para que pueda oírme y ella parece aspirarme, por un segundo. Sé lo que beben mis chicas, yo me conformo con una Coca Light. La camarera pasa un lápiz óptico por la tarjeta que nos han dado al entrar. Aquí no se va nadie sin pagar, desde luego.

Intento no derramar nada al llevar las bebidas. La gente me deja paso, más que nada para no recibir un pisotón de un 47 con una bota con refuerzos metálicos. Maby y Pam me dan un piquito al verme con sus bebidas, y me hacen un sitio para que baile con ellas. Yo agito la mano, negándome. Los tíos cercanos me miran con suspicacia y se retraen algo, pero no mucho. Las chicas están adquiriendo rápidamente admiradores.

La verdad es que ver esos adorables culitos contonearse es todo un placer. Más de uno está literalmente babeando. Maby tira de la mano de mi hermana y se me acercan.

―           Esto se ha vaciado – agita su vaso ante mí. – ¡Vamos a por unos chupitos!

―           ¡¡Si!! – grita Pam, cogiéndome del otro brazo.

Nos hacemos un hueco en una de las barras. Otra distinta a la de la chinita. Maby pesca un camarero.

―           Dos chupitos de Bourbon y uno sin alcohol, guapo.

El chico no tarda nada en ponerlos. Le paso la tarjeta y le indico que anote otras dos rondas más. Brindamos y bebemos al golpe. El camarero vuelve a llenar.

Cuando las chicas regresan a la pista, con nuevas copas en las manos, ya están desatadas. Junto con la mayoría de machos, las contemplo moverse lánguidamente, levantando la libido de cuantos las rodean, incluso de muchas chicas. Pam gusta de bailar con movimientos lentos, contoneando sus caderas, flexionando las piernas. Sus manos delinean su figura, una y otra vez. Creo que sería una estupenda stripper. Maby, en cambio, es más dinámica. Realiza complicadas musarañas en el aire con sus brazos y manos; contonea todo su cuerpo e incluso lo hace vibrar. Tiene menos caderas que mi hermana, pero agita su cuerpo como un terremoto.

Sonrío cuando sus cuerpos se pegan, frotándose con pasión. Cada vez más gente las mira, atraídos por el mensaje de sus cuerpos. Una cadera que roza una pelvis, dos nalgas que chocan, un pubis que se frota largamente contra unos glúteos apretados, mientras unos brazos abarcan y aprietan una cintura, o bien dos senos que se rozan con intención, deseando estar desnudos al hacerlo. Es cuanto todos queremos ver y lo que ellas desean transmitir.

Numerosos voluntarios surgen a su alrededor, dispuestos a bailar de esa forma con ellas. Virtuosos bailarines las retan con sus elaborados contoneos, pero ellas no ceden. Cuanto más las interrumpen, más se miran a los ojos, hasta que, al final, ya no separan las miradas. Maby acaba pasando sus brazos por el cuello de mi hermana y su baile se convierte en algo suave, lánguido y turgente, que no tiene nada que ver con la música que suena. Inconscientemente, los hombres han dejado de bailar a su alrededor. Están pendientes de lo que significa ese abrazo entre hembras. Noto la tensión sexual flotar en el aire.

Han excitados a todos los hombres que las miran. Están empalmados.

“Lo sé.” Aún me mantenía tranquilo porque, en el fondo, sabía que esto iba a suceder. No puedes abrir la caja de Pandora sin que acabe salpicándote, ¿no?

Pamela y Maby empiezan a comerse la boca, ante todo el mundo, abrazadas. Lo hacen con mucha delicadeza, sin prisas, mostrando perfectamente sus lenguas. Unas lenguas que entran y salen, que son succionadas, aspiradas, y mordidas; que brillan bajo los estroboscópicos focos, que prometen suavidad y dulzura. Esos besos serán recordados por mucho tiempo,

Pero también veo muchos rostros desencantados, labios que modulan palabras que no necesito escuchar para entender.

