EL LEGADO (22): El cumpleaños.

Llega el cumpleaños de Patricia y debo cumplir la promesa que le hice. Hay malas noticias en el horizonte.

EL CUMPLEAÑOS.

Nota de la autora: Pueden escribir para cualquier comentario u opinión ajanis.estigma@hotmail.es

Siento haber tardado más, pero he estado de cocinera en los carnavales.

Hoy es el día. Un día de prueba y respuesta.

Hoy me dispongo a llevar a Katrina a visitar a su padre, a enfrentarla a la mansión y a la vida de lujo y desenfreno que llevaba allí. Hoy es el día para comprobar cómo reaccionará y, así, hacernos una idea de cuanto tiempo necesitara aún para doblegarse.

Porque, la verdad, a estas alturas, ya tengo mis dudas sobre si puedo conseguirlo, porque las cosas no han cambiado demasiado.

Han pasado tres meses desde que hice la primera recaudación y, ayer mismo, acabé la segunda. Víctor dio el visto bueno a la mayoría de peticiones de los clubes y, naturalmente, lo dejó todo en mis manos. Las peticiones del palacio de Godoy fueron las más fáciles de solucionar. Me puse en contacto con el propietario de una tienda de artículos teatrales y lo envíe a Aranjuez con varios muestrarios de disfraces. Así mismo, Víctor me presentó a un constructor de su total confianza, con el que discutí algunas ideas para techar la piscina del palacio, así como mejorar sus jardines.

Dos semanas después, iniciaron las reformas y me aseguró personalmente que estarían acabadas para el verano. También implementé el sistema de calderas de La Villa, en Basauri, de lo que se hizo cargo un cuñado del propio gerente. Todo quedó en familia.

Con el TNT, Víctor se ocupó de nombrar un nuevo gerente, al cual envié con la consigna de cambiar la instalación musical, al completo, del club. También envié una furgoneta llena de juguetes sexuales al castillo de San Marçal, desde Barcelona. Todo eso solo me ocupó una semana de preparativos y llamadas telefónicas.

Sin embargo, el problema de personal que tenía La Mordaza fue harina de otro costal. La verdad es que no podíamos enviar a más chicas para un par de días a la semana. Los gastos se disparaban y se trataba de un negocio, no de una obra social. Comentando el caso en casa, con las chicas, – decidí contarles todo sobre mi nuevo trabajo – Katrina hizo un comentario que me llevó a una solución.

―           Sería ideal que usaran a los propios clientes para cubrir demanda – dijo, esperando que Maby le diera un pedacito de lo que tenía en su plato. – Podrían hacer un concurso o un casting…

La miré y se hizo la luz en el fondo de mi mente. Bueno, debo decir que Ras echó también una mano, susurrando perrerías. Recompensé a mi perrita con un sonoro beso en los labios y salí de estampida, con una idea a medio cocer.

Se la expuse al jefe, y le dimos forma. Entonces, llamé a Mauro. Necesitaba que alguien metido en ese ambiente la acabara de moldear.

―           ¿Mauro? Soy Sergio, el agente contable…

―           Si, dime, Sergio – repuso, al otro lado de la línea, con su acento mejicano asfixiado por la máscara.

―           He tenido una idea para incrementar la participación del público y así cubrir el déficit de chicas o chicos, en los momentos de más afluencia de gente.

―           Soy todo oídos.

―           Tú conoces mejor que yo la excitación que genera el club y su ambiente. Sabes que la mayoría de público que acude, está loco por tener una experiencia inolvidable, o encontrar a su media naranja sadomaso…

―           Si, algunos se acaban arrastrando, aferrados a mi bota – se ríe.

―           ¿Qué te parecería crear una especie de base de datos de la clientela? Una ficha con foto, un sobrenombre, sus aficiones, sus metas, sus gustos…

―           ¿Y que se emparejen ellos? ¿Cómo una agencia matrimonial? – la verdad es que el cabrón lo cogió a la primera.

―           ¡Eso mismo, pero con trajes de cuero! – me reí. – Si logramos emparejar, aunque sea solo para una noche, a sádicos con sumisos, y a pervertidos con curiosos, quitaríamos un montón de presión a nuestro personal.

―           Es una buena idea. Tendré que adecuarla a los gustos del club, pero sería un buen reclamo.

―           No solo un reclamo. Puede generar dinero… Verás, se crea la base de datos gratuitamente. Fotos, carné, y lo que se necesite, pero las fichas estarán desactivadas a no ser que paguen. Es como una cuenta en cualquier web, no tienes acceso hasta que no te registres o pongas la contraseña. Solo de esa manera, pueden acceder y fisgonear en la base de datos: ¿Quién está en el club en ese momento? ¿Quién está disponible y quién ha encontrado pareja o amo, o cómo coño se diga?

―           Joder… incluso se podrían generar citas entre ellos, sin contacto personal, tipo “Estoy en el calabozo 23, te espero.” – se entusiasmó Mauro.

―           Claro. Todo ello, por un módico precio, pero que, al final de la noche, puede significar un buen pellizco, sin gasto alguno.

―           Esa base de datos podría estar activa veinticuatro horas, funcionando en la red. Ni siquiera tendrían que ir al club para dejar dinero…

―           Bueno, eso ya se vería, depende de cómo funcione. Ahora mismo, nuestra prioridad es dotar al club de refuerzos voluntarios.

―           ¡Jajaja! Buena terminología… “Refuerzos voluntarios”, me gusta. Me pongo a ello inmediatamente. Pediré opiniones y ya te llamo con lo que surja.

―           Está bien, Mauro. Confío en ti.

―           Sergio…

―           ¿Si?

―           Tío, es un placer trabajar contigo – se despidió, dejándome sorprendido.

Tuvimos suerte. La base de datos, a la que Mauro bautizó como “Carnolista”, fue todo un éxito. No solo la usaron aquellos que buscaban un asuntillo o una pareja, sino que cada cliente que entraba, acabó activando su ficha, por el precio, casi simbólico, de cinco euros. Mauro instaló monitores con teclados, integrados en casi cada pasillo, desde los cuales los clientes podían revisar posibles mensajes dejados en sus fichas. Un mes y medio tras instaurarla Carnolista, se llegó a batir el record de calabozos ocupados, en una velada de sábado.

Ni que decir que Víctor está muy contento conmigo.

En esta segunda recaudación, apenas he tenido reclamaciones de las chicas, y si buenas sugerencias de cómo aumentar o mejorar ciertos aspectos del negocio. El jefe tiene razón, las chicas son las mejores consejeras, y, ahora, las tengo a todas contentas.

Giro el cuello y miro a Katrina, sentada a mi lado en el Toyota. Tiene las manos en su regazo, los dedos entrelazados, y mira la carretera. Está cada día más guapa, ahora sin tantos artificios como solía llevar. Lleva el largo pelo recogido en una sencilla cola, sujeta con un gran pasador chino. El cinturón de seguridad pasa justo por entre sus pechos, erguidos y desafiantes, libres de cualquier sujeción, bajo la bonita blusa de manga bombacha.

Contemplo lo bien que le sienta el collar de perra que porta desde hace algunas semanas. Le he comprado varios, de distintos colores y dimensiones. Ahora, lleva uno rojo vivo, con dos aros metálicos a los lados. En el centro, una chapa dorada lleva inscrito su nombre. Estamos llegando al aparcamiento de la mansión. Cuando le he comunicado mi decisión de llevarla a casa, Katrina se ha mostrado muy feliz de poder ver a padre, y me pidió poder cabalgar un rato. Le he dado permiso.

