EL LEGADO (20): Nuevas responsabilidades laborales
Subiendo un peldaño más en la organización.
Nuevas responsabilidades laborales.
Nota de la autora: Gracias a todos por vuestros comentarios y opiniones. Son siempre de agradecer. Pueden escribirme a mi correo si quieren mantener una charla más extensa o una opinión más personal. Gracias.janis.estigma@hotmail.es
Llevo a cabo mi habitual visita de los martes a la mansión Vantia. He dejado a Katrina sola en el piso. Las chicas tienen trabajo. He dudado si atarla al sofá, pero, al final no lo he hecho. La he mirado seriamente, diciéndole que es hora de confiar en ella, en dejarla sola. Tendrá tiempo libre en cuanto acabe con sus tareas, pocas de hecho: hacer la gran cama, limpiar el baño, y barrer. Le doy permiso para coger mi portátil.
Katrina me da las gracias, pero me mira de una manera extraña.
― Espero que no se te ocurra nada raro. No voy a cerrar siquiera la puerta con llave. Si vengo y no estás, te garantizo que no lo pasarás nada bien en los próximos tres meses – la advierto.
― Si, Ser… Amo.
¡No va a aprender nunca!
A medida que me acerco al aparcamiento de la mansión, distingo algunos andamios en las ventanas del último piso y también sobre el tejado. Víctor se ha decidido a empezar con su nuevo proyecto. Bien. Le hace falta algo para distraerse. Esta guerra soterrada, que se le ha declarado, le está minando.
Basil me espera en la escalinata de la entrada. Cada vez tenemos más confianza. Es un hombre prudente y receloso, tremendamente fiel a su patrón. No sé mucho más de él, salvo que es de Jáskovo, al sur de Bulgaria, y que no tiene familia.
― ¡Buenos días, Basil! – le saludo al subir.
― Buenos días, Sergei. El patrón está en el segundo piso, con los obreros. Te acompañaré.
― Bien – es mejor seguirle la corriente. Cuando Basil dice que te acompaña, es por algo.
Las escaleras secundarias, o del servicio, están siendo usadas por los obreros, para su comodidad. Los materiales son elevados por un camión pluma, por un hueco que han hecho, en la parte trasera de la mansión. Me doy cuenta de que todo cuanto están usando son materiales temporales, poco pesados. Paredes de cartón y escayola, mucho aluminio, en imitación a madera, y parqué sintético cuando es necesario subir un poco el piso, recubriendo el original.
― Ah, Sergio, mi querido amigo – me saluda Víctor sorteando un andamio y abriendo sus brazos para darme un efusivo abrazo. Como siempre, parecía salir de una recepción de gala.
― ¿Qué hay, señor Vantia?
― Llámame Víctor, Sergio. Básicamente, se podría decir que eres mi… ¿yerno? – enarca una ceja, sonriendo. -- ¿Cómo está?
― Hoy es su primer día a solas en casa. Tiene la puerta abierta y el teléfono liberado, así que de ella depende.
― ¿Te has atrevido a dejarla sola? – se asombra.
― Algún día tenía que ser, ¿no? Las chicas debían acudir a la agencia. No he querido atarle un pie. Pero, debo decir que ha hecho grandes progresos en este fin de semana.
― ¿Ah, si? ¿Cuáles?
― Por lo pronto, ya me llama amo, dos de cada cinco veces – nos reímos los dos, ¿qué le vamos a hacer? – y humilla la mirada, siempre y cuando no esté enfadada.
― No te lo creerás, pero para no llevar aún dos semanas contigo, es un gran avance. Katrina tiene un genio letal. Mató un hombre con doce años porque atropelló su pony.
― ¡Joder! ¿Cómo lo hizo?
― El hombre traía un tractor de paja fresca para el establo. La culpa fue de ella, que sacó al caballito del corral sin avisar a nadie. En una maniobra, el remolque lo aplastó. Mientras el hombre se lamentaba e intentaba ayudar al agonizante animal, ella le clavó una horca en la espalda.
― ¿Qué le dijo usted?
― ¿Qué le iba a decir? ¡Ya había perdido su pony! No le iba a dar otro berrinche…
¡Dios! ¡Que familia! Después se queja de que su hija no tiene remedio.
― ¿Cómo van los trabajos? – le pregunto, más por cambiar de tema. – Veo que se ha decidido a instalar el orfanato en la mansión.
― Si, bueno… más bien una casa de acogida. Quiero seleccionar los candidatos, tanto en edad como en físico.
Le miro, sin comprender. Él sonríe.
― Ven, déjame que te muestre todo esto.
La otra vez que subí a este piso, se reducía a unas habitaciones enormes, que abarcaban, al menos cada una de ellas, dos ventanas de la fachada. El centro quedaba diáfano, sin luz natural, con el hueco de las dos escaleras que se unían al final.
Ahora, todo parece cambiado. Los obreros han derribado todas las paredes y cortado nuevos habitáculos, de diferentes dimensiones. Hay dormitorios, una amplia sala de estar, un gran comedor, sala de estudio, una sala de recreo.
― Están instalando un gran montacargas para subir la comida desde las cocinas de abajo. Se ha reconducido una de las galerías inferiores, para que desemboque en el gimnasio y las instalaciones de recreo. De esa forma, se pueden compartir varias salas, como la biblioteca o una de las salas de ocio – me explica.
― Bien pensado. Tendrá que poner turnos, no es cosa de tener mocosos rondando por la mansión a todas horas.
― Por supuesto.
Parte del tejado ha sido retirado y se están instalando varias claraboyas, en forma de tiendas canadienses, para iluminar el espacio que queda alrededor de los dos tramos de escaleras.
― El arquitecto ha conseguido recuperar espacio para acoger y criar de quince a veinte chicos, en dormitorios dobles, con todas las comodidades y facilidades para su total integración.
― Ya lo creo. Yo diría que hay sitio para más, incluso.
― Ten en cuenta que sus educadores vivirán aquí también.
― Ah – quien sea el organizador de todo este tinglado, ha pensado en todo. -- ¿Y los chicos provienen todos de los países del este?
Víctor me mira durante unos cuantos segundos, que se hacen eternos. Mi pregunta es de lo más inocente, casi rutinaria, pero, al aguantar su mirada, me hace dudar si, inconscientemente, no le he dado alguna entonación. De pronto, echa a andar y me hace una señal de que le siga. Nos dirigimos a una escalera metálica que lleva al tejado, de forma temporal. Salimos al descubierto, por encima de todos los obreros, por encima de cuantos puedan escucharnos. ¿Está paranoico?
Podemos ver los huecos donde se colocaran las claraboyas. Una barandilla de tubos rodea el lugar para impedir que nadie caiga al piso inferior. Víctor se apoya en ella e inspira. Hace viento a esta altura, que mece nuestros cabellos. Sé que se acerca un momento de gran importancia, pero aún no sé para quien de los dos.
― Sergio, me has demostrado que eres una persona en la que puedo confiar. Podría decir que eres casi parte de mi familia. Así que voy a ponerte al tanto de mis negocios y de mis intenciones.
― Víctor… -- intento excusarme, pero me calla con un gesto.
― Así ambos nos sentiremos obligados, el uno con el otro. Poseo más clubes como el Años 20, concretamente en Bilbao, en San Sebastián. en Valencia y en Barcelona. Pero son meras fachadas…
― ¿Fachadas? – pregunto, sin comprender.
― Si, tapaderas. No digo que no generen buenos dividendos, pero se han creado para poder lavar parte del dinero que genera el verdadero negocio.