Tortilleras, bolleras, lesbianas…

Es hora de mojarme. Dejo mi vaso vacío sobre uno de los altavoces y me adentro en la pista, con valentía, conciente que, en segundos, todo el mundo va a estar pendiente de mí. Ellas me ven llegar y abren su abrazo para incluirme en él. Mis brazos abarcan sus hombros con facilidad. Posan sus lindas mejillas sobre mi pecho, el cual podría abarcar aún otra como ellas. Beso ambas cabelleras. Seguro que ahora hay tíos que me maldicen y se mordisquean los puños. ¡Esto es genial!

Les doy la puntilla. Levanto, con un dedo, el rostro de mi hermana. En sus ojos, leo la total aceptación de nuestra condición. Beso dulcemente sus labios, sabiendo que Maby nos está mirando, sin levantar la cabeza de mi pecho. Tras casi un minuto, abandono sus labios para apresar la boca de Maby, que ya me busca con urgencia. Saboreo el alcohol en ambas bocas y decido que ya es suficiente exhibición. Aún abrazadas a mí, las sacó de la pista. Pido unas copas nuevas y le pregunto al camarero sobre los palcos. Normalmente, hay que reservarlos al principio de la noche, pero, a estas horas, el que se queda vacío puede ser ocupado, con una mínima consumición de treinta o cuarenta euros

Le paso la tarjeta y conduzco a mis chicas hasta uno de los palcos, donde un camarero está recogiendo vasos y botellas.

―           Esta es una de las mejores noches de mi vida – dice Pam, mientras nos sentamos en un cómodo sofá de oscuro cuero. Yo en medio, ellas a cada lado.

―           Siento algo muy fuerte en el pecho – jadea Maby.

―           ¿Te está dando un ataque? – bromeo.

―           No, tonto – se ríe. – Lo siento cuando os miro… nunca he tenido una familia, un vínculo con alguien que me importara… sois mi primer vínculo, mi familia, mis amantes…

―           Oooh… que bonito, Maby – la toma de los hombros mi hermana. Las dos quedan casi tumbadas sobre mi regazo.

―           Te comería toda entera, aquí mismo – proclama Maby.

―           Pues como no le pongan cortinas a esto – digo yo y las dos se ríen.

―           Te hemos tenido abandonado, Sergi – se acaramela Pam, echándome los brazos al cuello.

―           No creáis. Me he divertido mucho con el espectáculo.

―           ¿Espectáculo? – frunce el ceño Maby.

―           Si, el show lésbico en la pista. Muy bueno. Por poco os violan los tíos que estaban a vuestro lado.

―           ¡Dios! ¡Ni nos hemos dado cuenta! – se lleva Pam una mano a la boca.

―           ¿Por qué creéis que os he sacado de la pista?

―           ¿Por qué estabas empalmado, cariñín? – bromea Maby, llevando su manita en busca de mi pene.

―           Va a ser que no, porque ya me esperaba algo de eso. Pero os tenía que sacar de allí antes de que se organizara algún lío.

―           Tendremos que refrenarnos un poco en público – reconoce Pam, viendo que hablo en serio.

Una chica menuda, con una peluca a lo Cleopatra, trae nuestras bebidas nuevas. Nos mira con picardía y asombro. Yo no le parezco lo suficientemente rico para disponer de dos chicas de lujo, ni suficientemente guapo como para atraerlas. Seguro que se pregunta qué es lo que pasa allí, pero se aleja con prudencia.

―           Sergi… -- Maby me mira, haciendo un puchero.

―           ¿Si, hermosa?

―           Quiero ver esa polla… siento curiosidad.

―           ¿Aquí? – me asombro.

―           Nadie nos ve desde abajo y en el palco vecino, se están marchando.

Tenía razón. El otro palco, situado a una decena de metros, se estaba quedando vacío.

―           Vamos, hay que contentar a la chiquilla. No seas malo – me pincha mi hermana, bajándome la bragueta.

Me encojo de hombros, mi gesto más característico, y la dejo hacer. Tiene dificultad para sacar mi gruesa polla morcillona por la estrecha apertura de la bragueta. Maby está expectante, con sus manos en mi muslo y sus ojos clavados en mi regazo.

―           Diosss… -- susurra, impresionada, al verla salir.

―           Aún crecerá más cuando se endurezca. Trae tu mano, tócala – le dice mi hermana. – Claro está que se toma su tiempo. Para llenar todo esto de sangre…

―           ¿No te volverá tonto si te quita la sangre de la cabeza? – se ríe Maby, al empuñar mi pene.