La verdad es que se ha portado bastante bien, durante este tiempo, pero aún no estoy satisfecho. Se muestra mucho más sumisa y obediente con las chicas que conmigo. Para ellas, no hay miradas de desafío, ni poses de rebeldía. Sé que las admira y las quiere. Si se hubiesen conocido de otra manera, hubieran sido amigas, las cuatro.

Es una cuestión personal, entre tú y ella. No se rendirá a ti, aunque reviente. Está dolida, muy dolida contigo.

―           Si, puede ser, pero, aún así, cederá – murmuro.

―           ¿Si, Amo? – Katrina gira su rostro hacia mí, creyendo que le he dicho algo.

―           Nada, solo que te portes bien. Tu padre ha preguntado siempre por ti, a cada vez que he venido. Te quiere. Lo sabes, ¿no?

―           Si, Amo – asiente, mirándome.

Aparco al lado del minibus que está a disposición de los primeros huérfanos que han llegado, unas semanas atrás. Katrina se quita el cinturón y le paso el dorso de mi mano por una mejilla. Ella me mira de reojo, esperando mis órdenes. Viste unas sandalias y unos jeans que Pam le ha dejado. Katrina no dispone de ropa alguna en casa, pero está bellísima con cualquier cosa que se ponga. Puedo notar el bultito del piercing que lleva en el pezón derecho. Apenas lleva tres días con él y se siente muy orgullosa de que las chicas se lo hayan regalado. Ahora, las cuatro llevan el mismo piercing en el mismo pezón. Casi como una marca de casa, me gusta pensar.

Nos bajamos del Toyota y caminamos hacia la escalinata de entrada. No queda ninguna evidencia de las obras emprendidas en el piso superior. Basil nos espera, sosteniendo la puerta abierta.

―           Señorita Katrina, Sergio – nos saluda, tan tranquilo como si la hubiera visto el día anterior. Es tan eficiente como un mayordomo inglés, solo que menos flemático. Al menos, conmigo se ríe.

―           ¡Katrina! ¡Mi bella criatura!

Víctor aparece, desembocando en el vestíbulo desde la galería trasera. Camina rápido, abriendo sus brazos. Una franca sonrisa curva sus labios. Katrina me mira y yo asiento.

―           ¡Papá! – exclama ella entonces, arrojándose en sus brazos.

―           ¡Oh, cuanto te he echado de menos, mi ángel!

―           ¡Yo también, papaíto!

¡Joder, casi se me saltan las lágrimas! Esto parece el reencuentro de Heidi.

―           ¿Cómo estás? -- le pregunta Víctor.

―           Estoy bien, papá. Sergio me trata tal y como me merezco.

―           ¿Si? – pregunta, desviando su mirada hacia mí.

Me encojo de hombros. Ya lo hemos hablado, él y yo, en varias ocasiones. Lleva sus dedos al collar de perra y lo manosea un instante. Después, suspira y sonríe de nuevo, clavando sus ojos en los de su hija.

―           Cuéntame algo de tu nueva vida.

―           Pues… sirvo a Sergio – me mira, sin saber si puede llamarme así. – Me ocupo de la casa y he aprendido a cocinar…

Se siente particularmente orgullosa de eso, por lo que sonríe plenamente.

―           ¿Sabes cocinar? – se asombra su padre.

―           Si, papá, y me gusta. De verdad. Ah, y he empezado otra vez a estudiar, a distancia.

Víctor, quien no sabe nada de todo esto, me lanza una mirada de agradecimiento, que no pasa desapercibida para Katrina.

―           Oh, querida, has regresado – la voz de Anenka resuena desde la escalinata. Baja como una estrella de cine, solo le falta el foco central.

Viste una sencilla falda tubular, de una mezclilla jaspeada, que le sienta como un guante, y una camisa de seda anaranjada. Sus movimientos, sobre los altos tacones que porta, son seguros y sensuales, como siempre. Une las mejillas a las de su hijastra, en una muestra de afecto totalmente hipócrita.

―           Espero que te quedes con nosotros – se interesa la rusa.

―           No, querida madrastra, solo es una visita – responde Katrina, con toda educación, pero puedo ver las chispas que surgen entre las dos. Hay que apartarlas cuanto antes.

―           Sergio, querido, te veo muy bien. ¿Has vuelto a ganar peso? – me dice, al acercarse para besar mi mejilla.

―           No, Anenka, peso lo mismo – le contesto. – Dejé de preocuparme de eso.

―           Querido, ¿pasamos al comedor? – le pregunta a su esposo, colgándose de su brazo y dejándome con la palabra en la boca.

―           Por supuesto. ¡A comer!

Katrina se ha marchado a ponerse unas botas de Anenka para cabalgar. Supongo que ahora mismo estará trotando por algún sendero de la finca, feliz a lomos de su yegua. Víctor, Anenka, y yo estamos sentados en el jardín, a una mesa donde nos han servido café y algunas pastas, teniendo una charla de sobremesa.

―           Me parece increíble el cambio que muestra Katrina – dice Víctor, dando un pequeño sorbo de su taza.

―           Si, es impresionante – recalca su esposa.

―           El golpe que la rindió fue saber que su propio padre la había entregado como esclava – explico. – Después de eso, ha tenido pequeños brotes de rebeldía, sobre todo conmigo, pues su orgullo aún está intacto. No se siente una esclava, es más bien una prisionera que espera su oportunidad.

Víctor menea su cabeza, soltando la taza.

―           ¿Cómo se porta en tu casa, con las chicas? – me pregunta.

―           Muy bien, la verdad. Con ellas, no tiene ningún problema. Las sirve con placer y se siente hermanada. En una ocasión, me dijo que le gustaría trabajar con ellas, como modelo.

―           Deberías pensar en montar tu propia agencia – sonríe, despectiva, Anenka. – Cuatro modelos en casa, sirviéndote…

Víctor carraspea, cortando una posible respuesta mía.

―           ¿Cuánto piensas que tardarás aún, Sergio? ¿Podré tener de nuevo a mi hija en casa?

―           Ya queda poco, Víctor.

―           ¿Qué pasará cuando Katrina vuelva a disponer del lujo y del poder? – comenta Anenka, con una sonrisa. -- ¿Crees que toda esa instrucción servirá de algo? Volverá a comportarse igual, o incluso peor.

―           Me encantan los ánimos que das, querida – susurró Víctor, molesto.

―           ¿Cómo va el orfanato? – pregunto, por cambiar el tema.

―           Ah, bien, bien. He empezado a llamarlo La Facultad.

―           Buen nombre – le felicito.

―           Ahora mismo, hay cinco niños, tres chicas y dos chicos. La más grande tiene doce años, el más pequeño ocho. A finales de mes, recibiré otro envío.

―           ¿El personal?

―           Juni está a cargo, como gobernanta. Su hija se ha adaptado al programa a la perfección. Dispongo de dos entrenadores, un hombre y una mujer, que se hacen cargo, ahora mismo, de sus comportamientos y sus conocimientos básicos. Sobre todo, idioma y base cultural. La semana que viene, se incorporará un experto psicólogo adoctrinador.

―           Te veo decidido a ponerlo en punta, jefe.

―           Digamos que me lo tomo como una contribución para mi imperio.