― Me da miedo de preguntar cual es…
Se ríe, palmeándome un hombro.
― Tranquilo, no es nada demasiado diferente. Sigue tratándose de prostitución, pero a un altísimo nivel. Si el Años 20 es para gente de una media y alta burguesía, las mansiones solo se dedican al más alto estrato social, ¿comprendes?
― Si, solo para millonarios.
― Exacto. No son locales abiertos al público, ni disponen de un rótulo luminoso en la fachada. Solo se accede por citación o invitación.
― Discreción total.
― Y garantizada – acuña, levantando un dedo. – Totalmente garantizada. ¿Has visto algún reportaje sobre la mansión Playboy?
― Si.
― Pues yo dispongo de dos en España.
― ¿Dos? – su comentario me pilla totalmente por sorpresa.
― Si, una aquí, en Madrid, la otra en Barcelona. Dos mansiones llenas de chicas de primera clase, entrenadas en todos los vicios, adecuadas a cualquier deseo… ¿Sabes cuanto pagan por una fantasía como esa? Pasar una noche desenfrenada, imitando a Hugh Hefner, sale por la friolera de un cuarto de millón de euros.
Me da por toser, impresionado, pero seguro que hay gente que pagará esa cifra. Vaya, con la sorpresa, yo conozco solo que la punta del iceberg y eso ya genera un montón de pasta, así que la totalidad tiene que ser de órdago.
― Las mansiones tienen su propio servicio de acompañantes por si se requiere y funcionan como un hotel de lujo. Se puede pernoctar, cenar, almorzar, o divertirse en sus instalaciones. Se organizan fiestas y saraos para gente muy selecta.
― Comprendo. ¿Usted está a cargo de todo eso?
― Estos negocios son absolutamente míos, pero, desde el pacto que me hizo salir de Bulgaria, gran parte de mis beneficios se ingresan en el fondo común de la organización. Todos los que pertenecemos a ella, hacemos lo mismo, para luego repartir beneficios, cada año. Quintuplica lo que puedo ganar por mí solo.
― Le creo, seguro – respondo, aún anonadado.
― Cada miembro de la organización se instaló en un país de Europa, digamos creando raíces para el futuro. Yo me quedé España y me ha ido bien. Existen otros miembros que no han conseguido un desarrollo tan rápido o tan exitoso como el mío, frenado por mafias locales, por las fuerzas del orden, u otras circunstancias. Ellos son los insurgentes que han organizado esta rebelión. Tratan de unir fuerzas para arrancarnos nuestros territorios, sin merecerlos.
― ¿Y que hacen para frenarlos?
― Por ahora, hemos cortado amarras con la organización madre. Me he unido a Alemania, Holanda, Reino Unido y Escandinavia. Conformamos el bloque más poderoso. Ahora habrá que ir reconquistando terreno, si queremos mantener nuestra hegemonía.
― ¡Parece que estamos hablando de las guerras napoleónicas! – musito, pasando una de mis manos por la cara.
― Sé que parece algo terrible, pero es más una guerra comercial que física.
― Si, puede ser, pero las puñaladas traperas son de verdad.
― Si, tienes razón. Bueno, con estos datos que te he dado, llegamos a mi idea de la casa de la acogida.
― Me había olvidado de ella – me disculpo, con una sonrisa.
― La gente que me seguía, en Bulgaria, han desaparecido o se han vendido. Han abandonado el pacto. Solo confío en Basil y en la guardia pretoriana que tengo aquí. Son los más antiguos y los más fieles. Pero, después de lo de Konor, ya no me fío de los soldados del Este…
― Por supuesto.
― No dispongo de refuerzos y mis negocios en España peligran, demasiado sujetos a sobornos y alianzas. Necesito convertir estos negocios en legales, para que puedan tener una base firme, ¿ves por donde voy?
― Creo que si. ¿Tiene algo que ver con lo que le comenté de las comunas agrícolas?
― Lo has captado a la primera, Sergio.
Bufff. La cabeza me da vueltas. Esto está poniéndose a un nivel que desconozco.
― Tranquilo, chico. Me encuentro en mi salsa. No te imaginas el puterío que se liaba en la corte de Nicolás II. Se parecía mucho a esto, solo que las chicas no tenían derecho a nada, eran campesinas. Veremos a ver lo que el buen Víctor te ofrece al final.
No creo que pueda explicar lo reconfortante que puede llegar a ser el viejo Ras. Es como tener la mano de tu padre permanentemente en el hombro, dándote la confianza que necesitas.
― Me has demostrado lo agradecida que puede ser la gente en cuanto les ayudas un poco. Gracias a tu iniciativa, he ganado una gobernanta de toda confianza, y una informadora de primera. Las dos darían su vida por mí y por ti, por supuesto.
Por supuesto, se refiere a Mariana y a su madre, Juni. Ya me había comentado estos hechos. Mariana llevaba camino de sustituir a Pavel en unos años, controlando mucho mejor a las chicas que el viejo mariquita.
― Con dos o tres comunas de este tipo, podría tener a todas las chicas con contratos de trabajo, cotizando a la seguridad Social, y con permiso de residencia si lo necesitaran. Podría desgravar sus sueldos, su alimentación y estancia, reduciendo gastos. Podrían pactar el viaje de sus familiares más cercanos, y su deuda conmigo se reduciría considerablemente.
Asiento, comprendiendo su planteamiento.
― Se que si están felices y tienen esperanzas, trabajan mucho mejor, por eso cuido bien de mis chicas, en la medida que puedo. Pero, de esa forma, no tendría necesidad de cambiarlas de país, sino que podrían instalarse aquí, casarse si lo desean, y montar sus propios negocios. ¿Sabes lo que eso significa?
― Eeeh… ¿ampliar la comunidad?
― Casi, Sergio, iniciar una red de contactos… ahora, imagina que a todas esas trabajadoras de última categoría, añadiera, cada seis u ocho años, una veintena de agentes de policía, abogados, trabajadores sociales, y quien sabe que más… sacados de las hornadas de esta casa de acogida – comenta, exultante, señalando hacia abajo.
― Tendría uno montón de colaboradores en todos los estamentos – repongo suavemente. La luz se hace en mi obtuso cerebro.
― Exacto. Todos contentos y felices de ayudarme, porque me deberan lo que son, lo que han llegado a ser. Por eso mismo, quiero elegir cada huérfano personalmente. Quiero comprobar si es buen estudiante, si es hermoso, o puede llegar a serlo, su motivación, y sus capacidades. No los quiero demasiado pequeños, pues tardarían mucho en desarrollarse. Los quiero en edad productiva. Diez años sería lo ideal.
― Traerlos de sus países, asentarlos aquí, y educarles como españoles…
― … para que me lo agradezcan sirviéndome – acaba Víctor la frase.
Debo reconocerlo, es un genio, aunque el plan tiene un pequeño fallo, que es a largo plazo, y la guerra está desatada ahora. Así se lo hago saber.
― Lo sé, lo sé. Por eso mismo estoy haciendo pactos que, de otra manera, jamás habría hecho. Pero espero depurar la situación, al menos, hacerme con una situación de poder que traiga una tregua. En un par de años, tengo pensado blindarme y ya no podrán hacerme daño. Miro al futuro, Sergio. No solo es mi organización, será también el imperio de Katrina, y de sus hijos… Pero olvidémonos de eso ahora. Ya que conoces mis verdaderos negocios, quiero que reemplaces a mi agente contable.
― ¿Yo, contable? No, no, que va…
― Calla. Un agente contable es quien recoge los beneficios – me corta.