―           A veces parezco un zombie. Solo follo y babeo – sigo con la broma.

Es alucinante sentir las manos de mis dos chicas sobre mi polla. Maby se encarga de mi glande, Pam, de mis testículos, tras desabrochar completamente el pantalón.

―           Joder, Pam, cariño, ¿de verdad te metió todo esto? – pregunta Maby, algo incrédula.

―           Solo la mitad y creí morirme. No hay que ser demasiado golosa, al principio.

―           ¿Me vas a follar bien esta noche, Sergi? ¿Vas a meter todo este rabo en mi tierno coñito? – me susurra Maby casi al oído.

―           Si… si…

―           ¿Y no lo sacaras hasta que te corras, aunque te suplique que me lo saques?

―           Lo que quieras, Maby – me estaban haciendo una paja deliciosa entre las dos, alternando los movimientos de sus manos.

―           Te ayudaré a metértela lo más adentro posible – Pam le introdujo dos dedos en la boca, llenos de líquido preseminal, que Maby trago con fruición.

―           Entonces, yo te comeré el coñito mientras me la clava, cariño… ¡Joder! ¡Qué cachonda estoy, coño!

―           Pues entonces, es el momento de chupar – le baja la cabeza Pam, de un tirón de pelos.

Mi polla tapa su boca, pero no consigue abarcarla.

―           Espera, espera… déjame acostumbrarme, que esto es muy grande…

Se nota que es mucho más experimentada que mi hermana. Maby ha debido chupar unas cuantas pollas. Saca la lengua todo lo que puede, para dejar que mi glande se deslice por ella con suavidad. Traga hasta que puedo tocar su garganta. Su boca no da más de sí y siento sus dientes arañar el final del prepucio. No importa, su aspiración casi me levanta del sofá. ¡Ostias con la niña! Intenta meter un pedazo más en la boca, pero las arcadas la superan, incluso cuando Pam empuja su nuca.

―           No puede tragar más – le digo. – No tiene más sitio, a no ser que descienda hasta su estómago.

―           Aaaahhh… -- Maby toma aire, al sacársela de la boca. – Demasiado grande para llegar más lejos. ¡Es inmensa!

―           Tómatelo con calma, pequeña – la aconseja Pam, antes de besarla largamente.

―           ¿A medias? – propone Maby, al separarse de los labios de Pam.

―           A medias.

Ambas se recuestan en el mullido sillón, encogiendo sus piernas y apoyándose en sus flancos. Se disputan mi polla como un juego. Sus lenguas descienden, una y otra vez, por el tallo de mi pene, intentando hacerme chupones por ambos lados, pero está demasiado rígido como para acumular sangre.

Mientras están atareadas, distingo a nuestra camarera en la barra. Le hago un gesto para traer más bebida. Vacío nuestros vasos llenos, de uno en uno, en una gran maceta que tengo a la espalda. La chica, tras unos minutos, sube las escaleras con tres copas en la bandeja. Sus ojos se posan en lo que surge de mis pantalones, justo en el momento en que mis dos chicas babean sobre el descubierto glande.

La camarera se queda sin saber qué hacer. No sabe si disponer las bebidas sobre la mesa, o bien retirarse para regresar después. Maby abre los ojos y la ve. Ni siquiera piensa en abandonar la mamada. Agita una mano, como diciéndole que siga con lo suyo, y vuelve a meterse mi rabo en la boca, ansiosa.

Sonrío a la chica, mientas acaricio los cabellos de mis dos chicas. Me encojo de hombros, como excusándome. La camarera se queda mirando un rato la increíble mamada y se marcha, las mejillas encendidas.

Estás aprendiendo muy rápido.

Su tono demuestra satisfacción.

Hazlas felices. Tócales los coños.

Desciendo mis manos, silueteando su cintura, la pronunciada cadera, los suaves muslos enfundados, hasta acceder, bajo sus nalgas, a sus ocultos tesoros. Maby levanta rápidamente una pierna, para dejar que introduzca mis dedos bajo sus jeans cortados. Maby, en cambio, suspira y empuja con sus nalgas. ¡Las guarras! ¡No llevan bragas!