―           Ten cuidado, esposo. Tu ego puede jugarte una mala pasada, como a Napoleón, y verte exiliado – bromea Anenka.

―           Espero no tener que enfrentarme a mi Waterloo – responde Víctor, sin ninguna chanza, mirando a su esposa.

―           ¿Y todo eso para criar hombres más leales, Víctor? ¿Y qué harás mientras crecen? ¿Quién vigilará tus espaldas? – critica ella.

Me doy cuenta que Anenka no conoce los planes reales de su marido. Víctor no se fía de ella y parece que le ha contado proyectos insustanciales. ¿Una escuela de guardaespaldas? Buena jugada.

―           Lo que estamos haciendo, querida. Retraer nuestras fronteras y atrincherarnos. Hacernos fuertes en nuestro territorio.

―           Pero eso limita las ganancias, mientras que los demás abarcan todo el mercado – gruñe la esposa.

―           ¿Preferirías una guerra? ¿Dónde estarían entonces las ganancias?

Anenka se calla. Evidentemente, no puede discutir eso. Aún me asombro de cómo mi moral está cambiando. Hace menos de un año, todos estos chanchullos me hubieran parecido ofensivos e inaceptables. Hoy, Ras se ha ocupado de cambiar mi moral. Ya no sé donde está la línea que separa lo bueno de lo malo; lo que considero justo y lo que aún me sigue pareciendo un crimen.

No te preocupes por eso. Solo estás impregnándote de mis impulsos, de mis deseos, de la angustiosa avidez que siempre ha embargado mi alma. ¿Quién sabe lo que sentirás dentro de unos años? Quizás te conviertas en alguien aún más perverso que yo – juraría que el cabrón se está riendo.

Basil se acerca y se inclina junto a su patrón, murmurándole al oído. Víctor se levanta de la silla, disculpándose para atender un visitante. Yo le imito y prefiero esperar a Katrina fuera, para no quedarme a solas con Anenka. Al salir, me cruzo con una mujer que sube la escalinata. Puedo admirarla con atención, en su trayecto, y es digna de ella.

Camina con un paso elegante, sobre tacones ejecutivos, balanceando sus caderas a la perfección. Debe de estar en la treintena de años, con ropa de calidad, sobria y de buen gusto. Traje de chaqueta y falda a la rodilla, de un tono celeste pálido, con una blusa de satén malva. Pero su pelo atrae aún más mi atención. Está pelada a lo garçon, con el cabello muy corto, con un gracioso flequillo que cae sobre una de sus blancas cejas. También su cabello tiene el mismo tono, blanco puro. No es rubio, sino níveo. ¿Será albina? No puedo verle los ojos, pues los lleva ocultos bajo unas negras gafas de sol, pero sus rasgos son hermosos y llenos de decisión.

La saludo con una inclinación de cabeza, a la que ella responde, pero no intercambiamos una sola palabra. Me pregunto quién será esa mujer y de qué tendrá que hablar con Víctor.

¿Tendrá que ver algo conLa Facultad? ¿Una nueva educadora? Ya llegará el momento de saberlo, me digo. Me alargo a la caballeriza, donde me encuentro a Katrina cepillando a su yegua.

―           ¿Has disfrutado de tu paseo? – le pregunto.

―           Si, Amo. He hecho galopar a Tintara. Está engordando – me responde, con una sonrisa. – Me gusta cepillarla…

―           Y a mí – murmuro, sobándole una nalga.

Katrina agita su culito, pero ya no sonríe. Deslizo mis manos por su cintura, subiendo por su vientre, hasta abarcar suavemente sus senos.

―           ¿Cómo me vas a agradecer esta visita, esclava? – le digo al oído.

―           Como desees, Amo.

―           No, lo dejo a tu elección. Demuéstrame tu agradecimiento, perrita – mi voz suena ronca y deseosa.

Katrina se desabrocha el jeans, bajándolo seguidamente. No lleva bragas, pues no dispone de ropa interior. Se aferra al costado de la yegua, apoyando su mejilla sobre el cálido pelaje del animal, y me ofrece su bella grupa.

―           Amo, toma mi culito, por favor… -- responde, cerrando los ojos.

Al abrir la puerta del apartamento de Dena, las sorprendo cantándole “feliz cumpleaños”. Patricia está sentada a la mesa de comedor, ante una tarta artesana, con quince velitas encendidas. Antes de soplarlas, me ve acercarme y sonríe. Cierra los ojos y sopla hasta apagarlas. Estoy casi seguro de cual es el deseo que ha formulado. Viste un delicioso vestidito que me hace recordar los dibujos de Alicia en el País de las Maravillas, en un tono pastel y blanco, muy poco habitual en ella.

Allí está su madre, unas cuantas vecinas, un par de niños de corta edad, mis chicas, e Irene. Katrina se ha quedado en casa, esperando que le suba un pedazo de tarta.

Es la primera vez que puedo contemplar a placer a Irene y a Patricia, juntas. Su complicidad salta a la vista, enseguida. La forma de abrazarse, de besarse en las mejillas al felicitarse, las rápidas miradas de reojo, revelan a un ojo experimentado, el tiempo que llevan acostándose juntas.

Irene viste un pantalón pirata amarillo, que le está un tanto ancho, así como una blusita rosa que deja al aire su ombligo en cuanto se estiraza un poco. Sus pechitos son meros montículos pujantes, pero posee un rostro atractivo y dulce, bajo sus morenas trenzas. Patricia, en cambio, ha desarrollado más su cuerpo en estos últimos meses. Sus senos se han hecho más puntiagudos, más plenos en sus redondeadas bases. Sus caderas han ensanchado, generando curvas que antes no existían, y ha crecido unos centímetros. Sigue manteniendo los mismos pucheros en su expresión y sus claros ojos parecen devorarme, al mirarme.

Esperaba encontrarme con algunas amigas del colegio, pero no ha invitado a nadie, más que a Irene. Pienso que esta niña tiene que abrirse algo más, no puede seguir tan retraída. Si no fuera por las vecinas que su madre ha invitado, o porque mis chicas han acudido a felicitarla, no habría nadie para su fiesta, salvo Irene, claro.

Ha llegado el momento de abrir los regalos, así que me acerco a ella, le doy un casto beso en la frente, y le entrego mi regalo. Patricia me sonríe, muy emocionada, y, cuando se dispone a abrir el pequeño paquete que le he entregado, le digo que lo deje para el final. Asiente y toma otro, al azar. Irene, sentada frente a mí, clava sus ojos en los míos. Enrojece cuando comprueba que ha atraído mi atención y aparta los ojos, pero no deja de mirar de reojo, a la menor ocasión. Seguramente, Patricia le ha contado lo que va a suceder, y eso la intriga, o la preocupa, aún no lo sé.

Patricia no para de reír y chillar cada vez que abre un regalo. Ya ha destapado el diario forrado de suave pelo que le ha regalado una vecina, el MP5 que su madre le ha prometido, una tarjeta por valor de 300€ para un salón de belleza que le ha enviado su tía… un par de libros y unas deportivas Nike, rosas… Maby le ha regalado un precioso conjunto de lencería, de esos que solo se ven en las pasarelas, que le ha sacado los colores. Pam y Elke le han regalado artículos de maquillaje muy especiales, así como un perfume carísimo. Las cabronas siempre quedan bien, porque consiguen artículos que no suelen estar a la venta o son muy caros, y encima gratis o a un precio reducido. Ventajas de ser modelos.