¡La hostia! Eso son palabras mayores.
― No quiero dar más oportunidades a esos buitres, pues no confío en ninguno. Quiero savia nueva, gente que sea desconocida para mis enemigos, y tú encabezas la lista. Te adjudicaré un ayudante, el cual ya ha realizado este trabajo con el anterior agente contable. Se llama Maren y él si es de confianza.
― ¿Por qué no le pone a él como agente contable? – le pregunto.
― Porque se está muriendo. Tiene cáncer de próstata y quiero que te enseñe las rutas antes de jubilarle.
Asiento con una mueca. Es de lógica, ley de vida.
― Te presentará a los gerentes y directores. Quiero que inspecciones todos los locales, que veas sus posibilidades. Recoge los informes que te entregaran, tanto del personal, como de la actividad. Fotografías los registros de entrada y recuperas todos los cheques, talones, bonos y joyas que haya en la caja fuerte. No te preocupes por el dinero en efectivo. Eso se recoge en furgones blindados.
― Está bien. ¿Cuándo empiezo?
― Empieza mañana con la mansión de Madrid. Estimo que lo idóneo sería dedicarle uno o días a cada local, para conocerlos en profundidad. Después, podrás hacerlo más rápido.
― Me parece bien.
Víctor se inclina y comienza a bajar la escalerilla metálica. Le sigo de cerca.
― Las opiniones y sugerencias de las chicas de las mansiones son muy importantes. Son las verdaderas protagonistas y saben de lo que hablan. Quiero que charles con ellas, que las presiones, que las adules, que las diviertas, si es necesario, pero deben confiar en ti y confesarse como en misa. ¡Es imperativo! – me dice, antes de llamar al encargado de la obra y empezar a rectificar ciertas medidas.
Entiendo que la entrevista se ha terminado. Me alejo en busca de las escaleras, cuando aún me grita:
― Mañana, a las diez de la mañana. Maren estará aquí, esperándote.
Me despido con un dedo en la sien. Aún me siento temblar por cuanto me ha explicado. Se ha volcado sobre mí, ha depositado toda su confianza, y no es la primera vez que lo hace. ¿Seré capaz de retribuirlo?
¡Joder, agente contable de la organización, y sin haber cumplido aún los dieciocho años! ¡Rockefeller, jódete! Cuatro zonas, una semana dedicada a cada zona. Un viaje de uno o dos días, in situ, y después, el resto de la semana, en Madrid, redactando o analizando. Es un buen trabajo, digno de un tipo como yo, ¿o no? ¡Jajajaja!
― Sergei… -- el susurro me toma por sorpresa, perdido en mis ensoñaciones, al llegar al primer piso.
Anenka me espera, la espalda apoyada contra la pared, los brazos cruzados sobre el pecho. Viste un traje verdoso, de falda tubular, hasta la rodilla, y chaquetilla corta. Una blusa de seda, asalmonada, brilla suavemente al respirar. Mantiene uno de sus zapatos de alto tazón, clavado en la pared, en una pose que resulta sensual y tímida, a la vez.
― Hola, Anenka, ¿cómo estás? – le pregunto, recuperándome de la sorpresa.
― En el fondo, la esperábamos, ¿no? No pretendías venir aquí y no cruzártela…
No quiero repetir lo de que siempre tiene razón, pero es que es así…
― Bien, gracias. ¿Podemos hablar en privado?
― Por supuesto, Anenka. ¿En tu boudoir?
― Si – y se retira de la pared para tomar uno de los pasillos.
Parece venir de la calle por su vestimenta, pero no puedo estar seguro. Anenka lo mismo está desnuda que está vestida, sin motivo aparente. La sigo, preparando mis defensas. Con ella, más vale estar preparado, aunque, por el momento, no tiene mucho que recriminarme… salvo que no he abandonado a Katrina.
Me hace pasar, sujetando la puerta de su habitación privada, y me instalo en uno de los sofás. Sorprendentemente, ella se queda en pie, apoyando la cadera contra el alto escritorio. Cruza los brazos y me mira. “¡Cuidado con los láseres!”, sonrío mentalmente.
― Me lo prometiste, Sergei – susurra, pero es veneno lo que escupe.
― ¿Te refieres a Katrina?
― Si.
― Bueno, la cosa cambió cuando se desmadró. Víctor me la ofreció como esclava, como pago por todo lo que me hizo.
Anenka se sorprende tanto que su boca se abre. El bueno de Víctor no le ha dicho nada. Seguro que cree que ha enviado a Katrina a uno de esos lugares exóticos, como recompensa.
― ¿Tienes a Katrina? – la pregunta me confirma que he dado en el clavo.
― Si. Está en mi casa. Mis niñas la están educando cuando no puedo ocuparme personalmente. Como comprenderás, no iba a perder esa oportunidad.
Ella me devuelve la sonrisa, pero absolutamente forzada.
― En cuanto a lo que te prometí… bueno, formaba parte de mi trabajo.
― ¿Parte de tu trabajo es mentirme?
― No, señora, vigilarte.
Enrojece violentamente. Esta vez si la he tomado por sorpresa y la verdadera Anenka ha quedado expuesta.
― ¡Maldito niñato! ¿Cómo te atreves a…? – exclama, dando un paso.
― Yo que tú, me lo pensaría, Anenka. Últimamente, no llevo muy bien lo de soportar que me golpeen.
Se frena a dos pasos de mí, rumiando las palabras. Finalmente, se serena y se gira.
― Entonces, ¿debo considerar que no aceptas mi oferta?
― Exactamente, señora. Solo tengo un patrón, y es su esposo.
― No te preocupes, niño – la palabra es todo un insulto. – Víctor y yo hemos llegado a un pacto.
― ¿Un pacto? – pienso en lo que Víctor me ha dicho en el tejado.
― Si, una tregua. No nos interesa desgastar nuestros efectivos. Hemos acordado defendernos mutuamente de cualquier agresión que venga de fuera. Al menos, hasta que se resuelva este conflicto.
“Por eso mismo estoy haciendo pactos que, de otra manera, jamás habría hecho.” ¿A ese pacto se refería Víctor, o habría algún otro peor?
― Me alegra esa provechosa unión – digo, levantándome para irme.
― ¿Qué hay de nosotros, Sergei? ¿No podemos solucionarlo?
La miro y, finalmente, meneó la cabeza.
― No me fío de ti, Anenka. Me pones en tensión y eso no es bueno para mi presión arterial. Además, tu marido acaba de ascenderme y aumentar mis responsabilidades. No creo disponer de tiempo para una distracción más, Maby y Katrina ya reclaman demasiada franja horaria diaria.
― ¿Eso te lo has estudiado?
Sonrío levemente ante el comentario de Ras.
― ¿Quién sabe, Sergei? Puede que algún día, te tragues esas palabras – me contesta Anenka, apretando tanto los dientes que le marcan las mandíbulas.
― Todo puede ser – digo, abandonando su boudoir.
Sé que le he hecho daño, pero debo ser cruel. No puedo seguir llevando la máscara del niño bueno, no entre lobos como estos. Además, me ha encantado humillarla, ¡que cojones!
Me quedo con la llave en la mano, dudando un segundo ante la puerta del piso. ¿Abro con la llave o llamo para que abra Katrina? Al final, me decido por la llave. La suelto en el pequeño mueble del recibidor y entró en el salón. Me quedo clavado, ¡no es para menos!