Mis fuertes dedos agujerean los pantys con facilidad, pudiendo llegar con mis movedizos índices a donde pretendo. Sus bocas empiezan a demostrar demasiada urgencia sobre mi polla. Sus sexos están tan mojados que mis dedos patinan para profundizar.

Maby agita tanto sus caderas que creo que se va a caer del sofá. La mano libre de Pam empuja mi mano más adentro. Se corren casi simultáneamente, exhalando roncos gemidos sobre mi mojada polla.

Ya no aguanto más y se los hago saber. De alguna parte de su torerita, Maby saca un paquete de pañuelos y prepara varios de ellos, abiertos a su lado. Aplica sus labios sobre el prepucio y jala la polla con movimientos rápidos y fuertes. Pam me aprieta el escroto y los cojones. Con un rugido, descargo en la boca de Maby. El fuerte chorro la toma por sorpresa y expulsa algo de semen por la nariz. Tiene que retirarse para no toser, tragando a la desesperada. Pam la releva en un segundo, lamiendo el que se derrama por el tallo de mi polla. Pam lo deja todo limpio enseguida mientras la morenita se limpia con un pañuelo.

―           ¡Coño, avisa! Puedes regar el jardín con lo que echas – me amonesta Maby.

―           Lo siento, aún no controlo. Es mi segunda mamada – me disculpo.

―           Lo tuyo es de circo. ¡Total!

Pam se ríe. Toma su bebida y le da un buen trago para enjuagarse la boca. Maby levanta la suya.

―           ¡Por la inmensa polla de mi novio! – brinda con una carcajada.

Miro el reloj. Son las cinco de la mañana. Hay que pensar en volver a casa. Las chicas acaban sus copas y quieren la espuela. Con un suspiro, llamo de nuevo a la camarera. La chica se detiene un momento, al subir las escaleras, para comprobar que las chicas tienen las cabezas en alto y están hablando y riendo.

Deposita las bebidas en la mesa y carga los vasos vacíos. Me mira por un instante, como queriendo retener mis rasgos.

―           No te preocupes, monina. Si eres buena, para Reyes, tendrás una como esta – le dice dulcemente Maby, aferrando el bulto de mi polla, ya enfundada en los pantalones.

Enrojece de nuevo y baja, quizás demasiado aprisa, las escaleras. Puede que haya encontrado un nuevo motivo para que dos hembras devoradoras como mis chicas, estén con un tipo como yo.

Regresar a Fuente del Tejo resulta ser toda una epopeya. Primero, al salir de La Pirámide, seguidos por algunos requiebros alcohólicos, no hay un puto taxi. Las chicas no están muy en forma para andar hasta la camioneta. Tenemos que esperar casi diez minutos hasta que llega uno.

Al arrancar la camioneta, obligo a las chicas a ponerse el cinturón. Están realmente borrachas. El subidón de alcohol les ha pegado fuerte al final.

No hay suerte. A la salida de Salamanca, control de alcoholemia. Dos Patrol de la Guardia Civil. Lo clásico.

Buenas noches. ¿Le importa someterse a un control de alcoholemia? No, señor. Sople, señor. Las que están borrachas son ellas, ¿no las ve? He venido a recogerlas.

Nada, es como hablarle a un oso de peluche. El compañero no deja de darle vueltas a la camioneta, como buscando algo que les permita empapelarme.

Las chicas, de repente, abren la puerta y saltan fuera, sin abrigos. Necesitan orinar y quizás vomitar. Uno de los guardias les indica unos arbustos, fuera de los focos de los dos coches, pero puedo ver como todos los agentes admiran esas largas piernas. Yo sonrío, con las manos en el volante. Me dan paso para irme cuando las chicas regresan, ateridas.

Al llegar a la granja, no me queda mas remedio que conducirlas a la habitación de mi hermana, intentando que guarden silencio, desnudarlas y acostarlas. El polvo que pensaba echarles, queda para otra oportunidad. Subo al desván y me acuesto. El pacto que los tres hemos firmado esta noche no para de rondarme la cabeza. Creo que es un gran paso responsable en nuestras vidas, aunque me da un poco de miedo.

Rasputín, como siempre, me tranquiliza, y, entonces me duermo.

CONTINUARÁ