Irene le ha regalado un cuadro electrónico, con fotos de ellas dos, que se cambian cada treinta segundos, lo que ha hecho que Patricia derramase un par de lágrimas. Le toca el turno a mi regalo. La caja de cartón trae en su interior un sobre con su nombre, y una cajita de joyería. Patricia lee la nota con mucha atención, que dice:

“Patricia, hoy es el día en que te harás mujer, y, como tal, puedes elegir ser lo que deseas. Al igual que te entrego mi regalo, obtendrás tus símbolos de Ama, pero eso queda para la intimidad. Sergio.”

Abre la cajita, que contiene un fino cordón de oro blanco, en el que va inserta una fina banda delantera, grabada con su nombre. Se escuchan las exclamaciones de admiración, y el cordón pasa de mano en mano. Patricia se cuelga de mi cuello y me besa fuertemente en las mejillas. Yo creo que si no hubieran estado allí las vecinas, me hubiera morreado con pasión. Le ciño el cordón al cuello, dejándola extasiada.

Una hora después, poco a poco, las vecinas se fueron excusando y se marcharon a sus propias casas. Mis chicas le subieron un trozo de tarta a Katrina, y solo nos quedamos, sentados a la mesa, Dena, Irene, Patricia, y yo, mirándonos. Es el momento de entregar el resto del regalo. Traigo una bolsa que he dejado en la entrada. Con los ojos chispeantes, Patricia desenvuelve el papel de regalo de la caja de cartón, y saca dos estrechos collares de perro, uno turquesa y el otro fuscia. El primero lleva una chapa con la inscripción: “Dena de Patricia”, el segundo, “Irene de Patricia”.

―           Para tus perritas – le digo.

Esta vez si me mete la lengua hasta el esófago, saltando sobre mí y sentándose en mi regazo.

―           Oh, Sergio, te has acordado – me dice.

Comentó, cuando vio el collar de perrita de Katrina, que le encantaría poner algo así en el cuello de su madre y de Irene.

―           Pónselos – la animo.

―           Si… si.

Su madre sonríe cuando le pone el collar, complacida por el extraño amor de su hija. Irene se inquieta. No está segura de poder regresar a casa con él puesto.

―           Tranquila, perrita, solo te lo pondrás cuando estés aquí, conmigo – la tranquiliza Patricia. – Pero serás mi perrita de igual forma, ¿verdad?

―           Si, Patricia.

Con rapidez, le atiza una sonora cachetada, que toma a Irene por sorpresa.

―           Te he puesto el collar, perra, ¿cómo tienes que llamarme?

―           Lo siento, amita – se disculpa Irene, tocándose la mejilla.

―           Venga, ayúdale a mi madre a recoger todo esto. Después podéis divertiros un rato, entre vosotras.

―           Gracias, mi preciosa Ama – responde Dena, levantándose de la silla.

―           Tú y yo vamos al dormitorio, que tenemos algo pendiente desde hace meses – me señala, con una mohín pícaro.

Patricia muestra mucha ansiedad por ser mujer. Casi me lleva empujando hasta el dormitorio de su madre. Ya hace meses que madre e hija comparten cama. Se afana en desnudarme, aprovechando cualquier porción de piel que descubre para depositar húmedos besos. Se demora un buen rato sobre mi pecho, una vez que me quita la camisa, besando y mordisqueando mis pezones. Se deleita paseando la lengua sobre los marcados abdominales, al igual que si fueran escalones que descendieran hacia regiones más profundas.

Se arrodilla para bajarme el pantalón y aprovecha para introducir su mano por una de las holgadas perneras del boxer, acariciando la parte interna de mis muslos y la suavidad de mis testículos. Consigue que me estremezca.

Me despoja de los zapatos, y, finalmente, me quita los pantalones; primero una pierna, luego la otra. Sin pausa, desliza el boxer por mis piernas, contemplando como mi miembro queda al descubierto.

―           Ooooh, Sergi… creo que es demasiado grande – se muerde un labio, como si no quisiera pronunciar esa frase. – No me va a entrar todo eso… por Diossss…

―           Tranquila, canija, si no se puede entera, pues solo la mitad, ¿no crees?

―           Si…

―           Pero tú, hoy, dejas de ser virgen, te lo prometo.

―           Gracias, Sergi – responde, mirando hacia arriba, desde su posición arrodillada y frente a mi miembro.

―           Una promesa es sagrada, Patricia.

―           Si – susurra ella, alzándose sobre las rodillas y bajándose los tirantes del vestido, con lo cual, sus deliciosos pechos quedan al aire, sin necesidad de sujetador. -- ¿Te gustan?

―           Ya lo creo. Parecen muy sabrosos – alargo una mano y pellizco un pezón. – Joder, me encantaría poner aquí uno piercing.

―           Pues hazlo – dijo ella, con una diabólica sonrisa.

―           No, eso es solo para mis sumisas. Tú no lo eres, ni lo serás.

―           Es una lástima, ¿no? – comenta ella, abrazándose a mi miembro, que queda sujeto entre sus suaves senos, el glande apuntando al suelo.

―           No, es la naturaleza. No tienes alma de sumisa.

―           No creo someterme jamás a persona alguna – se mece, con los ojos cerrados, sintiendo el calor de mi pene, engordándolo con el tacto de su piel. – Pero te amaré siempre, mi príncipe.

―           No me lo merezco, canija. Ponte en pie, quiero hacer algo que siempre he deseado.

Con ojos interrogantes, suelta mi miembro y se pone en pie. Paso mis manos bajo sus axilas y la levanto a pulso, muy alto.

―           Pasa tus piernas por mis hombros.

Como suele ser habitual, no lleva bragas. Solo las usa cuando va al colegio o tiene la regla. Ella misma se remanga la falda del vestido, con una mano. Rodea mi cabeza con sus muslos, contagiándome su calor en orejas y mejillas. Cuando siente mi lengua en su sexo, se inclina hacia delante, aferrándose con un brazo a mi cabeza y apretando los tobillos en mi espalda.

―           ¡Jodido comedor de coñoooos… -- gime, cerrando los ojos, mientras le sujeto las nalgas con mis manos.

Bebo como si fuera de una fuente. Está tan mojada que no puedo contener su flujo. Se derrama por mi pecho, en un oloroso reguero que no tardará en secarse sobre mi piel caliente. Patricia agita sus redondas nalgas con fuerza. Está a punto de correrse, demasiado excitada. Necesita soltar un poco de vapor para poder disfrutar de lo que le espera.

―           Ay… que me corro… ay, Dios, que me corro… que me corro… Sergi… que me corro… -- balbucea, sin parar, mientras agita sus caderas con total desenfreno.

Mis dedos notan el estremecimiento que recorre su espalda y acaba desmadejándose entre mis brazos. La bajo con cuidado y la deposito en la cama, la cual no hemos aún tocado. Me mira, los ojos entornados, una floja sonrisa en los labios.

―           Me encanta correrme en tu boca – me susurra.

―           Sabes a melaza sin azúcar – bromeo, mientras acabo de quitarle el vestido, y deslizo mis dedos a lo largo de sus piernas, de sus caderas y flancos. – Estás cada día más hermosa, Patricia.

―           He rellenado ciertos huecos, ¿verdad?

―           Si – contesto, tironeando de un pezón. – Ahora, tienes que humedecérmela muy bien…

―           Si – se retuerce hasta ponerse de rodillas y atrapar mi miembro con ambas manos. Me apoyo con las rodillas en el lateral de la cama, los pies en el suelo.