Katrina está sentada en el sofá, con solo sus braguitas, como es habitual. Se gira y me mira, al escucharme. A su lado, aún gesticulando en una de sus peculiares expresiones, Patricia también me mira, pero ella me sonríe. Se levanta y salta sobre mí, besándome hasta cinco veces en los labios. Katrina no mueve ni un músculo, pero su mirada se acera, se endurece.
― ¿Qué haces aquí, canija?
― Mamá está haciendo huevos rellenos y se ha quedado sin mahonesa. He subido a ver si tenías.
― Si, hay en la…
― Ya la he cogido y se la he llevado a mami. He vuelto a subir a charlar con Katrina. No nos has presentado, malo… -- me corta, eufórica.
― Bueno, Katrina, ella es Patricia, la hija de la vecina del tercero B.
― Lo sé, llevamos hablando media hora larga – responde mi perra.
― ¿Por qué la tienes desnuda?
― No te hagas la tonta, ya te hablé de ella – corto de raíz sus tonterías.
No es un buen día para darme la vara. Hoy me han dado todas las noticias de golpe, las buenas y las malas, y necesito asimilarlas. Saco un cazo.
― ¿Te apetecen unos fideos con crema de queso, Katrina? – le pregunto, rebuscando en la despensa.
― No los he probado nunca, Amo.
― Bien, pues ven y aprende, perra.
Patricia lleva sus ojos de uno a otro, y palmotea, encantada con ese diálogo.
― ¿Así es todos los días? – pregunta.
― A veces – contesto yo. – Depende del humor con el que se levante la perrita.
Le doy a Katrina un suave cachete en el culo, aprovechando que pasa por delante de mí. No se inmuta. Aferra el mango del cazo y espera instrucciones. En contra de lo que me creía, aprende rápido con la cocina, tiene intuición y sabe mezclar sabores. Claro que hay que vigilarla, a la más mínima, te ha vaciado medio salero dentro, a caso hecho, o ha escupido en lo que está cocinando. Pero, en los días que llevamos, ha demostrado que la cocina no le disgusta. Algo es algo.
Le digo que llene medio cazo de agua y la ponga a calentar.
― Un poco de sal, una cucharada de mantequilla, y una hoja de laurel – le digo que añada.
― Pues a mí me cae genial, Sergi. Además, está muy buena – se ríe Patricia.
― Gracias, Patricia – agita las caderas Katrina, con gracia.
― No está aquí para divertirte, Patricia, sino para educarla. No quiero que te lo tomes a la ligera.
― Descuida – me contesta con una sonrisa de suficiencia. Joder, cuanto ha madurado la canija, me digo.
― Tu padre me ha dado recuerdos para ti, perrita – la informo, observándola de reojo.
No me contesta, alzando levemente un hombro.
― Me ha contado que mataste un hombre cuando tenías doce años. Le clavaste una horca en la espalda.
Patricia se queda con la boca abierta. Lo he comentado para que sepa con quien charla alegremente. Katrina vuelve a alzar el hombro.
― Aplastó a mi pony – responde lacónicamente. – Esto está empezando a hervir.
― Pon los fideos. La mitad de la bolsa.
― Bueno, yo me voy – dice Patricia, agitando la mano. – Ya subiré cua… ya llamaré mejor…
Sonrío al verla marchar. Se ha llevado una fuerte impresión. Solo me faltaba que Katrina pudiera confabular con algún vecino, para joder aún más. ¡Que es una psicópata en potencia, coño!
Me dedico a cortar unos tacos de queso Emmental y Gruyère, para añadirlos después a los fideos. Katrina tiene los ojos clavados en el cazo lleno de pasta.
― Te has sorprendido de verme, al entrar, Amo – me dice, de repente.
― Si, es cierto. Venía pensando que estarías haciendo dedo enla M30, por lo menos. ¿Por qué no has aprovechado la ocasión?
Se gira hacia mí y me mira. Ya no queda rastro del pudor de los primeros días, por ir medio desnuda. Ahora se mueve de una forma tan natural que resulta casi erótica.
― No lo sé… puede que no quiera defraudarte...
Es una respuesta que no me espero, la verdad. No consigo saber si lo ha dicho en serio o no.
― ¿Qué has hecho en tu tiempo libre? – le pregunto, intentando salir de esa conversación.
― Aburrirme. Estuve a punto de masturbarme, solo para hacerte enfadar, cuando ha llegado Patricia.
Y me lo dice así, la muy puta, tan campante y ancha. Debo tener cuidado, esta puede darse conmigo, si la dejo.
― Ya puedes jurarlo – se ríe Ras.
― ¿Sabes que tiene a su madre esclavizada? – me comenta, con una ceja alzada.
― Si, yo las uní.
― Vaya, eso no me lo ha dicho, pero si me ha contado de tu promesa de desflorarla – me suelta, mirándome de reojo.
― ¿Qué pasa? ¿Es que estás celosa o qué?
― No, no, Amo… pero… es muy pequeña, la rasgarás…
― ¿Cómo te rasgaste tú? No veo que te pasara nada.
― Pero Patricia tiene catorce años y se la ve muy…
― ¿Niña?
― Si.
― Está bien. cuando suceda, tú te encargaras de lubricarla con la lengua. Si le hago daño, será por tu culpa – y me voy a la ducha, dejándola con cara de preocupación, vigilando los fideos.
Estrecho la mano de Maren cuando Víctor me lo presenta. Ha pasado de los cincuenta años y lleva su enfermedad marcada en la cara. Está pálido y ojeroso, con los rasgos demacrados. Sin duda, ha perdido muchos kilos porque su ropa le está ancha y floja. Sin embargo, parece un tipo locuaz y animado, y suele llevar una gorra escocesa para ocultar los estragos de la quimioterapia.
Nos subimos al Toyota y un par de hombres de Víctor se suben a otro coche, para escoltarnos. No es cuestión de ir por ahí solo, con tanta pasta, y menos siendo nuevo en esto. No tengo ganas de suicidarme.
Maren me indica que ponga rumbo a Aranjuez. Me parece un sitio curioso para colocar una de las mansiones.
― En verdad, está casi a la entrada de la villa, en la avenida del Príncipe, frente a los jardines. Es el palacio de Godoy y Osuna – me confiesa.
Le miro con fijeza y, seguramente, interpreta la pregunta que bailotea en mis ojos.
― El señor Vantia compró el palacio y la manzana entera hace unos seis años. Se han mantenido un restaurante y otro par de negocios, tal y como estaban, para no llamar la atención…
― Joder con el poderío…
Tardamos apenas media hora en llegar y, ante el imponente edificio, circundado por varias calles adoquinadas, se nos abre un portalón, por el cual introducimos los coches, hasta un patio vestibular, sin duda remanente de lo que queda del patio de caballerizas. Puedo dar un vistazo al interior, pero es idéntico a la fachada exterior, lo cual me deprime un poco. Parece más un cuartel que un palacio. Tres pisos, tejado a dos aguas, una fila de balcones con rejas en el primer piso, y feas ventanas cuadradas en los demás; todo pintado en un rosa desvaído, con los huecos en blanco.
Ah, pero el interior cambia… y mucho.
Un hombre vestido de librea nos está esperando, sosteniendo una gran puerta abierta. Nos conduce, en silencio, hasta un despacho tras unas puertas enormes, primorosamente cinceladas. Una mujer de unos cuarenta años se pone en pie, sonriéndonos. Lleva el pelo corto y trasquilado, en un tono rojizo que, evidentemente, no es suyo, pero que le sienta bien. Sigue siendo atractiva y ostenta un cuerpo bien definido y curvilíneo. Me fijo en que arrastra un tanto su pierna izquierda.
― Bienvenido, Maren – saluda, besándole en la mejilla.
― Ella es Marla Stiblinka, directora de la mansión. Marla, te presento al señor Talmión, nuevo agente contable – nos presenta mi ayudante.
― Por favor, solo Sergio – me inclino sobre la señora, besándole la mano.
― Oh, un joven bien educado – me sonríe. Posee ese acento suave y gutural que caracteriza a las mujeres del Este. -- ¿Te gustaría conocer la mansión?
― Por supuesto, señora.
― Oh, nada de señora, por Dios. Tú eres Sergio y yo Marla.
― Esta te lleva a la cama, amigo.
― Está bien, Marla. ¿Comenzamos?
Recorrimos los salones de la planta baja, donde se organizaban fiestas y grandes celebraciones, e incluso convenciones. Los salones son enormes, totalmente acondicionados e insonorizados. El mobiliario es elegante y funcional, y se adapta a diversas funciones, desde una boda a una orgía.
La gira incluye las suntuosas habitaciones del primer piso, dónde las chicas reciben los clientes. Algunas de estas suites, están decoradas y amuebladas según ciertos esplendores pasados: la suite Versalles, el ala Buckingham, la suite del Despacho Oval… incluso tienen una suite decorada como un calabozo. Se nota que se han gastado la pasta.
Cada habitación dispone de su cuarto de baño, acabado con los más insignes materiales, y disponiendo de todas las comodidades.
En el segundo piso, están las habitaciones privadas de las chicas, mucho más pequeñas y más íntimas. Disponen de climatización, televisión y equipo informático. Hay una serie de salas comunes, repartidas por el vasto piso: cuatro grandes cuartos de baño, una sala de ocio, un amplio gimnasio con piso para danza, y un pequeño comedor, con un montacargas con capacidad para un carro, que lleva directamente a la cocina del piso bajo. De esta manera, las chicas pueden bajar y subir sin pasar por el piso “comercial”, o bien tomar algún refrigerio sin tener que vestirse y bajar. También disponen de un enorme vestidor, con camerinos integrados.
― Nosotros suministramos toda su ropa y joyas, por lo que no hay nada en propiedad, salvo lo que las chicas se compren particularmente. Para eso disponen de los armarios de sus habitaciones – me comenta Marla.
― Impresionante. ¿Dónde están las chicas ahora? – le pregunto, intrigado. No he visto ninguna en el recorrido.
― Oh, a estas horas estarán tomando el sol. Algunas han pedido permiso para salir.
Me conduce a la zona interior del palacio. Nos asomamos a una ventana, que da a una serie de patios, o plataformas, centrales, totalmente ocultos a cualquier vecino, salvo a un helicóptero, enclaustrados por los cuatro grandísimos costados del edificio. Abajo, desparramadas en varias chaises longues , situadas entre parterres de suave hierba y aromáticas flores, así como plantas exuberantes, languidecen ocho o diez maravillosas hembras. Parecen acumular rayos de sol en sus cuerpos, con avidez. Salvo una o dos que usan las braguitas de sus bikinis, las demás están desnudas. Nadie las va a recriminar, por supuesto.
La primavera está en puertas, y el sol, en un espacio protegido del viento como aquel, calienta suavemente, permitiendo hasta broncearse mínimamente. En verano, puede que sea casi imposible estar allí, sin sombras adecuadas.
En el centro de los pequeños jardines, una gran piscina rectangular permanece cubierta por una lona plastificada, para que su agua no se ensucie.
― Aún estamos acondicionando esta zona para la clientela. Por el momento, solo las chicas la disfrutan.
― Una lástima. Se podrían hacer muchas cosas en un vergel como ese.
― Si, tenemos algunas propuestas, pero nada en firme todavía.
― ¿Podría charlar con las chicas un rato? – pregunto, casi como por descuido.
― ¿Con las chicas? – se extraña Marla.
― Si. ¿No lo hacía mi antecesor?
― No charlaba precisamente con ellas…
― Entiendo. Pues yo si quiero charlar y pedir sus opiniones. Son las directas interesadas de este negocio. Pueden tener nuevas ideas, sugerencias, e incluso tendencias, que deberíamos escuchar y analizar.
Marla se encoge de hombros, pero me conduce hasta una puerta, que oculta una escalera metálica, unas escaleras de emergencia. Conducen a una gran puerta de batientes de presión, que desemboca en el patio vestibular donde tenemos los coches. Al otro lado de las escaleras, una gran cristalera da entrada al enorme patio interior.
― Antes de hacernos con el edificio, éste estaba dividido en viviendas y algunos negocios. Estos patios estaban parcelados, cerrados con vallas y paredes, y teniendo diversas alturas que hemos respetado. Anulamos los muros y plantamos jardines – me explica Marla.
― Es hermoso. Los cambios de niveles permiten pasear sin aburrirse, y disponer de pequeños escenarios naturales. Este patio podría prestarse a nuevos eventos.
Marla asiente, como si ella ya hubiera pensado en ello. Llegamos ante las chicas, las cuales nos miran con curiosidad, pero ninguna hace gesto alguno para tapar sus desnudeces. Marla me presenta.
― Niñas, prestad atención. Este joven es el nuevo inspector contable. Su nombre es señor Talmión, y desea haceros algunas preguntas – se gira hacia mí. – Todas para ti. Te dejaré un rato a solas. Estaré en mi despacho, ultimando los registros para tenerlo todo dispuesto.
― Muchas gracias, Marla. Es usted muy amable – le beso nuevamente la mano.
Las chicas cuchichean ese gesto. Me enderezo y contemplo la marcha de Marla y de Maren. Entonces, me giro y paseo mi inquisitiva sobre cada una de ellas. La mayoría baja la mirada, impresionadas; un par de ellas, quedan enganchadas a mi voluntad.
― Cada vez se te da mejor el golpe de ojos.
“La mirada de basilisco”, le rectifico con humor.
― Más bien pareces un ternero degollado – se ríe.
“¿Cómo lo sabes? No puedes ver mi rostro.” Aún demostrando mi superioridad, puedo escuchar ciertos comentarios musitados entre ellas.
― Es muy joven.
― Al menos es guapo.
― ¿Qué le ha pasado al estirado anterior?
― ¡Que alto es!
― Señoritas – las llamo al orden – mi nombre es Sergio. Supongo que todas hablaréis castellano, más o menos correctamente, ¿cierto?
Asienten e incorporan sus cuerpos, dejando de lado su laxitud bronceadora. Están prestando atención, reaccionando al tono de mi voz y a la gesticulación.
― Soy el nuevo agente contable de la organización. No solo he asumido el papel de mi predecesor, sino que se me ha dejado muy claro que revise y clarifique la opinión personal de cada trabajador.
― ¿Qué significa eso, señor? – me pregunta una exuberante morena, de boquita de piñón.
― Tu nombre, por favor.
― Verónica, señor – responde, cabalgando las piernas más largas que he visto jamás.
― Bien, Verónica. No soy señor, a no ser que seas un guardia civil. Me llamo Sergio, y soy tan joven como vosotras, así que tuteadme, con respeto, claro.
― Gracias, Sergio. Disculpa la pregunta, pero mi noción de español es muy básica. Hay palabras que no entiendo.
― No importa. Estás en tu derecho. En palabras más fáciles, he dicho que la organización quiere conocer vuestras opiniones sobre el negocio. Si se puede mejorar en algunos aspectos, cuales son los fallos que vosotras, como trabajadoras más cercanas a los clientes, habéis detectado… Preguntaros por las sugerencias que podáis tener… ese tipo de cosas. Es como una reunión de trabajo, pero aquí, al solecito, todos relajados – sonrío.