Se mete cuanto puede en la boca, produciéndose arcadas que generan verdaderos vómitos de saliva babosa, que no duda en restregar por toda la superficie de mi pene, y, sobre todo, sobre el glande. No deja de escupir en sus manos, creando un perfecto deslizamiento que me pone el vello de punta.

―           Así… lo estás haciendo muy bien, putilla…

¡Vamos! ¡Métesela ya! ¡Empálala!

“Calla ya, degenerado. No pienso hacerle ningún daño a Patricia.”

¡Joder! Me encantaría follarme sus tripas mientras agoniza…

“¡Coño, Ras! Se te va la olla por momentos, ¿no?”

Lo siento, es que se me ha venido a la cabeza un recuerdo a la cabeza… Ya me callo…

―           Ya está bien, Patricia, déjame a mí ahora – le digo, arrodillándome en la cama y tomándola en brazos.

Me siento sobre mis talones, dejando sobresalir parte de mi miembro entre las piernas. Una parte queda entre mis muslos, oculta. Manteniéndola en el aire, le abro las piernas y punteo sensualmente su sexo, colocando mi glande sobre su perineo. Ella echa sus manos a mi cuello, intentando mirar entre sus piernas, pero apenas puede ver nada.

―           Ssshhh… tranquila, confía en mí.

―           Siempre, Sergio, siempre confiaré en ti – musita, mirándome a los ojos.

―           Te haré descender muy lentamente… me avisarás cuando quieras que me detenga, ¿vale?

―           Si, mi príncipe…

El glande está ya buscando, casi por su cuenta, el camino milenario. Admiro su rostro tenso, mientras la dejo caer sobre mi polla, centímetro a centímetro. Se muerde el labio en un gesto tan sensual que casi me desconcentra.

―           ¿Lo notas? – le pregunto en un susurro. – Estoy apoyado contra tu himen.

―           Si… adiós, himen – sonríe.

Empujo y, usando sus manos en mi cuello, se pega a mí, asfixiando un quejido.

―           Sigue… sigue – me anima, con un jadeo.

Unos centímetros más y me detengo. La dejo recuperarse, sintiendo como los músculos de su vagina buscan acomodarse al intruso, y, con ello, presionan la parte de miembro que le tengo metida. Beso a Patricia, degustando el intenso sabor de su boca.

―           Voy a seguir, canija…

―           Si, semental… sigue metiendo polla, hasta que me revientes – gime en mi oído.

Sonrío por el exabrupto. Creo que se está calentando otra vez. Sigo hasta que introduzco la mitad de mi miembro. Tiene el rostro enrojecido y jadea entrecortadamente. No he llegado a su tope, pero creo que con eso, por el momento, es suficiente. Ya habrá tiempo de seguir metiendo rabo.

Le echo el rostro para atrás, admirándola de nuevo. Tiene los ojos lagrimosos. Lamo sus mejillas y ella saca también su lengua, buscando el contacto con la mía.

―           Voy a follarte – le digo.

―           ¿Me la has metido toda? – pregunta, casi con sorpresa.

―           No, la mitad.

―           ¡Jesús! Me noto a punto de reventar…

―           Por eso mismo. Por ahora, suficiente. Iremos ensanchando esas paredes poco a poco…

Asiente y apoya la planta de los pies sobre el colchón, quitándome gran parte de su peso. No es que pesara mucho, pero ahora es una pluma. Le coloco las manos en las nalgas, subiéndola y bajándola a mi antojo, marcando el ritmo. Su coñito parece estar hecho para follar, ya que se traga mi polla con ganas.

A cada empujón, Patricia suelta un quejidito, coincidiendo con un movimiento de su cadera, casi una contracción. Suena dulce y tímido a la vez, pero me está volviendo loco. Le meto la lengua en la boca para callarla y ella la succiona con mucha fuerza. Siempre me ha dicho que le encanta mi lengua, que es tan ancha que podría lamer dos vaginas a la vez. Cosas de crias.

Retiro hacia atrás mi rostro, dejando fuera mi lengua, y Patricia sigue el movimiento, colgada de ella, mordiéndola suavemente con sus dientes. Es de lo más morboso que me han hecho. Su cuerpo está totalmente compenetrado con el mío, unido a mi miembro. Si me muevo, ella ondula en el sentido del movimiento, sin despegarse ni un centímetro.

―           Cariño… déjame cabalgarte – me susurra, una vez que ha soltado mi lengua.

Me dejo caer hacia atrás, apoyando mi espalda en las sábanas, y, sin sacar mi pene del estrecho estuche, la tengo a horcajadas sobre mí, con las manos apoyadas en mi pecho, y las rodillas contra el colchón. Deja salir un hilo de baba de su boca, que cae sobre mis labios. Me relamo y, como respuesta, le atizo un pellizco en un tierno pezón. Hace un delicioso puchero y, de repente, cambia el ritmo con el que nos agitamos.

Se impulsa hasta sacar casi todo mi miembro de su vagina, para luego empalarse con fuerza, llevando la perforación a más profundidad. Sus quejidos ahora son más fuertes, más intensos. Sin duda, está sufriendo al mismo tiempo que disfruta. ¡Qué difícil es, a veces, la mente femenina! Llevo todo el rato procurando que no le duela nada de esto, y va ella, y se empala sola.

Sin embargo, sus ojos no se han apartado de los míos, salvo en las ocasiones en que los ha cerrado. Yo también la observo, mirando sus diferentes expresiones de placer: cómo gotea la saliva de su entreabierta boca, como se contraen las aletas de su naricita, como brotan las lágrimas de sus ojos, cuando profundiza con su vagina…

―           Ya… no puedo… más… cariño mío – jadea, con todo su cuerpo temblando.

Saca totalmente mi polla de su vagina y se tumba sobre mi pecho. Sin embargo, sus caderas no se quedan quietas, sigue restregando su coñito contra mi miembro, con una asombrosa precisión. Su mojado coñito sube y baja contra el duro tallo de mi polla, restregando tanto la vulva como el clítoris, en largas y absorbentes pasadas, cada vez más frenéticas. Ella las canta con un largo quejido.

―           Uuuuhhhhmmmm… -- inspira al contraer las caderas, haciendo subir sus labios menores por mi miembro.

―           Aaahhhaaaaaammmm… -- expira el estirazarse, bajando y apretando su coñito contra mi falo.

De esa manera, descansando de la penetración, Patricia se estremece con un largo, pleno y anhelado orgasmo, que la deja temblando, abrazada a mi pecho. Le acaricio el cabello y noto como se agita en pequeños hipidos.

―           ¿Estas llorando, Patricia?

―           Si…-- gime ella, sorbiendo la humedad de su nariz. – Es que soy muy feliz.

―           Tontita – le digo, con todo cariño, besando su coronilla.

―           Me has hecho mujer y me lo has hecho sentir como nunca…

La escucho y quiero contestarle, pero hay algo que me lo impide.

―           Mamá me ha hablado de esto, muchas veces… pero no creo que ella lo haya sentido así, jamás…

¿Qué me pasa? No puedo controlar mis manos. Intento moverlas, intento levantarme de la cama, pero ningún miembro me respondo. Tampoco mi boca, ni mi lengua. Mis ojos se agitan, enloquecidos, pero, lentamente, se aquietan, quedándose fijos en la cabecita de Patricia.

“¡NO! ¡NO PUEDE SER!”