― Vaya… nadie nos había pedido nuestra opinión… jamás – comenta otra chica, con trencitas multicolores.
― Pues ahora va a ser así. Sé que ahora os he pillado de sorpresa y muchas ni siquiera os planteáis abrir la boca, pero me gustaría que para la siguiente visita, tuvierais vuestras ideas y opiniones anotadas en papel, para que no se os olvide nada.
― ¿Y podemos pedir cualquier cosa? – pregunta una tercera, provista de unas tetas impresionantes.
― Cualquier cosa que mejore vuestra vida laboral, o que penséis que se pudiera mejorar en ese aspecto. No tengo que especificar al detalle, ¿no? Si la petición es lógica y asumible, daré parte de ella al jefe. Así es como se hará. ¿Tenéis algo que decir ahora?
― Bueno, tenemos escasez de disfraces – dijo Verónica, mirando a sus compañeras, las cuales afirmaron, apoyándola.
― ¿Disfraces? – pregunto, un tanto despistado con el asunto.
― Ya has visto que muchas suites tienen temática, y nos vestimos según ella. Otras veces, el cliente quiere que recreemos escenas o personajes – explica una rubia de pelo muy corto y percings por todas partes.
― Si, y nunca tenemos suficientes disfraces. Tenemos que improvisar y vestirnos de lechera en vez de pastora – gruñe de nuevo Verónica, arrancándome una risita.
― Es cierto. Nos traen muchos vestidos y ropa de diseño, que está muy bien cuando salimos de acompañantes, pero que, en la mayoría de casos no nos sirve, porque aquí vamos casi siempre en ropa interior. Pero no nos envían apenas disfraces, que es la otra ropa que si funciona en la mansión – se queja otra de ellas.
― Bien. Necesitan más disfraces – comento al grabador del teléfono. -- ¿Algo más?
― ¿Cuándo piensan acabar con el arreglo de los jardines y de la piscina? – me pregunta una chica con coletas adolescentes, aunque su cuerpo es de infarto.
― No estoy al tanto, chicas – digo, cogiendo una de las sillas y sentándome entre ellas. Se está genial al sol. – Si me lo explicáis…
Sin duda, no ha sido buena idea. Ellas se arriman y tratan de llamar mi atención sobre cada una. Al final, me rodean y empiezan los toqueteos inocentes, en el hombro, en el pecho, en la pierna. Tengo que llamarlas al orden.
Tienen razón, tal y como yo le dije a Marla. Esos patios interiores están desaprovechados. Muchos clientes, en verano, desean probar la piscina y disfrutar de una velada en los jardines. Se han propuesto fiestas de mediodía para ese lugar, que se han tenido que olvidar. Hay que terminar de adecuarlo. Un mobiliario ibicenco, de teca y bambú vendría bien, y una carpa daría la sombra necesaria. Quizás una cubierta sería genial para el invierno. ¿Piscina climatizada? Porque no.
Tardo casi una hora en reunirme con Marla y Maren, en el despacho. Me están esperando, con los libros abiertos. Marla me pregunta si quiero un aperitivo, pero eso no es lo mío. Nos ponemos a nuestros asuntos. Maren me explica que no tengo que llevar la contabilidad, de eso se ocupa la gente adecuada. Solo debo hacer una serie de fotografías a las páginas del libro, con los meses pertinentes.
Así que las hago de los meses de diciembre, enero y febrero. Tres a la columna del Deber, otras tres a las del Haber. También otras fotos a las facturas más gordas. En las columnas hay mucho dinero anotado, tanto que no puedo sumarlo mentalmente. Maren me hace un rápido desglosamiento.
― El mes de diciembre no suele ser bueno para este negocio. Las fiestas familiares no dejan que la mayoría de los clientes aparezcan por aquí – dice, con una sonrisa.
― Es natural.
― Sin embargo, el ambiente festivo que se respira antes de las fiestas, aumenta el gasto de los clientes habituales. Es una especie de catarsis ante una pronta imposibilidad de regresar. Se celebran cenas de socios, fiestas improvisadas, y alguna que otra reunión, que, a final del balance, compensan con las tres semanas de casi inactividad, durante las Navidades.
― Ajá – digo, asimilando el concepto.
― Luego se vuelve a la normalidad. Hubo un par de convenciones políticas en Madrid, lo que se traduce con una afluencia permanente a la mansión de personajes ilustres e influyentes. Una media de cinco clientes al día, durante mes y medio, da una cifra de doscientos veinticinco clientes. Se estima una media de gasto de dos mil quinientos euros por cada cliente, en concepto de chica, espectáculo, y habitación, lo que hace un total medio de quinientos sesenta y dos mil quinientos euros, para esos dos meses…
¡Jooooder! ¿Cuánto gana Víctor?
― Ahora bien. Esta mansión está acreditada como una sociedad sin ánimo de lucro, dedicada a recuperar usos y costumbres de otros tiempos. Así nadie mete las narices. La contabilidad que hay que presentar, legalmente, es mínima, pero la nuestra interna, es exhaustiva. A esta facturación bruta, hay que quitarle los gastos – me dice, señalando la columna de Débitos. – Electricidad, agua, basura, impuestos locales, sueldos del personal, tanto de las chicas, como el de mantenimiento y servicio, compras de suministros, de bebidas alcohólicas, extras como ropa y productos de belleza e higiene… unos trecientos cincuenta mil euros…
― O sea, ¿que la organización ha ganado en tres meses, unos ciento cincuenta mil euros, libres de impuestos?
― Algo más. solo son números redondos.
― ¡La hostia! – Marla se ríe, al ver mi impresión.
― Estas facturas serán adjuntadas junto al dinero en efectivo, en el furgón blindado que vendrá a recoger todo, y enviadas a los gestores, los cuales se encargan de llevar la verdadera contabilidad – puntualiza Maren.
Marla abre una caja fuerte de mediano tamaño, que se encuentra detrás de uno de los grandes anaqueles llenos de libros, que tiene a su espalda. Saca una cartera metálica, que abre sobre la mesa. En su interior, un legajo de papeles timbrados y varias joyas ostentosas, así como un par de sobres grandes.
― Bonos de estado, al portador y cheques personales – nos dice, levantando los sobres. – Tenemos unas pocas escrituras, debidamente legalizadas por el notario, y joyas valoradas en ciento veinticinco mil euros. Aquí está el listado.
― Compruébalo y fírmalo – me dice Maren, señalando el listado.
Especifica el valor de cada cheque y cada bono, así como los números de registro de las escrituras, y el epígrafe mercantil de cada joya. Todo correcto y legal para manipular esos bienes. Lo firmo y Marla me da una copia.
― Mete la copia del listado en el maletín y ciérralo. Tiene unas esposas por si quieres ponértelo a la muñeca – me susurra Maren.
― Tengo que conducir.
― Como quieras.
-- ¿Deseas alguna de las chicas? – me ofrece Marla.
El ofrecimiento me coge desprevenido.
― ¿Chicas?
― Tu predecesor se llevaba siempre un par de ellas a una suite, antes de regresar.
― No, gracias. Nos marchamos ya – les digo, apretando los dientes.
Ya en el patio vestibular, me despido nuevamente de Marla y nos subimos a los coches. Nuestros guardaespaldas se muestran muy atentos a cada rincón. De hecho, salen a comprobar la calle antes de salir mi Toyota, y nos siguen muy de cerca. No es para menos.
― ¿Qué te parece tu trabajo? – me pregunta mi maduro ayudante.
― No es ni duro, ni difícil – me encojo de hombros.
― No, no lo es, pero si tiene mucha responsabilidad. Uno de tus antecesores perdió la cabeza, literalmente, al despistarse una escritura del maletín.
― Ya veo.
― Solo tienes que seguir los pasos adecuados. Forma un protocolo de visita y síguelo a rajatabla. Así no se te olvidará nada y lo tendrás todo controlado.
― Si, suena bien. ¿Qué haremos mañana?
― Subiremos a Bilbao y San Sebastián.
― ¿Debo llevar chapela?
Maren se ríe, haciendo una mueca por el súbito dolor que siente en su bajo vientre.
Al llegar a casa, me encuentro una escena curiosa. Maby está sentada sobre la encimera de la cocina, manteniendo un libro de recetas abierto en sus manos. Su faldita está remangada y sus piernas abiertas. Katrina tiene la cabeza entre ellas, produciendo sensuales ruidos de succión. Maby suspira y tiene los ojos cerrados. Me acerco a ellas, en silencio, y acaricio el trasero expuesto de mi perrita, que aún no se ha quitado sus acostumbradas braguitas. Menea las nalgas, agradeciendo la caricia.
― ¿Qué hacéis? – pregunto suavemente.
Maby abre los ojos y me sonríe.
― Una paella con marisco…
― ¿De verdad? Será una receta nueva.
Maby se ríe y me enseña la página del libro que mantiene asido. Si, señor, una paella, con sus gambas y sus mejillones. Echo un vistazo a lo que tienen sobre la vitrocerámica. Muevo el sofrito antes de que se pegue.
― Ya me encargo yo – les digo.
― ¿Te importa si me la llevo un ratito al sofá? – me pregunta Maby.
― Claro que no, también es tu perra, ¿no?
Maby se baja de un salto de la encimera y se la lleva corriendo, cogiéndola de la mano.
― ¿Pam y Elke vienen a almorzar? – pregunto, levantando la voz.
― Siiii… pero tardarán un poco – contesta Maby, tumbada ya en el mueble y frotando el rostro de la búlgara contra su pubis.
No las molesto más y añado el agua de cocer los mariscos. Pienso que Katrina apenas muestra resistencia con las chicas, solo conmigo. ¿Significará algo?
El primer club que nos encontramos no está propiamente en Bilbao, sino en Basauri, apenas a dos kilómetros de los límites de la gran ciudad. Oculto tras un bosquecillo de arces blancos y cedros, se alza el club, ocupando varios edificios que, un siglo atrás, formaban un extenso caserío. Distingo un buen aparcamiento, con capacidad para, al menos, doscientos coches, y el camino de acceso está bien asfaltado. El club tiene un nombre sencillo:La Villa.
Cuando Maren me lo enseña en toda su magnitud, concuerdo con él en que es alucinante y dispone del sitio ideal. Es una recreación de una auténtica villa romana, llena de lujo y comodidades. Plataformas de teca sobre las losas del suelo para no enfriar el ambiente, divanes por doquier, amplias gradas, medio ocultas por tapices y cortinajes, y un pequeño escenario con anfiteatro para los espectáculos. Las chicas andan con sedosas togas, que dejan entrever sus caderas, e incluso uno de los senos, pues no suelen llevar ropa interior.
El encargado, un tipo vasco, de ascendencia germana, me trata con muchísimo respeto, y me entrega toda la contabilidad. Al contrario que en la mansión de Madrid, aquí no hay bonos, ni escrituras, ni joyas, pero si bastantes cheques, unos al portador y otros personales. Fotografío los activos y pasivos, así como el tocho de facturas. Solo entonces, le digo a Maren que me lleve a charlar con las chicas.
Estas se encuentran en otro edificio, al que llegamos por una galería cubierta por las ramas entrecruzadas de los arces. Al igual que en Años 20, aquí están sus habitaciones privadas. La encargada las reúne y me presento. Les pasa lo mismo que a las chicas de la mansión. No están acostumbradas a ser tratadas así, ni a que se les pida opinión, pero estoy seguro que para la próxima visita, tendrán preparada una buena lista de sugerencias.
Por el momento, tomo nota de que se necesita aumentar la calefacción del edificio principal. La mayoría anda con ropa finísima y escasa, y los inviernos suelen ser duros en la región.
Almorzamos en una antigua casa de postas reconvertida, de camino a San Sebastián. Me gusta el paisaje norteño, tan verde y tan bucólico. Una hora y media más tarde, el navegador del coche me conduce hasta una serie de naves, de espalda al mar. Se trata de una antigua zona industrial, que se ha quedado en desuso. Ahora, se han montado talleres de artesanía, restaurantes, un spa, e incluso, una galería. Camuflada entre ellos, el TNT nos acoge. Este club no cierra nunca. Está abierto veinticuatro horas, trescientos sesenta y cinco días al año. Es uno de esos típicos locales de strip-tease que vemos en las películas, lleno de rincones y barras americanas, e incluso trapecios. Las chicas, vestidas con los conjuntos más sexys y putones que pueden encontrar, deleitan a los clientes, bailan para y sobre ellos, y puedes llevarte a la que prefieras, escaleras arriba, previo pago estipulado, por supuesto.
Como todos los clubes, dispone de servicio de restaurante, cafetería, y bebidas alcohólicas. Este, además, tiene cabinas privadas para poder ver espectáculos, o esconderte con una de las chicas.
La música es genial, escogida especialmente por las propias chicas, y hace mover el cuerpo, nada más entrar.
El gerente, en este caso, es un croata de ojos crueles y mediana edad. Maren me aconseja que tenga cuidado con él; tiene mal talante. Me entrega los libros y las facturas, así como varios cheques. Mi ayudante me susurra que este es el club que más dinero mueve en efectivo. Lógico, si animas a las chicas con billetes de cinco y diez euros… ya me dirás.
Sin embargo, al pedirle hablar con las chicas, el fulano croata me pone mala cara. Escucho carraspear a mis dos perros guardianas, detrás de mí. Se excusa en que la mayoría está descansando, o han salido de compras. No quiero escuchar excusas; debo imponer mi propio estilo de inspección para que se me respete en la siguiente visita.
Maren me informa que las chicas duermen en un edificio adyacente, a la trasera, mirando el mar. No me gustan los ojos del gerente, oculta algo. Nos conduce a la puerta que da a la otra casa. Hay que atravesar una especie de patio techado, lleno de plantas en macetas. Al abrir la otra puerta, me encuentro con un tipo inmenso, sentado a una mesa, jugando al solitario. Tiene un walkie al alcance de la mano, sobre la mesa.
― ¿Es el encargado de las chicas? – le pregunto, algo sorprendido.
― No, se ocupa de avisar a las chicas de que les toca actuar…
― ¿Qué pasa? ¿No habéis escuchado hablar de los intercomunicadores? ¿De un buen programa de horarios? – bromeo, pero él no se ríe. – Me gustaría ver a la persona encargada de los asuntos de las chicas.
― No tenemos a nadie – musita, apartando la mirada. – Madame Costi murió en un accidente y el puesto está vacante.
― Nadie nos ha informado de ello – dice Maren, alzando las manos.
― Bueno, las chicas mismas se ocupan de eso y no creí que…
― ¿Tiene a un tío solamente para llamarlas a escena y no dispone de un encargado de las chicas? ¡Es demencial! Las chicas deben tener a una persona para exponerle sus necesidades y sus problemas. ¡Es imperativo!