Lo necesito… tengo que hacerlo…

“¡RASPUTÍN! ¡MALDITO PUERCO, HIJO DE UNA PUTA SIFILÍTICA!”

Lo siento, Sergio… solo será un momento de nada… intentaré no hacerle daño… pero… tiene que ser mía…

Mi cuerpo se retuerce, se agita bajo un control extraño. Tomada por sorpresa, Patricia suelta un exclamación y cae de bruces contra el colchón. Siento como mi cuerpo cae sobre su espalda, aplastándola, sujetándola con firmeza. Ella intenta debatirse, ver qué ocurre, pero tiene la mejilla pegada a la sábana y no puede ver más que de reojo.

―           ¡Sergio! Sergio, ¿qué ocurre?

Tranquila, niña. Solo es otra posición…

―           ¡Sergio…! ¿Qué le ocurre a tu voz? ¡Por Dios, que me estás asustando!

Solo te la voy a meter bien, hasta los huevos, niña…

―           ¿Estás loco? ¡Me estás aplastando! ¡Sergioooo!

Sergio ya no estáaaaa…

Siento como Ras empuja contra las nalgas apretadas de Patricia, haciendo que el glande se encastre en el pliegue de su coñito, abriéndose camino con pericia. A pesar de que es mi cuerpo, parece manejar mi pene mucho mejor que yo.

“¡La vas a rasgar, cabronazo!”

No me escucha. Ya se ha decidido.

―           Sser…gi…ooo… -- exhala Patricia, traspasada por más de medio pene.

La obliga a abrir las piernas. La chiquilla no puede ni gritar. El glande llega al final de su vagina, que consigue tragar hasta la tercera parte. Se queda allí, presionando la cerviz, empujando el útero. Patricia tiene la cabeza alzada, buscando aire; los ojos vueltos por la impresión y el dolor. Entonces, Ras comienza un ritmo frenético y enloquecido, que yo jamás he adoptado. La cabecita de Patricia se bambolea con los embistes, barboteando un quejido que es medio interrumpido por el acusado movimiento. Los fuertes dedos de mis manos aferran las esbeltas caderas de la jovencita, alzándole las nalgas hasta una altura óptima para un mejor acople.

Así… así… ¡Así, putaaaaa! ¡Voy a sacarte el capullo por la garganta, putita!

“¡La vas a reventar, Ras! ¡Déjala!”

¡Me da iguuuaaaalll! ¡Después iré a follarme a su madre y las enterraré juntassss!

A las exhortadas exclamaciones de Ras, se une el largo e intermitente quejido de Patricia, mezcla de dolor y de miedo, formando un contrapunto que produce en mí una reacción inesperada. Es como tirar de unas riendas, poniendo toda mi fuerza, toda mi determinación, toda mi rabia en esa acción. Consigo sujetar a Ras lo suficiente como para sacar la polla del interior de Patricia, pero no puedo hacer nada más. El miembro, totalmente lleno de lefa y algunas gotas de sangre, queda apoyado sobre las redonditas y tiernas nalgas de la chiquilla. Ras sigue moviéndose, con el mismo ritmo, frotándose fuertemente contra ellas, sin tener conciencia de que ya no está empujando en la vagina.

Liberada de la presión, Patricia, no sé si concientemente o no, empuja sus nalgas, apretándolas contra la enloquecida polla, consiguiendo, de esa manera, que alcancemos un tremendo orgasmo.

¡Joder! ¡Mierda! ¡Hijoooosss de putaaaaa! ¡ME CORROOOOOO…!  ¡OOOH… DULCE SEÑOOOOORRRR! – aúlla Ras, descargando un increíble chorro de semen, que salpica nalgas, espalda y cabello de Patricia. Después, como un arma incontrolada, lanza varios salpicones más, en todas direcciones.

Mi cuerpo cae, sin fuerzas, volviendo a aplastar a Patricia, pero, en esta ocasión, siento como voy recuperando el control, junto con el aliento. Ella intenta salirse de debajo de mi cuerpo. Consigo alzar una mano y le acaricio el cabello, tranquilizándola.

―           Soy yo, canija… no te asustes… -- logro decir.

―           ¡Me has hecho daño, Sergio! – lloriquea ella. -- ¿Qué te ha pasado?

―           No… lo sé… -- Ruedo sobre mí mismo, dejándola libre.

―           Me… ¡Me has forzado! – explota ella, recogiendo sus piernas y abrazándolas.

―           Lo siento, pequeña… no era yo…

―           ¿ENTONCES, QUIÉN?

―           Un fantasma…

En ese momento, la puerta del dormitorio se abre, y la figura desnuda de Irene entra, silenciándonos.

―           ¿Estáis bien? – pregunta. – Dena me envía a ver que son esas voces…

―           Oooooh… Irene – se lamenta Patricia, extendiendo sus brazos hacia su sumisa amiga.

La jovencita parece darse cuenta, por la expresión de su amiga, de que algo no va bien, y se sube a la cama de un salto, abrazándose con Patricia, quien estalla en lágrimas.

―           Amita… ¿qué sucede? ¿Por qué lloras?

He recuperado suficientemente el control de mi cuerpo como para poder alzarme sobre mis brazos. ¿Qué puedo decirle? ¿Cómo explicar la presencia de Ras? No puedo hacerlo. Ya ha sido muy difícil decírselo a mis chicas, como para involucrar una más ahora. Me pongo de rodillas y alargo las manos, aferrando a cada una por el pelo. Las obligo a girar sus rostros hacia mí, las obligo a mirarme.

Hay que recurrir a la mirada de basilisco.

Irene es muy fácil de convencer. Los gritos que ha escuchado han sido solo a consecuencia de un feroz orgasmo. Todo está bien. Su ama está feliz, perfecta.

Patricia cuesta algo más. No puede olvidar el dolor que le he causado, así que tengo que modificar su percepción de los hechos. Ese dolor que recuerda pasa a componer el instante de su desfloramiento y, finalmente, olvida el tono de voz de Ras, así como sus palabras. El recuerdo que guardará de su desfloramiento será ambiguo, con mucho dolor y mucho placer. ¡Que se le va a hacer!

Las chicas quedan, desnudas y abrazadas, ante mí. Irene felicita a su ama por su gran paso, y la llena de besitos. Con el control de la situación en mi mano de nuevo, me enfrento mentalmente al viejo y jodido Ras.

“¿QUÉ COJONES HA SIDO ESO?”

No… lo sé, Sergio.

“¿Cómo que no lo sabes? ¡Has violado a Patricia!”

Lo sé… pero no quería…

“¡Me has inmovilizado! ¡Has pasado por encima de mí!”

Joder, Sergio… lo siento, yo no quería actuar así, pero…

“¿Pero QUÉ?”

¡Necesitaba hacerle daño!

“¿Cómo? ¿Daño?”

¡Si! He estado reprimiéndome mucho tiempo… consiguiendo migajas que apenas me satisfacen… tengo que calmar mis ansias de dominación, el clamor que recorre mi espíritu… mi obsesión por controlar… por corromper…

“¿Y cuando pensabas contármelo?”

Lo he intentado, Sergio. Todas esas puyas, las insinuaciones, los consejos… no podía decírtelo de sopetón… no lo hubieras aceptado… antes.

“¿Antes? ¿Y ahora si?”

Puede.

“¿Qué me has hecho? Me has manipulado, ¿verdad?”, le digo, contemplando como las chiquillas se están besando con más fervor, acostadas de lado y abrazadas.