― Mañana mismo buscaré…
― Nada de eso. Nosotros lo haremos. Ya le enviaremos a alguien – le corta Maren.
― Si, por supuesto.
No sé por qué, pero me muevo, abriendo puertas. Empiezo a encontrarme fulanos culeando sobre varias chicas, que me injurian y lanzan cosas para que cierre la puerta. Miro a Maren.
― ¿Esto es normal?
― No. Solo pueden traer hombres a sus habitaciones, al final de la noche, para dormir con ellos. Si quieren hacer algún trabajito, disponen de las cabinas.
― ¡Son sus novios! – exclama el croata, asustado.
Entro en la habitación más cercana y aferro al tipo que está tan entusiasmado, dándole por detrás a la chica, por el cuello. Protesta y patalea, pero lo saco a pulso, con una pequeña polla tiesa como una antenita.
― ¡Suéltame! ¡He pagado ya! – chilla, molesto y acojonado de ver a tantos tipos tan grandes.
― Sus novios, eh… ya veo. Supongo que el dinero que están generando las chicas en este momento, no está en la contabilidad, ¿verdad?
― Iba a anotarlo ahora mismo – el tipo está pálido y sudoroso.
― Si, hombre, lo que tú digas…
Un negocio redondo. Sin la encargada de las chicas para rendir cuentas, el croata las prostituye durante las horas más bajas de clientela, y se embolsa un montón de pasta. Señalo al hombretón del solitario.
― ¿Cuánto cuesta un baile?
― Cien.
― ¿Y manosear a la chica?
― Doscientos, con una paja. Trescientos una mamada.
― ¿Tirártela?
― Ellas ponen el precio, pero no menos de cuatrocientos. Son todas chicas de primera – el hombre contesta rápidamente, con la esperanza de salvarse.
― ¿Cuánto has pagado? Quiero la verdad – sacudo al tío que he sacado de la cama y que aún mantengo alzado.
― ¡Doscientos cincuenta! ¡Deje que me vaya! ¡Yo no he hecho nada! Es lo que me han pedido, por favor…
Le dejo en el suelo y le suelto. La chica con la que estaba ya le tiene la ropa preparada, de pie en el quicio de la puerta de su habitación. No he visto nunca a alguien vestirse tan rápido. El croata tiene la vista en el suelo, quizás pensando en cómo va a salir de esto.
― Tienes que dar ejemplo, Sergio. Un buen ejemplo.
“Lo sé.” Hablo de nuevo con el echador de cartas.
― Tráeme un martillo y cinco clavos largos, de quince centímetros al menos. De ti depende que me olvide de tu cara. Si los traes antes de quince minutos, jamás te habré visto.
No he acabado de hablar cuando el tipo ha salido por la puerta. Le indicio a mis sombras que vigilen al croata. Maren y yo empezamos a abrir puertas y a echar a fulanos a la calle. Maren usa una Glok pequeña y siniestra para ayudarse; yo no necesito armas. En cinco minutos, hemos despejado las habitaciones y reúno a las chicas en la bonita sala de ocio, de la que disponen.
Me presento y les digo que la prostitución obligada, a la que han sido sometidas, acaba desde este momento.
― Esta situación no tiene nada que ver con lo que se os pide a cambio del sueldo. No volverá a repetirse. Quería reuniros para preguntar vuestra opinión sobre el negocio; si teníais alguna sugerencia que mejoraría vuestras vidas, o alguna idea para plantear sobre el club.
Están tan agradecidas de haberlas sacado de esa obligación que les mermaba el descanso y las ajaba, que no saben qué decirme. Una de ellas, con timidez, levanta la mano.
― A lo mejor sería conveniente cambiar el sistema de altavoces. a veces suenan cascados – dice, finalmente.
― Si, es cierto – la apoya una compañera.
― En las cabinas, suena estridente – comenta otra.
― Yo creo que se necesitaría diversos canales para ecualizar distintas partes del local…
Sonrío. Se han integrado y ya están buscando propuestas. Maren me avisa de que el hombre del solitario con lo que le he pedido. Les pido a las chicas algunos cordones, o pañuelos largos, algo con los que poder atar. Entre todo lo que me ofrecen, elijo una comba y varios cordones largos.
Compruebo los clavos que ha traído. Están bien, largos y no muy gruesos. Le digo al gerente que se desnude. Me mira como si estuviera loco.
― ¡En cueros! ¡Ya! – le grito y tarda poco en satisfacerme.
Le ato unos cordones a la altura de los codos, apretándolos fuertemente, con la ayuda del mango del martillo. Son torniquetes que le están cortando el flujo sanguíneo. Utilizo la cuerda de la comba para hacer lo mismo debajo de las rodillas.
Tanteó la puerta de entrada al edificio. Es sólida, de recia madera. Pido a mis guardianes que le sujeten a pulso, los brazos extendidos. Sin hacer caso de sus gemidos, coloco un clavo en su antebrazo y con un par de martillazos, traspaso carne y madera. El grito casi me rompe un tímpano. Siento las chicas, detrás de mí, ahogar sus exclamaciones. Repito la misma faena con el otro brazo, dejándole clavado con los brazos extendidos y alzados por encima de sus hombros.
Ahora, le toca a sus tobillos. Estos le duelen más que los antebrazos. ¿Habré pillado el hueso? Peor para él. En unos pocos minutos, queda crucificado sobre la ancha puerta, con sus miembros formando aspas, en X. la sangre ha salpicado mis ropas y la madera, pero apenas gotea, debido a los torniquetes.
― Ahora, el último paso – le digo, cogiéndole la engurruñida polla. – A ver, necesito una voluntaria…
Una de las chicas avanza, empujada por sus compañeras, hasta ponerse a mi lado.
― Tienes que tirar de su polla, para que pueda clavarla sin que se le encoja como un matasuegras – le digo, mirándola a los ojos. -- ¿Serás capaz?
Niega con la cabeza.
― ¿Alguna se ve motivada para hacerlo? – pregunto en voz alta.
Una de ellas, una morena de melenita recortada y ojos de gato, camina hacia nosotros, con determinación. Le aferra de la punta de la polla, estirando el pellejo. El hombre no deja de gemir, pues el dolor de sus miembros es muy superior al pellizco que le está dando en la polla.
Coloco el último clavo en el tallo, por debajo del glande. Procuro no dar con ninguna vena, y dejo caer el martillo. Se queja un poco, pero no tanto como creía. Paso uno de los cordones por la base de su pene, frenando la sangría. Me retiro unos pasos, pasando un brazo por los hombros de la voluntariosa morena, y contemplo mi obra.
“¿Te parece un buen ejemplo?”
― Una obra de arte. No me has defraudado en absoluto.
― Bien. Cuando las chicas empiecen el trabajo de la noche, – me dirijo al matón que jugaba al solitario – vendrás aquí y le descolgarás. Le llevarás al hospital y dirás que lo has encontrado así, en la playa.
― Si, señor.
― ¿Has escuchado? – abofeteo el rostro del gerente. – Disfruta de tu estancia en el hospital, por que será lo último que te paguemos. No aparezcas más por aquí, o clavaré también tu cabeza a la madera.
― Si… s…ssi… -- jadea, sin fuerzas.
Según Maren, ya es demasiado tarde para salir hacia Barcelona, así que nos quedamos a dormir en un hotel cercano, para salir temprano a la mañana siguiente.
Este trabajo le viene de perlas a mi mentalidad de amo.
Me encanta el poder.
CONTINUARÁ.....