He cambiado un tanto tu moral, tu forma de ver las cosas.

“¡Joder! ¡Muchas gracias, cabrón!”

Apenas te afectará, ya tenías una moralidad bastante dilatada, no creas. Solo me aseguro que harás lo que debes hacer para quedar en pie, solo eso…

Me llevo la mano a la cara y respiro profundamente, hasta calmarme.

“Está bien, está bien. A partir de ahora, no quiero más secretos, ¿vale?”

Si, Sergio.

“Cuantos sientas la necesidad de dañar, violar, o tirarte pedos, me lo haces saber”.

Si, Sergio.

“Y si vuelves a hacer esa gilipollez de anularme… ¡Te juro que encontraré la forma de atarte o de arrancarte! ¿Entiendes?”

Si, Sergio… ¿Podemos tirarnos ya a esa Irene?

Dejo escapar el aire, tapándome la cara con una mano. Tengo que reconocer que Ras siempre acaba descolocándome. Tengo que morderme el labio para no reírme, a pesar de que sigo enfadado. Pero tiene razón, este no es momento para lamentos.

Me uno a ellas, metiendo mi rostro en medio, buscando los labios de ambas. Patricia enseguida atrapa mi mengua, pero Irene no se atreve. La mano de su ama empuja su nuca hasta hacerle probar mi saliva.

Por lo visto, nuestra lengua también es lo suficientemente ancha para sus dos boquitas.

No hago caso y me dedico a dar un buen repaso, son dedos y lengua, al cuerpo de Irene. Cuando la tengo enloquecida, la alzo en mis brazos, solo para depositarla sobre el cuerpo yacente de su ama, las cuales vuelven a enfrascarse en besos y frotamientos, cada vez más intensos. Teniéndolas de esa forma, una encima de la otra, me tumbo en la cama, entre sus piernas, abriéndolas más con mis manos. Observo como los coñitos, ambos bien recortaditos y cuidados, buscan el mayor contacto entre ellos, las pelvis rotando y bailoteando a un ritmo cada vez más parejo. Paso de uno a otro con la lengua, ahondando cuanto puedo. Dedico unos diez segundos, más o menos, a cada uno, sorbiendo, lamiendo, succionando… Solo me falta masticarlos. Los gemidos se han duplicado y, sobre todo, las nalguitas de Irene se alzan hacia el techo con fuerza, cada vez que atrapo su clítoris con la lengua y los dientes.

―           Amita… amita… me va… a matar – se queja en la boca de Patricia.

―           Estás gozando, eh… cerdita mía – jadea Patricia.

―           Mucho… no creía que… esto… fuera tan… tan…

―           Dilo…

―           Tan bueno, amitaaaaa… aaaaaaaahhh…

―           Espera un segundo… ¡Espera, no te corras!

―           Ama… casi no puedo…

―           Espérame… yo también… me voy a correr… un solo… segundooooo… ahoraaaaaaaaaAAAAAAAAAAAAHH…

Uso el índice de cada mano para aplicarlos a sus clítoris, permitiéndome así poder contemplar como sus coñitos se deshacen, se licuan, entre fuertes contorsiones de sus caderas. Perladas gotas de almíbar femenino salpican mis manos y las sábanas, vertidas junto a deliciosos suspiros que acaban de inflamar completamente mi pene.

―           ¿Alguien necesita que la desflore? – bromeo, mordisqueando el cuello de Irene.

―           Quieto, campeón – se ríe Patricia. – Ya desfloré a mi perrita, hará un mes. Usé el consolador de mamá…

Irene, riéndose por las cosquillas que le hago con mis labios, asiente.

―           Pero… amita… me gustaría probar como es una de verdad… al menos cómo sabe… ¿puedo?

―           Sergio está aquí, ¿no? Vamos, las dos juntas.

Las dos chiquillas se incorporan, obligándome a tumbarme de espaldas. Patricia le enseña cómo se debe manipular una polla y, sobre todo, cómo hay que mamarla. El trato que esas dos brujitas le dan a mi engrasado falo, es digno de mención, ¿qué digo? De todo un diploma.

Se pasan mucho rato atareadas sobre mi glande. Han descubierto el divertido juego de besarse, manteniendo en medio de sus bocas y lenguas, el hinchado capullo.

―           Ensalivadme bien la polla, que vais a hacer un sándwich con ella, niñas…

―           ¿Un sándwich? – pregunta Irene, aún novata en esas lides.

―           Ya verás que bien – le dice Patricia. – Saca la crema lubricante.

La morenilla suelta mi polla y salta de la cama, abriendo el cajón de la mesita de noche. Regresa de nuevo a nuestro lado, trayendo un tubito.

―           Unta de crema tu pubis y tu entrepierna – le digo. – Haz lo mismo con Patricia.

Patricia se alza sobre sus rodillas para que su sumisa pase la mano por entre las piernas.

―           Límpiate las manos en mi polla – le digo e Irene desliza sus dedos por todo el tallo.

La atrapo por la cintura y la giro con facilidad. Me tumbo de costado, colocando mi cabeza sobre la almohada. Irene queda pegada a mí, su espalda contra mi pecho. Deslizo mi embravecido miembro entre sus piernas, pasándolo por delante de su mojado coño.

―           ¡Ostias, perrita! ¡Parece que te ha brotado una polla! – exclama Patricia, mirándola y riéndose.

―           Venga, Patricia, acomódate y explícale a Irene cómo te corres frotándote solamente contra un manubrio como este – la apremio.

Patricia se coloca de costado, su rostro encarando a su amiga, y desliza su cuerpo hasta que su entrepierna conecta con mi tallo. Enrosca una de sus piernas con la de Irene, y sus manos se aferran tanto a mi costado como el de su amiga.

―           Ahora, vamos a frotar nuestros coños contra esa barra de carne – le dice, mirándola a los ojos tras besarla. – A mi ritmo, perrita…

¡Por todos los santos! ¡Es una delicia!

No solo es la increíble sensación de sus calientes y húmedas vaginas, frotándose contra mi pene, lentamente, sino sus pieles aceitadas, la presión de un muslo, el obstáculo de un vientre… Patricia no deja que Irene incremente el ritmo. Es lento y diabólico, preciso para disfrutar de todas las sensaciones.

Pero no todo es sensación y tacto. Mi olfato atrapa el olor de sus cuerpos sudados, de la esencia que escapa con sus fluidos, el aroma de sus champuses, la pasión en sus alientos. Las veo besarse entre ellas, lamer labios que se quedan secos. Contemplo las turbias miradas que parecen contener mensajes híper secretos que solo ellas conocen.

Las escucho gemir con cada movimiento de caderas que las lleva más cerca de la gloria. Oigo sus murmullos de amor y lujuria, mientras sus ojos se devoran, mientras sus manos reparan en cada rincón digno de ser acariciado.

Cada sentido es sublimado y apaciguado con ese movimiento lento y eterno que han adoptado. Alargo una mano, atrapando las nalgas de Patricia. Sé que está a punto de correrse. Lo leo en su expresión, en sus labios fruncidos, en la caída de sus párpados, en el tembleque de sus nalgas.

―           Aaahhhaaaa… que placer de estar… aquí... con las personas… que más quiero… del mundo – susurra, entregándose al espasmo que la acalla, que la arranca de este mundo, para hacerle cabalgar el cielo.

Irene la sigue de cerca, nada más contemplar el éxtasis en el rostro de su amada. Empieza un febril baile de caderas que acaba implicándome en el orgasmo. Riego con mi semen sus vientres y pechitos, con fuertes borbotones de blanco semen. Irene alza sus brazos, agarrándose a mi nuca y se estira totalmente, con el último espasmo de su goce.

―           Soy feliz – murmura.

Creo que así es como nos sentimos los tres, abrazados y medio adormilados.

Los cuatro… los cuatro.

Llevo esperando casi una hora, sentado en la antesala del despacho de Víctor. Aún es temprano, apenas las diez de la mañana, pero ya hace dos horas que el jefe me llamó por teléfono, sacándome de la cama. Basil me ha enviado un buen desayuno con una vieja conocida, Niska. La joven Romaní, vestida como las demás doncellas de la mansión, se alegra de verme y se atreve a darme dos besos.

Le pregunto dónde está Sasha y me responde que también está en la mansión. Por lo visto, el señor Vantia decidió integrarlas en el servicio, a la espera del regreso de su hija. Pregunta por Katrina, con un poco de temor.

―           Por ahora, la tengo desnuda en casa, durmiendo a los pies de mi cama – sonrío, al ver como desorbita sus ojos. – La he convertido en mi esclava.

―           ¿No volverá?

―           No lo sé, Niska, pero, aunque vuelva, las cosas serán diferentes.

Asiente, como comprendiendo algo que ni yo mismo conozco, pero se tranquiliza. Me quedo solo y me dedico a mi desayuno. Me han dicho que Víctor está reunido, pero no sé con quien, ni con qué motivo. Ni Víctor, ni Anenka suelen madrugar, así que la cosa debe de ser urgente.

Finalmente, la puerta del despacho de Víctor se abre, y él mismo aparece, dándole la mano a la mujer del pelo blanco.

―           Descuide, señor Vantia, tendré una respuesta definitiva en un día o dos. Le llamaré con lo que sea, enseguida – dice ella, con un curioso acento nasal.

―           Confío en usted, señorita Tornier. Sé que buscará la mejor salida para todo este asunto – le dice Víctor, en un tono serio y medido.

Esta vez, la mujer viste con un traje de chaqueta y pantalón, de un marrón oscuro, muy sobrio y elegante. Lleva corbata roja y negra, sobre una camisa salmón. El pantalón le hace un culito soberbio.

Ahora si puedo verle los ojos, justo cuando se gira para marcharse. No hay duda, es albina en un cierto grado, aunque no tiene la palidez cadavérica de otros albinos. Sin embargo, sus ojos son tan grises que parecen transparentes.

Me pongo en pie y saludo al jefe, quien parece bastante serio. Me hace pasar a su despacho.

―           ¿Quién es esa mujer? Es la tercera vez que me cruzo con ella, en la mansión – pregunto, señalando con el pulgar por encima del hombro.

―           Mi abogada, Denise Tornier. De eso quería hablarte, Sergio.

―           Usted dirá, Víctor – me siento a una indicación suya.

Esto parece serio.

―           Verás, Sergio, uno de mis máximos competidores en el seno de la organización es Nikola Arrudin, el hombre a cargo de la zona francesa. Cuando se hizo evidente que no se conformaba con lo que le había tocado, saqué a Katrina de la residencia privada en la que estaba, en París, y la traje conmigo.

―           Entiendo, no quería dejarla desprotegida y que pudieran controlarle a través de ella – dije.

―           Exacto. Así mismo, aprovechando la ocasión, cerré diversos asuntos en aquel país, retirándome de la escena. Pero Nikola ya había movido sus piezas y me vigilaba de cerca. Dispone de unas grabaciones en las que entrego ciertos maletines a un conocido político francés y a un juez del Tribunal Superior.

Suelto un corto silbido.

―           Esas grabaciones han sido entregadas a las autoridades, hace cinco meses. He esquivado los requerimientos de la justicia gala todo lo que he podido. De ahí, el por qué de tener una abogada francesa. La señorita Tornier es una especializada abogada criminalista, perteneciente a uno de los mejores bufetes parisinos. Ella me representa ante las autoridades francesas y, por eso, viaja frecuentemente hasta aquí, para explicarme todo con detalle.

―           Pero la cosa se ha complicado, ¿no? – creo comprender.

―           Si. Las pruebas son indiscutibles. Se ha solicitado mi extradición a las autoridades españolas. Voy a hacer un trato con la fiscalía francesa. Entre tres y cinco años de cárcel, a cambio de que facilite la lista de implicados, tanto míos como de Arrudin.

―           ¿Se va a entregar?

―           No me queda más opción. Si huyo, pierdo cuanto poseo aquí, y tendría que volver a Bulgaria o internarme aún más en el este. No, no es algo que desee. Con suerte, me pasaré tres años o cuatro en una cárcel de mediana seguridad, en una celda privada y acondicionada. Seguiré manejando mis negocios desde allí. Pienso portarme como un bendito y salir cuanto antes. Serán como unas vacaciones, ya verás.

―           Si usted lo dice. ¿Quién sabe esto?

―           Mi esposa y Basil, nadie más. Por eso mismo, quería hablar contigo, Sergio. No quiero dejar a Anenka a cargo de las cosas cotidianas. Dios sabe lo que haría… Confío en ti y te tengo estima. Eres el único que has sabido decirle no a mi hija… Sé que no solo eres el novio de Maby, sino que proteges a varias chicas y que demuestras la capacidad de hacerlo.

―           Bueno… yo solo…

―           Siempre he sabido que te veías con Anenka – me suelta, a bocajarro.

¡Coño, que susto! Me mira a los ojos y no veo malicia en su mirada.

―           No soy tonto, Sergio. Sé con quien me he casado. He soportado otros amantes, otros caprichos, pero, en verdad, estaba preocupado por ti. Eras demasiado joven para disponer de una experiencia que te escudara. Pero, afortunadamente, has sabido escabullirte de sus devaneos.

―           Me retiré en cuanto pidió mi lealtad – le confieso.

Asiente, conocedor de la situación, quizás.

―           El caso es que te he elegido a ti para que actúes de colíder, junto con Anenka. De esa forma, no podrá tomar decisiones partidistas y arbitrarias. Tendrá que contar contigo, así la alianza se mantendrá. Cualquier decisión importante, me deberá ser comunicada y yo la tomaré, ¿entendido?

―           Si, Víctor.

―           Otra cosa. Tendrás que trasladarte a la mansión. No me sirve de nada que estés en tu apartamento, alejado de las medidas de protección y vigilancia.

―           Comprendo.

―           Te traerás a Katrina y a las otras chicas, si lo deseas. Tienes palacio de sobra para instalarte. Además, quiero que busques un sustituto para tu puesto de agente contable.

―           Si, señor. ¿Cuándo se marchará?

―           No depende de mí, pero en los próximos cinco días, seguramente. La señorita Tornier ha marchado a hacer los preparativos. Ah, una última cosa…

―           ¿Si?

―           Ocúpate personalmente de La Facultad. Tú conoces todos mis planes y deseos. No dejes que Anenka meta sus narices en eso.

―           Descuide, Víctor. Todo estará igual a su vuelta.

―           Eso espero, Sergio, eso espero – me dice, palmeándome los hombros.

Deseos vanos e inocentes palabras. El Destino no respeta hombre alguno, ni promesa, por muy férrea que sea.

CONTINUARÁ...